jueves, 26 de julio de 2018

Sueño


Bernardo Alonso


Despertó y con un profundo suspiro recuperó el aliento. Se tomó con ambas manos la cabeza y meditaba sentado en la cama tratando de poner en orden sus ideas sumido en un asombro. Acababa de vivir algo intenso y por momentos dudaba si eso había sido parte de la realidad. Estaba inquieto y todo era diferente: la luz, los sonidos y lo que lo rodeaba a diario; acabó pensando con alivio que había sido un sueño.

Mientras se preparaba el desayuno comentó con su esposa lo sucedido. Aún estaba alterado pero ella lo tranquilizó y mimó. En su mente le quedaba la satisfacción de que el sueño lo hubiera sacado de su rutina aunque fuera con algo tan cruel, horrible y real.

Durante el día rememoró que toda su vida al despertar cada mañana tenía la impresión de que había soñado algo; pero siempre a los pocos instantes de despertar el sueño era completamente olvidado, solo le quedaba la sensación de haber vivido algo extraordinario. Cuando era pequeño su hermana contaba los sueños con detalle, incluso fanfarroneaba que soñaba en inglés o en español, a colores, en blanco o negro, con olores, sabores o sonidos. La hermana los almacenaba en la memoria como una vivencia de ayer en un perfecto archivo: los de miedo, pesadillas, graciosos, de verdadera ciencia ficción en donde volaba a cualquier lado, o que era invisible, etcétera.

Él guardaba en un especial lugar los sueños de la hermana, aunque los suyos nunca los recordaba; siempre eran olvidados y escapaban de su mente cuando abría los ojos. Hacía intentos por retenerlos, sin embargo, solo quedaban vagos residuos, quizás lugares vacíos, sensaciones que se esfumaban; todo se evaporaba en su mente. Eso era parte de su vida y estaba resignado, tal como vivir con un dedo chueco, un lunar peludo, sufrir de migraña, o alguna dolencia crónica que fuera parte de él mismo.

De ahí su emoción al haber retenido a detalle lo soñado la noche anterior; aunque fue una terrible vivencia, sintió un triunfo; por fin pudo hablar de un sueño como cuando su difunta hermana acaparaba la mesa a la hora de desayunar. Aunque a veces dudaba de tan variados sueños y por envidia le achacaba en su fuero interno mentiras o creaciones de la entonces niña, al final le creía; había algo que veía en sus ojos al relatar que daba veracidad a lo narrado. Sus dos hermanos menores y su madre siempre estaban atentos a escuchar a la hermana, era un rito familiar; una costumbre como la cena de Navidad, la misa de los domingos o el pastel de cumpleaños.

Para la tarde la emoción se atenuó, incluso en su trabajo sus compañeros fueron víctimas del aburrido relato. No tenía la costumbre de contar sueños; se requería práctica y pericia para hacerlo. Un comediante no se hace en un día, el discurso de un político toma tiempo y ensayo; era neófito en eso. Tras la cena y al ver el noticiario nocturno le quedaban en la cabeza las próximas elecciones presidenciales como preocupación; tal como si él tuviera alguna injerencia o participación desde su insignificante suburbio, su trabajo como analista contable, su sueldo mediocre, con los doce años restantes del crédito hipotecario por pagar y la preocupación constante de que su única hija mantuviera la beca en el liceo. Él era uno más.

Ya en la cama los ojos se le cerraron. Y ocurrió ese tiempo desconocido entre una cosa y otra, en el que no pasa nada pero puede suceder todo; ese lapso impreciso y etéreo de la inconsciencia, el preludio entre lo real y la imaginación no intencional.

El corazón le latía a gran velocidad, trataba de no tropezar al correr en aquel inmenso bosque donde no se veía de lo tupido y cerrado de los árboles. De vez en cuando sus hombros chocaban con un tronco y lo obligaban a torcerse para pasar entre ellos. Estaba descalzo y sentía dolor al pisar alguna roca o las raíces expuestas de un árbol. El frío era intenso y contrastaba con el cálido vaho saliendo de su boca en una respiración apresurada y entrecortada en su escape.

El ladrido de los perros se acercaba cada vez más, era un sonido aterrador; los vio al principio antes de salir corriendo tras las rejas, eran grandes, fuertes y con una pinta de mucha bravura, con colmillos filosos y salidos de los hocicos. Eran dos, casi iguales, negros con pardo sin una raza definida, simplemente brutales. El ladrido le recordaba cómo eran y cada vez que los oía efectivamente estaban más cerca a pesar de los desvíos y giros que daba para perderlos. Era una cacería, y él era la presa.

Al cabo de minutos de angustia, cansancio y verdadero temor las fauces de uno de los cuasilobos le alcanzó la pantorrilla derecha desgarrándole el músculo y tumbándolo de cara en el lodo en una pequeña planicie despejada; con dolor trató de levantarse pero le cayó el peso del otro animal atacándole el cuello por la nuca con los filosos dientes. Se sintió no solo sometido sino exterminado con un sentimiento de pavor e impotencia ante tales bestias.

Abrió los ojos, vio el techo blanco de su habitación, escuchó el leve ronquido de su esposa y a lo lejos el andar de un auto que circulaba por la autopista local. Su respiración estaba agitada y sudaba a chorros. El horror de aquella escena no se le escapaba y aún no distinguía cuál era su realidad. Estaba impactado mientras se sentaba en la orilla de la cama y veía que el amanecer despuntaba entre las cortinas. Cuando fue a orinar cayó en la cuenta de que eso no lo había vivido; mientras disminuía el goteo de la orina y se oía decrecer el tintinar de la porcelana con su fluido también su corazón se tranquilizaba. Al verse en el espejo echó agua a su rostro distinguiendo su gesto de alivio. 

En el desayuno tal como su hermana lo hacía acaparó la conversación con aquel sueño y el detalle de los feroces perros; llegaba a conjeturas en la historia de que era un esclavo en escapada perseguido por sus amos o una simple cacería humana. Llamaron la atención de su esposa e hija las palabras que usaba en el relato ese siempre parco y sencillo hombre. Con satisfacción recordaba a su hermana, si bien con cariño también con una sensación de triunfo y revancha. Lo mismo sucedió en el trabajo a la hora del almuerzo, su jefe inmediato lo oía asombrado con la narración de percepciones pero sobre todo la angustia que comunicaba. Al entrar a la cama incluso la esposa aún tenía en mente aquella narración pero no quiso hablar de ello y conversaron de cuestiones cotidianas.  Apagaron las luces y al cabo de un tiempo se quedaron dormidos.

A la mañana siguiente estaba sentado en el comedor de madera que su madre les había heredado con la silla desvencijada que abrió para sentarse y posar la taza a la mesa; se le veía con la mirada distraída con un claro estupor. Cuando su esposa le preguntó por su estado este se limitó a decir: «otra vez soñé»; haciéndose una pausa y cruzando miradas esposa e hija seguido de escuchar con atención lo que el hombre contaba. Ahora había sido una ejecución de pena de muerte, desde la entrada al cadalso los familiares de la víctima insultándolo y maldiciendo; con las cadenas en muñecas y tobillos en un ambiente húmedo y caluroso. La electricidad recorriendo su cuerpo a pesar de que nunca había sufrido una electrocución era detallada y real; incluso los olores propios de la carne quemada y los esfínteres abiertos. Había quedado vivo y medio chamuscado en una agonía atroz debido a una equivocación del verdugo novato que olvidó activar ambos electrodos; fue consciente de que no eran alardes los que su hermana decía cuando contaba los propios sueños en aquella lejana juventud.  

Su mirada perdida tenía a las dos mujeres en preocupación cuando concluyó con el semblante aterrado. Se vistió para trabajar y en el almuerzo en la oficina omitió la experiencia limitándose a escuchar los viejos chistes del socio director mientras llegaba a su mente la delirante tortura de aquel condenado. En la tarde sentado frente a la televisión tenía la vista fija en la pantalla, pero su mente revivía aquel patíbulo y el sonido del viejo generador eléctrico cargando mientras lo sentaban y amarraban con cinturones de cuero.  Al voltear a la ventana de su sala de televisión veía como el sol había caído hace ya algunos minutos anunciando la noche y él con el miedo de volver a soñar. Con cálidas y tiernas palabras su esposa lo tranquilizaba consolándolo con que eran solo sueños; que quizás la tensión y el estrés del trabajo lo habían alterado. Él quería creerle mientras bebía la tila que ella amorosamente le había servido. Cuando escuchó la respiración de la mujer estaba él solo en aquella habitación con los ruidos de la noche y el miedo de dormir, trató de resistirse pero inevitablemente cerró los ojos.

La señora en la mañana al despertar no vio a su cónyuge en la cama; con la mirada lo buscó en la habitación encontrándolo en el suelo en un rincón de la habitación sentado y encorvado, con la mirada perdida, las ojeras marcadas, tenía una pinta deplorable. Ella solo le preguntó: «¿Otra vez?». A lo que el asintió. El sueño era otro pero el mismo terror se repetía cada noche con detalle, con realidad, historias pavorosas que ni el mejor novelista de terror imaginaría, sin embargo lo peor de todo era la forma de vivirlo.

La confusión entre el terror, la angustia y la resaca de la vigilia le quitaban cualquier sentido a la realidad; todo era uno solo, no distinguía en dónde estaba, si su esposa era parte de una fantasía o si de verdad era un marinero atrapado en un buque durante un naufragio, el pasajero de un avión a punto de estrellarse o un contable aterrado y arrinconado por la zozobra de pavorosos sueños que noche a noche lo atormentaban.

Lentamente abrió los ojos y con un suspiro recuperó la respiración. Todo era blanco y le cegaba la vista el deslumbrante resplandor de una luz que se reflejaba en las paredes, techo y piso. Sólo distinguía una pequeña ventana en una aparente puerta al fondo de aquel lugar. Al intentarse levantar se precipitó de cara al piso sin poder poner las manos, se sentía manco, le respondían las piernas pero no los brazos. Con un arqueo ayudado con rodillas y cabeza logró incorporarse e hincarse mientras bajó la vista a su pecho cayó en la cuenta de que sí tenía brazos pero que estaban sujetados a su pecho en una camisa de fuerza, y fue cuando el horror lo invadió al razonar que de ahora en adelante el desconcierto lo enfrascaba en infinitas posibilidades.

miércoles, 25 de julio de 2018

La gringa Mara


Luz Hernández Plazas


Nace en un pueblo de Medallo, la Gringa. Mara, de baja estatura, piel acaramelada, ojos grandes, negros con una expresión de grandiosa serenidad. Sus rizos abundantes caen sobre la frente, orejas y espalda, su boca, fina. Muy atractiva.

Le encanta la arepa con frijoles y el chicharroncito, la carnita asada, el guacamole. El chocolate negro sin leche, las gaseosas.

Desde niña, como hasta los quince años, corretea descalza en el agua con sus hermanos y primos por la cascada llamada Santo del Buey, del río Piedras, el Pantanillo, el charco en la vereda Higuerón para bañarse y pescar. Los vendedores de pastelillos y frutas ofrecen sus productos en canastillos y tienen excelentes ventas, los mayores compradores son estos niños. Luego pasan al centro de la plaza e ingresan al parque central y juegan alrededor de la fuente parisina, rodeada de árboles, cerca del centro vacacional La Montaña.

Su madre, Rox, con su fino rostro. Sus singulares ojos soñolientos, ahora expresan cansancio y nostalgia porque un día cualquiera, se queda sola, con la responsabilidad a cuestas de criar a sus hijos. Solo les queda la casa fabricada por papá y el recurso de venta de arepas con chorizo que ofrece Rox a restaurantes y a la comunidad barrial. Mara la anima a salir del encierro y del desasosiego, con la esperanza del ardor del sol y del regreso de su padre que se va de viaje por otros lares y se pierde en el trayecto. Ella lo añora a diario, a veces se queda ensimismada viéndose bailar tango veinte años atrás con Humberto, su compañero de vida; quien le enseñó a rumbear cada sábado en la taberna de su suegro… y en cada tono, deleitaban su corazón. De nuevo recuerda que está sola…

Ahora cada uno de sus ocho hijos debe buscar el camino de la sobrevivencia.

Cuando el sol comienza a ponerse, sale Mara, a sus dieciséis años de la casa materna, cavilando acerca de la seriedad y trascendencia de la vida. Con una maleta sencilla, atraviesa las calles, se devora las avenidas en una flota y llega a la agitada capital.

Allí trabaja con la señora Gil, ayudando en los quehaceres de la casa a cambio del hospedaje, la alimentación y el estudio. La dama con la que vive es un poco frenética, había estado casada y ahora separada. Vive con su hermano Octal, un poco ansioso por conquistar a Mara. Pero ella siempre le hace el quite. Como Caperucita Roja huyendo del lobo feroz.

Al finalizar su carrera universitaria Mara decide irse a vivir a la casa de su hermana mayor, Luna. Quien ha logrado comprar un lote e integrarse al grupo de autoconstructores del barrio Fontana y dedicar por un año los fines de semana a cumplir el sueño de tener vivienda propia. Luna labora en un hotel como ama de llaves. Ahora Mara está más feliz, a la luz de un ánimo sereno por tener un espacio favorable. Organiza la habitación con una cama, mesa, armario de madera verde clara como la puerta. Ella misma los guarnece.

Sobre la pared estampa su sueño de conocer el mar: un paisaje de un gran océano, palmeras, un sol ardiente, unos niños jugando en la playa. Y su anhelo de formarse artísticamente.  

En el gran ventanal coloca una cortina de color violeta, un tapete anaranjado y en una esquina el estante de madera donde organiza la biblioteca, con apreciados libros y cartas idílicas que ella atesora. Sobre la pared reposa un pequeño televisor.

Su baño privado, detrás de la puerta, aromatizado con plantas de azucenas colocadas en la ventana y cerca al balcón. Todo impecable y debidamente organizado.

Labora con los padres Claret durante quince años con los niños más chiquilines de experiencia callejera. Los chicos la quieren mucho y le dicen: Manina. Ella les da la colada, gelatina; canta, baila, dramatiza cuentos con ellos. Se disfrazan. Tiene el dulzor para enseñarles y los niños se le adhieren como golosina, los acuna en sus cortos brazos. Y los arrulla para serenarlos.

Fue cortejada y piropeada por varios galanes. Pero uno solo atrapó sus sentimientos. Quizás por su envestidura oficial con sombrero blanco, con el escudo nacional, blusa y pantalón de dacrón, camiseta de poliéster del mismo tono, corbata lisa de color negro opaco y zapatos negros encharolados.

En una calurosa tarde, soplaban vientos de tierra seca. Ingresa a la escuela un joven llamado Willi: moreno, encantador, infante de marina. Se presenta con su traje que brilla por su blancura. Pretende ayudar en algunas tardes a recrear a los estudiantes con otros compañeros que se han ofrecido para esta labor principalmente a  jugar ajedrez y son bien recibidos.

A la hora de salida aparece Mara, vestida con una bata azul claro y un vestido de rayas de colores, sale con sus estudiantes y Willi fija su mirada en ella, quien se ruboriza y pasa la mano por la frente para disimular también la emoción.

Logran acercarse, conocerse, salen a diferentes lugares y se enamoran, cuando deciden vivir  juntos, al cabo de siete meses de relacionarse, aparece una muchacha de la costa diciendo que se llama Emily y que tiene ocho meses de embarazo y que el hijo es de Willi. Él lo niega. Pero ella muestra fotos juntos.

Mara languidece, siente que le falta el aire, aparece en su rostro una braveza de cólera y desprecio y le dice con voz temblorosa, atropellada, confusa, agringada y ronca: «¡Ahola, les…  lesponda pol su hijo!.. Ya no deseo volvel a verlo». Esa tarde el cielo se torna gris y el aire se humedece, al cabo de media hora empieza a llover, como las lágrimas que  corren por las mejillas de esta pareja que se abraza despidiéndose por última vez.

En el espacio queda el vacío de la proximidad, las palabras de quimera, que se esfuman. Willi, le dice:

«Es la primera vez que me enamoro, me voy de esta región con el ánimo destrozado de viajero, que ha caído en una vil trampa. Siempre he dicho que no quiero tener hijos. Ahora sigo sin rumbo fijo, de puerto en puerto, a donde el destino me lleve y solo quiero estar contigo. Espero que me llames, perdones y nos demos una oportunidad de compartir la vida juntos. Nunca me voy a casar. Solo quería un hogar contigo. Eternamente voy a amarte». Sus corazones laten fuertemente.

Mara mueve la cabeza de un lado a otro, sin poder evitar el llanto, con las palabras contenidas. Pero sin soltarse de sus brazos.

Piensa «Desearía huir contigo a otro lugar… Pero tu hijo te necesita… Esta es la última vez que te veo, amor»… Y así transcurre el tiempo. Amándolo y queriéndolo olvidar.

Willi, sale perturbado cavilando y perdido en el infinito. Su frente con pliegues de líneas, se contraen sus labios en expresión de ira, frunce las cejas en actitud rabiosa. Deseando desaparecer de la tristeza, sintiendo una carga encima. Emily sale detrás. Él le dice: −Usted, me engañó. Dijo que estaba planificando y además yo usé precauciones. Al nacer el bebé, hacemos la prueba de la paternidad. Por ahora vamos a comprar lo que necesita… Ella baja la mirada silenciosa. Pensando «¡Urra!… logrado por ahora»

Algunos años más tarde la madre de Mara, enferma. Ella viaja a verla. Pero al mes fallece. Luego una hermana en el transcurso de dos años y un hermano posteriormente. Cada vez que Mara se altera, entristece, su lenguaje se enreda y por eso los compañeros le apodan cariñosamente: la Gringa.

Cuando el provincial de los padres claret en el año mil novecientos noventa y nueve cierra la escuela de los niños, al final del año, por quiebra económica. Mara viaja invitada con una compañera, su esposo e hijo, a conocer el océano. Durante esos cinco días disfruta del encantamiento infinito e hipnótico del mar a plenitud. Sale solamente para almorzar e irse a dormitar. Ella hace saltar el agua en espuma al levantar las piernas, con la cabeza echada hacia atrás. Jugando con las olas y riendo a carcajadas. Luego se acuesta boca abajo y se deja arrastrar por las marejadas; que azotan a su paso ostras, cangrejos, estrellas, caballitos de mar. Los días soleados transitan sonrientes ante ella. En la mañana el sol es suave y el mar tiene la blancura deslumbrante de los sueños matutinos. La atrae la bulla de los chiquillos que juegan con cúmulos de arena. Hace calor, el sol aún no logra traspasar las nubes que cobijan el cielo. Las noches son deliciosas, frescas; las plantas del jardín esparcen su perfume penetrante y se escucha el murmullo suave del mar y de la brisa.

Al regresar Mara busca trabajo en otros colegios de diferentes zonas de la ciudad. Y se ubica en la escuela El Parejo, a la cual suben los niños del centro, al Cañaveral y otras por un lapso de doce años. Con su voluntad orgullosa y terca, con ansias de obtener cosas nuevas: como de viajar.

Diariamente se desplaza por dos horas en el servicio de transporte masivo de transmilenio con la gente que se apeñusca y atropella en la estrechez para entrar o salir, en la transpiración multitudinaria. En la tardecita los ojos quieren cerrarse del cansancio y del gentío que se apretuja nuevamente al regreso.

En una helada noche ingresan tres atracadores a su casa a robarlas y las hieren. Quedando lesiones en Luna (poca visión), afectación de las caderas, por lo cual usa bastón. En Mara, afección en la columna, dificultando su movilidad. Logran superar parcialmente estas dificultades. Porque aun así requieren seguir trabajando.

Mara, anhela que una de sus hermanas adquiera vivienda y pide prestado un dinero para ayudarla, pero al quedarse sin trabajo, solo aumentan las cuotas bancarias. Afortunadamente la señora Tere, que aprecia a Luna y es su jefe, le presta el capital. Pero siguen aumentando las deudas por su sobrevivencia.

 Mara aintentar cumplir los requisitos para pensionarse, se le presenta un obstáculo por la falta de pago del seguro social durante cuatro años por parte de los padres Claret. 

Desde ese momento a Mara le van aumentando sus dolencias emocionales, físicas, económicas. Sin embargo, aún siente el entusiasmo que enciende su sangre, la alegría, el dolor de alma. Su boca se dilata en una sonrisa que expresa goce espiritual. El agotamiento creciente, ya sospechado, sus anhelos de pagar las deudas, liberarse de la ansiedad, descansar se van disolviendo. Se interna seis veces en la clínica. Dos urgencias por coma diabético. Al salir de nuevo renace la esperanza de una decisión justa del clero. Se sienta en una butaca y busca en un directorio a otro jurista. Pero de nuevo la esperanza se desvanece…

Adormecida, va pasando por su memoria cada una de las personas que han estado en su vida: el apoyo de su hermana Luna, de la dama Tere. La familia Santos: Peter quien buscó los abogados que perdieron desafortunadamente los procesos de demanda ante el clero, porque se declararon en quiebra. Truncándose el sueño de Mara de obtener su pensión para pagar deudas y viajar. Recuerda a sus compañeras de trabajo: a Astro, bailando las rondas con los niños; Clema, modelando con plastilina diferentes figuras que enseñan a los chiquilines; Nor, que elabora cuentos en frisos y Mara los dibuja; Maisa, dirigiendo los talleres de «aprender- haciendo», elaborando colombinas, derritiendo la panela con cáscaras de limón cernidas, que todos disfrutan al paladar; Toño mostrando a Mara cómo dibujar a través de figuras geométricas gráficos sencillos para realizar con los pequeños. Todos son compañeros de trabajo de la escuela de los chicos de reeducación y rehabilitación de los curas claret. Ellos le ayudan con los niños que tenían hermanos, para que aprendan los mayores a cuidar a los menores a través de ser padrinos y madrinas principalmente en las salidas a parques, a huertas; También en los talleres de expresión artística. Y en los momentos difíciles de  enfermedad la auxilian en su economía. Olivia la señora de oficios generales y culinarios cuidando a Mara, brindándole los alimentos diarios. Y les ofrece a todos un tinto muy sabroso al iniciar el día.

Cuando finaliza el trabajo con los padres claret. Mara evoca imágenes de la escuela del Parejo ubicada en el centro oriente de la montaña los Laches, uno de los barrios más pobres de Bacatá, cuyos habitantes construyeron sus propias casas. Y la escuela; la cual recibe a los muchachos de la escuela del centro de los padres claret. Laborando con ellos nuevamente Mara encuentra un gran oasis y conquista los corazones de este nuevo grupo de compañeras maestras: Azur coopera con los niños del grado de aceleración, en el cuidado de los niños de preescolar que dirige Mara; Luzmar, les enseña decoración con elementos de reciclaje; Yaqui, creando modelados en plastilina; Marisita, enseñando a pintar cuadros con materiales de la naturaleza: hojas de árboles, flores, piedras, arena; Soni, le cooperaba con elementos para construir títeres. Y Lulú la apoya para que siempre se vincule a la labor educativa y cuando pueden se recrean en el cine. Este grupo también le colaboran con el padrinazgo para los niños de preescolar, que Mara dirige, en las salidas y talleres. Así mismo en los momentos de crisis económica.

Por su vida transcurren estas imágenes y sensaciones que se esfuman fácilmente en un mundo sin justicia. Ahora solo queda el trémulo silencio de una batalla perdida. Se detiene un momento su corazón de alegría y decide adentrarse de nuevo en el mar y dejarse llevar por las olas para encontrar los brazos de su amado Willi que la espera.

miércoles, 11 de julio de 2018

La selva tiene sus encantos


Rosario Allpas


Había llovido copiosamente la noche anterior, sin embargo, el sol blanquecino e hiriente apareció con su imprudente resplandor luminoso al amanecer. Salté de la cama y me preparé para ir a mi cita con el oftalmólogo, pues debía de actualizar mi licencia de conducir motocicleta. Tenía el día libre y aún era temprano, así que recorrí el pasadizo que me llevaba hacia la biblioteca, el silencio del lugar invitaba a la lectura, encontré una revista: La Selva Tiene Sus Encantos, me senté cómoda y me puse a leer. Los minutos pasaron sin sentir, como vuelo de pájaro, pedí prestada la revista y salí a la calle; tomé un taxi y me dirigí al consultorio médico; se trataba de un examen de agudeza visual por lo que el oftalmólogo me indicó el uso de anteojos para manejar, ver televisión o ver películas en el cine.

En el taxi, retornando de la consulta, abrí la revista y seguí leyendo: «Iniciado el gobierno del presidente Juan Velazco Alvarado puso en marcha el proceso de nacionalización de algunas empresas extranjeras en el país, la International Petroleum Company (IPC) filial de la Standard Oil de New Jersey, que operaba en Talara (Piura), fue expropiada y se creó la empresa estatal Petróleos del Perú (PETRO-PERÚ S.A.). De esta manera el estado empezó las labores de búsqueda, perforación, explotación y comercialización del petróleo, básicamente en la selva de Iquitos. Entonces, en 1971, Trompeteros se convierte en el primer lugar donde encontraron este líquido viscoso y negro para alegría de todos los peruanos y sobre todo para los pobladores de la selva. Luego seguirían otros hallazgos: Pavayacu, Corrientes, Capirona, Yanayacu, Chambira, Valencia y Nueva Esperanza. Otra compañía halló también petróleo en Andoas, por el río Pastaza, dando lugar a los campos petroleros de San Jacinto, Bartra, Shiviyacu, Dorissa, Tambo, Jíbaro, Forestal, Carmen, Huayuví y Copahuarí. Entonces, el sueño de construir el oleoducto se hizo realidad. Para 1974 se inició la obra en el caserío San José de Saramuro, cerca del río Marañón, constituyendo la estación número uno del primer tramo y se prolongó hasta la estación cinco. Luego se hizo el segundo tramo con las estaciones seis, siete y ocho que terminó en la costa del Océano Pacífico, en el Puerto Bayóvar en Piura, donde se encuentra la Refinería de Talara. En total ochocientos cincuenta y cuatro kilómetros que de manera horizontal unió la selva con la costa por el norte del país. Otro ramal fue construido en Andoas, por el río Pastaza, que se extendió doscientos cincuenta y dos kilómetros hasta llegar a la estación cinco para juntar el crudo del primer tramo y continuar su recorrido hasta Bayóvar. En época de mayor intensidad se llegó a necesitar siete mil ochocientos trabajadores».

«¡Vaya! Es así como Iquitos pasó a ser una ciudad dinámica», pensé y continué con la lectura: «Sin embargo, trabajar en la selva, no era fácil, los trabajadores de los campos petroleros laboraban tres semanas en la jungla por una de descanso. Todo el tráfico de personal lo hacían por medio de helicópteros, así, los pilotos de la Fuerza Aérea del Perú (FAP) estaban íntimamente ligados al trabajo petrolero».

Cerré la revista y me apresté a salir del taxi cuando vi a Mirna, enfermera del Programa Ampliado de Inmunizaciones, saliendo del Hospital General, precisamente con dos pilotos de la Fuerza Aérea del Perú.

—¡Hola, Mirna! ¿Adónde vas?

—¡Hola! Voy a vacunar a los trabajadores de los campos petroleros. ¿Estás libre?

—Sí.

—Entonces puedes acompañarme. Ellos —señaló a los pilotos— nos llevarán. Son varias zonas. Estoy transportando todo el equipo de vacunación contra la fiebre amarilla. Te cuento camino a la base.

—¡Bien! Te ayudo. ¿No necesitamos algo más?

—No, nada más. No te preocupes.

Me presentó a los pilotos y todos juntos caminamos hacia un todoterreno y enrumbamos hacia la base aérea. En el camino Mirna empezó a contarme por qué requerían de la vacunación:

—¿Sabes? La selva posee muchos encantos, es acogedora y maravillosa por su extensa vegetación, pero tiene también sus inconvenientes, el calor excesivo aunado al aumento de tráfico de personas por la actividad petrolera y la deforestación causada por la construcción del oleoducto han producido un rompimiento del sistema ecológico alterando el desplazamiento de la fauna silvestre y aumentando el contacto de seres humanos con especies portadoras de enfermedades infecciosas, por lo que las enfermedades tropicales han tenido un pico de elevación.

—¿Qué quieres decir?

—Hubo un brote de fiebre amarilla —comentó bajando la voz.

—¡Oh! Por ello la vacunación.

—Sí, pero no solo ha ocurrido un brote, sino que un piloto de la fuerza aérea ha sucumbido al mosquito Aedes aegypti, agente causal de la enfermedad y dos pilotos más están con pronóstico reservado; por ello, la Región de Salud Oriente me está enviando a vacunar contra la fiebre amarilla a la población de los campamentos petroleros.

—¿No estará mal que yo vaya?

—No. Yo voy a informar que me has acompañado.

—Bien. Parece que llegamos.

Bajamos del todoterreno y vimos que el helicóptero nos estaba esperando, sus grandes hélices producían bastante viento y ruido. Nos dotaron de cascos amortiguadores y de inmediato entramos al aparato donde otras personas también iban a ir con nosotras. Éramos un total de nueve contando al piloto y copiloto. En los asientos había paracaídas y salvavidas.

—Son para casos de emergencia, no creo que los utilicemos —manifestó el piloto.

Nos ubicaron en unos asientos laterales. Había que hacer el contrapeso. Viendo los paracaídas y salvavidas pensé por un segundo: «Espero no llegar a necesitarlos». Recordé la primera vez que fui en un deslizador y me puse un salvavidas; en esa oportunidad rogué para no tener que utilizarlo.

Una vez sentadas, Mirna trató de contarme a gritos cómo debíamos organizarnos para la vacunación, pero desistió, pues el ruido que provenía de las hélices era ensordecedor. El aparato comenzó a moverse y en cuanto ganó altura nos olvidamos del ronroneo.

—Un helicóptero no es como un avión, se siente la inestabilidad, el movimiento es continuo — comentó uno de los pasajeros.

No teníamos correas que nos fijaran a los asientos, así que el viento movía el armatoste y a nosotros en él. Pronto nos acostumbramos y hasta el ruido de las hélices dejaron de molestarnos. Como el helicóptero no volaba a gran altura, nos asomamos a la ventana para ver la ciudad desde arriba. Me hizo sentir con cierta facultad de poder, de dominio sobre la ciudad. Se veían sus calles rectas, las casas amontonadas en cuadrados o en rectángulos. Me causó extrañeza que siendo Iquitos una ciudad de la selva no se visualizaran grandes áreas verdes; solo en plazas, avenidas grandes y en algunas calles se perfilaban árboles alineados. Podríamos pensar que Lima no fuese la ciudad jardín que alguna vez la llamaron, ya que la zona donde se levanta es un desierto; realmente toda la costa peruana es desértica, pero Iquitos no. Sentí tristeza mirando la ciudad desde arriba, pues parecía un conglomerado de edificaciones con algunas áreas verdes y rodeada de agua, abundante agua convirtiéndola en una pequeña isla; sin embargo, cuando nos fuimos alejando comenzamos a ver la espesura del bosque, una gran mancha de verdes de variados matices: un verde claro brillante a modo de lechugas apretujadas, más allá un verde oscuro como coles rizadas aglutinadas, otros de un color morado cual si fuesen achicorias apelmazadas; todas danzando pegaditas con el viento sin dejar ni un pedazo de tierra a la visión aérea, un inmenso bosque aprisionado y herido solo por los ríos que desde el cielo se veían plomos simulando una ondulante carretera asfaltada. Cuando el aparato bajó en altura se visualizaron ramales pequeños que se iban engrosando para desembocar a un inmenso río que se iba moviendo en su recorrido, parecía una anaconda gigante, sinuosa, en busca de comida. Empezaban a verse balsas o canoas siguiendo el curso de los ríos, otras a motor que surcaban veloces elevando las aguas y dejando las huellas de su paso como si fuesen encajes blancos en las siluetas del oleaje. Al fijarnos bien, en las orillas había grupos de casas y actividad humana.

—Qué hermosa es nuestra selva, ¿verdad? —balbuceé.

—Cierto —afirmó Mirna—. ¡Qué bella es verla de lejos!, no parece amenazante.

—¿Por qué dices eso?

—Estoy pensando en la cantidad de animales salvajes que habrán escondidos bajo esa espesura hermosa.

Entonces vi una línea desierta, pelada de verde, empero no parecía río.

—Ese es el oleoducto —reconoció el piloto—. Ya vamos a llegar.

El helicóptero fue perdiendo altura tambaleándose levemente y comenzamos a ver inmensos tubos a modo de una gran carretera, casas de madera en línea y otras aglutinadas.

—Es el campamento Trompeteros —anunció el copiloto.

Por un instante el helicóptero se mantuvo en el aire, estático cual abeja, para luego aterrizar suave. Nos quitamos los cascos y nuevamente escuchamos el ruido de las hélices que poco a poco se iban inmovilizando. Ya estábamos en tierra. Fuimos recibidas por los ingenieros que enseguida nos mostraron parte del campamento mientras los jefes reunían a los trabajadores. El lugar era fenomenal, muy bien construido, tenía una sala de estar bastante amplia, una cocina bien equipada, un comedor acogedor con mesas y sillas de buen material resistente al calor y humedad y un bar. Había aire acondicionado y artefactos eléctricos como refrigeradora, congeladora, cocina. Los dormitorios eran pequeños, simples pero cómodos, los baños bien acondicionados. Nos mostraron una sala de entretenimiento con mesas de juegos de ajedrez, cartas, mesas de pimpón. ¡Quedamos maravilladas! Luego fuimos hacia un ambiente que lo habían acondicionado para la vacunación y mientras llamaban a formar filas a los primeros que llegaban, nosotras fuimos a lavarnos las manos. Nos pusimos unos mandiles cortos, sin mangas y abiertos por la espalda. Organizamos el equipo de vacunación.

Mirna, antes de aplicarles la inyección y estando todo el personal reunido, habló:

—Les vamos a vacunar contra la fiebre amarilla. Esta vacuna es segura y eficaz. Una sola dosis es suficiente para conferir inmunidad y protección de por vida, sin necesidad de dosis de refuerzo.

Los rostros de las personas mostraron complacencia. Ella siguió hablando:

—Sin embargo, los que se sientan mal, con fiebre, dolor muscular o sean alérgicos a los huevos de gallina deben avisarnos.

Todos callaron.

—Después de la vacunación pueden presentar fiebre o quizás dolor en la zona de aplicación; para ello hemos traído analgésicos. —Les mostró los frascos.

—Pueden pedir las pastillas a sus respectivos superiores —acoté y di los frascos al ingeniero que estaba a mi lado y agregué—: Primero procederemos a vacunarlos a ellos.

Los trabajadores esbozaron una sonrisa.

—Claro, para que nos den el ejemplo —manifestó uno de los trabajadores que estaba adelante.

Estallaron las risas de los demás.

—Por supuesto —puntualizó el ingeniero.

Mirna empezó a vacunar, una inyección en el brazo del ingeniero, luego siguieron los jefes y después los obreros. Se hizo una segunda fila y vacuné a otro grupo hasta que terminamos.

El ingeniero se dirigió a nosotras y expresó:

—Realmente es temprano, pero este campamento es el más grande y la comida está lista. Pueden ir a descansar un poco. El jefe las guiará a un dormitorio donde podrán asearse y si desean descansar unos quince minutos mientras ordeno el almuerzo.

—Gracias —repuso Mirna—, pero antes vamos a dejar las vacunas en la refrigeradora. Es importante la cadena de frío.

—Muchas gracias —aprobé.

Ya en la habitación nos sacamos los mandiles. El agua y jabón corrió por nuestras manos y antebrazos. Probamos las camas del campamento dándonos un pequeño descanso. Vinieron a buscarnos y nos llevaron al comedor. Almorzamos con los pilotos, ingenieros y jefes.

—Queremos decirles también que aparte de la vacuna, deben tener en cuenta de que la ropa que usen sea la apropiada, o sea, tiene que cubrirles casi todo el cuerpo y, por las noches, permanecer en lugares protegidos por mosquiteros o con aire acondicionado —puntualizó Mirna.

—Pueden usar repelentes de insectos —agregué.

—Los campamentos han sido diseñados para cumplir estándares de vida en la selva. Tenemos aire acondicionado, ni siquiera las viviendas en Iquitos lo poseen.

—Cierto —asentí.

—Hemos visto que sí, aunque no hemos observado las viviendas de los trabajadores. La recomendación sobre todo va hacia ellos, que no haya hacinamiento —acotó Mirna.

—Ahora no hay tiempo para mostrarles los dormitorios de los trabajadores. Lo haremos en otro campamento. ¿Les gustó la comida?

—Por supuesto. Gracias. Se come muy bien aquí —celebró Mirna.

—Esto es de costumbre. No hubo nada especial.

—Deliciosa, muchas gracias —aprobé.

—Nos vamos —anunció el piloto.

Fuimos a recoger las vacunas para continuar el viaje hacia los otros campamentos. Otra vez el helicóptero voló sobre la infinita selva. De pronto vi pequeños caminos de tierra que no conducían a ningún lado. Le pregunté al copiloto:

—¿Qué son esas líneas beis?

—¡Ah! —hizo una mueca— son pistas clandestinas.

—¿Clandestinas? ¿A qué se refiere?

—Son pistas que utilizan los narcos. Es peligroso ir a baja altura, pueden dispararnos.

¡Wow!

—Pero vean por este lado. —Señaló los grandes tubos que la espesura de la selva no lograba devorar—. Es el gran oleoducto.

Empezó a contarnos: «En 1974 en el caserío San José de Saramuro se inició la construcción…». Yo había leído toda la historia en la revista. Claro que la explicación en vivo era mejor, pero el ruido de las hélices del helicóptero no dejaba escuchar adecuadamente. Viendo la grandiosidad del oleoducto, mis pensamientos volaron a un día que acompañé a Diana al Club Tenis de Iquitos. Encontramos a un grupo de personas reunidas en el restaurante del club. Allí estaba Guillermo Gómez Vinatea, un coronel del ejército, quien era su amigo. Él era alto, buen mozo, de ojos verdes, un hombre que difícilmente pasaba inadvertido, parecía un playboy. Yo lo había visto muchas veces en el club rodeado de bastante gente, siempre vestido de civil. Ese día compartimos la mesa con él y su grupo. Era bastante simpático, extrovertido y poseía un gran sentido del humor por lo que fácilmente acaparaba la conversación. Diana me contó que Memo había sido uno del grupo de coroneles que pensaron dar un golpe de estado en contra de Morales Bermúdez y este los había enviado a la selva y sierra separándolos, de castigo. Estábamos comiendo y conversando amenamente sobre algunos tópicos de la selva, donde el petróleo y el oleoducto eran los favoritos, cuando Memo, con mucha soltura, dijo: «El presidente Morales Bermúdez sabe que no hay tanto petróleo en la selva. Hicieron excavaciones y encontraron en tres zonas distintas y pensaron que cada una tenía su propio bolsón, sin embargo, resultó ser uno solo, al que le hicieron diferentes huecos ja, ja, ja. Se equivocaron y nos trataron de imbéciles. ¡Pobre pueblo! Al menos servirá para llevar agua de la selva a la costa, en un futuro. Ja, ja, ja», celebró a carcajada tendida y fue seguido por todos. El helicóptero hizo un viraje y me sacó de mis pensamientos, al mismo tiempo que escuché al piloto que anunciaba: «Es hora de aterrizar. Llegamos a Chambira». Bajamos y procedimos a la vacunación. Luego hicimos lo propio en Capirona, continuamos ruta a Pavayacu y por último Yanayacu. Vacunamos a todo el personal que laboraba en esas zonas hasta que llegó el atardecer. En el último campamento fuimos a ver los dormitorios de los trabajadores, luego nos ubicamos en el comedor a tomar refrescos de cocona, nos dieron también una tajada de queque de naranja. El copiloto que nos contaba la construcción del oleoducto, terminó de hacerlo y yo recordando a Gómez Vinatea manifesté:

—Lástima que no hubiese tanto petróleo como se creía, ¿verdad?

Los que nos acompañaban en la mesa abrieron los ojos como platos, las miradas de sorpresa y hasta indignación me cayeron cual si fuesen espadas. Me asusté, pues incluso los que estaban en la mesa próxima y de espaldas voltearon a mirarme cual bicho raro al tiempo que me preguntaban duramente, tan fuerte y severo como oficial a soldado:

—¿Por qué dice eso? —increpó el copiloto.

—¿Cómo se atreve a decir tal barbaridad? —dijo ofuscado otro de los jefes.

—Disculpe. Yo…

—¿Dónde ha escuchado eso? —preguntó el piloto.

—No recuerdo —balbuceé.

Sabía que había hablado de más por la reacción de todos. «No diré nada más», pensé.

—¿Cómo no va a saber? —alegó de nuevo el piloto.

—Realmente… creo que fue en el Club Tenis de Iquitos, pero yo estaba en una mesa próxima, donde escuché hablar sobre aquello. No recuerdo si fue un hombre o mujer, pero fue hace mucho tiempo —mentí, sin convicción.

—Venga por favor. Vamos a la oficina para una… simple interrogación.

Las piernas me temblaron cuando me paré. En mi pensamiento repetía: «No diré nada, no diré nada».

—Tome asiento —me dijo de manera respetuosa el piloto.

—Gracias.

—Quiero que me diga cuanto recuerde, de aquello que acaba de decir.

—Solo eso. Yo estaba en una mesa almorzando en el restaurante del Club Tenis de Iquitos cuando escuché que alguien, de la mesa contigua, dijo: «¡Qué lástima que no haya tanto petróleo!». No me pareció importante. Tal es así que no recuerdo si la persona que lo dijo fue hombre o mujer, pues todos hablaban a la vez acerca del oleoducto, sobre los trabajadores. Pero han pasado quizás más de seis meses desde que escuché aquello.

—¿Está segura de que no puede identificar a la persona que lo dijo?

—Segurísima. No puse ningún interés.

—Nos vamos —dijo y se paró.

El viaje de retorno lo hicimos callados todos los tripulantes. Yo estaba temerosa y no quise hablar ni siquiera con Mirna.

Cuando bajamos del todoterreno en el hospital y nos despedimos de los pilotos, Mirna me preguntó:

—¿Quién dijo eso?

—No recuerdo.

—Tú lo sabes, pero no quieres decirlo ¿no?

—La verdad no recuerdo, lo escuché, pero no le di importancia. Dime sinceramente, ¿consideras que eso sea importante?

—No lo sé. Me pareció que sí, porque todos se alarmaron.

—Ojalá que estos militares me dejen tranquila.

—Nos dejen tranquilas —dijo sonriendo, Mirna.

Pasaron varias semanas hasta que fui al Club Tenis de Iquitos. En una mesa del restaurante estaba Guillermo Gómez Vinatea rodeado por dos de sus colegas militares vestidos de civil y algunas amigas. Yo lo había creído un fanfarrón, sin embargo, a raíz de lo sucedido, mi opinión cambió. Era mejor no ir a su mesa, ni mirarlo, ni saludarlo; aparentar que no lo he visto o que no lo conozco. Quizás podría haber ojos que estén espiándome. Incluso, pensé que era mejor salir del lugar.

Efectivamente fui a la piscina, me di un chapuzón y salí. Cogí mi motocicleta y manejé rumbo a la residencia con mis nuevos anteojos para ver de lejos.

viernes, 6 de julio de 2018

El infierno

Paulina Pérez



Lucrecia llegó a su casa y encontró la puerta abierta y las seguridades de la misma destrozadas. Una sensación de frío intenso recorrió su cuerpo. No sabía si entrar o ir en busca de ayuda. La voz de una de sus hijas la sacó de esa parálisis que la sorpresa y el miedo le habían causado.

Lucrecia era profesora de una escuela vespertina y contrajo matrimonio a los veinte años con Juan Pablo, un compañero de trabajo, ella enseñaba a primero y él a sexto de básica. Su relación era tan bonita que causaba admiración entre sus colegas. Tuvieron tres hijos: Victoria, Sofía y Pablo, que llegó mucho tiempo después y fue el niño mimado de todos.

La pareja había logrado hacerse de una pequeña casa de dos plantas con mucho esfuerzo. En el primer piso se hallaba el área social; un modesto recibidor a la entrada, la sala con un juego de muebles dispuestos de manera muy apretada por el poco espacio pero que al mismo tiempo le daban un aspecto acogedor, una cocina donde entraban con las justas dos personas pero que se ampliaba cuando se abría la puerta hacia un diminuto jardín y un baño social debajo de las escaleras que conducían al segundo piso donde estaban las habitaciones, una para los padres y dos más para los hijos, un baño con ducha y dos lavabos y por último una estancia con un sofá y algunos cojines grandes sobre el piso, donde estaba la única televisión de la casa.

Victoria era doce años mayor que Pablo y Sofía diez, su hermano era para ellas como un muñequito, lo querían tanto que a veces llegaban a discutir porque Victoria no dejaba que Sofía se ocupara de él; para terminar con las peleas y discusiones, Lucrecia hizo un horario en una cartulina y lo pegó en una pared de la cocina, así cada una sabía cuándo le tocaba cuidar al hermanito menor.

Juan Pablo se dedicó por entero a Pablito, como acostumbraron llamar al menor de la familia, lo consentía todo el tiempo y cuando Lucrecia le llamaba la atención porque se había comportado mal o por sus bajas calificaciones, el papá salía en su defensa. Lo llenaba de regalos e inmerecidas recompensas y apenas si interactuaba con sus hijas. La familia estaba dividida en dos bandos: la madre y las niñas en el uno y el padre y el hijo en el otro.

Los mimos excesivos hacia Pablito habían provocado un distanciamiento entre padre y madre. Algunas veces, Lucrecia prefería dormir con las niñas para no discutir con su marido por lo mal que estaba educando a Pablo.

Una noche la tragedia se cernió sobre la familia, Juan Pablo estaba internado en el hospital a causa de un infarto, un colega del trabajo había llamado a Lucrecia para comunicarle la terrible noticia. Los chicos dormían así que Lucrecia despertó con mucho cuidado a Victoria, le explicó rápidamente que su padre estaba en el hospital, sin mencionar la gravedad de su estado, y le pidió  que estuviera pendiente de sus hermanos y del teléfono, prometiendo que apenas supiera algo la llamaría.

Lucrecia llegó a casa a las cinco de la mañana y despertó a sus hijos para llevarlos al hospital a visitar a su padre, sin contarles la trascendencia de su condición.

Juan Pablo falleció ese mismo día.

Pablo con ocho años de edad, se volvió un niño solitario y agresivo, no había semana sin que Lucrecia no fuera llamada a la escuela a causa del mal comportamiento de su hijo. Sus hermanas, pese a ser mayores, tenían miedo de sus rabietas.

Cuando Pablito cumplió doce años su comportamiento no mejoró. La madre, agotada de imponerle sanciones o hacerle ofrecimientos para lograr un cambio positivo en él, decidió recurrir a la ayuda de un profesional de la sicología pero Pablo rechazó tajantemente iniciar una terapia y más bien sus reacciones empeoraron, dejó de asistir al colegio y empezó a ausentarse de casa durante el día, llegaba a muy altas horas de la noche y se encerraba en su cuarto. Sofía y Victoria salían a buscarlo para saber qué hacía todo el día o al menos con quién andaba, pero nunca tuvieron resultados.

La angustia se apoderaba de Lucrecia, a raíz de la muerte de su esposo, empezó a trabajar la mañana y la tarde para poder sacar a los hijos adelante. Sus hijas le ayudaban con las tareas de la casa, pero lo que más le agotaba era el comportamiento de Pablito.

Pablo salía de casa a media mañana, su habitación se había convertido en un oscuro un basurero, había latas de cerveza, empaques de galletas o frituras, platos y cubiertos sucios. Llegó el día en que Pablo no regresó a casa; su madre llamó a todos los hospitales, buscó en las morgues, ni bien amaneció sus hermanas salieron a buscarlo por los alrededores, preguntando de casa en casa y nada, ni rastros de Pablo.

Lucrecia sentía que le fallaban las fuerzas, sus hijas eran su apoyo fundamental en esos momentos de desesperación al no saber nada de su hijo, ella tenía que ir a trabajar pese a todo, no podía perder el empleo. Pero la intensa preocupación por Pablo le estaba pasando factura, su  rostro se llenaba de arrugas rápidamente y sus ojos parecían perderse en medio de unas profundas ojeras a causa de tantas lágrimas y desvelos. Victoria y Sofía también estaban muy afectadas, habían perdido peso y la vida se había limitado al colegio -en el caso de Sofía-, a la universidad -en el caso de Victoria- y la casa para estar pendientes de Pablo.

Las tres mujeres habían olvidado aquellos tiempos de alegrías, de hogar, de compartir con la familia y amigos, de hornear pasteles y preparar canguil para disfrutar de alguna película. La calidez que antes inundaba aquella morada se había transformado en un silencio frío y desesperanzador.  

Lucrecia se había resignado a no poder hacer nada por su hijo, debía continuar trabajando, al menos hasta que las chicas terminaran de estudiar, ella era el único sustento que Victoria y Sofía tenían.

Una noche cada dos o tres meses, Pablo aparecía en la puerta de la que por años fue su casa como si nada, preguntaba qué había de comer, cenaba con su madre y hermanas sin pronunciar palabra y luego se dormía en el sofá de la pequeña sala de televisión a pesar de que su cuarto siempre esperaba por él. Su madre lo contemplaba con el corazón sobrecogido, aprovechaba cada minuto que su hijo estaba cerca, esperaba a que estuviera profundamente dormido para acariciarle el cabello, escuchar su respiración y grabarse el olor a colonia barata, siempre con la sensación de no saber si sería la última vez que lo vería.

En una de sus visitas inesperadas, Pablo llegó con la camisa manchada de sangre a causa de una puñalada en el brazo, la madre no estaba en casa y sus hermanas le propusieron llamar a un médico o llevarlo al hospital pero Pablo se puso frenético y amenazó con irse de inmediato, ante aquella reacción, Victoria le prometió que harían lo que él quería y mandó a Sofía a la farmacia por alcohol y gasas para curarlo hasta que Lucrecia llegara. No era una gran herida, pero sangraba mucho, Victoria la limpió y ejerció presión, logrando detener el sangrado. Consiguieron que Pablo tomara una ducha y le dieron un pijama. Para cuando la mamá llegó, Pablo dormía profundamente, Victoria le comentó lo ocurrido. Decidieron ir a descansar, en la mañana con más calma decidirían qué hacer siempre y cuando Pablo se animara a contarles lo que le había pasado. Los gritos de Pablo despertaron a Lucrecia, saltó de la cama y corrió hacia la salita de televisión, su hijo tenía los ojos desorbitados, saltaba, parecía soltar espuma por la boca mientras gritaba: «¡No quiero ir al infierno, no dejes que me lleven al infierno!». El estado de su hijo era tan impactante que le fallaron las fuerzas y cayó desmayada, cuando volvió en sí, Sofía le sostenía la cabeza mientras Victoria consolaba a Pablo que sollozaba refugiado en su regazo.

Pablo se quedó una semana en la casa y volvió a desaparecer. Un mal presentimiento oprimía el corazón de Lucrecia.

Las clases habían terminado. Lucrecia necesitaba un buen descanso, no tenían dinero para salir fuera de la ciudad unos días ni podían dejar sola a Victoria que todavía tenía un mes más de clases. Era fin de semana y Sofía moría por comer unas galletas con crema y fresas que solo vendían en el verano, en un parque cercano, esperaron a Victoria y salieron a satisfacer los antojos de Sofía.

Las hermanas, se quedaron en la tienda del barrio comprando pan para el desayuno y Lucrecia se adelantó. La entrada de la casa había sido violentada, pasado el susto, entraron las tres juntas y la sorpresa fue que todo estaba en su sitio, al menos a simple vista, lo único extraño fue una nota pegada al espejo del pequeño recibidor que decía: «La próxima vez que tu hijo no pague vendremos por una de las muchachas».

Lucrecia no dudó ni un segundo en dejar la casa, aquella que había construido con tanto esfuerzo y cariño para la familia, era doloroso, pero no arriesgaría a sus hijas. Empacaron todo lo que pudieron y lograron meter en una camioneta de alquiler y buscaron refugio en la casa de una buena amiga de Lucrecia.

Lucrecia sabía que al dejar su casa nunca volvería a ver a Pablo, era consciente de que buscarlo sería arriesgar la vida de sus hijas.

Lucrecia encontró trabajo en una escuela de monjas en otra ciudad, Sofía podía estudiar allí gracias a una beca que se concedía a los hijos de los profesores. Victoria continuaría sus estudios en la universidad local, empezarían de nuevo, pero Pablo siempre sería un dolor para ellas. Lucrecia rezaba para que Dios la perdonara por abandonar a su hijo, un gran sentimiento de culpa la consumía, ella también era culpable de la suerte de Pablo, dejó que su difunto esposo lo malcriara, si bien reclamaba y protestaba no fue lo suficientemente fuerte para poner las cosas en su sitio, y ahora no le quedaba más que ofrecer una misa cada mes por la vida de aquel hijo perdido, no pudo evitar que se lo llevaran al infierno al que tanto temía, porque hacerlo implicaba arrastrar a sus hijas con él.