viernes, 6 de julio de 2018

El infierno

Paulina Pérez



Lucrecia llegó a su casa y encontró la puerta abierta y las seguridades de la misma destrozadas. Una sensación de frío intenso recorrió su cuerpo. No sabía si entrar o ir en busca de ayuda. La voz de una de sus hijas la sacó de esa parálisis que la sorpresa y el miedo le habían causado.

Lucrecia era profesora de una escuela vespertina y contrajo matrimonio a los veinte años con Juan Pablo, un compañero de trabajo, ella enseñaba a primero y él a sexto de básica. Su relación era tan bonita que causaba admiración entre sus colegas. Tuvieron tres hijos: Victoria, Sofía y Pablo, que llegó mucho tiempo después y fue el niño mimado de todos.

La pareja había logrado hacerse de una pequeña casa de dos plantas con mucho esfuerzo. En el primer piso se hallaba el área social; un modesto recibidor a la entrada, la sala con un juego de muebles dispuestos de manera muy apretada por el poco espacio pero que al mismo tiempo le daban un aspecto acogedor, una cocina donde entraban con las justas dos personas pero que se ampliaba cuando se abría la puerta hacia un diminuto jardín y un baño social debajo de las escaleras que conducían al segundo piso donde estaban las habitaciones, una para los padres y dos más para los hijos, un baño con ducha y dos lavabos y por último una estancia con un sofá y algunos cojines grandes sobre el piso, donde estaba la única televisión de la casa.

Victoria era doce años mayor que Pablo y Sofía diez, su hermano era para ellas como un muñequito, lo querían tanto que a veces llegaban a discutir porque Victoria no dejaba que Sofía se ocupara de él; para terminar con las peleas y discusiones, Lucrecia hizo un horario en una cartulina y lo pegó en una pared de la cocina, así cada una sabía cuándo le tocaba cuidar al hermanito menor.

Juan Pablo se dedicó por entero a Pablito, como acostumbraron llamar al menor de la familia, lo consentía todo el tiempo y cuando Lucrecia le llamaba la atención porque se había comportado mal o por sus bajas calificaciones, el papá salía en su defensa. Lo llenaba de regalos e inmerecidas recompensas y apenas si interactuaba con sus hijas. La familia estaba dividida en dos bandos: la madre y las niñas en el uno y el padre y el hijo en el otro.

Los mimos excesivos hacia Pablito habían provocado un distanciamiento entre padre y madre. Algunas veces, Lucrecia prefería dormir con las niñas para no discutir con su marido por lo mal que estaba educando a Pablo.

Una noche la tragedia se cernió sobre la familia, Juan Pablo estaba internado en el hospital a causa de un infarto, un colega del trabajo había llamado a Lucrecia para comunicarle la terrible noticia. Los chicos dormían así que Lucrecia despertó con mucho cuidado a Victoria, le explicó rápidamente que su padre estaba en el hospital, sin mencionar la gravedad de su estado, y le pidió  que estuviera pendiente de sus hermanos y del teléfono, prometiendo que apenas supiera algo la llamaría.

Lucrecia llegó a casa a las cinco de la mañana y despertó a sus hijos para llevarlos al hospital a visitar a su padre, sin contarles la trascendencia de su condición.

Juan Pablo falleció ese mismo día.

Pablo con ocho años de edad, se volvió un niño solitario y agresivo, no había semana sin que Lucrecia no fuera llamada a la escuela a causa del mal comportamiento de su hijo. Sus hermanas, pese a ser mayores, tenían miedo de sus rabietas.

Cuando Pablito cumplió doce años su comportamiento no mejoró. La madre, agotada de imponerle sanciones o hacerle ofrecimientos para lograr un cambio positivo en él, decidió recurrir a la ayuda de un profesional de la sicología pero Pablo rechazó tajantemente iniciar una terapia y más bien sus reacciones empeoraron, dejó de asistir al colegio y empezó a ausentarse de casa durante el día, llegaba a muy altas horas de la noche y se encerraba en su cuarto. Sofía y Victoria salían a buscarlo para saber qué hacía todo el día o al menos con quién andaba, pero nunca tuvieron resultados.

La angustia se apoderaba de Lucrecia, a raíz de la muerte de su esposo, empezó a trabajar la mañana y la tarde para poder sacar a los hijos adelante. Sus hijas le ayudaban con las tareas de la casa, pero lo que más le agotaba era el comportamiento de Pablito.

Pablo salía de casa a media mañana, su habitación se había convertido en un oscuro un basurero, había latas de cerveza, empaques de galletas o frituras, platos y cubiertos sucios. Llegó el día en que Pablo no regresó a casa; su madre llamó a todos los hospitales, buscó en las morgues, ni bien amaneció sus hermanas salieron a buscarlo por los alrededores, preguntando de casa en casa y nada, ni rastros de Pablo.

Lucrecia sentía que le fallaban las fuerzas, sus hijas eran su apoyo fundamental en esos momentos de desesperación al no saber nada de su hijo, ella tenía que ir a trabajar pese a todo, no podía perder el empleo. Pero la intensa preocupación por Pablo le estaba pasando factura, su  rostro se llenaba de arrugas rápidamente y sus ojos parecían perderse en medio de unas profundas ojeras a causa de tantas lágrimas y desvelos. Victoria y Sofía también estaban muy afectadas, habían perdido peso y la vida se había limitado al colegio -en el caso de Sofía-, a la universidad -en el caso de Victoria- y la casa para estar pendientes de Pablo.

Las tres mujeres habían olvidado aquellos tiempos de alegrías, de hogar, de compartir con la familia y amigos, de hornear pasteles y preparar canguil para disfrutar de alguna película. La calidez que antes inundaba aquella morada se había transformado en un silencio frío y desesperanzador.  

Lucrecia se había resignado a no poder hacer nada por su hijo, debía continuar trabajando, al menos hasta que las chicas terminaran de estudiar, ella era el único sustento que Victoria y Sofía tenían.

Una noche cada dos o tres meses, Pablo aparecía en la puerta de la que por años fue su casa como si nada, preguntaba qué había de comer, cenaba con su madre y hermanas sin pronunciar palabra y luego se dormía en el sofá de la pequeña sala de televisión a pesar de que su cuarto siempre esperaba por él. Su madre lo contemplaba con el corazón sobrecogido, aprovechaba cada minuto que su hijo estaba cerca, esperaba a que estuviera profundamente dormido para acariciarle el cabello, escuchar su respiración y grabarse el olor a colonia barata, siempre con la sensación de no saber si sería la última vez que lo vería.

En una de sus visitas inesperadas, Pablo llegó con la camisa manchada de sangre a causa de una puñalada en el brazo, la madre no estaba en casa y sus hermanas le propusieron llamar a un médico o llevarlo al hospital pero Pablo se puso frenético y amenazó con irse de inmediato, ante aquella reacción, Victoria le prometió que harían lo que él quería y mandó a Sofía a la farmacia por alcohol y gasas para curarlo hasta que Lucrecia llegara. No era una gran herida, pero sangraba mucho, Victoria la limpió y ejerció presión, logrando detener el sangrado. Consiguieron que Pablo tomara una ducha y le dieron un pijama. Para cuando la mamá llegó, Pablo dormía profundamente, Victoria le comentó lo ocurrido. Decidieron ir a descansar, en la mañana con más calma decidirían qué hacer siempre y cuando Pablo se animara a contarles lo que le había pasado. Los gritos de Pablo despertaron a Lucrecia, saltó de la cama y corrió hacia la salita de televisión, su hijo tenía los ojos desorbitados, saltaba, parecía soltar espuma por la boca mientras gritaba: «¡No quiero ir al infierno, no dejes que me lleven al infierno!». El estado de su hijo era tan impactante que le fallaron las fuerzas y cayó desmayada, cuando volvió en sí, Sofía le sostenía la cabeza mientras Victoria consolaba a Pablo que sollozaba refugiado en su regazo.

Pablo se quedó una semana en la casa y volvió a desaparecer. Un mal presentimiento oprimía el corazón de Lucrecia.

Las clases habían terminado. Lucrecia necesitaba un buen descanso, no tenían dinero para salir fuera de la ciudad unos días ni podían dejar sola a Victoria que todavía tenía un mes más de clases. Era fin de semana y Sofía moría por comer unas galletas con crema y fresas que solo vendían en el verano, en un parque cercano, esperaron a Victoria y salieron a satisfacer los antojos de Sofía.

Las hermanas, se quedaron en la tienda del barrio comprando pan para el desayuno y Lucrecia se adelantó. La entrada de la casa había sido violentada, pasado el susto, entraron las tres juntas y la sorpresa fue que todo estaba en su sitio, al menos a simple vista, lo único extraño fue una nota pegada al espejo del pequeño recibidor que decía: «La próxima vez que tu hijo no pague vendremos por una de las muchachas».

Lucrecia no dudó ni un segundo en dejar la casa, aquella que había construido con tanto esfuerzo y cariño para la familia, era doloroso, pero no arriesgaría a sus hijas. Empacaron todo lo que pudieron y lograron meter en una camioneta de alquiler y buscaron refugio en la casa de una buena amiga de Lucrecia.

Lucrecia sabía que al dejar su casa nunca volvería a ver a Pablo, era consciente de que buscarlo sería arriesgar la vida de sus hijas.

Lucrecia encontró trabajo en una escuela de monjas en otra ciudad, Sofía podía estudiar allí gracias a una beca que se concedía a los hijos de los profesores. Victoria continuaría sus estudios en la universidad local, empezarían de nuevo, pero Pablo siempre sería un dolor para ellas. Lucrecia rezaba para que Dios la perdonara por abandonar a su hijo, un gran sentimiento de culpa la consumía, ella también era culpable de la suerte de Pablo, dejó que su difunto esposo lo malcriara, si bien reclamaba y protestaba no fue lo suficientemente fuerte para poner las cosas en su sitio, y ahora no le quedaba más que ofrecer una misa cada mes por la vida de aquel hijo perdido, no pudo evitar que se lo llevaran al infierno al que tanto temía, porque hacerlo implicaba arrastrar a sus hijas con él.

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