Bernardo Alonso
Despertó y
con un profundo suspiro recuperó el aliento. Se tomó con ambas manos la cabeza
y meditaba sentado en la cama tratando de poner en orden sus ideas sumido en un
asombro. Acababa de vivir algo intenso y por momentos dudaba si eso había sido parte
de la realidad. Estaba inquieto y todo era diferente: la luz, los
sonidos y lo que lo rodeaba a diario; acabó pensando con alivio que había sido
un sueño.
Mientras
se preparaba el desayuno comentó con su esposa lo sucedido. Aún estaba alterado
pero ella lo tranquilizó y mimó. En su mente le
quedaba la satisfacción de que el sueño lo hubiera sacado de su rutina aunque
fuera con algo tan cruel, horrible y real.
Durante el
día rememoró que toda su vida al despertar cada mañana tenía la impresión de
que había soñado algo; pero siempre a los pocos instantes de despertar el sueño
era completamente olvidado, solo le quedaba la sensación de haber vivido algo
extraordinario. Cuando era pequeño su hermana contaba los
sueños con detalle, incluso fanfarroneaba que soñaba en inglés o en español, a
colores, en blanco o negro, con olores, sabores o sonidos. La hermana los
almacenaba en la memoria como una vivencia de ayer en un perfecto archivo: los
de miedo, pesadillas, graciosos, de verdadera ciencia ficción en donde volaba a
cualquier lado, o que era invisible, etcétera.
Él
guardaba en un especial lugar los sueños de la hermana, aunque los suyos nunca
los recordaba; siempre eran olvidados y escapaban de su mente cuando abría los
ojos. Hacía intentos por retenerlos, sin embargo, solo quedaban vagos residuos,
quizás lugares vacíos, sensaciones que se esfumaban; todo se evaporaba en su mente. Eso era
parte de su vida y estaba resignado, tal como vivir con un dedo chueco, un
lunar peludo, sufrir de migraña, o alguna dolencia crónica que fuera parte de
él mismo.
De ahí su
emoción al haber retenido a detalle lo soñado la noche anterior; aunque fue una
terrible vivencia, sintió un triunfo; por fin pudo hablar de un sueño como
cuando su difunta hermana acaparaba la mesa a la hora de desayunar. Aunque a
veces dudaba de tan variados sueños y por envidia le achacaba en su fuero
interno mentiras o creaciones de la entonces niña, al final le creía; había
algo que veía en sus ojos al relatar que daba veracidad a lo narrado. Sus dos hermanos menores y su madre siempre
estaban atentos a escuchar a la hermana, era un rito familiar; una costumbre
como la cena de Navidad, la misa de los domingos o el pastel de cumpleaños.
Para la
tarde la emoción se atenuó, incluso en su trabajo sus compañeros fueron
víctimas del aburrido relato. No tenía la costumbre de contar sueños; se
requería práctica y pericia para hacerlo. Un comediante no se hace en un día,
el discurso de un político toma tiempo y ensayo; era neófito en eso. Tras la
cena y al ver el noticiario nocturno le quedaban en la cabeza las próximas
elecciones presidenciales como preocupación; tal como si él tuviera alguna
injerencia o participación desde su insignificante suburbio, su trabajo como
analista contable, su sueldo mediocre, con los doce años restantes del crédito
hipotecario por pagar y la preocupación constante de que su única hija
mantuviera la beca en el liceo. Él era uno más.
Ya en la
cama los ojos se le cerraron. Y ocurrió ese tiempo desconocido entre una cosa y
otra, en el que no pasa nada pero puede suceder todo; ese lapso impreciso y
etéreo de la inconsciencia, el preludio entre lo real y la imaginación no
intencional.
El corazón
le latía a gran velocidad, trataba de no tropezar al correr en aquel inmenso
bosque donde no se veía de lo tupido y cerrado de los árboles. De vez en cuando
sus hombros chocaban con un tronco y lo obligaban a torcerse para pasar entre
ellos. Estaba descalzo y sentía dolor al pisar alguna
roca o las raíces expuestas de un árbol. El frío era intenso y contrastaba con
el cálido vaho saliendo de su boca en una respiración apresurada y entrecortada
en su escape.
El ladrido
de los perros se acercaba cada vez más, era un sonido aterrador; los vio al
principio antes de salir corriendo tras las rejas, eran grandes, fuertes y con
una pinta de mucha bravura, con colmillos filosos y salidos de los hocicos.
Eran dos, casi iguales, negros con pardo sin una raza definida, simplemente
brutales. El ladrido le recordaba cómo eran y cada vez que
los oía efectivamente estaban más cerca a pesar de los desvíos y giros que daba
para perderlos. Era una cacería, y él era la presa.
Al cabo de
minutos de angustia, cansancio y verdadero temor las fauces de uno de los
cuasilobos le alcanzó la pantorrilla derecha desgarrándole el músculo y
tumbándolo de cara en el lodo en una pequeña planicie despejada; con dolor
trató de levantarse pero le cayó el peso del otro animal atacándole el cuello
por la nuca con los filosos dientes. Se sintió no solo sometido sino
exterminado con un sentimiento de pavor e impotencia ante tales bestias.
Abrió los
ojos, vio el techo blanco de su habitación, escuchó el leve ronquido de su
esposa y a lo lejos el andar de un auto que circulaba por la autopista local.
Su respiración estaba agitada y sudaba a chorros. El horror de aquella escena
no se le escapaba y aún no distinguía cuál era su realidad. Estaba impactado
mientras se sentaba en la orilla de la cama y veía que el amanecer despuntaba
entre las cortinas. Cuando fue a orinar cayó en la cuenta de que eso no lo
había vivido; mientras disminuía el goteo de la orina y se oía decrecer el
tintinar de la porcelana con su fluido también su corazón se tranquilizaba. Al
verse en el espejo echó agua a su rostro distinguiendo su gesto de alivio.
En el
desayuno tal como su hermana lo hacía acaparó la conversación con aquel sueño y
el detalle de los feroces perros; llegaba a conjeturas en la historia de que
era un esclavo en escapada perseguido por sus amos o una simple cacería humana.
Llamaron la atención de su esposa e hija las palabras que usaba en el relato
ese siempre parco y sencillo hombre. Con satisfacción recordaba a su hermana,
si bien con cariño también con una sensación de triunfo y revancha. Lo mismo
sucedió en el trabajo a la hora del almuerzo, su jefe inmediato lo oía
asombrado con la narración de percepciones pero sobre todo la angustia que
comunicaba. Al entrar a la cama incluso la
esposa aún tenía en mente aquella narración pero no quiso hablar de ello y
conversaron de cuestiones cotidianas. Apagaron las luces y al cabo de un tiempo se quedaron
dormidos.
A la
mañana siguiente estaba sentado en el comedor de madera que su madre les había
heredado con la silla desvencijada que abrió para sentarse y posar la taza a la
mesa; se le veía con la mirada distraída con un claro estupor. Cuando su esposa
le preguntó por su estado este se limitó a decir: «otra vez soñé»; haciéndose una pausa y cruzando miradas esposa e hija
seguido de escuchar con atención lo que el hombre contaba. Ahora había sido una ejecución de pena de muerte,
desde la entrada al cadalso los familiares de la víctima insultándolo y
maldiciendo; con las cadenas en muñecas y tobillos en un ambiente húmedo y
caluroso. La electricidad recorriendo su cuerpo a pesar de que nunca había
sufrido una electrocución era detallada y real; incluso los olores propios de
la carne quemada y los esfínteres abiertos. Había quedado vivo y medio
chamuscado en una agonía atroz debido a una equivocación del verdugo novato que
olvidó activar ambos electrodos; fue consciente de que no eran alardes los que
su hermana decía cuando contaba los propios sueños en aquella lejana
juventud.
Su mirada
perdida tenía a las dos mujeres en preocupación cuando concluyó con el
semblante aterrado. Se vistió para trabajar y en el almuerzo en la
oficina omitió la experiencia limitándose a escuchar los viejos chistes del
socio director mientras llegaba a su mente la delirante tortura de aquel
condenado. En la tarde sentado frente a la
televisión tenía la vista fija en la pantalla, pero su mente revivía aquel
patíbulo y el sonido del viejo generador eléctrico cargando
mientras lo sentaban y amarraban con cinturones de cuero. Al voltear a la
ventana de su sala de televisión veía como el sol había caído hace ya algunos
minutos anunciando la noche y él con el miedo de volver a soñar. Con cálidas y tiernas palabras su esposa lo
tranquilizaba consolándolo con que eran solo sueños; que quizás la tensión y el
estrés del trabajo lo habían alterado. Él quería creerle mientras bebía la tila
que ella amorosamente le había servido. Cuando escuchó la respiración de la mujer estaba él
solo en aquella habitación con los ruidos de la noche y el miedo de dormir,
trató de resistirse pero inevitablemente cerró los ojos.
La señora
en la mañana al despertar no vio a su cónyuge en la cama; con la mirada lo
buscó en la habitación encontrándolo en el suelo en un rincón de la habitación
sentado y encorvado, con la mirada perdida, las ojeras marcadas, tenía una
pinta deplorable. Ella solo le preguntó: «¿Otra vez?». A lo que el asintió. El sueño era otro
pero el mismo terror se repetía cada noche con detalle, con realidad, historias
pavorosas que ni el mejor novelista de terror imaginaría, sin embargo lo peor
de todo era la forma de vivirlo.
La confusión entre el terror, la angustia y la resaca de
la vigilia le quitaban cualquier sentido a la realidad; todo era uno solo, no
distinguía en dónde estaba, si su esposa era parte de una fantasía o si de
verdad era un marinero atrapado en un buque durante un naufragio, el pasajero
de un avión a punto de estrellarse o un contable aterrado y arrinconado por la
zozobra de pavorosos sueños que noche a noche lo atormentaban.
Lentamente abrió los ojos y con un suspiro recuperó la
respiración. Todo era blanco y le cegaba la vista el deslumbrante resplandor de
una luz que se reflejaba en las paredes, techo y piso. Sólo distinguía una
pequeña ventana en una aparente puerta al fondo de aquel lugar. Al intentarse
levantar se precipitó de cara al piso sin poder poner las manos, se sentía
manco, le respondían las piernas pero no los brazos. Con un arqueo ayudado con
rodillas y cabeza logró incorporarse e hincarse mientras bajó la vista a su
pecho cayó en la cuenta de que sí tenía brazos pero que estaban sujetados a su
pecho en una camisa de fuerza, y fue cuando el horror lo invadió al razonar que
de ahora en adelante el desconcierto lo enfrascaba en infinitas posibilidades.