martes, 14 de octubre de 2014

Dulce María

Juana Ortiz Mondragón


Era ella la abuela soñada: cabello cobrizo y ensortijado, brazos fuertes y trabajadores, pero siempre dispuestos a dar abrazos. Dulce María se hacía llamar. A sus cincuenta y siete años conocía de todo un poco: labraba, sembraba, bordaba y, como todas las abuelas, sabía hornear  postres, tortas  y sabrosas galletas. Tenía su vivienda a las afueras de un pueblecito de encanto, circundado por praderas y montañas. La casa estaba rodeada de arbustos, flores y árboles frutales como cerezos, guayabos y brevos. Un corredor la bordeaba. En ella Juan, Miguel, Alicia y Patricia habían jugueteado hasta el cansancio en las noches de luna llena, mientras Dulce María preparaba ricas tartas para vender en el mercado. Juan  y  Miguel eran gemelos, corpulentos y  juguetones, de cabello liso color castaño.  Compartían la pasión por explorar la naturaleza y desde muy niños tenían la sana costumbre de levantarse temprano para aprovechar el día. Alicia, había nacido dos años después. Pelinegra, ojos miel y  facciones pulidas. Disfrutaba cocinar y aprender de Dulce. Patricia, era la hija menor, habilidosa con los números y las ciencias. Pequeña de estatura, cabello castaño claro y ojos verdes. Le gustaba sembrar y cantar. Estos cuatro hijos eran la adoración de María, tenía ella un maravilloso esposo alto, delgado y fuerte, de barba y cabellera espesas. Su nombre era Mario, había cumplido sesenta años hacía algunos meses. Leñador de oficio, en sus tiempos libres leía y narraba cuentos a los niños del pueblo en la biblioteca pública en compañía de Dulce.

Dulce María, había tomado clases de teatro y clarinete en la infancia y aunque no se desempeñaba como artista, no olvidaba su amor por las artes. Cuando los niños de la aldea cumplían años, les realizaba presentaciones cortas y caracterizaba desde un animal hasta un súper héroe con tal de hacerlos  felices.  También  pertenecía a un grupo musical en el que interpretaba su instrumento. Sentía una pasión por la poesía y por los grandes poetas de su época,  escribía cortos versos cuando la inspiraban las musas de la montaña.

Juan y Patricia, decidieron que su futuro estaba fuera de casa, en otra ciudad quizás y viajaron a un lugar cercano donde estaba una de las universidades más prestigiosas. El estudio era gratis para los habitantes del campo.  Allí cada uno realizó sus estudios y  formaron hogares.   Dulce entristeció  de tal forma, que por varios meses dejó de hornear. El ambiente de casa era frío, hasta que con ayuda de sus otros hijos, Dulce se recuperó y volvió a sentirse amada. Durante los meses que pasó en cama, Miguel, Alicia y el querido Mario se ocuparon de las labores de casa: horneaban tartas todos los días, cocinaban y limpiaban. Juan y Patricia luego de enterarse de esta situación, comenzaron a comunicarse y a viajar a casa de sus padres una vez al mes. Los extrañaban y habían hablado entre sí varias veces de volver.  Ellos deseaban que sus hijos crecieran rodeados del buen clima de la montaña y en compañía de su abuela. Decidieron mantener en secreto para los demás el deseo de volver a casa.

Cuando Miguel y Alicia cumplieron la mayoría de edad, Mario y Dulce les dieron la parte de su herencia. Esta era una parcela cercana a la casa de infancia y unos cuantos dólares para construir y amoblar el espacio. La parte de la herencia  de Juan y Patricia seria guardada hasta que regresaran. Aunque en hogares separados, Miguel y Alicia se esmeraban por conservar las costumbres de infancia: reunirse en fechas especiales y para hornear. Miguel contrajo  matrimonio con una bella aldeana llamada Camila, ojos claros, cabello liso y una sonrisa que sumergía  a Miguel en los más apacibles sueños. Al poco tiempo de estar juntos, llegó al mundo Anita. Una tierna bebé de ojos grandes como luceros y piel tan blanca como la leche fresca. Dulce María y Mario estaban felices con la llegada de la nena, parecía ser que venía con la misión de iluminar la pradera. Anita era sonriente, casi nunca lloraba.

Los  días transcurrían felices y tranquilos, hasta que una mañana fría de invierno, un alud cayó sobre el tejado de la casa familiar, generando terribles daños y despertando a Mario y a Dulce de un golpe. Sufrieron heridas leves pero la casa quedó destruida. Miles de historias y recuerdos sepultados bajo la espesa tierra. Veían un nuevo comienzo difícil, ya que estaban viejos y se sentían cansados. Pero sus hijos y los habitantes del pueblo que tanto los querían no los dejaron desfallecer y construyeron juntos una vivienda para ellos. En ella empezaron a realizar talleres de cocina y manualidades para los niños y adultos de la comunidad. La aldea se llenaba tres veces a la semana de dulces aromas y de artes para exponer.

Dulce era la abuela más feliz, ya que además de Anita, los demás niños del pueblo la amaban con locura y en las noches contaban historias alrededor de una vela.  Luego Alicia sorprendió a la familia con un par de traviesos gemelos de piel morena y ojos claros que se convirtieron en la delicia de las fiestas.

Unos días antes de la llegada de la primavera,   Juan y  Patricia se reunieron acompañados de sus respectivas familias para formalizar la vuelta a casa, sería el mejor regalo para Dulce.


Un hermoso día de primavera, una sorpresa llegó a la aldea: Juan y Patricia volvían, acompañados por sus familias. Cada uno con tres hermosos hijos, educados y tranquilos. Fueron recibidos con amor, el amor de una madre siempre puro. Volvieron para quedarse y dejar clara la sentencia: “HOGAR DULCE HOGAR”

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