Paulina Pérez
Lucrecia llegó a
su casa y encontró la puerta abierta y las seguridades de la misma destrozadas.
Una sensación de frío intenso recorrió su cuerpo. No sabía si entrar o ir en
busca de ayuda. La voz de una de sus hijas la sacó de esa parálisis que la
sorpresa y el miedo le habían causado.
Lucrecia era
profesora de una escuela vespertina y contrajo matrimonio a los veinte años con
Juan Pablo, un compañero de trabajo, ella enseñaba a primero y él a sexto de
básica. Su relación era tan bonita que causaba admiración entre sus colegas.
Tuvieron tres hijos: Victoria, Sofía y Pablo, que llegó mucho tiempo después y
fue el niño mimado de todos.
La pareja había
logrado hacerse de una pequeña casa de dos
plantas con mucho esfuerzo. En el primer piso se hallaba el área social; un
modesto recibidor a la entrada, la sala con un juego de muebles dispuestos de
manera muy apretada por el poco espacio pero que al mismo tiempo le daban un
aspecto acogedor, una cocina donde entraban con las justas dos personas pero
que se ampliaba cuando se abría la puerta hacia un diminuto jardín y un baño
social debajo de las escaleras que conducían al segundo piso donde estaban las
habitaciones, una para los padres y dos más para los hijos, un baño con ducha y
dos lavabos y por último una estancia con un sofá y algunos cojines grandes
sobre el piso, donde estaba la única televisión de la casa.
Victoria era doce
años mayor que Pablo y Sofía diez, su hermano era para ellas como un muñequito,
lo querían tanto que a veces llegaban a discutir porque Victoria no dejaba que
Sofía se ocupara de él; para terminar con las peleas y discusiones, Lucrecia
hizo un horario en una cartulina y lo pegó en una pared de la cocina, así cada
una sabía cuándo le tocaba cuidar al hermanito menor.
Juan Pablo se
dedicó por entero a Pablito, como acostumbraron llamar al menor de la familia,
lo consentía todo el tiempo y cuando Lucrecia le llamaba la atención porque se
había comportado mal o por sus bajas calificaciones, el papá salía en su
defensa. Lo llenaba de regalos e inmerecidas recompensas y apenas si
interactuaba con sus hijas. La familia estaba dividida en dos bandos: la madre
y las niñas en el uno y el padre y el hijo en el otro.
Los mimos
excesivos hacia Pablito habían provocado un distanciamiento entre padre y
madre. Algunas veces, Lucrecia prefería dormir con las niñas para no discutir
con su marido por lo mal que estaba educando a Pablo.
Una noche la
tragedia se cernió sobre la familia, Juan Pablo estaba internado en el hospital
a causa de un infarto, un colega del trabajo había llamado a Lucrecia para
comunicarle la terrible noticia. Los chicos dormían así que Lucrecia despertó
con mucho cuidado a Victoria, le explicó rápidamente que su padre estaba en el
hospital, sin mencionar la gravedad de su estado, y le pidió que estuviera pendiente de sus hermanos y del
teléfono, prometiendo que apenas supiera algo la llamaría.
Lucrecia llegó a
casa a las cinco de la mañana y despertó a sus hijos para llevarlos al hospital
a visitar a su padre, sin contarles la trascendencia de su condición.
Juan Pablo
falleció ese mismo día.
Pablo con ocho
años de edad, se volvió un niño solitario y agresivo, no había semana sin que
Lucrecia no fuera llamada a la escuela a causa del mal comportamiento de su
hijo. Sus hermanas, pese a ser mayores, tenían miedo de sus rabietas.
Cuando Pablito
cumplió doce años su comportamiento no mejoró. La madre, agotada de imponerle
sanciones o hacerle ofrecimientos para lograr un cambio positivo en él, decidió
recurrir a la ayuda de un profesional de la sicología pero Pablo rechazó
tajantemente iniciar una terapia y más bien sus reacciones empeoraron, dejó de asistir
al colegio y empezó a ausentarse de casa durante el día, llegaba a muy altas
horas de la noche y se encerraba en su cuarto. Sofía y Victoria salían a
buscarlo para saber qué hacía todo el día o al menos con quién andaba, pero
nunca tuvieron resultados.
La angustia se
apoderaba de Lucrecia, a raíz de la muerte de su esposo, empezó a trabajar la
mañana y la tarde para poder sacar a los hijos adelante. Sus hijas le ayudaban
con las tareas de la casa, pero lo que más le agotaba era el comportamiento de Pablito.
Pablo salía de
casa a media mañana, su habitación se había convertido en un oscuro un
basurero, había latas de cerveza, empaques de galletas o frituras, platos y
cubiertos sucios. Llegó el día en que Pablo no regresó a casa; su madre llamó a
todos los hospitales, buscó en las morgues, ni bien amaneció sus hermanas
salieron a buscarlo por los alrededores, preguntando de casa en casa y nada, ni
rastros de Pablo.
Lucrecia sentía
que le fallaban las fuerzas, sus hijas eran su apoyo fundamental en esos momentos
de desesperación al no saber nada de su hijo, ella tenía que ir a trabajar pese
a todo, no podía perder el empleo. Pero la intensa preocupación por Pablo le
estaba pasando factura, su rostro se
llenaba de arrugas rápidamente y sus ojos parecían perderse en medio de unas
profundas ojeras a causa de tantas lágrimas y desvelos. Victoria y Sofía
también estaban muy afectadas, habían perdido peso y la vida se había limitado al
colegio -en el caso de Sofía-, a la universidad -en el caso de Victoria- y la
casa para estar pendientes de Pablo.
Las tres mujeres
habían olvidado aquellos tiempos de alegrías, de hogar, de compartir con la
familia y amigos, de hornear pasteles y preparar canguil para disfrutar de
alguna película. La calidez que antes inundaba aquella morada se había
transformado en un silencio frío y desesperanzador.
Lucrecia se había
resignado a no poder hacer nada por su hijo, debía continuar trabajando, al
menos hasta que las chicas terminaran de estudiar, ella era el único sustento
que Victoria y Sofía tenían.
Una noche cada dos
o tres meses, Pablo aparecía en la puerta de la que por años fue su casa como
si nada, preguntaba qué había de comer, cenaba con su madre y hermanas sin
pronunciar palabra y luego se dormía en el sofá de la pequeña sala de
televisión a pesar de que su cuarto siempre esperaba por él. Su madre lo
contemplaba con el corazón sobrecogido, aprovechaba cada minuto que su hijo
estaba cerca, esperaba a que estuviera profundamente dormido para acariciarle
el cabello, escuchar su respiración y grabarse el olor a colonia barata,
siempre con la sensación de no saber si sería la última vez que lo vería.
En una de sus
visitas inesperadas, Pablo llegó con la camisa manchada de sangre a causa de
una puñalada en el brazo, la madre no estaba en casa y sus hermanas le
propusieron llamar a un médico o llevarlo al hospital pero Pablo se puso
frenético y amenazó con irse de inmediato, ante aquella reacción, Victoria le
prometió que harían lo que él quería y mandó a Sofía a la farmacia por alcohol
y gasas para curarlo hasta que Lucrecia llegara. No era una gran herida, pero
sangraba mucho, Victoria la limpió y ejerció presión, logrando detener el
sangrado. Consiguieron que Pablo tomara una ducha y le dieron un pijama. Para
cuando la mamá llegó, Pablo dormía profundamente, Victoria le comentó lo
ocurrido. Decidieron ir a descansar, en la mañana con más calma decidirían qué hacer
siempre y cuando Pablo se animara a contarles lo que le había pasado. Los
gritos de Pablo despertaron a Lucrecia, saltó de la cama y corrió hacia la
salita de televisión, su hijo tenía los ojos desorbitados, saltaba, parecía
soltar espuma por la boca mientras gritaba: «¡No quiero ir al infierno, no
dejes que me lleven al infierno!». El estado de su hijo era tan impactante que
le fallaron las fuerzas y cayó desmayada, cuando volvió en sí, Sofía le
sostenía la cabeza mientras Victoria consolaba a Pablo que sollozaba refugiado
en su regazo.
Pablo se quedó una
semana en la casa y volvió a desaparecer. Un mal presentimiento oprimía el
corazón de Lucrecia.
Las clases habían
terminado. Lucrecia necesitaba un buen descanso, no tenían dinero para salir
fuera de la ciudad unos días ni podían dejar sola a Victoria que todavía tenía
un mes más de clases. Era fin de semana y Sofía moría por comer unas galletas
con crema y fresas que solo vendían en el verano, en un parque cercano,
esperaron a Victoria y salieron a satisfacer los antojos de Sofía.
Las hermanas, se
quedaron en la tienda del barrio comprando pan para el desayuno y Lucrecia se
adelantó. La entrada de la casa había sido violentada, pasado el susto,
entraron las tres juntas y la sorpresa fue que todo estaba en su sitio, al
menos a simple vista, lo único extraño fue una nota pegada al espejo del
pequeño recibidor que decía: «La próxima vez que tu hijo no pague vendremos por
una de las muchachas».
Lucrecia no dudó
ni un segundo en dejar la casa, aquella que había construido con tanto esfuerzo
y cariño para la familia, era doloroso, pero no arriesgaría a sus hijas.
Empacaron todo lo que pudieron y lograron meter en una camioneta de alquiler y
buscaron refugio en la casa de una buena amiga de Lucrecia.
Lucrecia sabía que
al dejar su casa nunca volvería a ver a Pablo, era consciente de que buscarlo
sería arriesgar la vida de sus hijas.
Lucrecia encontró
trabajo en una escuela de monjas en otra ciudad, Sofía podía estudiar allí
gracias a una beca que se concedía a los hijos de los profesores. Victoria
continuaría sus estudios en la universidad local, empezarían de nuevo, pero
Pablo siempre sería un dolor para ellas. Lucrecia rezaba para que Dios la
perdonara por abandonar a su hijo, un gran sentimiento de culpa la consumía,
ella también era culpable de la suerte de Pablo, dejó que su difunto esposo lo
malcriara, si bien reclamaba y protestaba no fue lo suficientemente fuerte para
poner las cosas en su sitio, y ahora no le quedaba más que ofrecer una misa
cada mes por la vida de aquel hijo perdido, no pudo evitar que se lo llevaran
al infierno al que tanto temía, porque hacerlo implicaba arrastrar a sus hijas
con él.
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