martes, 3 de julio de 2018

Metallica y Mateo

Víctor Purizaca


Siempre soñé con tocar en la banda del colegio, usar el glorioso uniforme, reincidir con mis coetáneos en las múltiples festividades con el pantalón azul marino y ciñéndome la camisa blanca recién almidonada. La marcialidad del paso adolescente, el redoble de los tambores ante el desfile de banderas patrias. Era algo majestuoso. Se iniciaba una nueva vida en el local de Miraflores, en quinto de primaria.

Lima era más pequeña en esa época y las distancias no tan grandes. Diminuta urbe heterogénea.

Al acercarme al local del colegio divisé al brigadier de la banda dirigiendo como siempre el pasacalle, en tanto desde una esquina el director de la banda, el hermano Mateo Del Solar, aleteaba los brazos, una baqueta en la mano derecha y en la izquierda un silbato negro. Un, dos, tres, cuatro y vaaa. El concurso de ingreso a aquella pléyade de ejecutantes era exhaustivo y certero.

El hermano Mateo era oriundo de Matabuena de Santullán, Palencia, España. El hermano Pancho, otro ilustre maestro marista, nos había relatado muchas veces las pericias y el arribo al Perú del hermano Del Solar, rutilante y dilecto fundador del colegio de la congregación marista en Huacho.

Cuando conocí a Mateo frisaba los setenta años, aún mantenía su lucidez y firmeza para manejar a los muchachos en los ensayos de la banda. Y en los desfiles también. Tenía cabello cano y una ligera pelada adornaba su cabeza, un tremor casi imperceptible acompañaba su caminar, los de secundaria cruelmente le apodaron Campanita. Su terno favorito: el azul, como sus ojos hispanos y chispeantes adornados con gafas de metal.

Yo tenía diez años y una mañana en la clase del profesor Cabanillas -el cual nos hacía recitar el catecismo de memoria, siempre de pie y con un lapicero rojo en un cuadernillo, lo cual incitaba temor por su voz estricta y monótona- interrumpió un viejito que ayudaba a los hermanos en las labores académicas y el cual tenía el sobrenombre de Pollito Viejo:

—Aquellos que estén interesados en pertenecer a la banda deberán ir al sótano a las doce para una evaluación.

Me brillaron los ojos, y Cabanillas repitió la invitación incidiendo que deberían ir en orden. No sin antes sacarse un moco como era su costumbre.

—¿Irás a probarte? —señaló Zambrano.

—Voy a ver cómo sale —susurré a mi diestra, sin percatarme realmente de si Zambrano me había escuchado. Pensé para mis adentros: ¡qué asqueroso que es Cabanillas!

—Vamos a ver, Pepe: Moyano, Cornejo y Sarria quieren tocar el tambor. —Abel Zambrano indicó.

A las doce, dos hileras de alumnos de quinto de primaria engalanábamos la entrada del sótano. El hermano Mateo, a la cabecera junto con una docena de cornetas dispuestas en dos hileras de bancas marrones, nos llamaba uno por uno.

—Cornejo, Cornejo —señaló a un gordito colorado, con el cabello negro bien peinado y labios delgados.

—Sí, hermano. —Se incorporó al inicio de la fila, presentándose.

—Coge la corneta, presiónala en tus labios, uno, dos, escupe, escupe, como si fuera una pepita.

El sonido fue claro, una vez, dos veces.

—Queda —dijo Mateo.

Pollito viejo apuraba a los niños, uno tras otro y apuntaba a los aptos con un aspa roja para que el hermano los considerara para la banda.

—¡Pepe Franchini!, ¡Franchini! —habló el hermano.

Del fondo de la fila apareció un gordito de un metro sesenta y cinco, cabello castaño, ojitos chinitos y sonrisa espontánea. Era yo. El hermano me señaló una corneta. Con las manos sudorosas la cogí y casi temblando llevé la boquilla a mis labios.

—Coge la corneta, presiónala en tus labios, uno, dos, escupe, escupe, como si fuera una pepita.

Mis cachetes intentaban inflarse y el hermano me apuraba, me puse rojo, por momentos me desesperaba al ver al venerable anciano repetir sus consignas.

—Coge la corneta, presiónala en tus labios, escupe, escupe —insistía Mateo.

Con el dedo indicó la banca a mi izquierda, dejé el instrumento. Pollito viejo siguió llamando niños, salí del sótano no sin que antes el hermano me dijera acerca de otra oportunidad en un mes antes de fiestas patrias. Con desazón abandoné el sótano sin comentar nada y Zambrano en el segundo recreo me bombardeó de preguntas. Apenas comenté y le pregunté: «¿Dónde viajas para fiestas patrias?»; se quedó callado, cambio de tema, se hace el desentendido. ¿Y yo? Repito el viaje a Tingo María. Vivía solo con mi mamá, acá en Lima, mi papá era ingeniero industrial, residía en Huánuco. 

—¿Qué pasa, Pepe? —interrogó mi madre.

Ante la rubicunda joven de ojos verdes que era mi progenitora caí en la confesión de la penosa situación en que me encontraba.

Miro mi cara en el espejo para saber quién soy, para indagar qué traerán las horas venideras, cuando de por sentado que no estoy en la banda de música.

—La prueba, en la banda, todos lo hicieron mejor que yo, esperé tanto y… —se me quebró la voz.

—Pepito, hijo, no te pongas así —mi madre mientras me acariciaba la cara.

—Pero es que hubieras visto, mamá —sollocé.

—Este fin de semana, me pagan la quincena averíguate dónde venden esos armatostes y te consigues uno.

—Está bien… Tengo que ensayar la prueba, es pronto.

—Claro, bebé. —Y me pellizcó mis tiernos cachetes.

La siguiente semana mamá cumplió su promesa, fuimos al jirón Paruro y me compró una trompeta, sí, tal como se lee, trompeta, no corneta, con pistones, dorada, nacional y digna de un niño de diez años. Las siguientes semanas ensayé todas las tardes en mi casa, un vecino de quince años del colegio Salesiano de Breña, cuya mamá era muy amiga de la mía, comenzó a prepararme. Él pertenecía a la orquestina de su colegio, era primera trompeta. Los labios los tenía resecos, pero el ahínco era más. Do, re, mi, soool. De nuevo la escala, ahora sol, fa, sol y no me detengo.

Recién había comenzado el primer recreo cuando el hermano Mateo se me acercó.

—Pepe, tenías muchas ganas, ¿eh? Quieres pertenecer a la banda como sea, dile a tu madre que este sábado a las doce en punto. Te evaluaré nuevamente.
Asentí y sin palabras salí corriendo, no me despedí ni de Zambrano ni de Cuesta ni de ningún antipático que estaba en la puerta.

«Mamáaaa, mamáaaaa», casi atropellando las palabras.

Ella asintió luego de escuchar mi relato, acaricia mi rostro y siento su perfume, mezcla de flores con lavanda, la abracé y sentí su pecho contra mi mejilla izquierda.

El sábado tenía todo preparado, iría temprano, jugaría básquet un rato con Zambrano, Marchini y Marcus a las doce estaría listo para la ansiada, la anhelada prueba.

El desayuno de mi madre era delicioso: jugo de moras, tostadas con mantequilla y mermelada. Un beso y partí al colegio. Encontré a Zambrano y Marcus, por la oficina de Pastoral. Descollaban en un tema: Metallica. Me preguntaron si conocía Master of Puppets, qué bacán, les dije que no. Sarria reposaba en la casa de su abuelita en la avenida Pardo, cruzando el colegio. Nos encontraríamos, me informaron, para grabar en cinta mágnética la colosal obra musical. Yo soñaba con tocar la “Marcha de Banderas”, eso sí era alucinante.

—Qué mostro, pero la prueba de Mateo es ahorita, y si la pierdo…—advertí a mis amigos.

—No seas exagerado, es un rato nomás, además es aquí en la avenida Pardo —menciona Zambrano.

Asentí. La casa de la abuelita de Sarria quedaba en un segundo piso de una farmacia, era en una transversal de la avenida Pardo, hijitos, la viejita, amable, en una sala alfombrada y con tres muebles carmesí, se acariciaba la cadera gorda mientras jalaba la puerta; Sarria descansaba en una silla junto a un equipo de sonido, acomodando su amplio trasero.

—Tienes que escuchar —emocionado muchacho hablaba.

Un solo, las guitarras, la voz tan peculiar, ronca por momentos y agresiva al final, James Hetfield. Retumbaba en mi cabeza la imagen de Mateo en su terno azul contando los minutos en la sala de la banda.

Zambrano entregó su casete a Sarria para que grabara la envolvente y estruendosa combinación de acordes y solos de guitarra.

Once y cuarenta y cinco.

—Muchachos, me tengo que ir —apuré a mis amigos.

—Hombre, si es un viejito, mientras llega desde la casa de los hermanos hasta la sala de la banda, ja, ja, ja —se burló Sarria.   

Me despedí y crucé la sala, la abuelita había salido así que pude evitar protocolos.

Dos Nissan Sentra, un Ford Escort, no podía cruzar, un espacio, ya no me detuve, me quité la chompa, sudaba, la cara empapada. Llegué a la entrada por Miguel Dasso, un paso, dos, ya estaba corriendo de nuevo, Mauro, el portero me saludó con una sonrisa.

Mateo ya estaba bajando, se regresaba a su aposento.

—¡Hermano!¡Hermano!  —grité agitado.

Giró el hermano, detuvo su paso, se apoyó en la baranda y retornó. Lo acompañé lentamente. Desaceleré y mencioné una tarea, dos, mentí con tal de excusar mi tardanza.

—Coge la corneta, presiónala en tus labios, uno, dos, escupe, escupe, como si fuera una pepita —repitió dos veces más.

Un, dos, tres, nada, el ensayo y nada, me había quedado sin aire. Nada de ensayo, nada. Cuando se dio vuelta advirtió que mi mano izquierda no dejaba de temblar.

Movió la cabeza y me alcanzó el triángulo.

—Acompañarás al bombo con esto, ya veremos después —me avisó el hermano.
Enmudecí, siento el metal frío, hago ruido con la varilla y me retiro de la estancia. Con tristeza y culpa, regreso a casa, cruzando parques llenos de árboles de mora.

Usé la llave, mi mamá acomodaba la mesa para almorzar, un vestido amarillo floreado con diminutos detalles rojos acompañaba su silueta.

—¡Guapo!, ¿cómo te fue Pepito? —alegremente mi mamá terminaba la frase con una sonrisa.

—Metallica, mamá, Metallica.

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