jueves, 17 de diciembre de 2015

El rey titiritero

Margarita Moreno



Seis armellas clavadas en crucetas de madera vinculan con finas cuerdas los brazos, piernas, torso y cabeza de agraciadas marionetas que manipula el Monarca de Ciudad Eterna, “El Rey Titiritero” como lo nombra la gente. Con pericia insuperable mueve a su antojo los muñecos que ordena tallar  para su escenario, “El teatro del Pueblo” lo llama él.

En esta sublime tarea es asistido por Sam ingenioso escritor-guionista y Libia diseñadora, talentosa y exquisitamente bella. Juntos revisan y sugieren algunos cambios a las obras teatrales y aunque el rey les escucha atento, siempre termina afinando él mismo sus historias y algunas veces, minutos antes del estreno o función, se inspira y presenta la obra sin ayuda alguna. En más de una ocasión ha improvisado sobre la marcha en escena, resulta emocionante observarlo dar vida a sus marionetas y modular tantas voces sin perder el ritmo y armonía del movimiento. Cuando esto sucede, los espectadores aplauden sin descanso, lo ovacionan y alaban, entonces el rey corresponde con largas carcajadas que contagian de alegría la noche.

Si el rey ríe, el pueblo debe reír ―piensa el rey para sí.

Sus ayudantes trabajan arduamente, Sam proyecta relatos interesantes, maravillosos, fantásticos como el amor que cala su corazón por Libia, ella, diseña escenografías, decoraciones y vestuario para presentar al rey. Llevan varios años en esta tarea y hasta ese momento él, aun cuando aparenta disfrutar y emocionarse hasta las lágrimas o las carcajadas más desternillantes, termina cambiando las historias sin motivo ni explicación y si el guionista o la escenógrafa muestran el más leve disgusto o inconformidad, el rey se pone de pie, levanta la real cabeza, arquea las cejas y cruzando los brazos sobre el pecho pregunta con honda voz…

―¿Quién crea los títeres?, ¿quién concibe las historias y representaciones?, ¿quién comparte con ustedes el crédito de las obras?¿Quién donó el antiguo Salón de Columnas del palacio para construir escenario, foro, proscenio, foso de la orquesta, bambalinas, parrilla para los títeres, colocar telones de fondo y principal, candilejas, etcétera, etcétera? y para concluir… ¿De quién es el teatro queridos súbditos?

Ellos moviendo la cabeza de un lado a otro responden:

―Vuestro su majestad, todo es vuestro.

―¡No! ¡Qué necedad! ¡Es del pueblo! De vosotros, impugna el rey riendo socarronamente, le divierte poner en apuros a sus vasallos, especialmente a Sam que le incita una envidia caústica al saberlo tan cerca de Libia.

Transcurrió casi un año y el rey seguía ideando personajes, encargando temas que se hilaron y deshilaron a su agrado. 

―¡Hay que educar al pueblo!, animarlo, entretenerlo sanamente, darle ejemplos de vida a seguir o a evitar, decreta el monarca.

Una tarde al despertar de una larga siesta, el rey se levantó más animado que de costumbre, en sueños se le ocurrió crear un personaje diferente a algún otro de cualquier historia antes contada, en un escenario fantástico, único, no deseaba que nadie más participara, quería todo el crédito del protagonista principal, de historias, estrenos, aplausos, el éxito, la fama, íntegramente suyos. Para ello ordenó a sus jardineros cortar las mejores ramas de los árboles que rodeaban el palacio y traerlas ante él para elegir entre ellas la mejor. La poda de los leños fue colocada sobre la mesa de acuerdos, el rey en silencio los curioseó largamente, finalmente eligió uno de ellos y se preparaba para ilustrar a sus ayudantes con los motivos de su elección cuando Sam dice campechano.

―¡Magnífica elección majestad! Justo la madera del cerezo es de las más maleables para esculpir, admite buen pulido y es perfecta para realizar relieves. 

―¿Estás insinuando que soy “el burro que tocó la flauta”? ―preguntó bufando el rey al clavar su afilada navaja en la rama inerte sobre la mesa.

―¡Dios me libre, mi señor! Nunca me atrevería a pensarlo siquiera, su majestad es muy sabio, dijo abandonando el salón con la mirada del rey apuñalando su espalda.

Durante días y noches enteras el soberano esculpió su juguete, lo talló con esmero y fervor, gozaba lo que estaba haciendo, poco a poco y sin darse cuenta calcó sus propios rasgos en el muñeco, el óvalo de su rostro, la sonrisa enigmática, los pómulos abultados,  amplia la frente, nariz recta y los mismos ojos zarcos con el brillo ardiente que prende su deseo lascivo por Libia.

Cuando lo hubo terminado le pareció perfecto, impecable, entonces decidió que sería el único gran actor, para él se escribirían todas las historias, se harían escenografías, vestuarios, artefactos de magia. Su nuevo títere encarnaría todo lo contado y por contar.

A partir de ese momento, verificó personalmente los escenarios, vestuario, maquillaje, diálogos, agregando y quitando líneas aquí y allá, la costurera elaboraba docenas de prendas y disfraces, la maquillista no paraba de acicalar rostros con polvos y carmín, mas nada lo dejaba satisfecho, aquello era una locura, jamás había estado el rey tan entusiasmado, deprimido, eufórico, triste, furioso y feliz casi al mismo tiempo.

Estos derroches de inspiración real, rindieron sus frutos, hermosos relatos fantásticos, románticos, estremecedores, crueles,muertes pavorosas, suertes irreconciliables, tramas intrincadas, estrujantes sin la más mínima señal de piedad, esperanza o indulgencia. Sus adjuntos murmuraban en secreta crítica, lo injusto que resultaba a veces servir a este rey, que blandía la bandera del amor, justicia, bondad y en el fondo encubría a un ser egoísta  y cruel.

Luego de varios meses el rey eligió la noche de San Juan Bautista para mostrar su incógnita marioneta. Para la presentación designó el salón dorado, se encendieron los enormes candelabros de hierro y cristal para iluminarlo con esplendor, los soberbios espejos empotrados en las altas paredes multiplicaron sus fulgores, la belleza del lugar no tenía paralelo. Una espléndida mesa de mármol verde vestía exquisita mantelería de lino bordado con hilos dorados, en cada sitio pequeñas bases bruñidas portaban laminillas de cristal con el nombre de cada comensal. Los centros de mesa tejidos con exquisitas rosas color champagne casaban primorosamente con la vajilla de textura esmerilada en la que se sirvió la cena más exquisita jamás paladeada en el reino.

La última campanada de las ocho en el templete de palacio recibió a los invitados, Libia asistió guapísima, su vestido color esmeralda y las discretas gemas de sus zarcillos matizaban el verde de sus ojos, las cintas doradas de sus sandalias perfilaban de garbo su andar y su ondulada cabellera de rojos matices laureaba su aceitunada tez, a su lado, Sam usaba un atuendo gris oscuro de peto blanquísimo en el que estallaba un blasón escarlata, su sobrio calzado, esa noche, ejecutó acompasados bailes. Saludaron gentiles a todos los presentes recorriendo con la mirada el salón; tantos años al servicio del monarca y nunca habían pisado ese maravilloso lugar, se acercaron a la mesa y hallaron las laminillas con sus nombres, ella y Sam cenarían a la izquierda del rey y  a su  derecha, en la pequeña laminilla brillaba un nombre, “Polichinela”.

La cena fue un derroche de deleites, platones con delicados canapés, sopas suculentas, asados aromáticos, enérgicos cortes de carne, penachos de vegetales y legumbres, cestos de frutas, canastillas con panecillos de manteca, levadura, centeno y flor de harina, vinos, zumos, tisanas, café especiado, postres horneados, compotas, buñuelos y flanes. Una comparsa de violines, mandolinas y piano deleitó a los invitados durante la cena y más tarde colmó el salón de alegría con ritmos bailables.

Luego de aquella inolvidable fiesta en honor del títere real, el monarca, Sam y Libia pasaban días y noches enteras escrutando y eligiendo historias, vestuario, maquillaje, escenarios, música, todo lo necesario para el lanzamiento del nuevo ídolo, qué dicho sea de paso, cada uno sentía de su tenencia. El rey lo asistía como si fuera su primogénito, Sam lo hacía actuar y hablar cual si fuera él mismo y Libia diseñaba tan pulcramente su imagen y vestuario que parecía hacerlo para si misma.

Trabajaban diligentemente y sin descanso, mas no era fácil que se pusieran de acuerdo, al soberano no le satisfacía ningún relato o personaje creado por Sam y criticaba duramente los trajes y accesorios confeccionados por Libia, quien dicho sea de paso, eludía su regia mirada. La marioneta iba y venía, vestido tras vestido, imagen tras imagen, escena tras escena, con puntos de vista totalmente opuestos. 

Una madrugada las discusiones comenzaron a subir de tono y talante, en segundos los tres antagonistas olvidando sus condiciones, se gritaron exaltadamente al “tú por tú”; poco faltó para que Sam estampara su puño en la quijada real, el oportuno chillido de  Libia evitó tal temeridad. Un largo y espeso silencio siguió a este penoso desatino. Fue entonces que el receloso rey confiscó su adorada marioneta y se retiró a sus aposentos, no sin antes prohibir ser importunado por persona alguna, principalmente por sus colaboradores.

Semanas más tarde, puertas y ventanas de la habitación real se abren, el rey luce sereno, imperturbable, Sam y Libia acuden a su llamado y lo saludan con una reverencia, el soberano se eriza de rabia al verlos tomarse de la mano, haciendo acopio de paciencia “sonríe” una mueca torcida y los invita a saludar a su pueblo desde el balcón real, ―he tomado una decisión respecto a mi marioneta, dice altivo mientras agita la mano en alto para el público congregado bajo su mirador, luego para sorpresa de todos levanta en su diestra al polémico muñeco, el pueblo lo ovaciona aplaudiendo emocionado, es la primera vez que ven a la famosa marioneta de la que todo el mundo habla, sin pensarlo un segundo el rey grita:

―¡Viva Polichinela!

―¡Viva! ―clama la multitud.

―¡Viva el pueblo!  ―continúa el rey febrilmente resentido.

―¡Viva! ―estalla el vulgo.

El rey en un chalado aspaviento de petulancia y encono arroja al aire a la fugaz estrella, los presentes asombrados lanzan un grito estrepitoso que ahoga el berrido de Libia al derrumbarse. La figurilla se eleva ligera estrenando cabriolas y piruetas, Sam encrespado por la soberbia del rey huye a grandes zancadas sintiendo la furia calar sus entrañas. El rey, mentecato y fantoche, apoyado en la  baranda se sacude plañidero, al ver cómo la chusma se precipita sobre su estatuilla, cientos de manos codiciosas despedazan a "Polichinela", ansían poseer un ápice del fetiche, del talismán, de la panacea para su endémica miseria.

Fin de año

Adriana Zamora


A finales de los noventa, cuando era residente de toxicología, mi familia se encontraba en la represa de Prado lista a recibir el año nuevo. La represa queda en el departamento de Tolima y a mis padres les agradaba alquilar ocasionalmente una cabaña en el lugar para poder descansar en un ambiente de tranquilidad, mientras mis hermanos disfrutaban de los deportes náuticos. Yo no podía ir porque tenía programado turno y no estaba precisamente con mi mejor ánimo, ya que me lo habían asignado hacía tan solo cuarenta y ocho horas. 


A las dos de la tarde, habíamos pasado revista asistencial a los pocos pacientes que se encontraban en observación y ya no teníamos actividades pendientes, únicamente debíamos esperar a que ingresaran nuevas urgencias.  Así que me dirigí a la sala de descanso médico  ubicada en urgencias y me puse a ver televisión; fue entonces cuando pasó el coordinador del postgrado quien me miró con expresión de sorpresa.

¿Y usted qué hace acá?

Profe, el doctor Cubillos me puso turno.

Pero si ya estaba asignado el turno a Rojas. ¿Para qué dos?

Que en este día se aumenta el número de intoxicados después de la media noche. 

No. Pero no estoy de acuerdo dijo negando también con la cabeza— con uno es más que suficiente. Igual hay tres médicos de urgencias apoyando. Vete Adriana. Yo le informo a Cubillos después, que te fuiste con mi aprobación. 

¿En serio profe? ¡Qué bien! ¡Gracias!


Saqué cuentas sobre cuánto me demoraría en llegar a la casa, empacar mis cosas, ir al terminal y finalmente a la represa. Si no había inconvenientes, llegaría aproximadamente a las nueve de la noche. Y comencé el recorrido.

De ahí en adelante nada salió bien. La llegada al terminal fue eterna gracias a los trancones y la imposibilidad de conseguir taxi rápidamente, eso sin contar la primita navideña que me sacó el conductor. Cuando llegué a la zona uno, donde se toman los buses para ir al sur del país,  me quedé boquiabierta al ver el caos. Un concierto de rock al parque le quedaba en pañales. No se podía caminar de lo lleno que estaba.  Al llegar a la taquilla me dijeron que ya no se conseguía pasajes sino hasta las ocho de la noche. Había un servicio de colectivo que tenía un cupo, pero salía a las seis de la tarde.


Al borde del desespero y con ganas de llorar por tener que pasar el año nuevo sola, llamé a mi amigo Guillermo para contarle todo. Mi idea inicial era que me recibiera en su casa, pero él me dijo que estaba solo también y quería cambiar de ambiente, así que propuso llevarme en carro hasta la represa, lo cual me pareció fabuloso. Me recogió en el terminal a las cinco de la tarde; conducía un Renault doce, azul claro, modelo noventa y dos. A pesar del aspecto algo deteriorado del carro, me sentí animada pensando que perfectamente a las once de la noche estaríamos reuniéndonos con mi familia.


¡Error! Habían pasado dos horas y nada que podíamos salir de Bogotá. Guillermo debió notar el grado de estrés que tenía y comenzó a contarme anécdotas de la universidad para tenerme entretenida. Él al igual que yo era médico y estaba haciendo residencia en ginecología; durante el mes de diciembre continuaba con actividades asistenciales por lo cual sus padres tuvieron que viajar sin él a pasar vacaciones en Argentina. Al programar sus turnos el coordinador le dio libre el puente del fin de año,  pero eran solo tres días, lo cual limitaba sus opciones de viaje y hasta cuando lo llamé no había planeado ninguna actividad.

A pesar de que durante la carrera uno se prepara para pasar varias fechas especiales alejado de sus seres queridos, no dejaba de ser frustrante que habiendo obtenido el permiso no pudiéramos llegar antes de la media noche, sin embargo el tiempo pasaba y el tráfico no disminuía en volumen a pesar de que ya íbamos por carretera. Los paisajes, los olores propios de campo, la sensación de quietud y aislamiento que brindaban las montañas, el viento frío y el silencio nos ayudaba a entretenernos y no pensar demasiado en eso. Guillermo debió sentirse cansado o quiso plantear alternativas al plan original, por lo cual sugirió la posibilidad de quedarnos en otro pueblo si llegábamos a las diez de la noche y seguíamos en carretera. No tuve que hablar en lo más mínimo; bastó mi mirada. Luego dijo:

Bueno no. Solo decía.

Debí aceptar su sugerencia. Después del Espinal, el carro comenzó a botar humo y no siguió andando. 

No había nada cerca, los carros pasaban pero no nos auxiliaban y no teníamos celular. Miré el reloj y ya era las once y cuarto. Cuando destapé el capó, el radiador botaba mucho humo y al observar el contenedor de agua estaba totalmente vacío.


¿Revisaste el agua antes de salir?

Ehh. No.

Conté hasta diez y no sirvió para nada, le di una fuerte patada al carro y me fui caminando por el estrecho borde de la carretera, tratando de alejarme lo que más podía de Guillermo, cuando él me gritó:

Adri, deja el drama que te van a atropellar.

Me volví hacia donde estaba y le contesté con toda mi furia. 

¡Eres un idiota! ¿Cómo se te ocurre sacar un carro a carretera sin mirar esas vainas?

Tenía afán por recogerte. Yo no tenía planeado este viaje y alisté rápidamente todo.  Además el carro nunca había molestado.


Respiré profundamente mientras me refregaba los ojos y el rostro con las manos. Boté el aire y lo volví a ver. Estaba descompensado. Obviamente él tampoco se la estaba pasando bien y debía estar pensando en las veces que me sugirió parar en un hotel y no lo escuché.

¿Hay algo de comer?

Tengo papitas y gaseosa en el baúl. 

Comamos mientras alguien se digna a llevarnos.


No fueron fáciles los primeros minutos. A nadie le gusta que le griten y menos en esas circunstancias. Pero la charla fue fluyendo y terminamos riéndonos de todo. No nos fue mal con la llegada de la media noche. Desde donde estábamos se alcanzaba a ver los juegos pirotécnicos, que posiblemente eran de Saldaña y aproximadamente a las doce y treinta un señor se detuvo y ofreció llevarnos.

¿Y mi carro? ¿Será que me lo roban o me lo desvalijan?

¿Te quieres quedar todo el resto de la noche acá cuidándolo?

Sí ya entendí.


Finalmente llegamos a Prado a las nueve de la mañana. El encuentro con mi familia fue simplemente maravilloso; estaban muy sorprendidos de vernos y Guillermo estuvo muy contento de encontrarse dentro de un grupo tan amable y bullicioso.  Dos de mis tíos se encargaron de ir con una grúa para recoger y arreglar el carro, mientras nosotros pudimos disfrutar de la cabaña y sus alrededores. Dos días después tuvimos que volver a Bogotá para reintegrarnos en nuestros respectivos hospitales, pero ciertamente el descanso nos sirvió muchísimo para recargar energías. Mirando hacia atrás creo que ha sido el mejor fin de año que he tenido. 

miércoles, 16 de diciembre de 2015

A la sombra de un lapacho amarillo

Néstor Caballero


Al reparar en los pupitres desvencijados y en el pizarrón gastado que reposaban a la sombra de un añoso lapacho de follaje amarillo, súbitamente Catalina tomó conciencia de todo lo que había perdido.

A corta distancia del lapacho se levantaba una edificación cuyo techo había caído, así como también dos de sus cuatro paredes, circunstancia que le permitía comprender ese forzoso método de enseñanza al aire libre.

Creyó escuchar a Paquito a su lado preguntándole si se sentía bien, pero las palabras de su hijo le llegaban ligeramente distorsionadas, como emitidas por un amplificador roto. El viento solano le quemaba el rostro y la obligaba a cerrar los ojos al mismo tiempo que su mente proyectaba la película de su debacle, que se iniciaba con el cadáver de su marido tumbado en la tina del baño matrimonial. El revólver con el que se había destrozado el cráneo reposaba cerca de su mano derecha. Al costado de la tina, sobre el piso de linóleo, yacía el previsible sobre con salpicaduras de sangre. En la carta se atosigaban disculpas y vanos intentos de justificar su resolución: negocio quebrado, hipotecas vencidas, desalojo inminente; él les había fallado, era una carga para ellos y ya no podía vivir con la culpa.

Mientras contemplaba la masa deforme que hasta hace unas horas había sido el rostro de su marido, Catalina se dio cuenta de que en realidad nunca lo había amado, y de que se había casado más por la urgencia de salir de su casa paterna que por un amor auténtico. 

Su padre la amaba de una forma posesiva. Quería saber en todo momento qué estaba haciendo, dónde y con quién lo hacía. Él era su chofer pero jamás permitía que ella le impusiera sus horarios, y por lo tanto siempre llegaba y salía de las fiestas demasiado temprano para poder divertirse. La ropa que elegía para salir era sometida a un tremendo escrutinio, así como también lo eran sus eventuales acompañantes, ninguno de los cuales podía siquiera acercarse a los elevados estándares del viejo. Su madre observaba todo esto desde la distancia, con una indiferencia que sólo a veces era perturbada por el tufo de los celos, ya que como compensación por semejante control, Catalina recibía todo aquello que deseara por más caro que fuera su capricho: muñecas de colección, vestidos traídos de París y Nueva York, una fiesta de quince años en el salón más lujoso del club social, viajes a Disney y a Europa (obviamente siempre acompañada por sus padres), joyas de oro y plata, perfumes que volvían locos a sus compañeros y llenaban de envidia a sus amigas.

Sin embargo todas estas atenciones eran opacadas por la contraprestación que originaban: la obediencia completa a su padre. 

Pero Catalina estaba lejos de ser la chica sumisa con la que su padre se hubiera contentado. Muy por el contrario, tomaba y fumaba cuando no estaba nadie más en la casa, y a veces, cuando sabía que iba a estar sola un buen tiempo, metía chicos en su habitación, y precisamente el último de éstos se convirtió en su marido, y solamente porque su padre regresó temprano de la oficina y los encontró en la cama.

Catalina estaba segura de que el viejo mataría a Víctor, pero en cambio la agarró de los pelos y desnuda como estaba la arrastró hasta la calle y cerró la puerta. Tres minutos después apareció Víctor con sus ropas en las manos.

Víctor tenía casi diez años más que ella. Lo conoció en el club cuando salía del gimnasio con un par de amigas. Lo que le llamó la atención fue lo alto que era y también lo seguro que parecía. Fueron al cine un par de veces, estuvieron juntos en fiestas hasta que finalmente Catalina lo llevó a su habitación.

La ira le duró muy poco a su padre, pero para Catalina ya no hubo vuelta atrás. Se fue a vivir con Víctor, y al año ya estaban casados.

Víctor la mimaba casi tanto como su padre, pero a diferencia de éste, él no tenía tiempo para controlarla.

Su difunto marido vivía obsesionado con el dinero. Le producía un placer casi sexual la visión de su cuenta bancaria tras haber cerrado un buen negocio: como los miles se transformaba en cientos de miles, y éstos a su vez en millones. Pero para lograr estos buenos negocios, corría enormes riesgos. Siempre invertía todas sus ganancias en nuevos emprendimientos y durante mucho tiempo le salieron bien las cosas.

Tanto su padre, como después Víctor, mantuvieron a Catalina en una burbuja de oro: ambos querían mantenerla lejos de cualquier trabajo, deseaban siempre verla linda y sin preocupaciones, y ella lo aceptaba porque realmente no podía concebir una vida diferente, una existencia de sacrificios y privaciones. ¿Quién querría eso?

Un día de Catalina se podía sintetizar en los lugares que más frecuentaba: el gimnasio a la mañana, el spa a la siesta y el shopping a la tardecita.

Ni siquiera el nacimiento de Paquito pudo perturbar esta rutina. Para encargarse de él estaban las niñeras y empleadas domésticas. Ella debía permanecer radiante para su maridito.

Sin embargo, esta existencia idílica terminó de forma abrupta con la carta sangrienta que la esperaba a un costado de la tina.

Más tarde, un amigo le contó los detalles del negocio que destruyó a su marido. Había invertido todas las ganancias resultantes de la venta de una cadena de moteles en dos estancias que aparentemente eran muy productivas, pero que en realidad no pertenecían al hombre que se las había vendido. Cuando los verdaderos dueños presentaron sus títulos legítimos, ya no pudo hacer nada. El estafador huyó con todo el dinero.

Víctor estaba en la ruina.

Las  escenas seguían proyectándose en la mente de Catalina.

Ahora, el libreto describía una álgida discusión con su padre. 

—Papá, por favor te lo ruego —imploraba Catalina— no tenemos dónde quedarnos. Sé muy bien que tenés tres casas en alquiler. No te hace nada darnos una para vivir, temporalmente nomás. Te juro que sólo necesito unos tres meses para estabilizarme. Por favor, papá…

—¡Ya basta Catalina! —gruñó el anciano, mirándola con irritación— ¡Yo no puedo encargarme de ustedes! Ya me sacrifiqué demasiado para poder darte una educación que te permitiera valerte por vos misma ¿Y qué hiciste? Arruinaste tu vida liándote con un loco que pensaba que todo lo que tocaba podía convertirse en oro. Además… —Un ataque de tos interrumpió su diatriba— además, justo en este momento los negocios andan muy pero muy mal y yo necesito todos mis ingresos porque de lo contrario no voy a tener siquiera un lugar donde caerme muerto. 

—Mirale a tu nieto, papá —le increpó Catalina— mirale bien a ese chico de nueve años y decile que no lo querés ayudar.

El viejo terminó ofreciéndoles la casona de su pueblo natal, aquella que nadie quería alquilar. 

Paquito los había salvado.

Paquito, que ahora la miraba con ojos preocupados y que no que iba a poder asistir a clases cuando lloviera. Paquito, siempre tan amoroso, servicial y educado, nunca sabría que su padre fue un cobarde que los dejó solos y en la ruina. Paquito, que ahora le pedía que volvieran a casa porque hacía mucho calor.

La película se volvía cada vez más lúgubre.

La escena que ahora se proyectaba los mostraba llegando a la casona, calados hasta los huesos debido a la lluvia que les acompañó en su trayecto desde la capital.

Al traspasar la entrada, un hedor en el que se mezclaban humedad, encierro, heces de perros y orín de gatos les hizo tener arcadas. Tras encender una vela, en la tenue oscuridad resultante, pudo reconocer algunos muebles viejos esparcidos por el vestíbulo: sofás de colores gastados, sillas estropeadas, armarios con las puertas salientes, ventanas tapiadas con madera. El revoque de las paredes estaba desapareciendo, dejando ver unos ladrillos carcomidos por el paso de los años. De todas las vigas del techo colgaban sendas telarañas, algunas de las cuales se extendían incluso hasta llegar a rozar la frente de Catalina.

Las cuatro habitaciones de la casona se encontraban a ambos lados de un pasillo angosto que terminaba en una pared detrás de la cual se extendía un baldío que en mejores tiempos había fungido de jardín y que terminaba en la orilla del cauce de un arroyo seco.

Cuando se acostaron en la única cama que tenía colchón, solamente pudieron descansar un par de horas ya que el techo estaba saturado de goteras, y aunque movieran la cama, inevitablemente terminaban salpicados.

La película terminaba con  ella conduciendo a Paquito hasta la escuela del pueblo.

Ahora mantenía los ojos cerrados y dejaba que el pánico, la desilusión, el desánimo y la culpa la absorbieran, pero solamente por ciento veinte segundos.

Uno, dos, tres, cuatro… Treinta y cinco, treinta y seis, treinta y siete… Ochenta y dos, ochenta y tres, ochenta y cuatro… Ciento dieciocho, ciento diecinueve, ciento veinte.

—Mamá, ¿te sentís bien?

Catalina abrió los ojos y a pesar del viento solano los mantuvo abiertos para contemplar en toda su patente decadencia la escuela en la que tendría que estudiar su hijo tan querido.

Iría a la prensa. Denunciaría las pésimas condiciones de la escuela y también trataría de conseguir el apoyo de los otros padres para hacer las refacciones que fueran necesarias hasta convertir al edificio en ruinas en una escuela decente.

Ella misma subiría al techo y colocaría las tejas en su lugar, si hiciera falta. Organizaría rifas para solventar los gastos de la escuela. Exigiría mediáticamente la ayuda del Ministerio de Educación y de la Municipalidad para levantar la escuela.

Ya no estaba asustada, ahora tenía un plan y sólo tenía que seguirlo.

Tras un largo suspiro, Catalina condujo a Paquito hasta el lugar donde estaban los pupitres. 

sábado, 12 de diciembre de 2015

Angustia

Cristina Navarrete


No imaginas lo que he tenido que pasar. Insomne por más de dos semanas, espero que el día no termine, cada noche se ha transformado en un tormento, apenas empiezo a quedarme dormido vuelve esa horrible pesadilla, el cuerpo se me entumece, me falta la respiración y las imágenes de aquel aterrador accidente vienen a mi mente, cada vez más vívidas y poderosas. No sé si algún día mi vida vuelva a ser normal.

Veo su hermosa y suplicante mano saliendo bajo los escombros, pidiéndome ayuda, luchando. A pesar del intenso dolor,  me estiro lo más que puedo, trato de liberarme desesperadamente, pero esa maldita viga no me deja mover las piernas, estoy atrapado desde el torso y veo como poco a poco su delicada y blanca mano cesa de moverse; grito con todas mis fuerzas, pero nadie me escucha, por fin despierto: sudoroso y temblando una vez más; nada ha cambiado, sigo en esta cama de hospital, y aún no puedo sentir mis piernas.



viernes, 11 de diciembre de 2015

Gatitos Kennedy

Dennis Armas Walter


Ya era la cuarta vez que acompañaba a mi amigo Enrique a alimentar a los gatos del parque Kennedy en el distrito de Miraflores.

Al principio había uno que otro gatito por ahí, pero con los años empezaron a proliferar hasta llegar a ser casi trescientos gatos los que pululaban por el parque. La gran iglesia que se sitúa a un extremo del Kennedy tampoco se salvó de la invasión gatuna. Los felinos se sentaban en la puerta lateral del templo y algunos se metían al jardincito enrejado que hay a un costado y se subían a la gruta de la Virgen sin ningún respeto. Los sacerdotes los odiaban no sólo porque, a diferencia de los perros, los gatos son ateos, sino también porque los veían como una plaga, una plaga sucia e irrespetuosa. Pero a mucha gente les gustaban y solían darles de comer, una de estas personas era mi amigo Enrique, que cada día iba al parque con una bolsita de hotdogs picados y comida para gato y se sentaba en una banca para alimentarlos. Había un gatito que era su favorito y el felino parecía reconocerlo cuando él llegaba, se trataba de un gato de color blanco con plomo al que mi amigo le había agarrado un cariño especial.

Por otro lado mi psicólogo me dijo que yo estaba loco, que me faltaba un tornillo y que mi vida no tenía sentido, por lo que me recomendó salir más a menudo de mi casa. Yo tomé en serio su consejo y decidí acompañar a mi amigo Enrique a darle de comer a los gatitos.

Enrique es mayor que yo por más de veinte años y tiene muchos conocimientos y experiencia, por eso, antes de alimentar a los felinos, él y yo nos íbamos a una cafetería cercana que se había convertido en una especie de refugio para él. Ahí nos pedíamos dos tazas de café bien calientes con dos sándwiches de pechuga de pollo. Nos poníamos a conversar de muchas cosas mientras tomábamos nuestro café. El lugar era antiguo, pero bien mantenido, de techo alto y con tres sectores con mesas. A la hora que Enrique y yo llegábamos la cafetería estaba casi vacía, así es que mi amigo y yo sentíamos como si el lugar fuera nuestro; las camareras nos conocían y nos trataban muy bien, lo mismo que la dueña del lugar. Enrique le miraba fijamente el poto a cada una de ellas y aspiraba aire entre los dientes. Éramos pues clientes frecuentes.

El sábado pasado fui a la casa de Enrique. Habíamos quedado en que yo llevase un paquete de hotdogs y un cuento que había escrito hace un tiempo, pero yo cojudamente me olvidé de ambas cosas.

—Loco y cojudo —me dije a mi mismo— menudo hijo que salió de la concha de mi madre.

Le avisé por celular que ya había llegado y él me abrió la puerta, subí y entré a su departamento.

Afortunadamente mi amigo era previsor y ya había anticipado que me olvidaría de todo, mejor dicho me conoce, y él ya había comprado el hotdog el cual ya estaba picado y listo para ser echado a la bolsa.

Después de descansar un momento salimos rumbo al paradero, tomamos un microbús y nos dirigimos a Miraflores, ya eran las seis de la tarde.

El microbús nos llevó por toda la avenida Benavides hasta cruzarse con la avenida Larco, ahí dobló a la derecha y pudimos bajar. Ya era de noche. El parqué Kennedy seguía siendo el corazón de Miraflores, cosmopolita y turístico, con todo tipo de gente caminado por sus anchas veredas, hablaban en varios idiomas, castellano, inglés, alemán, etc. A un lado del parque, cruzando la calle, se hallaba en cine Pacífico, el lujoso restaurante Haití y otros más. Cruzando otra calle se encontraba la enorme tienda Saga Falabella y al otro extremo del parque, atravesando rotondas donde la gente bailaba, tocaba, comía y compraba, estaba la imponente iglesia Virgen Milagrosa, construida en el siglo pasado y tan grande y decorada que parecía más una catedral que una iglesia.
Enrique y yo no fuimos directamente a alimentar a los gatos, sino que enrumbamos a nuestra cafetería.

Después de tomar nuestro café con sándwiches y una amena conversación salimos del lugar esta vez para darle de comer a los felinos.

Volvimos al parque Kennedy, con todo su bullicio y algarabía. Enrique escudriñó los árboles y calzadas hasta encontrar a su gatito favorito. Inmediatamente fuimos hacia él. Mi amigo lo llamó y el gato vino corriendo hacia nosotros, pero no estaba solo, había como cinco gatos más a su alrededor. Enrique se sentó en una banca y yo permanecí de pie. Algunos gatitos se subían a la banca y tocaban a Enrique con una pata como diciendo apúrate carajo, saca la comida, mi amigo sacaba la bolsa con los hotdogs picados y empezó primero alimentando a su gato preferido, luego compartió la comida con los demás felinos.

Después de unos momentos Enrique se paró de la banca, dejó un poco de comida en el suelo y me dijo:

—¡Corramos!

Teníamos que aprovechar que los gatitos estaban distraídos con la comida para poder alejarnos sin que nos sigan.

Pero Enrique no había entregado todo el hotdog, ahora faltaba alimentar a los gatos que deambulan a un costado de la iglesia. Nos dirigimos al templo, pero primero tuvimos que pasar por varios restaurantes lujosos llenos de gringos que comían y de camareros que corrían de un lado a otro con bandejas en las manos.

Llegamos a un costado de la iglesia, donde se hallaba el jardincito enrejado con la gruta de la Virgen. Al lado izquierdo de este jardín estaba la puerta lateral de la iglesia y al otro lado las habitaciones de los sacerdotes cuyas ventanas enrejadas de doble hoja de madera yacían cerradas.

Había cerca de once gatos deambulando por ahí cerca y entre ellos estaba uno en particular que era el segundo favorito de mi amigo. Enrique llamó al gato y con un gesto de la mano lo exhortó para que se subiera a la ventana. El felino ágilmente dio un salto, pasó entre las rejas y se instaló en la buhardilla; Enrique colocó unos trocitos de hotdog frente al animal y este empezó a comer rápidamente. Algunos otros gatos se nos acercaban con la expectativa de recibir algo, pero mi amigo y yo estábamos concentrados viendo al gato del borde de la ventana.

De pronto las dos hojas de la ventana se abrieron con violencia y un hombre de unos setenta años con el torso desnudo y el ceño fruncido apareció frente a nosotros, era el padre, que ya estaba harto que Enrique alimentase al gato en la buhardilla de su ventana. El felino se asustó y salió disparado por entre las rejas dejando varios trocitos de hotdog sobre el marco. Nosotros nos quedamos de una pieza.

—¡Oiga usted! —dijo el padre a Enrique— ¡¿Le gustaría que hicieran lo mismo en su casa?!

Enrique, que aun no salía de la sorpresa, infló el pecho y dijo:

—Sí, sí me gustaría, porque estos animalitos son de Dios.

—¡Que Dios ni que ocho cuartos! —contestó el padre haciendo un aspaviento con la mano— Como los vuelva a pillar haciendo esto otra vez voy a tomar medidas drásticas.

Con esta amenaza el padre medio calato cerró la ventana con furia. Enrique y yo nos miramos. Mi amigo me hizo un gesto como diciendo no le hagas caso. Dejamos un poco de agua en un recipiente de plástico y nos fuimos de ahí.

El siguiente sábado continuamos con nuestra rutina. Fuimos a Miraflores, cruzamos el parque y seguimos por las calles hasta nuestra cafetería. Después de tomar nuestro café con sándwich volvimos al parque Kennedy. Alimentamos a los gatitos sobre una banca, dejamos un poco de comida en el suelo y nos fuimos casi corriendo. Ya era hora de alimentar a los gatos de la iglesia.

—¿Y si el padre vuelve a aparecer? —le pregunté a mi amigo.

—No te preocupes por ese viejo gruñón, si aparece lo ignoramos y nos vamos.

—Bueno, además ya son un cuarto para las ocho de la noche, el padre debe estar preparándose para dar la misa.

Una vez más caminamos frente a lujosos restaurantes antes de llegar a la iglesia. Inmediatamente los gatitos se empezaron a acercar. Estábamos parados frente a las habitaciones de los curas, y para mi asombro, Enrique volvió a exhortar a su segundo gato preferido a que se suba a la buhardilla de la ventana, era como si mi amigo no hubiese aprendido la lección.

—Oye Enrique —le dije un poco asustado— ¿Qué haces?

—Dándole de comer al gatito —respondió mientras colocaba unos trocitos de hotdog frente a las narices del felino.

—Pero Enrique, el padre…

—Queeeee se vaya a la mierda ese huevón.

Los demás gatos empezaron a maullar esperando su parte. La razón por la que Enrique le daba de comer a su gato en la buhardilla de la ventana y no en el suelo era porque los demás gatos lo agredían y le quitaban su comida. Bueno, ¿qué podía hacer yo?

Estábamos observando al gatuno comer mientras una voz casi ronca nos gritó:

—¡¿Ustedes de nuevo?!

Mi amigo y yo volteamos enseguida y vimos que el padre había salido por la puerta lateral de la iglesia, esta vez totalmente vestido para dar la misa; traía una escoba en las manos, la cual cogía como si fuera un rifle. Se empezó a acercar alzando la escoba amenazante.

—¡Les advertí que no ensuciaran mi ventana, marranos del diablo!

Enrique y yo pensamos que sólo quería asustarnos, pero cuando sentí el primer escobazo caer sobre mi cabeza nos dimos cuenta que la cosa iba en serio. Enrique trató de protegerse con las manos, pero también recibió un escobazo.

—¡Ay padre! ¿Está usted loco? —gritó Enrique.

—¡Ay nada, fuera de aquí los dos, fuera cochinos!

No nos quedó otra alternativa más que darnos vuelta y empezar a correr. Un escobazo le cayó a Enrique en la nuca. Pero esos golpes no fueron suficientes para el padre, que nos empezó a perseguir con la escoba alzada sobre su cabeza.

—¡Se los advertí! —gritaba el cura.

Las personas de los restaurantes aledaños no dejaban de contemplar la extraña escena: dos tipos corriendo, perseguidos a escobazos por un sacerdote y con unos siete gatos siguiéndolos.

Por desgracia, un mozo distraído que llevaba una bandeja llena de piscos sour se cruzó en nuestra huida; chocamos con él botándolo al suelo y las copitas de pisco sour volaron por los aires. Nosotros seguimos corriendo. El padre pasó por encima del mozo caído.

Finalmente Enrique y yo cruzamos la pista hacia las puertas de la tienda Ripley. La socialista Aída García casi nos atropella con su maserati, tuvo que dar un frenazo para evitarlo.

Mi amigo y yo nos detuvimos al llegar a la vereda. Vimos que el padre no había cruzado la calle, se quedó del otro lado, pero sacudía la escoba sobre su cabeza como si se tratara de una lanza de guerra.

—¡Y no vuelvan por aquí! —nos advirtió. Luego se dio media vuelta y se fue caminando de regreso a la iglesia.

Enrique y yo, aun agitados, nos alejamos cruzando otras calles.

—Oye Enrique —le dije.

—¿Qué?

—¿Vamos a seguir alimentando a los gatos de la iglesia después de esto?

—Más que nunca, gordo loco, más que nunca.

Y nos fuimos a pie de Miraflores a nuestras casas.  

jueves, 10 de diciembre de 2015

Solo una oportunidad

Rocío Ávila


Nunca el suicidio fue tan tentador. Morir cuando más consciente está de lo que ha hecho. Flaco, con una tez amarillenta que delata sus pocas horas de sueño y un cabello inusualmente despeinado, Antonio camina por la calle. En la primera mañana dominical de octubre, con el viento fresco y los rayos del sol tocándole el rostro se dedica a andar sin rumbo. Cerca de donde vive se encuentran las vías del tren y de forma automática se dirige hacia ellas. Si tuviera el valor esperaría, entre los rieles, para dejar el sufrimiento bajo las ruedas del ferrocarril. Es inútil, el servicio  ha sido suspendido en esa parte de la ciudad desde hace dos lustros. Junto a los durmientes sobre los que avanza, a lo largo de un no corto tramo, se acomodan vendedores ambulantes que ofrecen mercancía usada. Los carriles se han convertido en la columna vertebral de un sinfín de telas coloridas que hacen las veces de escaparates, ahí sobre el suelo.

Va pisando los maderos con la cabeza gacha y las manos metidas en los bolsillos del pantalón. No se percata del olor a cigarro mezclado con la fragancia de perfumes baratos que alguien ofrece por ahí, ni de los gritos de los comerciantes atrayendo a posibles compradores o los ladridos de algún perro callejero y el llanto de un bebé. Avanza sin que nada llame en especial su atención hasta que de pronto algo resalta a la vista. A su derecha, una especie de mantel perfectamente lavado y planchado, un blanco inmaculado, se presta para lucir ciertos objetos: portarretratos, candeleros, algunas cucharas de plata sucia, un reloj de bolsillo, juegos de té incompletos, cajitas de música, espejos de mano, todos ellos antiguos y maltratados. A simple vista es un puesto como cualquiera, así que decide proseguir su camino.

—Joven, revise usted bien. Seguro hay algo de su interés —dice un señor anciano.

—Gracias, solo estaba...

Antonio no alcanzó a completar la frase porque de pronto el reloj de bolsillo se volvió un objeto interesante.

Sin decir nada, el muchacho se puso en cuclillas frente al puesto para tomar el objeto de su atracción. Lo gira entre sus dedos como si hubiera jugado con él toda la vida. Lo siente ligeramente rugoso por unos sutiles labrados en ambas caras del cronógrafo por lo que agacha la cabeza para observarlos con detenimiento. Halla algo que lo hace parpadear rápidamente, parte de los grabados son unas iniciales: “A. B. C. D.”. Antonio Benjamín Castillo Dávila se siente asombrado ante la coincidencia de esas letras con las suyas. Se incorpora rápidamente y voltea a ver, por primera vez con calma, al anciano que ofrece la mercancía. El señor tiene la vista fija en otro punto que no es él, en tanto le extiende una bolsa negra de plástico.

—Tenga, llévese el reloj —dice el hombre con voz amable y un tono de comprensión que hace sentir incómodo a Antonio.

—Dígame cuánto es —dice el joven al tiempo que toma la bolsa y observa sorprendido al invidente anciano— pero también quiero saber, ¿cómo supo que tomé el reloj?

—Eso no importa. El reloj es tuyo, no se diga más.

Sin saber por qué Antonio decide no discutir.

—Gracias, de nuevo. Que Dios lo ayude.

—No, hijo, no. Dios te ayude a ti, tú lo necesitas más.

Ante estas palabras el muchacho siente ganas de salir corriendo pero se controla, guarda el reloj en la bolsa de su pantalón para andar, entre discrepantes murmullos, olores indefinibles y ligeros empujones de personas distraídas al caminar, de regreso a su morada.

Desde lejos puede ver al contador Fausto Rivera. Se nota que no pertenece al barrio. Sus movimientos elegantes contrastan con las viviendas modestas, las calles apenas arboladas y el mundanal ruido de costumbre. Invariablemente de traje, aun en los días de descanso, se ve bastante contrariado. Conforme se acerca a su domicilio, Antonio puede observarlo caminando de un lado a otro con movimientos nerviosos.

—Contador Rivera —lo saluda con un tono tembloroso de voz que el visitante no alcanza a distinguir.

—¡Toño!¡Toñito!¡Qué bueno que te encuentro! Eres el único que puede ayudarme.

Antonio respira profundamente intentando no gritar. Su jefe lo trató con afecto, desde el día que lo conoció. Apenas logra decir algunas palabras antes de que Fausto retome el monólogo. Alguien ha robado la chequera del despacho donde trabajan. El dueño del negocio lo ha descubierto por accidente y ha enfurecido tanto que amenazó a Rivera con meterlo a la cárcel si no le entrega el talonario completo antes de que abran los bancos al día siguiente.

—Solo yo tengo la clave de la caja fuerte, todos lo saben —le grita a Toño en la cara mientras se lleva ambas manos a la cabeza en un gesto angustioso.

Tras esta triste declaración los dos hombres se quedan mirando el piso con los hombros caídos y una clara expresión de derrota.

—Tú eres mi hombre de confianza, mi mano derecha. Por favor, piensa. ¿Qué pudo suceder? ¿Quién me haría algo así?

El chico apenas logra tranquilizarlo. Le promete buscar una solución y comunicarse con él apenas se le ocurra algo. Lo convence de volver a su casa para que pueda concentrarse mejor y él pueda hacer lo mismo.

En un edificio de cuatro niveles, habita el departamento más barato. Un espacio mínimo para una mesa redonda, cuatro sillas, un pequeño mueble y el paso a tres puertas. La diminuta cocina, el incómodo baño con una ventilación mínima y la recámara en la que apenas caben su cama, un pequeño ropero y un esquinero. Uno de los muros monocromáticos lo ocupa, en parte una ventana y en otra un espejo de cuerpo entero. Tirado sobre su cama, boca abajo no puede creer lo que ha hecho. Fausto Rivera lo contrató cuando nadie creía en él. Hace cinco años, sin padres que lo apoyaran, sin dinero, sin recomendaciones, con un título recién obtenido, el contador fue el único que tuvo esperanzas en él. Apenas charlaron cinco minutos durante la entrevista laboral cuando su único jefe se levantó sorpresivamente de la silla y con los brazos abiertos se dirigió hasta donde estaba él para dejar caer sus manos sobre sus hombros.

—¡Muchacho! No se diga más. Estás contratado. —Le decía estrepitosamente mientras lo sacudía un poco— Hasta aquí puedo oler que eres una persona decente. Todo es cosa de que te pongas a trabajar y verás el gran futuro que espera por ti.

Antonio no sabe qué hacer. Quisiera morirse, no saber nada ni enterarse del fatal desenlace que parece correr en dirección a su tutor. Con movimientos inquietos busca acomodo en la cama hasta que algo le lastima una pierna. En un movimiento indiferente mete la mano a su bolsillo para encontrar el reloj olvidado. Lo cubre con su mano y no hace por sacarlo de ahí. En esa incómoda posición se queda pensando en el detalle de las letras. Por un momento desea con todas sus fuerzas dar marcha atrás en el tiempo pero lo único que logra es quedarse profundamente dormido.

Cuando consiguió el puesto de auxiliar de contabilidad empezó a decorar su vivienda poco a poco. Para ello visitaba, invariablemente, una gran mueblería de venta en abonos donde lo atiende la misma chica. Una rubia sonriente, bajita pero con buena figura que lo dejaba mudo nada más verla y respondía al nombre de Margarita. Cuando ya no pudo comprar más visitaba la tienda únicamente para verla. Al principio intercambiaban saludos. Poco a poco fueron conversando hasta que se hicieron amigos. A petición de Antonio comenzaron a salir juntos en pequeñas citas. Las meriendas se volvieron cenas, el cine, teatro y entre salida y salida el amor se fue haciendo presente. Tres meses antes se había atrevido a declararle su amor aunque había un detalle que incomodaba a Antonio. Siempre que él quería acompañar a su enamorada hasta su casa ella ponía un pretexto y acababa dejándolo parado, solo, a media calle sin que viera la dirección que llevaba el camión en el que ella se subía tras una rápida despedida.

Cuando Antonio cumplió tres años en la empresa, Fausto le llevó un regalo. Se sintió feliz, como en mucho tiempo no se había sentido. Al salir del trabajo llegó corriendo a ver a Margarita, quería mostrarle las mancuernillas que su benefactor le había regalado. La encontró llorando en la esquina de la calle donde se encontraba la tienda. Apenas la vio no hizo más que abrazarla. No le importó que las mujeres que pasaban lo vieran con desdén al creer que él era el motivo del llanto de la guapa joven o que los empleados de otros comercios los distinguieran entre los transeúntes. Entre sollozos le contó que su única hermana estaba internada en un hospital y que estando gravemente enferma los doctores se negaban a operarla mientras no se contara con un depósito en la caja del nosocomio. La cifra mencionada por su novia alarmó a Antonio.

—Anda, mi amor, pídele dinero a ese jefe tuyo que te quiere tanto —sugirió ella entre sollozos cuando Antonio se ofreció a darle sus pocos ahorros.

—No. Eso no. Él me ha ayudado bastante. Tiene suficientes gastos con sus hijos y su esposa —dice separándose un poco del cuerpo de la muchacha.— Además, ¿cuándo vamos a pagarle? Lo que tú me pides es mucho dinero y yo no puedo hacerlo.

La chica no cesó de llorar esa tarde. Antonio la llevó a un café discreto donde la luz era tan mala que nadie distinguiría que eran ellos. Sentados en incómodas sillas de madera, una y otra vez, Margarita le repetía que él era su única salvación. A la hora de irse Antonio insistió, como usualmente lo hacía, en acompañarla a su casa pero la chica al ver al novio distraído, detuvo un taxi, rápidamente abrió la puerta y con medio cuerpo adentro se volvió para decirle a Antonio:

—Si no me das el dinero, es que no me quieres. No te veré más pero te doy una última oportunidad. Consíguelo para el viernes en la tarde. Nos vemos a las seis en la esquina de la calle donde está tu oficina.

Antonio se quedó pasmado. Podía reconocer que la situación había tomado un giro inesperado pero se sentía tan mal que tuvo que contener el llanto hasta llegar a su habitación. Amaba a Margarita como a nadie. Ella y Fausto eran su familia y ahora todo se estaba derrumbando. Tenía dos días para que se le ocurriera algo, tenía que pensarlo bien.

La ausencia de su amada lo torturaba, lo envolvía una mezcla de angustia y abandono tremenda. Definitivamente tenía que recuperarla. Sentía que la idea sembrada por Ruth, en  sus pensamientos, empezaba a germinar. Él sabía la combinación de la caja fuerte y dónde estaba la chequera del despacho para el que trabajaba. Nadie se la había enseñado pero tras años de trabajo y amistad, Rivera ya no se cuidaba de él. Quizá podría sacar un par de cheques y firmarlos él mismo. Estaba seguro de poder falsificar la rúbrica. Después vería como reponer el dinero sin que nadie lo notara.

El primer viernes de octubre, poco antes de salir de sus ocupaciones hizo lo planeado. Estaba nerviosísimo pero el contador se iría temprano a su casa, el dueño de la empresa saldría de viaje y los demás empleados no verían extraño que él entrara y saliera de la oficina patronal como si nada. Se sentía muy mal de estar rompiendo la confianza de gente de bien pero no veía otra salida. Entró a la pulcra oficina donde todavía se percibía el olor a colonia que usaba el contador. Podía observar sus diplomas colgados y un montón de fotografías familiares adornando algunos estantes del librero. Cuando sacó la chequera intentó separar un par de talones pero le temblaba tanto la mano que no podía separar los papeles. En un arranque de nervios se echó la chequera completa a la bolsa del traje y salió rápidamente de la oficina.

A la hora de salida fue el primero en irse. Estuvo en la esquina antes que ella. Cuando Margarita llegó lo primero que le preguntó fue si traía el dinero. Con voz temblorosa y en un intento inútil de abrazarla, sin pensarlo, le entregó la chequera con los dos cheques firmados. Ella sonrió feliz y tras echar los documentos a su bolsa se separó de Antonio bruscamente.

—¿Sabes Antonio? Eres un buen hombre pero eres un tonto. Un ingenuo al que no soporto —le dijo con una mirada de desdén que dejó a Antonio con la boca abierta.

Antes de que pudiera reaccionar, la muchacha desapareció según su costumbre y ante la impactada mirada del muchacho. En ese momento se dio cuenta de la magnitud de sus acciones. Con el abandono llegó la trascendencia real de sus problemas.

Los primeros rayos de luz entran por la ventana de su recámara. Su muñeca, engarrotada por haber estado apretando fuertemente el reloj toda la noche, comenzó a dolerle. El cuerpo torcido por la mala postura lo obliga a incorporarse. Todavía sentado en el borde de la cama abre la mano y observa el reloj. No había reconocido lo bonito que era. En una actitud de derrota aprieta el botón que abre el reloj para ver la hora. Marca las seis mientras el segundero camina haciendo un ruido suave y agradable.

—Será mejor que me apure —dice en voz alta.

Esperaba llegar al bufete antes que el contador Rivera para poder explicarle que él era el culpable de todo. Tendría que responsabilizarse de lo que había pasado. Se baña y arregla lo más pronto posible. No desayuna, no tiene ánimo para eso. Solo piensa en llegar a la oficina antes de los demás.

En el autobús, camino a su destino se dedica a observar el entorno. ¿Dónde está la señora que vende dulces afuera de la escuela? Ella imperecederamente está ahí los lunes, miércoles y viernes. Los escolapios visten sus uniformes deportivos propios de los martes, tradicionalmente día de gimnasia. Sacude la cabeza, probablemente habrá un evento especial o quizá todo sea producto de sus nervios.

Cuando baja en la esquina habitual siente que el corazón le va a estallar. Toma aire y camina con paso firme rumbo al inmueble donde labora. Hace una temperatura agradable, el cielo está despejado y puede oler el perfume de las flores de la jardinera en la construcción vecina.

—¡Eh, muchacho! Espérame, ¿qué prisa tienes? —dice el contador que va caminando detrás de él.

—Don Fausto, tengo que hablar con usted —dice Antonio con la voz quebrada.

—Vamos, chico. No tenemos tiempo de charlar. Es el último martes de septiembre y me quiero tomar la tarde del viernes. Tenemos que dejar todo listo para que yo me pueda marchar sin preocupaciones.

Antonio inseguro echa a correr hasta su escritorio para revisar el calendario. ¡Martes! Es martes. El día en que encontró llorando a Margarita. Tiene que cerciorarse. Rápidamente entra a la oficina del contador para avisarle que va a salir. Es una emergencia pero promete no tardar. Está tan asustado que no puede esperar el autobús. Corre sin parar hasta el trabajo de la novia. Tiene que pararse a tomar aire más de una vez porque no está acostumbrado a correr así. Sigue hasta que por fin llega a su destino. Se detiene en la puerta a recuperarse un poco. Se recarga en la pared al tiempo que dobla las rodillas e inclina el cuerpo descansando los brazos sobre sus muslos. Inhala y exhala, intenta tranquilizarse. Va a dar un paso cuando un hombre transita delante de él y entra a la tienda. Antonio espera un momento más e ingresa con andar lento. Alcanza a ver a la persona que caminó frente a él, lo escucha llamar a Margarita por su nombre y mira como ella corre hacia él para besarlo en los labios. Antonio no puede creer lo que esta viendo así que prefiere esconderse tras una columna y espiar un poco.

—Mi vida, ya todo está listo —alcanza a escuchar que dice la voz de Margarita. Hoy echaré a andar el plan. Te aseguro que para el viernes tendremos el dinero que quieres.

Antonio no cabe en sí de asombro. Todo este tiempo ha sido engañado por la mujer para robarle. Debe salir de ahí inmediatamente. Es una tienda grande así que puede hacerlo sin ser descubierto. Se mueve lo más velozmente posible procurando no llamar la atención. Cuando llega a la puerta está listo para salir huyendo sin percatarse del anciano invidente que va pasando frente a la puerta del almacén.

—Disculpe, señor. No era mi intención —le dice al señor mayor.

El hombre contra el que ha chocado es el anciano que le regaló el reloj. ¡Seguro esto debe ser un sueño!

—No te preocupes muchacho. Por tu voz entiendo que estás en problemas. Lo bueno es que el reloj te dará la oportunidad de corregir lo malo. Es una sola oportunidad. No la desperdicies —dicho eso el anciano sigue adelante como si nunca se hubieran encontrado.

Antonio regresa a la agencia más confundido que nunca. Su escritorio está lleno de papeles y recibos pero no puede concentrarse así que decide confesarse con la víctima de sus errores. Entra en la oficina abruptamente y empieza a hablar sin dar tiempo a Fausto de decir nada. El contador lo escucha con escepticismo y cuando nota que Antonio ha llegado al final del relato se dirige a él con un tono de voz tan duro como nunca había empleado.

—Mira, Toño. No sé si lo que me compartes es verdad o solo me quieres tomar el pelo. Si es lo primero tengo que decirte que si eso llega a pasar no dudaré en hacerte responsable de tus actos. Quizá se me rompa el corazón porque te quiero como a un hijo, pero haré lo que tenga que hacer. Si es una broma solo puedo decirte que es de muy mal gusto. Sal de aquí y ponte a trabajar.

Antonio suspira aliviado. Quizá su jefe piense que está loco pero él se ha quitado un peso de encima. De pronto recuerda que al salir de casa en la mañana guardó el reloj en la bolsa de su saco. Lo observa por un momento, toma conciencia que falta poco para el encuentro que cambió su vida con Margarita. Decide ir y darle una última oportunidad.

A las siete, puntualmente, observa a Margarita parada en la esquina de la calle donde está la tienda. Ahora que la ve a distancia distingue lo buena actriz que es. La observa extraer de su bolsa un frasco, sacar con sus dedos algo de ahí y untárselo en los párpados inferiores. Recuerda el olor a mentol que notó cuando la abrazó para consolarla por la hermana enferma. Un buen truco para irritar los ojos y que salgan lágrimas de ellos. Todo se veía claro al fin.

—Hola, Margarita —le dice a la llorosa mujer pero sin acercarse.

—Amor, ¡qué bueno que llegas! —dice al tiempo que intenta abrazarse a él.

Antonio mantiene la distancia y cruza los brazos a la altura del pecho.

—Margarita vengo a decirte que lo sé todo, lo de las mentiras y tu idea de estafarme. Te has burlado de mí, me has llevado hasta a desear la muerte; no vales la pena y no quiero tenerte cerca nunca más. ¿Me has escuchado? —inició hablando con calma y terminó casi gritando.

—Pero, Toño, escúchame —le dice en un inútil intento de convencerlo.

Antonio da un paso atrás y tras mirarla con desprecio empieza a andar rumbo a su departamento con paso firme.

Camina un par de calles donde el semáforo detiene su paso. Aprovecha el momento para volver a ver el reloj, de pronto no puede dejar de hacerlo. Sonríe para sí mismo mientras piensa en lo inusual que ha sido todo.

—¡Qué bonito reloj! Mi hermano ama los relojes antiguos. Disculpe la intromisión, ¿me podría decir dónde lo compró? —le pregunta una chica joven, parada junto a él, esperando atravesar la calle.

—No hace falta —le dice Antonio— si te gusta para tu pariente, te lo regalo. Es tuyo.

Le extiende el brazo con la palma de la mano hacia arriba y sobre ella el reloj. Listo para que la chica lo tome.

—¡Muchas gracias! Qué generoso de su parte.

Tras observar un poco el reloj, la chica suelta una franca risa al tiempo que mira a Antonio.

—¡Qué casualidad! Usted tiene las mismas iniciales que mi hermano: E. G. M. ¡Qué buena suerte!

Antonio observa a la chica antes de percatarse que otra vez han perdido el momento de cruzar la calle y tendrán que volver a esperar. Cuando el semáforo da el paso nuevamente a los peatones Antonio retoma el camino pero antes aconseja a la chica.


—Dile a tu hermano que es una oportunidad única. Que la aproveche bien.