miércoles, 16 de diciembre de 2015

A la sombra de un lapacho amarillo

Néstor Caballero


Al reparar en los pupitres desvencijados y en el pizarrón gastado que reposaban a la sombra de un añoso lapacho de follaje amarillo, súbitamente Catalina tomó conciencia de todo lo que había perdido.

A corta distancia del lapacho se levantaba una edificación cuyo techo había caído, así como también dos de sus cuatro paredes, circunstancia que le permitía comprender ese forzoso método de enseñanza al aire libre.

Creyó escuchar a Paquito a su lado preguntándole si se sentía bien, pero las palabras de su hijo le llegaban ligeramente distorsionadas, como emitidas por un amplificador roto. El viento solano le quemaba el rostro y la obligaba a cerrar los ojos al mismo tiempo que su mente proyectaba la película de su debacle, que se iniciaba con el cadáver de su marido tumbado en la tina del baño matrimonial. El revólver con el que se había destrozado el cráneo reposaba cerca de su mano derecha. Al costado de la tina, sobre el piso de linóleo, yacía el previsible sobre con salpicaduras de sangre. En la carta se atosigaban disculpas y vanos intentos de justificar su resolución: negocio quebrado, hipotecas vencidas, desalojo inminente; él les había fallado, era una carga para ellos y ya no podía vivir con la culpa.

Mientras contemplaba la masa deforme que hasta hace unas horas había sido el rostro de su marido, Catalina se dio cuenta de que en realidad nunca lo había amado, y de que se había casado más por la urgencia de salir de su casa paterna que por un amor auténtico. 

Su padre la amaba de una forma posesiva. Quería saber en todo momento qué estaba haciendo, dónde y con quién lo hacía. Él era su chofer pero jamás permitía que ella le impusiera sus horarios, y por lo tanto siempre llegaba y salía de las fiestas demasiado temprano para poder divertirse. La ropa que elegía para salir era sometida a un tremendo escrutinio, así como también lo eran sus eventuales acompañantes, ninguno de los cuales podía siquiera acercarse a los elevados estándares del viejo. Su madre observaba todo esto desde la distancia, con una indiferencia que sólo a veces era perturbada por el tufo de los celos, ya que como compensación por semejante control, Catalina recibía todo aquello que deseara por más caro que fuera su capricho: muñecas de colección, vestidos traídos de París y Nueva York, una fiesta de quince años en el salón más lujoso del club social, viajes a Disney y a Europa (obviamente siempre acompañada por sus padres), joyas de oro y plata, perfumes que volvían locos a sus compañeros y llenaban de envidia a sus amigas.

Sin embargo todas estas atenciones eran opacadas por la contraprestación que originaban: la obediencia completa a su padre. 

Pero Catalina estaba lejos de ser la chica sumisa con la que su padre se hubiera contentado. Muy por el contrario, tomaba y fumaba cuando no estaba nadie más en la casa, y a veces, cuando sabía que iba a estar sola un buen tiempo, metía chicos en su habitación, y precisamente el último de éstos se convirtió en su marido, y solamente porque su padre regresó temprano de la oficina y los encontró en la cama.

Catalina estaba segura de que el viejo mataría a Víctor, pero en cambio la agarró de los pelos y desnuda como estaba la arrastró hasta la calle y cerró la puerta. Tres minutos después apareció Víctor con sus ropas en las manos.

Víctor tenía casi diez años más que ella. Lo conoció en el club cuando salía del gimnasio con un par de amigas. Lo que le llamó la atención fue lo alto que era y también lo seguro que parecía. Fueron al cine un par de veces, estuvieron juntos en fiestas hasta que finalmente Catalina lo llevó a su habitación.

La ira le duró muy poco a su padre, pero para Catalina ya no hubo vuelta atrás. Se fue a vivir con Víctor, y al año ya estaban casados.

Víctor la mimaba casi tanto como su padre, pero a diferencia de éste, él no tenía tiempo para controlarla.

Su difunto marido vivía obsesionado con el dinero. Le producía un placer casi sexual la visión de su cuenta bancaria tras haber cerrado un buen negocio: como los miles se transformaba en cientos de miles, y éstos a su vez en millones. Pero para lograr estos buenos negocios, corría enormes riesgos. Siempre invertía todas sus ganancias en nuevos emprendimientos y durante mucho tiempo le salieron bien las cosas.

Tanto su padre, como después Víctor, mantuvieron a Catalina en una burbuja de oro: ambos querían mantenerla lejos de cualquier trabajo, deseaban siempre verla linda y sin preocupaciones, y ella lo aceptaba porque realmente no podía concebir una vida diferente, una existencia de sacrificios y privaciones. ¿Quién querría eso?

Un día de Catalina se podía sintetizar en los lugares que más frecuentaba: el gimnasio a la mañana, el spa a la siesta y el shopping a la tardecita.

Ni siquiera el nacimiento de Paquito pudo perturbar esta rutina. Para encargarse de él estaban las niñeras y empleadas domésticas. Ella debía permanecer radiante para su maridito.

Sin embargo, esta existencia idílica terminó de forma abrupta con la carta sangrienta que la esperaba a un costado de la tina.

Más tarde, un amigo le contó los detalles del negocio que destruyó a su marido. Había invertido todas las ganancias resultantes de la venta de una cadena de moteles en dos estancias que aparentemente eran muy productivas, pero que en realidad no pertenecían al hombre que se las había vendido. Cuando los verdaderos dueños presentaron sus títulos legítimos, ya no pudo hacer nada. El estafador huyó con todo el dinero.

Víctor estaba en la ruina.

Las  escenas seguían proyectándose en la mente de Catalina.

Ahora, el libreto describía una álgida discusión con su padre. 

—Papá, por favor te lo ruego —imploraba Catalina— no tenemos dónde quedarnos. Sé muy bien que tenés tres casas en alquiler. No te hace nada darnos una para vivir, temporalmente nomás. Te juro que sólo necesito unos tres meses para estabilizarme. Por favor, papá…

—¡Ya basta Catalina! —gruñó el anciano, mirándola con irritación— ¡Yo no puedo encargarme de ustedes! Ya me sacrifiqué demasiado para poder darte una educación que te permitiera valerte por vos misma ¿Y qué hiciste? Arruinaste tu vida liándote con un loco que pensaba que todo lo que tocaba podía convertirse en oro. Además… —Un ataque de tos interrumpió su diatriba— además, justo en este momento los negocios andan muy pero muy mal y yo necesito todos mis ingresos porque de lo contrario no voy a tener siquiera un lugar donde caerme muerto. 

—Mirale a tu nieto, papá —le increpó Catalina— mirale bien a ese chico de nueve años y decile que no lo querés ayudar.

El viejo terminó ofreciéndoles la casona de su pueblo natal, aquella que nadie quería alquilar. 

Paquito los había salvado.

Paquito, que ahora la miraba con ojos preocupados y que no que iba a poder asistir a clases cuando lloviera. Paquito, siempre tan amoroso, servicial y educado, nunca sabría que su padre fue un cobarde que los dejó solos y en la ruina. Paquito, que ahora le pedía que volvieran a casa porque hacía mucho calor.

La película se volvía cada vez más lúgubre.

La escena que ahora se proyectaba los mostraba llegando a la casona, calados hasta los huesos debido a la lluvia que les acompañó en su trayecto desde la capital.

Al traspasar la entrada, un hedor en el que se mezclaban humedad, encierro, heces de perros y orín de gatos les hizo tener arcadas. Tras encender una vela, en la tenue oscuridad resultante, pudo reconocer algunos muebles viejos esparcidos por el vestíbulo: sofás de colores gastados, sillas estropeadas, armarios con las puertas salientes, ventanas tapiadas con madera. El revoque de las paredes estaba desapareciendo, dejando ver unos ladrillos carcomidos por el paso de los años. De todas las vigas del techo colgaban sendas telarañas, algunas de las cuales se extendían incluso hasta llegar a rozar la frente de Catalina.

Las cuatro habitaciones de la casona se encontraban a ambos lados de un pasillo angosto que terminaba en una pared detrás de la cual se extendía un baldío que en mejores tiempos había fungido de jardín y que terminaba en la orilla del cauce de un arroyo seco.

Cuando se acostaron en la única cama que tenía colchón, solamente pudieron descansar un par de horas ya que el techo estaba saturado de goteras, y aunque movieran la cama, inevitablemente terminaban salpicados.

La película terminaba con  ella conduciendo a Paquito hasta la escuela del pueblo.

Ahora mantenía los ojos cerrados y dejaba que el pánico, la desilusión, el desánimo y la culpa la absorbieran, pero solamente por ciento veinte segundos.

Uno, dos, tres, cuatro… Treinta y cinco, treinta y seis, treinta y siete… Ochenta y dos, ochenta y tres, ochenta y cuatro… Ciento dieciocho, ciento diecinueve, ciento veinte.

—Mamá, ¿te sentís bien?

Catalina abrió los ojos y a pesar del viento solano los mantuvo abiertos para contemplar en toda su patente decadencia la escuela en la que tendría que estudiar su hijo tan querido.

Iría a la prensa. Denunciaría las pésimas condiciones de la escuela y también trataría de conseguir el apoyo de los otros padres para hacer las refacciones que fueran necesarias hasta convertir al edificio en ruinas en una escuela decente.

Ella misma subiría al techo y colocaría las tejas en su lugar, si hiciera falta. Organizaría rifas para solventar los gastos de la escuela. Exigiría mediáticamente la ayuda del Ministerio de Educación y de la Municipalidad para levantar la escuela.

Ya no estaba asustada, ahora tenía un plan y sólo tenía que seguirlo.

Tras un largo suspiro, Catalina condujo a Paquito hasta el lugar donde estaban los pupitres. 

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