martes, 1 de diciembre de 2015

El poder del perdón

Maira Delgado





Y si el perdón lo cura todo... ¿Por qué dejamos que sangre tanto una herida antes de usar este mágico ungüento?

Esta tarde, Mariana ha vuelto a ver sonreír a su madre como una niña, tal cual, aparece en aquella vieja foto que guarda entre sus libros, con un hermoso vestido de flores y las trenzas que le hacía la abuela cada domingo para ir a la iglesia. Florecita, siempre fue muy sumisa, aprendió que el amor a los padres es absoluta obediencia, en silencio ante cualquier orden por absurda que parezca. Desde temprana edad se inició en las labores domésticas, la tía Julia, su hermana mayor, compartía responsabilidades con la abuela frente a sus hermanos menores, así que la madre de Mariana, por ser la más pequeña, tuvo que asumir tareas como cualquiera de ellos, añadiendo el deber de sujetarse a los demás.

Cada mañana se levantaba antes de salir el sol, se daba un buen baño, porque la abuela Simona viuda desde los treinta años, era la patrona de esos pequeños, al pasar por su cuarto le decía: —Florecita, hija, que el sol no te encuentre en la cama. De esta manera los levantaba uno por uno. Este llamado debía atenderse con diligencia, para no empezar el día con una reprimenda. La pequeña parcela tenía un ambiente acogedor, una sencilla casa de ladrillo a la vista, fabricados para mantener la frescura en el día y la calidez durante la noche, con techo de tejas rojas, visibles desde lejos a los caminantes que a diario subían y bajaban esas montañas. Su padre la había construido con gran esfuerzo, rodeada de árboles frutales, sembrados por él mismo en el jardín y encargados a Simona para mantenerlos bien cuidados, junto a las flores, que no sólo alegraban con sus colores, sino además expelían agradables aromas, encantando a quien pasaba junto al camino y reconocía la dedicación de su labranza, las vacas y el gallinero estaban en la parte trasera de la casa; eran tarea de los pequeños, cada día se repartían sus oficios, antes de ir a la escuela, los mayores debían ordeñarlas y dejar el maíz junto al agua para el corral, ella preparaba el desayuno a sus hijos, luego los bajaba a la escuela cada mañana. Recorrían un largo camino montañoso antes de llegar al puente donde esperaban el bus que los llevaba hasta Manzanillo, el pueblo, de casas, con paredes pintadas en su mayoría de blanco y puertas de madera, de color verde, se levantaba a un lado de la carretera, con calles empinadas que sacaban el rubor de quienes lo recorrían cada día para hacer surgir vida entre esas escasas manzanas que lo conformaban, la pequeña iglesia junto al parque principal era parte del recorrido de Simona y sus pequeños antes de llegar a la escuela a la que ellos asistían.

—Vamos niños, dense prisa que ya son casi las ocho, no podemos perder el recorrido. Los pobres chiquillos corrían detrás de su madre, agitados, pero felices de poder sentarse un rato para completar el trayecto matutino. Simona los dejaba en clase, siguiendo hacia la plaza de mercado, una antigua casona que se extendía sobre la calle principal y que era uno de los sitios más transitados por la gente de Manzanillo cada mañana, no sólo para adquirir sus alimentos sino para traer lo producido de sus fincas y venderlo a los negociantes del lugar. Allí la esperaba don Manuel, el dueño del local de frutas en el que ella trabajaba, recogiendo desperdicios y acomodando cada nuevo surtido que llegaba, el viejo la apreciaba como a una hija, fue quien le tendió la mano cuando su marido falleció. Cada día, él, se sentaba en un deslucido banco de madera junto a la barandilla que dividía su tienda de las demás y desde ahí impartía las órdenes a sus trabajadores y atendía a los proveedores que llegaban en sus pesados camiones a dejar sus pedidos, no le gustaba encontrar desechos ni residuos a su paso, así que ahí gastaba las horas bien ocupada Simona, hasta que sus retoños salían de estudiar, luego, regresaba con ellos a su hogar cerca de las tres de la tarde, Florecita y Julia los esperaban con los alimentos, la casa limpia, evitando que su madrecita se fatigara más a su regreso. —Dame un poco de agua de panela bien fría hija, estoy cansada de correr con estos muchachos, ya no aguanto los pies. Florecita corría a atenderla, trayendo el vaso con el líquido bien frío junto a las pantuflas de caucho para que descansara de su agotador recorrido.

—Toma mamá, recuéstate un momento mientras Julia les sirve la sopa, está deliciosa, cocinó un sancocho de esos que tú llamas “levanta muertos”.

Así se pasaba los días entre oficios, cuidando cada animalito con cariño ya que eran su única compañía; hasta que un día a la parcela contigua llegaron a vivir los dueños, atravesando una mala situación vendieron su mejor casa, así que se quedaron con el pequeño terreno, trajeron consigo a sus cuatro hijos, que ya eran adolescentes, Mario, el mayor, Jacobo, el segundo, junto con Efraín y Esteban, los dos menores, parecía no agradarles su nueva casa, pero la situación de sus padres se había vuelto precaria y sus sueños de seguir estudiando quedarían en veremos; hasta no lograr salir de esta crisis monetaria. Estos muchachos no se resignaban a su nueva vida, además, se veían enfrentados a tener que prestar el servicio militar obligatorio, así que su destino estaba a punto de dar un giro total, a Mario le gustó Julia desde el primer momento en que la vio, sus ojos verdes grandes contrastaban con su cabello negro que había heredado de su padre, ella siempre aparentó más edad de la que tenía, con sólo quince años ya parecía estar en edad meritoria para casarse, así que este le pidió a su padre que hablara con doña Simona para que se la entregara en matrimonio, de esta manera, se libraría de ir al ejército, empezando una nueva vida con esta hermosa mujer que ya sabía todos los oficios de la casa.

—Padre, quiero casarme con Julia, es hermosa, me gusta mucho, no importa que no sea de nuestra posición, al fin y al cabo nosotros no tenemos dinero y mi futuro no es muy seguro, háblale a su madre para que nos permita emparentar con ella.

—Está bien hijo, si eso es lo que quieres, dentro de poco tú tendrás dieciocho y podrás trabajar para sostenerte, yo no puedo darte más educación, en vez de que mueras en manos de esta guerra violenta, te prefiero casado, formando una nueva familia.

Así acordaron esta unión que a doña Simona le representó no sólo una hija bien casada, sino una pequeña parte de tierra que le entregaron por ella; haciendo que su parcela creciera y sus cultivos le generaran nuevos ingresos.

—Podemos hacer lo mismo con Florecita —le dijo el padre de Mario—. Sólo que apenas tiene doce, así que esperaremos a que Jacobo vuelva del ejército para mantener esta alianza entre las dos familias.

Simona no estaba tan convencida pero su necesidad la hacía ver esto como una buena posibilidad, sin embargo no le aseguró nada al viejo para no adelantarse a los hechos.

A Florecita, que todo escuchaba con sigilo, le encantó la idea de ser la prometida de Jacobo, ya que era el más guapo, un joven rubio, de ojos azules, de sonrisa amplia, tenía un cuerpo atlético y brazos fuertes, siempre la ayudaba con las vacas, cuando estas se ponían rebeldes en el ordeño, él las sujetaba, exprimiéndoles la leche para que ella no se esforzara demasiado, empezaron a pasar mucho tiempo juntos, él también se levantaba muy temprano para ayudar a su padre con las labores de la granja, pero siempre aprovechaba el más mínimo descuido para ir a ver a su hermosa Florecita y robarle un beso en la mejilla mientras ella se sonrojaba al verlo. Todo parecía haber cambiado para ella, esta nueva ilusión hacía que sus días fueran diferentes, se sentía feliz con su nuevo amigo, recorrían la parcela dando de comer a los animales, limpiando los corrales y regando los sembrados; cada tarde, al llegar su madre, ella la esperaba con comida. De repente había una sonrisa en su rostro de la que Simona sospechaba el motivo, pero no le decía nada a su hija para no ilusionarla en falso, ya que este hermoso joven partiría pronto para el ejército sin saber su futura suerte.

—Hija, te veo muy animada, pero no olvides, en la vida no todo está comprado y nada dura para siempre.

—¿Por qué lo dices mamá?

—Podría contarte tantas cosas que me han pasado pero no acabaría esta tarde, mañana me espera el viejo Manuel bien temprano. Cuando murió tu padre supe que la felicidad dura hasta que a la luna le da envidia, entonces nos toca ponerle la cara al sol.

—No entiendo, ¿lo dices porque él murió muy joven?

—Ahora no lo entiendes hija, pero algún día lo comprenderás.

Nada le quitaba la ilusión a Florecita, ni percibía mucho las palabras de su mamá, sólo esperaba que amaneciera de nuevo para hacer todas sus tareas en compañía de Jacobo, a veces, pensaba en voz alta —se vale disfrutar de la luna mientras sale el sol.

Una mañana de enero, se levantó muy temprano, despidió a su madre, hizo los oficios, esperando que apareciera su compañero, pero no sucedió así, entonces ella fue a buscarlo a su casa, quizás esté enfermo, pensó, no pudo aguantar sus ansias, pasó la verja para entrar a la granja vecina.

—Buenos días. ¡Jacobo, Jacobo! ¿Dónde estás? —la casa parecía estar sola porque las puertas estaban cerradas, mucho silencio para una mañana normal, siguió rodeándola tratando de ver por las ventanas, efectivamente sólo estaba Matías, el viejo peón que le ayudaba a la familia con el cuidado de los animales, era el único empleado que habían conservado después de la crisis, tal vez por su edad o por el apego que este tenía hacia sus patrones.

—¿Qué pasó mijita, qué buscas, vienes a ver a Jacobo? Qué rápido se extraña a quien se quiere, por eso yo en la vida preferí querer solamente a mis patrones siguiéndolos hasta que me muera.

—¿Qué sucede Matías, dónde están todos? Y ¿Por qué me dices esas cosas? He venido a buscarlo por una razón, hay una vaca enferma y quiero que Jacobo me ayude, no sé cómo ordeñarla sin causarle más pesar.

—Entonces yo iré a verla porque Jacobo no está, no creo que vuelva pronto, así que vamos y te asisto con el animal, de paso te entrego esta nota que te dejó el joven, me temo que por su afán no pudo despedirse de ti.

—¿Despedirse, cómo así? ¿A dónde se fue? —Sus ojitos se fueron nublando.

—Toma hija, lee mientras vamos a ver qué pasó con la vaquita, ¿estará también enferma de amor?

El viejo revisó al animal, mientras Florecita leía ese pedazo de papel, algo húmedo, quizás por el sudor del hombre.

“Mi querida Florecita, debo partir hoy mismo para el ejército, no sabía que sería tan pronto,  apenas anoche me lo dijo mi padre. No pude ir a buscarte para decírtelo, sólo quiero que sepas que te llevo conmigo, te pido que me esperes porque cuidaré de volver para cumplir la promesa de casarnos. No me olvides”.  
                                                          
                                                             Jacobo

El viejo, vio a Florecita, arrugar ese papelito contra su pecho, echándose a llorar, no pudo decir nada, salió corriendo dejándolo ahí, sin importarle qué había pasado con el animal.

—Mija, tranquila me encargaré de la vaca mientras regresa tu mamá —gritó el hombre—. ¡Ay! Sólo se extraña lo que se quiere, así que afortunada ella que tiene a quien extrañar —Continuó como pensando en voz alta.

Todo se oscureció de pronto en el alma de esta pequeña e inocente niña, el primer amor ya había hecho de las suyas en su corazón, ahora, esperar su regreso era una promesa ilusoria, en ese momento recordó las palabras de su madre, tendría que darle la cara al sol sin la compañía de su joven y apuesto Jacobo.

Esa tarde al regreso de su madrecita, el cielo parecía haberse oscurecido más temprano, ella notó la tristeza en la cara de su hija, pero no quiso aumentar su dolor, así que no profirió palabra sobre el asunto que tendría que comunicarle. Dos semanas después, Simona levantó a Florecita más temprano —Hija, hija, levántate, hoy quiero llevarte conmigo, así que apresúrate.

—¿Por qué mamá, qué sucede?

—Vamos hija, en el camino te lo explicaré, anda alista tus cosas, ayúdame con las gallinas antes de salir, yo me encargo de las vacas.

Florecita no entendía nada pero ya era su costumbre, obedecer sin preguntas, de modo que hizo todo pronto, para irse al pueblo.

En el camino no hablaron mucho, Simona sólo le dijo que el viejo Manuel la quería conocer. No deseaba alterarla antes de tiempo; en el largo  recorrido Florecita apenas divagaba acerca de su querido Jacobo.

Al llegar al pueblo, se dirigieron a la plaza, su madre la peinaba durante el camino, hablándole: —Hija, arréglate un poco, vas a conocer al hijo de don Manuel, es un joven apuesto, galante y quiere ser tu amigo, así que desde hoy vas a acompañarme todos los días y empezarás a tratarlo. Luego me dirás, si te gustaría casarte con él.

La pobre Florecita quedó petrificada, ¿no sabía su madre que ella esperaría a Jacobo? —pensó de inmediato.

—Pero mamá yo...

—Tranquila hija, ya verás que te agradará tan pronto lo veas.

Al llegar, don Manuel conversaba con Carlos, su hijo de quince años, que siempre fue  mimado por su madre y elogiado por su hermoso parecer, había crecido viendo trabajar a su padre, el cual, quería casarlo pronto para no enviarlo al ejército, sino que se preparara para quedarse con el negocio cuando él decidiera retirarse.

—Buenos días señor —saludó Simona, muy cordial como siempre.

—Así que esta es la pequeña Florecita, pero si es bien agraciada, hermosas trenzas, pero, ¿siempre eres así de callada?

—Claro que no, espere nada más que entre en confianza  —dijo Simona mientras halaba a su hija—, saluda hija, don Manuel te está hablando.

—Buenos días señor —la pobre susurró detrás de su madre.

—No me digas señor, que soy Manuel, además quiero presentarte a Carlos, ven muchacho, mira qué amiga más guapa te he conseguido. Este, la miró presumido y haciendo alarde de su encanto, le extendió la mano a Florecita para saludarla, pero ella lo veía de reojo, pues conocía las intenciones de su mamá, y no le agradaban  mucho. Así que la pobre niña tuvo que acostumbrarse a venir cada día a la plaza, para ayudar al joven a organizar las frutas en bolsas, con el único propósito de acercarlos, pues en dos meses estaría casada con él, sin saberlo, tendría que olvidarse de esperar a Jacobo o aguardar cualquier promesa de amor.

A los doce años, no se sabe de amores, desamores, matrimonios acordados. Aún así, Florecita tuvo que enfrentar todo esto; en pocos meses, la esperaba una vida al lado de ese muchacho que aunque era agradable, no lo amaba, ni siquiera sabía si le gustaba o no, esto era por compromiso, se sentía vendida para algún trabajo, con las tareas de manejar su nueva casa, atender al marido y en las noches acostarse con un desconocido que le enseñó cómo se hacían los niños, aprender a criarlos uno a uno a medida que fueron llegando. En el olvido, o quizás en un papel quedó el nombre de su amado Jacobo durante los siguientes años. Cuando él regresó, ya su padre lo había casado también con una jovencita de la ciudad y Florecita esperaba su tercer hijo, porque el joven Carlos parecía querer reproducirse demasiado pronto, además, su padre ya le había encargado el negocio, pero su excesiva vanidad y el asedio de las mujeres del pueblo, poco a poco lo convirtieron en un hombre mujeriego y bebedor entregado, jamás pareció querer a Florecita, por lo tanto, su maltrato hacia ella no se hizo esperar, cada día se tornó en un tormento, pues era áspero y engreído, sacándole en cara que ella era una pobretona a quien su padre había comprado para él, pero que su corazón era demasiado grande para tenerla como su única mujer. Luego vinieron otros dos hijos, esta pobre, no hacía más que agradarlo, ayudándole en el negocio ya que este por su amor al alcohol cada día lo descuidaba más, llegó a ser la administradora de los bienes, relegando a su alcohólico compañero a un segundo plano.

Una tarde, mientras cerraba la venta, organizando las cuentas, alguien llegó y de pie frente a ella sonrió diciendo: —Toda una dama mi hermosa Florecita, ¿quién creería que sería la dueña del negocio de don Manuel?

Ella se turbó. Sin duda reconoció a aquel hombre, era su Jacobo del alma, ya todo un señor pero con el mismo aspecto hermoso que tanto le había impactado desde niña.

—Todo un señor don Jacobo, ¿quién llegaría a pensar que volvería a verte después de tantos años?

—Te prometí que volvería. Si me hubieras esperado, tal vez...

—Sabes que te hubiese esperado, pero cuando la luna es envidiosa, nos toca ponerle la cara al sol.

—¿Qué dices mujer?

—Sólo estoy recordando a mamá.

—Sí, ya sé que Simona te vendió a este viejo, que te obligó a casarte apenas dos meses después de mi partida, pero eso no importa, lo único que quiero saber es si eres feliz, porque yo no lo he sido, casarme con ella fue la única salida que tuve cuando me enteré de lo que te habían hecho. Ella es una buena mujer, mas, nunca la amaré como a ti.

—Ya es tarde para nosotros. La vida nos separó, no podemos enmendar un pasado que quedó en un papel que aún guardo tan arrugado, como mi corazón con tu partida.

Las palabras de su amado calaron en el corazón de Florecita, a pesar de la dureza de la vida, seguía conservando la primera ilusión en su pecho. Sin remedio, a escondidas del pueblo, en lo más secreto, se amó intensamente con Jacobo, él la deseaba como a nadie y ella nunca había dejado de esperarlo, de ese idilio nacieron José y Mariana, de quienes, entre voces el pueblo murmuraba de su procedencia, el viejo Carlos no hacía más que beber y por andar detrás de todas las mujeres del pueblo ni cuenta se daba de que la suya era feliz con otro, así que entre chismes e injurias pasaron los siguientes años los amantes clandestinos, hasta que Florecita no resistió más; decidió abandonar el pueblo con sus hijos emigrando hacia la ciudad. De Carlos quedaba sólo un bebedor empedernido, ni siquiera vivían juntos ya, pero Jacobo no pudo dejar a su esposa que aunque enferma nunca le había hecho el menor reparo acerca de las habladurías del pueblo, por esto, no le perdonaba a Florecita su abandono, así que al enviudar prefirió unirse a otra mujer, antes que volver a buscarla.

Treinta años pasaron para estos viejos amantes que dejaron de verse, Florecita tampoco le perdonaba su falta de coraje, sola, se empeñó en sacar adelante a sus hijos, en darles una nueva vida lejos del infierno que habían padecido. Mariana, creció sin ver a su padre, ni saber de él, hasta ese día que decidió salir a buscarlo, una consejera de la iglesia cristiana a la que durante años ella y su madre habían asistido, empezó a trabajar sobre sus temores y sus mayores ataduras del pasado, descubriendo que la ausencia de la imagen paterna había hecho estragos en su carácter, que necesitaba perdonar, sanando su pasado antes de continuar cualquier proceso en su vida. Una mañana quiso volver a su pueblo para visitar a su papá, Jacobo que ya era un hombre mayor no la reconoció.

—Buenos días don Jacobo, soy Mariana Casas, hija de Florecita Casas.

—Buenos días joven, lo siento pero no sé quién es usted.

Ella atemorizada pero a la vez experimentando un nuevo rechazo le replicó: —¡Ah! ¿No sabe quién es Florecita Casas?

Pero él, mudando su semblante y temeroso de que su nueva mujer supiera de quién se trataba,  le respondió: —Justo ahora voy a salir pero si vuelve en dos horas, podré atenderla.

—No se preocupe, sólo quería saludarlo y saber cómo estaba, lo menos que deseo es importunarlo. Y volviéndose se alejó, sin completar su anhelada charla.
Al regresar a su casa le contó a su madre lo sucedido, quien decidió después de unos días llamar a Jacobo para pedirle que recibiera a su hija, así que indagó por el número telefónico de su antiguo amante y después de unos días le habló directamente a su casa. Jacobo, reconoció inmediatamente su voz y al imaginarse su rostro, cayó sentado sobre el sofá, miles de recuerdos invadieron su mente, pensó por un instante, que ella quería regresar a su lado, e hizo un gran esfuerzo por ser amable y olvidar su dolor, pero las palabras de Florecita, traían una carga de compasión por su hija y no precisamente un aire romántico.

—Jacobo, hace mucho que no hablamos y en mi corazón ya no hay dolor por lo vivido, creo que hemos crecido lo suficiente, como para poder hablar civilizadamente, de nosotros, no hay nada qué decir, mas no puedo decir lo mismo de nuestros hijos, ellos tienen derecho a relacionarse contigo y a que subsanemos cualquier daño que les hayamos causado, Marianita, decidió buscarte sin consultarme, para acercarse a su padre y entablar una relación sana y amigable contigo, sé, que tal vez te sorprendió su repentina aparición, sin embargo, piénsalo y si fuimos importantes para ti, acepta volver a verla y permítele conocerte, en la vida hay cuentas que debemos pagar antes de partir y de los hijos daremos respuesta a Dios algún día. Gracias por escucharme y deseo que consideres mis palabras.

Al colgar, él quedó pensativo mucho rato, jamás imaginó volver a oírla y su alma se estremeció en silencio, esa llamada, sería tal vez la última vez que sabría de ella.

Mariana, regresó dos meses después y pasó esa tarde con su papá, después de hablar largamente, logró reconciliarse con él, sanar así, un pasado que parecía haberle atormentado por mucho tiempo. Lo que ella nunca sospechó es que ese primer paso que dio, traería un cambio radical a la vida de su padre ya que él reconocería en su corazón que Dios le daba una nueva oportunidad de empezar otra vez. Un año después abandonó todo en su pueblo para buscar a Florecita, resuelto a pedirle perdón, rogando por una oportunidad de terminar sus días junto a ella. Mariana pudo cerrar este ciclo doloroso; luego de aconsejar a su madre que lo perdonara, le dijo que si deseaba recibirlo otra vez no debía detenerse por ella.

Florecita lo perdonó, dándole una nueva oportunidad a ese amor que aunque a estas alturas de su vida le traería algo de compañía y podría resarcir todo un pasado de dolor, de este modo, se permitió terminar al lado de su amado Jacobo, a quien hubiese esperado si la luna envidiosa no la hubiera hecho ponerle la cara al sol.

Sentados cada tarde comparten juntos una taza de café con galletas, recordando historias de su niñez, viendo correr a sus nietos de un lado a otro. Mientras Mariana se acerca, bajando de su auto, contempla esa hermosa escena.

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