jueves, 23 de octubre de 2014

Navidad

Elvira Villafuerte


Veinte años de matrimonio. Susana suspiró. Nunca hubiera imaginado que su vigésimo aniversario fuera a ser así. A sus cuarenta y dos, le parecía que una vida de ama de casa merecía una recompensa y en vez de eso, se encontraba en sesiones de terapia de pareja.

Pensativa salió del colegio, al que llegaban corriendo los últimos niños. Esquivó a tres o cuatro, cruzó la calle, subió a la camioneta y cerró la puerta, pero no arrancó; se quedó contemplando a través del parabrisas las hojas de los árboles, que caían una tras otra con el viento. Era como ver sus planes, sus sueños e ilusiones ir flotando por el aire hasta depositarse en el piso.

Hija de padres divorciados, su infancia y juventud fueron difíciles. Primero, tener que tomar una decisión, elegir con quién vivir. Ella hubiera preferido quedarse con el padre, pero le remordió la conciencia dejar sola a su mamá: fue su primer error. Cuando se presentó la oportunidad de estudiar fuera, en otra ciudad, Susana la tomó sin pensarlo dos veces; era la solución perfecta, la huida más elegante. En la universidad se sentía sola, pero al menos nadie la atosigaba todo el día con demandas imposibles, reproches injustos, chantajes sentimentales.

En el segundo semestre de la carrera conoció a David. Caballeroso, serio, con un fino sentido del humor y extremadamente inteligente, le pareció la personificación del príncipe azul. No le cupo duda de que estaban hechos el uno para el otro. Sabía que él venía saliendo de una relación tormentosa, por así llamarla; pero ¡qué importaba! Eso había sido antes. Fue su amiga, su compañera, su cómplice durante los meses en que él terminó la tesis y se tituló de ingeniero. Eran inseparables. Veinte años después, Susana sonrió entre un par de lágrimas. Indiscutiblemente, en la juventud una es más inocente.

La tarde que le mencionó a su padre, en una conversación telefónica, que estaba pensando en casarse con David, su papá montó en cólera. Por supuesto que no, le dijo; primero debía terminar sus estudios, prepararse, tener una carrera. A Susana le pareció injusto. ¿Qué tenía qué ver que estudiara soltera o casada? Pero su padre no lo vio así y le retiró todo su apoyo, empezando por el dinero. Ella recurrió a su novio, su único recurso, y él no le falló. Se casaron una hermosa mañana de septiembre. Cinco años después nació su hijo Alejandro y tras otros dos, Paola.

Susana se dedicó a sus hijos, cuidando que no les faltara el amor y cuidados que ella no recibió de su madre. Y pues sí, tenía que reconocer que descuidó un poco a David. Los niños eran tan absorbentes, él trabajaba todo el día… además, después de que nació Paola, a ella le dolía cada vez que hacían “aquello”, así que empezó a buscar pretextos para evitarlo. Le salió tan bien que David dejó de insistirle, y ella se sintió aliviada. De repente parecía que David estaba un poco lejano, pero él siempre lo atribuyó a problemas del trabajo y de salud, y ella en realidad tampoco se preocupó mucho.

Hasta que dos meses atrás, David le dijo, sin más, que deseaba el divorcio. A Susana se le cayó encima el mundo. ¿Divorcio? Pensó en sus hijos. ¿Iba ella a repetir el fracaso de sus padres, iban sus hijos a pasar por lo mismo que ella había padecido? ¡No! Imposible. Adicionalmente, ¿qué haría ella? David le comentó que no se preocupara por el dinero, que él se encargaría de que a sus hijos no les faltara nada. No, a sus hijos no, pero ¿a ella? No tenía una carrera, no había trabajado nunca. Su vida la dedicó a su familia. ¿Y estas eran las gracias que recibía? David reconocía que existía otra mujer. A Susana le daban ganas de matarlo, pero no le convenía hacerle dramas; era mejor aceptar la situación, ser paciente. En días pasados logró que en vez de un divorcio, él consintiera en asistir a terapia de pareja. Ella se esforzaba por devolverle a su matrimonio la emoción del noviazgo. Al parecer para David era muy importante el sexo, y bueno, ella estaba dispuesta a cooperar. Llevó a su marido a la consulta con el ginecólogo y le demostró que efectivamente, fue una herida infectada y mal cerrada tras el parto lo que le provocaba el dolor. No era que ella no quisiera... El médico recomendó una operación y, mientras se recuperaba, Susana hacía esfuerzos para complacer a David: ligueros, tacones, sexo oral. Cosas que en realidad ella no disfrutaba, pero en fin.

Estaba decidida a recuperar y retener a su marido. Susana buscó un pañuelo, se sonó la nariz y se miró en el espejo de la visera. ¡Qué cara, Dios mío! Ya estaba bien de auto compadecerse; así no iba a solucionar nada. Arrancó la camioneta, haciendo volar un montón de hojas a su paso. Esta Navidad la pasarían con la familia de David, por mucho que a ella le costara. Cualquier cosa valía la pena.

-§-

Sentado en su oficina, David miraba por la ventana. Los árboles se sacudían con el fuerte viento, mientras que las nubes viajaban a todo correr por un cielo azul. Un rayo de sol, colándose sobre su escritorio, le estaba calcinando el brazo, por lo que se levantó a entrecerrar las persianas. Se quedó pensativo, observando las hojas arremolinarse por aquí y por allá, abandonadas en montones junto a las banquetas, acumulándose en los parabrisas de los coches estacionados. Le daban una indefinible sensación, como de tristeza.

Volvió la vista hacia el interior y la paseó por el pizarrón blanco lleno de diagramas, por los sillones de piel y la mesa, deteniéndose sin querer en las fotografías de su familia. Su esposa y sus dos hijos lo miraban con reproche (o así le pareció) desde uno de los libreros. ¿En qué se había ido a meter?  

Recordaba a la Fabiola de veintidós años atrás. Una cosita menuda y alegre, que derrochaba energía por donde quiera que iba. Le había gustado desde que la vio, y más aún cuando empezaron a convivir. Estudiaban la misma carrera, tenían gustos muy parecidos, ideas similares. Pero ella era un monumento a la indecisión: un día lo amaba con locura, al siguiente le decía que lo quería como si fuera su hermano. Bastaba que lo viera con otra para que le surgiera el amor, pero en cuanto retomaban su noviazgo, ¡zas! Empezaban los problemas, se acababa la atracción, le comenzaba a contar que se sentía muy atraída por alguien más. Era una tortura.

Después conoció a Susana, y le pareció la respuesta a sus plegarias. Una relación tranquila, donde ella lo adoraba y acompañaba a todas partes. No era la montaña rusa de su relación con Fabiola, y si bien le faltaban esos momentos cargados de adrenalina en los que se sentía en las nubes, tampoco tenía los valles cargados de angustia y celos que Fabiola le hacía pasar. Habían congeniado muy bien. Susy era dulce, tierna y cariñosa, y a él le encantaba estar con ella.

Solo que ahora que lo pensaba, probablemente lo manipuló a la perfección. Cierto que hablaron de casarse, pero él no pensaba que sería tan pronto. Apenas llevaba unos meses trabajando cuando ella le comentó a su papá que querían casarse y su suegro le puso el alto. Nada de matrimonio hasta que ella terminara la carrera. Y pues según David esa era la idea, pero de pronto se encontró a su adorada novia en la puerta de su casa, cargando maletas, llorando y sin tener adónde ir. David era quizás un tanto chapado a la antigua; cualquier otro le habría dicho que esperara, que le dijera a su papá cualquier cosa, que no lo metiera en problemas. Pero para él la única solución fue adelantar la boda. Susana no había terminado la universidad, pero bueno, para cuidar la casa no necesitaba una licenciatura. Durante diez años fueron, a decir verdad, muy felices.

Después de que nació Paola las cosas cambiaron para mal. Ciertamente ella se enfocaba en sus hijos, y al principio él vio como algo muy normal y hasta admirable tanta dedicación. Pero con el pasar de los años comenzó a sentirse solo, aislado, como un invitado en su propia casa. Al llegar del trabajo, Susana estaba con los niños, haciendo la tarea, hablando por teléfono o tomando café con las mamás de los amigos de sus hijos. David saludaba cortésmente e iba a encerrarse en su despacho, o al cuarto de televisión a ver alguna película. Para cuando los niños se dormían y todas las cosas del colegio estaban listas para el día siguiente, Susy estaba demasiado cansada para conversar. Claro que de sexo, ni hablar siquiera.

David comenzó a presentar síntomas de depresión y lo atribuyó a su trabajo. Se sentía incómodo, no dormía, tenía un sin número de problemas digestivos. Lo operaron de hemorroides, tuvo colitis, le extirparon la vesícula… ya era cliente permanente del hospital. Le recetaron antidepresivos y pastillas para dormir. Finalmente decidió cambiar de empleo y las cosas mejoraron por un tiempo.

Un día, mientras comía con el jefe del departamento de Recursos Humanos, éste le hizo una sencilla prueba.

-Escribe en esta servilleta todas las cosas que te gustan y te hacen sentir bien -le dijo.

David se puso a escribir. Comer, viajar, tomar vino, dormir, hacer deporte, ir al cine, el sexo, el fútbol,  hablar con amigos, jugar juegos de computadora, estar con su familia.

-Y de todas estas cosas, ¿cuántas haces con frecuencia?

David contempló la servilleta y se le erizó el pelo. Comía y dormía, eso sí. Cuando llegaba a viajar era por razones de negocios. No iba al cine porque no tenía con quién dejar a los niños. A Susana no le gustaba el vino, ni sus amigos, por lo que los había ido perdiendo con los años. Odiaba el fútbol y no le gustaba que fuera al gimnasio porque dejaba la ropa muy sucia, así que David dejó de ir. En el momento en que encendía la computadora, ella ponía cara larga porque “no puede ser que a tu edad te gusten esas cosas”. En cuanto a estar con su familia, Susana era posesiva al grado de que no le gustaba que viera a sus hermanos, ni a sus padres; la única familia que contaba eran ella y sus hijos. Y sinceramente, tenía que hacer un esfuerzo para recordar la última vez que tuvieron relaciones sexuales. ¿Seis meses? ¿Siete? Lo peor era que en esas esporádicas ocasiones en las que Susana accedía a tener sexo, David sentía que lo hacía por obligación. Varias veces, mientras él hacía su mejor esfuerzo, le pareció que ella estaba a punto de comentarle que hacía falta pintar el techo.

A partir de entonces, sintió hacia su esposa un enojo mayúsculo; sabía que era injusto, pero no podía evitarlo. Y luego vino el encuentro casual con Fabiola. Bueno, quizás casual no era la palabra. David comenzó a buscar a sus antiguas amistades, primero a los más cercanos, después se involucró en las redes sociales. Una cosa llevó a la otra y pareció algo muy simple: una invitación entre viejos amigos a tomarse un café y hablar de los tiempos de universidad, de sus vidas, ponerse al tanto.

Con lo que no contaba era que ella estuviera sola, y sobre todo, que se disculpara con él.

-No sabes cómo lamento las cosas que te hice. Sé que estás felizmente casado y tienes unos hijos hermosos, y no es mi intención meterme en tu vida, pero sí quería decirte que estoy arrepentidísima de haberte dejado ir…

De ahí al motel no pasó mucho tiempo, y ahora se encontraba entre la espada y la pared. Al principio fue como estar de vuelta en los veinte años, el sexo era fantástico, congeniaban en tantas cosas, seguían teniendo las mismas ideas. Le pidió el divorcio a Susana, reclamándole por tantos años de abandono, le contó que había alguien más. Esperaba que ella explotara y lo corriera de la casa, pero no fue así. En lugar de eso, se mostró comprensiva, triste pero dispuesta a cambiar. Le explicó que tras nacer Paola, el sexo le provocaba molestias, y hasta lo llevó a la consulta con el médico para que viera que era verdad. Le servía de cenar sin un reproche, aunque él llegara tarde; no pedía explicaciones, cocinaba lo que a él le agradaba, incluso quitaba a sus hijos de la computadora para que él pudiera jugar. David se ahogaba de culpa.

Pero las medidas correctivas llegaban tarde, cuando él ya estaba decidido a cambiar su vida. Probablemente lo mejor sería salirse de su casa para poder pensar, tomar una decisión objetiva. Sólo que ahora Fabiola lo presionaba para que se divorciara y se casara con ella, y eso no era algo que David deseara. Para empezar no quería lidiar con su pequeño hijo ¡por Dios! Los suyos ya estaban grandes, no iba a volver a empezar con pañales y cuidados. Además, si bien esa primera vez se le escapó decirle que ella era el amor de su vida y que quería vivir a su lado, Fabiola no era ninguna niña, debería saber que nada de lo que se dice en la cama debe contar como cierto. Se la pasaba fantástico con ella, pero… después de todo, Fabiola estaba en la etapa de ventas. ¿Y si después cambiaba? ¿No sería mejor quedarse como estaba?

Qué complicación. Cualquier otro hombre se hubiera sentido feliz de tener a dos mujeres peleándose por él, pero a David le remordía la conciencia, le pesaban la docilidad y los esfuerzos de Susana, sus muestras de cariño; y lo espantaba el espíritu dominante de Fabiola. Lo que él anhelaba era la libertad, paz, tranquilidad. Aunque por otro lado, tenía que reconocer que le asustaba la soledad. Esto sí que era un tremendo lío.

El viento comenzó a soplar todavía más fuerte y azotó las persianas. El sonido lo sacó de sus pensamientos y se apresuró a cerrar la ventana. Se acercaba ya el invierno, la Navidad, las fiestas familiares. David sintió un escalofrío. Probablemente lo mejor sería que esta Navidad la pasara en Las Vegas, con Gerardo que tenía años de decirle que fuera a visitarlo.

 -§-

En la sala de juntas de la Gerencia Regional, proyectistas, técnicos, clientes y abogados afinaban los detalles del proyecto. El ambiente estaba tenso, lleno del aroma del café y del cigarro; aunque en teoría estaba prohibido fumar dentro del edificio, en la práctica todas las salas de juntas tenían ceniceros. Cuando empezaban las negociaciones salía por la ventana la salud.

-…por otro lado, deseamos que en el contrato queden establecidas las especificaciones de los equipos y el modelo de la red que ustedes desean. Cualquier modificación posterior se hará con cargo aparte.

-Pero ingeniero, usted debe comprender que la universidad tiene un presupuesto establecido y nosotros no podemos comprometernos…

Sentada en un extremo de la mesa, Fabiola dejó que los demás continuaran con la discusión y se abstrajo pensando en David. Había sido realmente muy tonta en la universidad. Se dio cuenta años después, con su primer marido, que era un patán. David siempre fue tan paciente, tan caballeroso, chapado a la antigua pero con un cierto encanto. Mientras que Javier ¡bueno! Infeliz mantenido que jamás cooperó en lo más mínimo a los gastos de la casa, y aparte se atrevió a ponerle los cuernos. Vaya tipo. Después del divorcio conoció a Gabriel, se enamoraron, se fueron a vivir juntos, hablaron de una familia. Cuando descubrieron que Fabiola no podía embarazarse, la apoyó en su deseo de adoptar a un bebé… al menos mientras no hubo riesgo de que se los dieran. Pero en cuanto vio que la cosa iba en serio, prefirió salir corriendo y dejarla con bebé y con todo.

Pues ni quien lo necesitara. Ella sola podía mantenerse y mantener a su hijo, faltaba más. Luego, como un rayo en un día de sol, apareció David, cuando ella no lo esperaba ni en sus más lejanos sueños. Seguía siendo encantador, eso era innegable. Al verlo ese día en el café, Fabiola quiso darse de topes contra la pared por haberlo dejado escapar. En un arranque de sinceridad se lo dijo, sin imaginarse que él no era feliz en su matrimonio.

Aunque siendo totalmente sinceros, ¿acaso podía esperarse que lo fuera, casado con esa mujer tan insípida? Fabiola recordaba haber visto a Susana con David en los tiempos de su noviazgo de estudiantes. De pelo lacio, voz bajita y sin personalidad, era como el anexo de David: una mujer sin ninguna gracia. Eso sí, paciente y por lo visto más inteligente de lo que parecía. Había sabido salirse con la suya y casarse con David en cuanto él se recibió de la universidad.

Pero con los años el destino quiso que David y ella se reencontraran, y en el momento preciso. Esta vez no lo dejaría escapar. Susana podía retorcerse y hacer berrinche todo lo que quisiera, Fabiola siempre conseguía lo que quería y lo que quería era casarse con David. Sabía que a él no le gustaba mucho la perspectiva de un niño de tres años interponiéndose en su relación, pero Andrés y él parecían entenderse muy bien y sólo era cuestión de tiempo para que David se acostumbrara a la idea. Andrés era un niño tranquilo, inteligente, tierno; imposible no quererlo. Y le hacía falta un padre…

-…y eso es algo no negociable. ¿O qué dice usted, licenciada?

Fabiola regresó a la realidad a velocidad luz.

-Creo que lo mejor será que el vicerrector firme de aprobado el proyecto. Si los cambios se hacen ahora, no perderemos más que unos días, quizá un par de semanas. Pero hacerlos a mitad del desarrollo nos costaría mucho más.

-Muy bien, pues entonces que así sea.-Su jefe cerró la carpeta y la entregó a la secretaria.- ¿Les parece si nos vemos la próxima semana con avances?

Fabiola echó un vistazo por la ventana. Las ramas de los árboles se agitaban de un lado al otro con fuerza, haciendo llover una cascada de hojas secas sobre el suelo del estacionamiento.

Quizás esta Navidad podrían pasarla juntos los tres.

Agridulces dieciséis

Margarita Moreno


Son la cinco con treinta minutos de una fría madrugada de noviembre; la alarma de un  reloj despertador suena sin tregua ¿Su objetivo?  Arrancar del sueño a Marisela, ella no puede escucharlo duerme profundamente, las ondas lentas en su cerebro la mantienen en completa laxitud;  sin movimientos musculares involuntarios, parece flotar en un delicioso viaje astral.

De repente,  la puerta de la habitación se abre de golpe; Elvira madre de Marisela entra apresurada se detiene al  lado de la cama y dice en voz alta:

-¡Marisela, Marisela! ¡Despierta niña! -al tiempo que sacude el hombro de la chica- ¡Mari…. -concluye bajando la voz y luego guarda silencio. El semblante angelical de su hija dormida le pone ternura en el corazón, siente culpa por despertarla tan temprano, ella no puede oírla, ni sentir sus manos sacudiéndole los hombros para volverla en sí; parece una frágil muñequita tras un aparador.  Elvira suspira y vuelve a la tarea de despertar a la “Bella durmiente”.

-Marisela, hija, despierta, despierta ya por favor,  Mary, despierta  son más de las seis.

La chica sin abrir los ojos comienza a moverse como un felino, estira largamente los brazos y las piernas,  gira lento la cabeza de un lado a otro,  se queda quieta unos segundos y luego  tuerce una mueca en los labios diciendo con pereza:

-No madre no quiero levantarme hoy, no quiero ir a la prepa, no quiero hacer más nada que dormir ¿estamos?

-¡Por supuesto que no señorita! ¡Levántate de inmediato que voy a llevarte personalmente a la preparatoria! dijiste que tenías exámenes bimestrales toda la semana,  así que ¡Vamos, vamos arriba!  Te espero ¡YA! A desayunar y no tardes ¿Eh? Son seis y diez, seis y diez ¿Oísteeee?  ¡Seis y diez! -grita mientras palmea en el aire con energía y sale de la habitación.

Marisela  frunce el ceño refunfuñando: -¿Seis y diez? ¿Seis más diez? son dieciséis, como los años que tengo ¡Dieciséis! Todos los días es lo mismo; Marisela  ¿seis y cinco?  Marisela ¿Seis y diez?  Ni sumar sabe la muy bruta. 

Se incorpora con los ojos cerrados y se sienta en la orilla de la cama, frota bruscamente sus párpados con los nudillos y se levanta malhumorada hacia la regadera.

Se da un baño rápido y se viste de prisa con jeans deslavados,  playera azul cobalto,  holgada sudadera color vino, calcetas negras de lana y tenis de piel que en algún tiempo tuvieron un color definido, luego se mira en  el espejo del baño y pasa los dedos por sus cabellos húmedos para atarlos en una coleta con una cintilla beige, se contempla unos segundos sin  expresión alguna  en su rostro.

Sale del baño sin apagar la luz y luego enciende todas las bombillas de su habitación, levanta del suelo su mochila y la cuelga de su hombro, se toma unos  segundos para observar su entorno,   se acerca a  su tocador para botar de un manotazo todo lo que está encima,  hace lo mismo con su mesita de noche  y con su pequeño  librero. Sonríe divertida  pensando para sí:

-¡Así está mejor!  Seguro que hoy,  sí se infarta esta bruta de madre que tengo.  Sale corriendo de la habitación al ritmo de los gritos de Elvira.

-¡Marisela, seis y  treinta y cinco! 

-¡Ay! por Dios madre  ¿Otra sumita? seis, treinta y cinco son: ¡Cuarenta y uno cállate ya!  -grita al salir de la casa azotando la puerta tras de sí.

Elvira contiene el aliento, toma su bolso de mano y sale para alcanzar a la chica que espera recargada en el auto.

–¡Ay madre qué lenta eres!  ¿No que yo no estoy a tiempo? ¡Anda muévete  que llego tarde a la  prepa!  ¡Vamos madre, vamos!

Elvira llega hasta el auto, quita los seguros de las portezuelas, ambas suben y en  pocos minutos circulan por la autopista rumbo a la nueva escuela,  una de  las más prestigiadas Preparatorias del País a donde Marisela soñaba pertenecer y donde hoy aprende con rapidez de altanería,  pedantería y malos modos.

El trayecto es silencioso y denso para Elvira e indiferente para Marisela que reclina el asiento hasta ponerlo horizontal, se oculta tras sus gafas ahumadas y se evade en los altos  decibeles  de su  modernísimo I POD.

Al cabo de media hora Elvira se estaciona fuera de la escuela y sacude el hombro de su hija que finge dormir:

-Despierta que ya llegamos.

Ésta se incorpora y suelta bruscamente el cinturón de seguridad que regresa como latigazo a la barbilla de su mamá, quien impacta la sien contra el retrovisor mientras Marisela abre la portezuela y de un salto sale corriendo hacia la puerta del colegio, dejando un grito en el aire:

-¡Lo dicho, eres bruta, madre, bruta!

Elvira suspira profundamente el corazón le duele por la actitud de su hija,  las lágrimas en sus ojos  distorsionan  la figura de Marisela y le ponen un toque cómico a la visión;  se la imagina reflejada en un espejo “ondulado” de circo,  la idea la hace sonreír con tristeza, luego se anima un poco y se dispone a volver a  casa. En ese momento suena su celular, ella contesta:

 -Hola mamá ¿Qué pasa?

-Nada pasa hija, solo quiero saludarte y desearte un día maravilloso amor mío. –Es la voz cariñosa de Alma, la madre de Elvira.

-Ay mamá mira…  no tengo tiempo ahora de “apapachos” estoy muy complicada y tengo mil cosas que hacer;  no me lo tomes a mal pero te devuelvo la llamada al rato ¿Te parece?

-No Elvira no me parece,  te conozco muy bien y a ti te pasa algo; vamos ven a verme te invito un café y una buena charla y no me digas que no tienes tiempo, no esta vez… solo ven querida te espero. -Dijo Alma cortando la llamada.

Elvira cierra los ojos diciendo:

-¡Nada más esto me faltaba hoy! ¡Mi madre en acción! ¡Dios qué día!  -resignada, conduce hasta la antigua colonia donde vive su madre, al llegar estaciona afuera de los viejos edificios de arquitectura colonial californiana,  neocolonial, “art deco” es un conjunto tan bello y delicioso como funcional;  su mirada acaricia las aceras, los parterres de flores y los jardines cubiertos de fresca alfombra lila, ofrenda de las jacarandas que bordean el parque donde jugaba de niña,  escucha con morriña el tañer argentino de la Parroquia de Santa Rosa de Lima,  que la llamaba a misa cada domingo y evoca las palabras de su abuela:

-Elvirita, este es un barrio mágico, aquí viven,  han vivido y vivirán, muchos artistas, escritores, pintores, escultores, cantantes, filósofos... “Cara mía” ¡Es un privilegio pertenecer a este pequeño Olimpo!

Elvira baja nostálgica del auto y camina hasta la entrada de un edificio y pulsa el timbre, su madre la recibe amorosa y la abraza provocando que rompa a llorar, Alma la consuela y juntas  pasan al interior del departamento; ahí,  el tiempo parece detenido en la salita de estar y el comedor estilo art deco de los años treinta, las carpetitas tejidas en crochet marfil sobre mesitas de caoba, la charola de plata y  el servicio de Limoges en que su madre  ha servido café perfumado de canela; en las tirillas de naranja cristalizada y las deliciosas pastitas de la confitería de siempre. Tras el primer sorbo de café, Elvira le confía a su madre su enorme pesar por el comportamiento de Marisela,  admite sentirse rebasada por la incomprensible agresión que le demuestra siempre.

-No sé qué hacer mamá, créeme que lo he intentado todo; la he llenado de amor y estoy pendiente que nada le falte, sus deseos casi siempre se cumplen,  dentro de mis posibilidades claro está. Pero últimamente ha estado actuando muy mal, no sé qué le hace falta ni que le está pasando. He pensado tantas cosas horribles, quizá la influencia de esas chicas ricas con las que convive en la preparatoria, tal vez está enferma o enloqueciendo ¡Qué sé yo!

Alma sonríe y acaricia con ternura la mejilla de su hija diciendo:

-Querida,   a tu hija lo que le ha hecho falta es  un par de gritos y media docena de azotes a tiempo, lo que le ha sobrado son mimos y obsequios que no merece, porque nunca tiene que ganarlos y si quieres saber si padece alguna enfermedad ¡Sí,  tienes razón! Marisela padece “16 años” es una adolescente y eso es ¡Terrible! Tú no puedes haberlo olvidado, como tampoco creo que hayas olvidado el “remedio” ¿Verdad?

Elvira la escucha pensativa y luego dice: -Cierto, yo también era terrible ¿te acuerdas cuando la abuela preocupada por mi conducta vino a decirme:

-"Ay Elvirita, ya pórtate bien; obedece a tu madre, la haces sufrir con tu actitud"  ¡Tener una madre es una bendición! Y yo, le contesté con burla:

-Ay abuela,  pues…  ¿No que los hijos son una  bendición?

-La abuela me atinó un coscorrón gritando: - ¡Quien haya dicho semejante patraña, seguramente ¡Nunca!  Tuvo uno con quien lidiar!

Alma y su hija ríen y se abrazan; minutos más tarde Elvira regresa a casa más tranquila. Al llegar tal como Marisela lo calculó, se enfurece cuando ve el caos que la chica provocó a propósito antes de salir, se queda quieta un momento pensando por donde comenzar a ordenar la habitación  pero,  al cabo de meditarlo  un rato  decide no hacerlo.

Los días siguientes,   Elvira cambia gradualmente; deja de ocuparse de despertar a Marisela para que llegue a tiempo a la Preparatoria, también deja de asear su habitación, de lavar su ropa y no le importa más si su hija deja el desayuno en la mesa o si no le gusta la comida que ella prepara. Por su parte,  Marisela comienza a resentir la nueva actitud de  su mamá, está desconcertada y no sabe que pensar, ya no es la misma, siente que ella ya no le importa o no la soporta; llegó al punto de haberla dejado viajar en colectivo a la escuela, solo porque azotó la puerta una mañana. Los días transcurren con tensión y largos silencios, Marisela ya no se empeña en hacer berrinches y Elvira la trata cariñosa y amablemente,  pero dando prioridad a los asuntos de la casa y de sí misma.

Una tarde Elvira espera a Marisela a la salida de la prepa, ésta sale acompañada de una chica  y le dice con voz dulce:

-Hola mami,  ella es Betty mi mejor amiga ¿Podemos invitarla a comer? ¡Por favor, mami! ¿Sí? 

Elvira no desea ser descortés y lo permite, piensa que si complace a su hija se logre un acercamiento entre ellas. A partir de ese día las chicas se hacen inseparables, Betty  se queda muy a menudo a comer y realizar tareas  hasta muy tarde, hacen todo juntas y  el carácter de Marisela se dulcifica. Para Elvira, aunque el cambio de su hija le agrada,  tiene el presentimiento de que la fresca ingenuidad que Betty aparenta, es una actuación a la que la chica está habituada.  En poco tiempo sus temores toman forma; un tarde Marisela sale muy angustiada de la prepa y le cuenta que el padre de Betty se ha quedado sin trabajo, que están a punto de perder casa, ahorros, de perderlo todo y que si eso sucede tendrán que mudarse a otra ciudad. Elvira trata de tranquilizarla diciéndole que seguramente los padres de Betty encontrarán una solución.

-Dios nunca abandona hija, vamos a unir nuestras oraciones para que Él los ayude –dijo a su hija.

-Mami, yo no quiero que se vayan,  por favor ¡Ayúdalos! ¡Tú puedes! Escuché a la mamá de Betty pedir un préstamo y dijo que podrán devolverlo en cuanto vendan un terreno que tienen.  Entonces tu podrías ayudarlos mamá  ¡Por favor, por favor!

-Pero hija yo no tengo la forma de hacerles un préstamo; supongo será una cantidad importante por lo que mencionas. Créeme que si tuviera la posibilidad lo haría, pero tú sabes que no vivimos en la abundancia, comprende por favor.

-Madre sé que tienes ahorrado mucho dinero, Betty y yo encontramos accidentalmente  uno de tus estados bancarios y creemos que podrías prestar lo que ellos necesitan. -Elvira está a punto de la exasperación pero logra controlarse,  no quiere cometer un error y dice:

-A ver Marisela; en primer lugar no veo ¿Cómo? “accidentalmente” Betty ha podido tener acceso a mis documentos personales; en segundo lugar y aunque no tengo por qué darte una explicación, te recuerdo que el ahorro al que te refieres es para pagar tus estudios hasta que concluyas una carrera universitaria y en tercer…

-¡Sí, sí, sí! ¡Mamá sí,  yo lo sé! y eso le expliqué a Betty pero como te digo,  sólo sería una parte de tus ahorros y en máximo tres meses te los regresan incluso con intereses. No  pierdes un solo peso será  como una inversión.

-Marisela ¿Te estás escuchando? no estás razonando hija, no puedo arriesgar lo que he ahorrado con tanto sacrificio, porque es para ti, para tu educación, para asegurarte un futuro.

-¡Ay madre por favor! ¡Qué más te da! Tú puedes ayudar y yo quiero ayudar a Betty, ella es mi mejor y única amiga; además si dices que ese dinero es para mí, yo,  también tengo derecho a  opinar ¿No? ¡Ayúdales! ¡Por favor, mami  por favor! –suplica rompiendo a llorar.

Elvira,  siente deseos de sacudirla con fuerza para hacerla comprender que Betty y su familia, lo más probable es que planean timarlas y seguramente no tendrán posibilidad o intenciones de devolver el préstamo que se les hiciera; sin embargo,  siente un gran peso en su corazón al escucharla;  nunca la había visto sufriendo como ahora, jamás había suplicado por nada; esa hija suya, que solo tenía que desear cualquier cosa y ella adivinaba sus pensamientos para complacerla, estaba hoy ahí arrodillada, rogando, suplicando, exigiendo, desesperada, inconsolable. Entonces decidió jugarse "el todo por el todo" y haciendo acopio de paciencia,  dijo con aplomo:

-¡Deja de llorar!  Necesito que te calmes, me escuches y sobretodo que pienses detenidamente; voy a proponerte algo y tendrás que decidir,  de ti va a depender todo,  si tú crees que estás lista para asumir las consecuencias de decisiones tan importantes, éste,  es el momento ¿De qué cantidad estamos hablando?
-Doscientos mil pesos. –Contestó sin pudor la chica,  Elvira sintió que iba a desplomarse.

-¿Estás consciente de que me pides casi la mitad del ahorro para tus estudios futuros? ¿Y que lo más seguro es que nunca,  recuperemos ese dinero?  ¡En el fondo hija, tú lo sabes bien!

-¡Claro que no mamá!  Ya te dije que van a devolverlo, te lo prometo ¡Lo juro! ¡Por lo que más quieras!

-¿Sabes hija? Te equivocas, pero no puedes verlo y la única forma que tengo de mostrártelo es dejando que te equivoques. El trato es el siguiente, yo presto el dinero a los padres de tu amiga y tú a cambio, te comprometes a elevar tus calificaciones y ganar la beca que ofrece tu escuela cada año. Lo cumplirás y mantendrás la beca hasta terminar la preparatoria;  devuelva o no el préstamo la familia de Betty  ¿Aceptas?

-¡Sí, mami lo  que quieras! ¡Lo juro! –Gritó Marisela abrazando y llenando de besos  a su madre  - ¡Gracias mamita linda, gracias, conseguiré la beca ya verás! ¡Gracias! -dijo mientras escribía un mensaje en su celular con la “buena nueva”.

Los meses corrieron para darle la razón a Elvira; Marisela concluye la preparatoria, sus notas son insuperables y está muy contenta festejando con compañeros y amigos en casa; la reunión resulta muy agradable, todos se divierten mucho y antes de medianoche los jóvenes comienzan a retirarse,  excepto Rita y Silvia las mejores amigas de Marisela que se quedan a dormir y ayudan a poner en orden la casa tras la reunión. Cerca de la una de la madrugada se retiran a la habitación de Marisela  donde siguen conversando.

Elvira,  agradece a Dios porque  su hija ha terminado una etapa importante de estudios; ahora planea ahorrar más para apoyarla, tal vez ella quiera continuar estudiando en otra ciudad y ¿Por qué no? hasta en otro país. Esa noche fantasea con la fiesta de titulación de Marisela, obtendrá  licenciatura, maestría  y tal vez hasta un doctorado y... de pronto, la charla de las chicas la sustrae de sus sueños…  escucha a su hija diciendo:

-El primer año de prepa me "volé" no sé qué me pasó,  me porté horrible con mi mamá no la soportaba,  me puse super grosera; luego creo que la harté y ella cambió de repente mucho conmigo,  me desesperaba que no dijera nunca nada, hasta creí que ya no le importaba. Luego llegó Betty con sus "broncas existenciales" y aunque no lo crean,  gracias a la “regada” que di con mi mamá por ayudar a Betty y lo "cool" que mi má se portó…  ¡Ya ven!  Hasta beca conseguí. Ella a veces es medio terca conmigo y nos peleamos, pero casi siempre es “buena onda”.  

Entonces Rita comenta:

-Mi mamá y yo también peleábamos mucho antes, la verdad que yo me “pasaba grueso de la raya” y "la neta" que ella sí llegó a darme un par de “chingazos” luego un día que la “super  saqué de onda” se puso bien “punk” y eso ya como que me dio “un buen” de miedo y ya trato de no "torearla" ni hacerla “engorilar” tanto.

-Pues mi má a mí ni al caso ¿eh? nada que ver, se hace lo que ella dice y punto y si no… me castiga "cañón" no hay permisos, no ropa nueva, no mesada, ni siquiera puedo oír música ni ver tele y la tablet ¡cero! y lo peor,  no puedo hablar por teléfono y me bloquea el celular.  -Les confió Silvia.

-¡No manches wey! ¿Qué onda con tu “Jefa”? -protestó  Rita.

-¡Sí, qué intensa tu mamá! - agregó Marisela arqueando las cejas.

Guardaron silencio un momento y luego dijo Rita:

-Tienes mucha suerte Marisela, tu mamá es la más normalita ¿No?   -entonces comenzaron a reírse a grandes carcajadas.

Elvira gratamente sorprendida,  se dirige satisfecha a su habitación. Luego de unos minutos  el rumor de las voces y las risas,  se ha diluido en el amable silencio de la casa; Elvira, Marisela y sus amigas, arrulladas con sus más gratos recuerdos se han quedado profundamente dormidas  ¿Sus sueños?  Comenzarán de nuevo a partir de mañana.

jueves, 16 de octubre de 2014

No hay lugar para los dos

Sonia Manrique Collado



Ese martes José salió de su departamento como siempre. Pero algo estaba diferente, desde que abrió los ojos percibió un ambiente distinto. Incluso mientras tomaba desayuno creyó ver una sombra, pero trató de no darle mayor atención. Ahora bajaba por las escaleras pensando en todo lo que siempre pensaba: dinero y más dinero. De pronto sintió una presencia que lo sobresaltó. Sin girar totalmente la cabeza pudo ver a alguien exactamente igual a él que también bajaba. Estaba a su lado, sus movimientos parecían una copia de los suyos. Se detuvo, la figura también lo hizo. ¡Era él! La misma cara, idéntica ropa. Sólo había una diferencia: los colores eran muy pálidos.

─No hay lugar para ambos en este mundo –dijo la figura. Era la voz de José.

Él no pudo responder, había quedado paralizado. ¿Era cierto eso que veía? ¿Estaba soñando quizás? De repente la figura desapareció y él siguió bajando como un autómata. Quería ver a otros seres humanos de inmediato. Al llegar al primer piso todo volvió a la normalidad y José se sintió mejor, aliviado. ¿Había sido verdad eso que le pasó? Muy extraño. Estás loco, Pepe.

El día laboral transcurrió normalmente. Pero al terminar la jornada José tuvo la necesidad de contarle lo sucedido a su amigo Daniel. Siempre salían juntos para tomar algo en el café de la esquina. Caminaron por el largo pasillo que conducía a la calle, entre otros empleados que también se dirigían hacia la puerta principal. Algunos conversaban animadamente, otros sólo caminaban rápido, impacientes. “Es un pasillo muy angosto para tanta gente”, pensó José.

─Te veo extraño, Pepe –dijo Daniel sonriendo y dándole una palmada en la espalda-. ¿Pasa algo?

José dudó un momento. Miró alrededor como buscando a alguien pero sólo estaban los mismos edificios, los automóviles estacionados y la gente que salía de sus trabajos a esa hora.

─Hay mucha gente en esta ciudad –dijo mientras miraba a todos.

─¿Estás buscando a alguien? ¿Qué te pasa? –insistió Daniel-. De veras que estás raro.

─No sé si contarte. Hoy pasó algo perturbador en el edificio donde vivo. Hasta ahora estoy pensando en eso.

─Cuéntame, brother  -dijo Daniel-, así te lo quitas de encima.

Entraron al café y se sentaron. José miraba a los lados, sus ojos parecían temerosos.

─¿Se puede saber qué te pasa? –dijo Daniel-. Ya me estás llegando.

─En la mañana se me apareció un hombre –dijo José.

Daniel no pudo evitar soltar  la risa. Se acomodó en la silla dispuesto a escuchar más.

─¿Se te apareció un hombre? ¿Y qué pasó entre los dos?

─Cállate, carajo –casi gritó José-. He visto un hombre igual a mí, es como si fuera yo. Yo lo vi, yo lo vi.

─Tranquilízate amigo –dijo Daniel condescendiente-. Cuéntame todo.

José le contó el episodio  de las gradas y del hombre-sombra que había visto.  

─Me dijo que no había lugar para los dos –concluyó-. Su voz era la mía pero podía ver a través de su figura, no tiene cuerpo. Es como una sombra.

Daniel se quedó pensando un momento. No sabía qué decir.

─¿Estás seguro que no fue una pesadilla? –dijo torpemente.

─¿No te digo que fue mientras bajaba las gradas? No fue ninguna pesadilla, me pasó.

─Pucha, de repente en ese edificio penan. ¿Has escuchado de las casas embrujadas? Mi abuela contaba de una casa así.

─Vivo ahí hace cinco años y nunca he visto nada.

Minutos después José se dirigió a su edificio, no se había atrevido a decirle a Daniel que tenía miedo de ir solo. Además, pudo notar en sus ojos una pizca de burla. ¿Pensaría que se estaba volviendo loco? Al llegar a la puerta del edificio se detuvo a ver si venía alguien más para subir juntos. Pero nadie llegaba, entonces entró.

Subió hasta el segundo piso normalmente, siguió hacia arriba un poco más tranquilo. Faltaba el último tramo y nuevamente fue allí cuando esa presencia extraña lo asaltó.

─No hay lugar para los dos, ya te dije –escuchó que decía una voz idéntica a la suya.

Quiso hablar pero el miedo le impidió emitir sonido. Giró la cabeza y vio su figura, su cara.

─No hay lugar para los dos –repitió la voz. Luego la figura desapareció.

Pasados algunos segundos, José se recuperó y siguió hacia su departamento. Necesitaba llamar a alguien, sentirse acompañado. ¿Qué sería de Teresa? Habían terminado su relación dos meses atrás y desde entonces no la vio. Cogió el teléfono y marcó su número. Al escuchar su voz experimentó alivio.

─Teresita –dijo con voz cariñosa-, te estoy llamando para saludarte.

─¿Saludarme?, ¿lo ves tan simple? –dijo ella con voz hostil.

─Sí. Bueno, no hay motivo para quedar como enemigos, ¿no te parece?

─De veras que tú te pasas, parece que no te acuerdas las cosas que me dijiste. Por lo menos debías pedir disculpas.

─Claro que sí –dijo él en forma sumisa-. Discúlpame por lo que pasó esa vez. Yo quería saber si podías venir.

─¿Ir a tu casa? Estoy ocupada, ¿qué es lo que quieres?

─Conversar un rato nada más. Por favor, ven. Me dijo que no había lugar para los dos.

─¿Para los dos? ¿A qué te refieres? A ver si hablas claro –dijo Teresa con voz molesta.

─Han pasado cosas raras aquí. Ven y te explico, por favor.

Teresa aceptó y dijo que iría dentro de una hora. Ella se encontraba de vacaciones y los días se le hacían eternos, su amor por José seguía vivo y la llamada aumentó sus esperanzas de una reconciliación. Cuando terminaron ella no lloró ni suplicó, se condujo de manera muy digna. Pero la procesión iba por dentro.

En su departamento José encendió el televisor y empezó a buscar algo interesante. Noticias políticas, partidos de fútbol, telenovelas, recetas de cocina. Rápidamente se sintió aburrido y deseoso de ver a Teresa, sabía que ella le escucharía con atención. ¿Le creería?

Un rato después sonó el timbre y José fue presuroso a abrir. Pero al hacerlo el miedo se apoderó de él nuevamente y la voz fue clara:

─No hay lugar para los dos en este mundo.

Trató de gritar pero la voz no le salió, estaba inmovilizado. Frente a él estaba otra vez la figura, su mirada era penetrante. No vio más.

Cuando Teresa llegó al departamento, se sorprendió al encontrar la puerta abierta. Entró y llamó a José en voz alta.

─¿José? ¿Estás aquí? Te olvidaste la puerta abierta –dijo mientras se dirigía a la cocina.

─Sí, aquí estoy –respondió la figura.

─Hola, de veras que me sorprendió tu llamada –dijo Teresa mientras le daba un beso en la mejilla.

─No te preocupes –dijo la figura-. Te estaba esperando. Te ves bonita.

─Gracias –sonrió ella-. Bueno, vamos a la sala a conversar.

Teresa echó una mirada alrededor y recordó los tiempos cuando amanecer en ese lugar era algo que sucedía con frecuencia. ¿Se repetiría?

─Me llamó la atención eso que me dijiste por teléfono, algo de que no había lugar para los dos. No entendí.

─Ya no te preocupes, no pasó nada. Sólo fue un pretexto para verte.

En un rincón, José observaba como la figura se había apoderado de su cuerpo y actuaba igual que él: la amenaza se había cumplido. La figura y Teresa se quedaron conversando mucho rato, se reían ruidosamente. Se podía decir que lo pasaron muy bien. Afuera la vida seguía igual para el resto de personas.

─¡No hay lugar para los dos! -gritó José en medio de la gente. Fue en vano, ya no existía para los demás.

martes, 14 de octubre de 2014

Dulce María

Juana Ortiz Mondragón


Era ella la abuela soñada: cabello cobrizo y ensortijado, brazos fuertes y trabajadores, pero siempre dispuestos a dar abrazos. Dulce María se hacía llamar. A sus cincuenta y siete años conocía de todo un poco: labraba, sembraba, bordaba y, como todas las abuelas, sabía hornear  postres, tortas  y sabrosas galletas. Tenía su vivienda a las afueras de un pueblecito de encanto, circundado por praderas y montañas. La casa estaba rodeada de arbustos, flores y árboles frutales como cerezos, guayabos y brevos. Un corredor la bordeaba. En ella Juan, Miguel, Alicia y Patricia habían jugueteado hasta el cansancio en las noches de luna llena, mientras Dulce María preparaba ricas tartas para vender en el mercado. Juan  y  Miguel eran gemelos, corpulentos y  juguetones, de cabello liso color castaño.  Compartían la pasión por explorar la naturaleza y desde muy niños tenían la sana costumbre de levantarse temprano para aprovechar el día. Alicia, había nacido dos años después. Pelinegra, ojos miel y  facciones pulidas. Disfrutaba cocinar y aprender de Dulce. Patricia, era la hija menor, habilidosa con los números y las ciencias. Pequeña de estatura, cabello castaño claro y ojos verdes. Le gustaba sembrar y cantar. Estos cuatro hijos eran la adoración de María, tenía ella un maravilloso esposo alto, delgado y fuerte, de barba y cabellera espesas. Su nombre era Mario, había cumplido sesenta años hacía algunos meses. Leñador de oficio, en sus tiempos libres leía y narraba cuentos a los niños del pueblo en la biblioteca pública en compañía de Dulce.

Dulce María, había tomado clases de teatro y clarinete en la infancia y aunque no se desempeñaba como artista, no olvidaba su amor por las artes. Cuando los niños de la aldea cumplían años, les realizaba presentaciones cortas y caracterizaba desde un animal hasta un súper héroe con tal de hacerlos  felices.  También  pertenecía a un grupo musical en el que interpretaba su instrumento. Sentía una pasión por la poesía y por los grandes poetas de su época,  escribía cortos versos cuando la inspiraban las musas de la montaña.

Juan y Patricia, decidieron que su futuro estaba fuera de casa, en otra ciudad quizás y viajaron a un lugar cercano donde estaba una de las universidades más prestigiosas. El estudio era gratis para los habitantes del campo.  Allí cada uno realizó sus estudios y  formaron hogares.   Dulce entristeció  de tal forma, que por varios meses dejó de hornear. El ambiente de casa era frío, hasta que con ayuda de sus otros hijos, Dulce se recuperó y volvió a sentirse amada. Durante los meses que pasó en cama, Miguel, Alicia y el querido Mario se ocuparon de las labores de casa: horneaban tartas todos los días, cocinaban y limpiaban. Juan y Patricia luego de enterarse de esta situación, comenzaron a comunicarse y a viajar a casa de sus padres una vez al mes. Los extrañaban y habían hablado entre sí varias veces de volver.  Ellos deseaban que sus hijos crecieran rodeados del buen clima de la montaña y en compañía de su abuela. Decidieron mantener en secreto para los demás el deseo de volver a casa.

Cuando Miguel y Alicia cumplieron la mayoría de edad, Mario y Dulce les dieron la parte de su herencia. Esta era una parcela cercana a la casa de infancia y unos cuantos dólares para construir y amoblar el espacio. La parte de la herencia  de Juan y Patricia seria guardada hasta que regresaran. Aunque en hogares separados, Miguel y Alicia se esmeraban por conservar las costumbres de infancia: reunirse en fechas especiales y para hornear. Miguel contrajo  matrimonio con una bella aldeana llamada Camila, ojos claros, cabello liso y una sonrisa que sumergía  a Miguel en los más apacibles sueños. Al poco tiempo de estar juntos, llegó al mundo Anita. Una tierna bebé de ojos grandes como luceros y piel tan blanca como la leche fresca. Dulce María y Mario estaban felices con la llegada de la nena, parecía ser que venía con la misión de iluminar la pradera. Anita era sonriente, casi nunca lloraba.

Los  días transcurrían felices y tranquilos, hasta que una mañana fría de invierno, un alud cayó sobre el tejado de la casa familiar, generando terribles daños y despertando a Mario y a Dulce de un golpe. Sufrieron heridas leves pero la casa quedó destruida. Miles de historias y recuerdos sepultados bajo la espesa tierra. Veían un nuevo comienzo difícil, ya que estaban viejos y se sentían cansados. Pero sus hijos y los habitantes del pueblo que tanto los querían no los dejaron desfallecer y construyeron juntos una vivienda para ellos. En ella empezaron a realizar talleres de cocina y manualidades para los niños y adultos de la comunidad. La aldea se llenaba tres veces a la semana de dulces aromas y de artes para exponer.

Dulce era la abuela más feliz, ya que además de Anita, los demás niños del pueblo la amaban con locura y en las noches contaban historias alrededor de una vela.  Luego Alicia sorprendió a la familia con un par de traviesos gemelos de piel morena y ojos claros que se convirtieron en la delicia de las fiestas.

Unos días antes de la llegada de la primavera,   Juan y  Patricia se reunieron acompañados de sus respectivas familias para formalizar la vuelta a casa, sería el mejor regalo para Dulce.


Un hermoso día de primavera, una sorpresa llegó a la aldea: Juan y Patricia volvían, acompañados por sus familias. Cada uno con tres hermosos hijos, educados y tranquilos. Fueron recibidos con amor, el amor de una madre siempre puro. Volvieron para quedarse y dejar clara la sentencia: “HOGAR DULCE HOGAR”