Luz Hernández Plazas
Nace en un pueblo de Medallo, la Gringa.
Mara, de baja estatura, piel acaramelada, ojos grandes, negros con una
expresión de grandiosa serenidad. Sus rizos abundantes caen sobre la frente,
orejas y espalda, su boca, fina. Muy atractiva.
Le encanta la arepa con frijoles y el
chicharroncito, la carnita asada, el guacamole. El chocolate negro sin leche,
las gaseosas.
Desde niña, como hasta los quince
años, corretea descalza en el agua con sus hermanos y primos por la cascada llamada
Santo del Buey, del río Piedras, el Pantanillo, el charco en la vereda Higuerón
para bañarse y pescar. Los vendedores de pastelillos y frutas ofrecen sus
productos en canastillos y tienen excelentes ventas, los mayores compradores
son estos niños. Luego pasan al centro de la plaza e ingresan al parque central
y juegan alrededor de la fuente parisina, rodeada de árboles, cerca del
centro vacacional La Montaña.
Su madre, Rox, con su fino rostro. Sus
singulares ojos soñolientos, ahora expresan cansancio y nostalgia porque un día
cualquiera, se queda sola, con la responsabilidad a cuestas de criar a sus
hijos. Solo les queda la casa fabricada por papá y el recurso de venta de
arepas con chorizo que ofrece Rox a restaurantes y a la comunidad barrial. Mara
la anima a salir del encierro y del desasosiego, con la esperanza del ardor del
sol y del regreso de su padre que se va de viaje por otros lares y se pierde en
el trayecto. Ella lo añora a diario, a veces se queda ensimismada viéndose
bailar tango veinte años atrás con Humberto, su compañero de vida; quien le
enseñó a rumbear cada sábado en la taberna de su suegro… y en cada tono,
deleitaban su corazón. De nuevo recuerda que está sola…
Ahora cada uno de sus ocho hijos
debe buscar el camino de la sobrevivencia.
Cuando el sol comienza a ponerse, sale Mara, a sus dieciséis años de la casa
materna, cavilando acerca de la seriedad y trascendencia de la vida. Con una
maleta sencilla, atraviesa las calles, se devora las avenidas en una flota y
llega a la agitada capital.
Allí trabaja con la señora Gil, ayudando
en los quehaceres de la casa a cambio del hospedaje, la alimentación y el
estudio. La dama con la que vive es un poco frenética, había estado casada y
ahora separada. Vive con su hermano Octal, un poco ansioso por conquistar a
Mara. Pero ella siempre le hace el quite. Como Caperucita Roja huyendo del lobo
feroz.
Al finalizar su carrera universitaria Mara
decide irse a vivir a la casa de su hermana mayor, Luna. Quien ha logrado
comprar un lote e integrarse al grupo de autoconstructores del barrio Fontana y
dedicar por un año los fines de semana a cumplir el sueño de tener vivienda
propia. Luna labora en un hotel como ama de llaves. Ahora Mara está más feliz,
a la luz de un ánimo sereno por tener un espacio favorable. Organiza la habitación
con una cama, mesa, armario de madera verde clara como la puerta. Ella misma los
guarnece.
Sobre la pared estampa su sueño de conocer
el mar: un paisaje de un gran océano, palmeras, un sol ardiente, unos niños
jugando en la playa. Y su anhelo de formarse artísticamente.
En el gran ventanal coloca una cortina de
color violeta, un tapete anaranjado y en una esquina el estante de madera donde
organiza la biblioteca, con apreciados libros y cartas idílicas que ella atesora.
Sobre la pared reposa un pequeño televisor.
Su baño privado, detrás de la puerta, aromatizado
con plantas de azucenas colocadas en la ventana y cerca al balcón. Todo
impecable y debidamente organizado.
Labora con los padres Claret
durante quince años con los niños más chiquilines de experiencia callejera. Los
chicos la quieren mucho y le dicen: Manina. Ella les da la colada, gelatina; canta,
baila, dramatiza cuentos con ellos. Se disfrazan. Tiene el dulzor para enseñarles
y los niños se le adhieren como golosina, los acuna en sus cortos brazos. Y los
arrulla para serenarlos.
Fue cortejada y piropeada por varios
galanes. Pero uno solo atrapó sus sentimientos. Quizás por su envestidura
oficial con sombrero blanco, con el escudo nacional,
blusa y pantalón de dacrón, camiseta de poliéster del mismo tono, corbata lisa
de color negro opaco y zapatos negros encharolados.
En una calurosa tarde, soplaban vientos de
tierra seca. Ingresa a la escuela un joven llamado Willi: moreno, encantador, infante
de marina. Se presenta con su traje que brilla por su blancura. Pretende ayudar
en algunas tardes a recrear a los estudiantes con otros compañeros que se han
ofrecido para esta labor principalmente a
jugar ajedrez y son bien recibidos.
A la hora de salida aparece Mara,
vestida con una bata azul claro y un vestido de rayas de colores, sale con sus
estudiantes y Willi fija su mirada en ella, quien se ruboriza y pasa la mano
por la frente para disimular también la emoción.
Logran acercarse, conocerse, salen a
diferentes lugares y se enamoran, cuando deciden vivir juntos, al cabo de siete meses de relacionarse,
aparece una muchacha de la costa diciendo que se llama Emily y que tiene ocho
meses de embarazo y que el hijo es de Willi. Él lo niega. Pero ella muestra
fotos juntos.
Mara languidece, siente que le falta el
aire, aparece en su rostro una braveza de cólera y desprecio y le dice con voz
temblorosa, atropellada, confusa, agringada y ronca: «¡Ahola, les… lesponda pol su hijo!.. Ya no deseo volvel a verlo». Esa
tarde el cielo se torna gris y el aire se humedece, al cabo de media hora
empieza a llover, como las lágrimas que corren por las mejillas de esta pareja que se
abraza despidiéndose por última vez.
En el espacio queda el vacío de la
proximidad, las palabras de quimera, que se esfuman. Willi, le dice:
«Es la primera vez que me enamoro, me voy
de esta región con el ánimo destrozado de viajero, que ha caído en una vil
trampa. Siempre he dicho que no quiero tener hijos. Ahora sigo sin rumbo fijo, de
puerto en puerto, a donde el destino me lleve y solo quiero estar contigo. Espero
que me llames, perdones y nos demos una oportunidad de compartir la vida
juntos. Nunca me voy a casar. Solo quería un hogar contigo. Eternamente voy a amarte». Sus
corazones laten fuertemente.
Mara mueve la cabeza de un lado a
otro, sin poder evitar el llanto, con las palabras contenidas. Pero sin
soltarse de sus brazos.
Piensa «Desearía huir contigo a otro lugar… Pero tu
hijo te necesita… Esta es la última vez que te veo, amor»… Y así transcurre el
tiempo. Amándolo y queriéndolo olvidar.
Willi, sale perturbado cavilando y perdido en el infinito. Su frente con
pliegues de líneas, se contraen sus labios en expresión de ira, frunce las
cejas en actitud rabiosa. Deseando desaparecer de la tristeza, sintiendo una
carga encima. Emily sale detrás. Él le dice: −Usted, me engañó. Dijo que estaba planificando y
además yo usé precauciones. Al nacer el bebé, hacemos la prueba de la paternidad.
Por ahora vamos a comprar lo que necesita… Ella baja la mirada silenciosa.
Pensando «¡Urra!… logrado por
ahora»
Algunos años más tarde
la madre de Mara, enferma. Ella viaja a verla. Pero al mes fallece. Luego una
hermana en el transcurso de dos años y un hermano posteriormente. Cada vez que
Mara se altera, entristece, su lenguaje se enreda y por eso los compañeros le
apodan cariñosamente: la Gringa.
Cuando el provincial de los padres
claret en el año mil novecientos noventa y nueve cierra la escuela de los
niños, al final del año, por quiebra económica. Mara viaja invitada con una
compañera, su esposo e hijo, a conocer el océano. Durante esos cinco días
disfruta del encantamiento infinito e hipnótico del mar a plenitud. Sale solamente
para almorzar e irse a dormitar. Ella hace saltar el agua en espuma al levantar
las piernas, con la cabeza echada hacia atrás. Jugando con las olas y riendo a
carcajadas. Luego se acuesta boca abajo y se deja arrastrar por las marejadas;
que azotan a su paso ostras, cangrejos, estrellas, caballitos de mar. Los días
soleados transitan sonrientes ante ella. En la mañana el sol es suave y el mar
tiene la blancura deslumbrante
de los sueños matutinos. La atrae la bulla de los chiquillos que juegan con
cúmulos de arena. Hace calor, el sol aún no logra traspasar las nubes que cobijan
el cielo. Las noches son deliciosas, frescas; las plantas del jardín esparcen
su perfume penetrante y se escucha el murmullo suave del mar y de la brisa.
Al regresar Mara busca trabajo en
otros colegios de diferentes zonas de la ciudad. Y se ubica en la escuela El Parejo,
a la cual suben los niños del centro, al Cañaveral y otras por un lapso de doce
años. Con su voluntad orgullosa y terca, con ansias de obtener cosas nuevas:
como de viajar.
Diariamente se desplaza por dos horas en el
servicio de transporte masivo de transmilenio con la gente que se apeñusca y
atropella en la estrechez para entrar o salir, en la transpiración multitudinaria.
En la tardecita los ojos quieren cerrarse del cansancio y del gentío que se
apretuja nuevamente al regreso.
En una helada noche ingresan tres
atracadores a su casa a robarlas y las hieren. Quedando lesiones en Luna (poca
visión), afectación de las caderas, por lo cual usa bastón. En Mara, afección
en la columna, dificultando su movilidad.
Logran superar parcialmente estas dificultades. Porque aun así requieren seguir
trabajando.
Mara, anhela que una de sus hermanas
adquiera vivienda y pide prestado un dinero para ayudarla, pero al quedarse sin
trabajo, solo aumentan las cuotas bancarias. Afortunadamente la señora Tere,
que aprecia a Luna y es su jefe, le presta el capital. Pero siguen aumentando
las deudas por su sobrevivencia.
Mara al intentar cumplir los requisitos
para pensionarse, se le
presenta un obstáculo por la
falta de pago del seguro social durante cuatro
años por parte de los padres Claret.
Desde ese momento
a Mara le van aumentando sus dolencias emocionales, físicas, económicas. Sin embargo,
aún siente el entusiasmo que enciende su sangre, la alegría, el dolor de alma.
Su boca se dilata en una sonrisa que expresa goce espiritual. El agotamiento
creciente, ya sospechado, sus anhelos de pagar las deudas,
liberarse de la ansiedad, descansar se van disolviendo. Se interna seis veces
en la clínica. Dos urgencias por coma diabético. Al salir de nuevo renace la
esperanza de una decisión justa del clero. Se sienta en una butaca y busca en
un directorio a otro jurista. Pero de nuevo la esperanza se desvanece…
Adormecida,
va pasando por su memoria cada una de las personas que han estado en su vida:
el apoyo de su hermana Luna, de la dama Tere. La familia Santos: Peter quien buscó
los abogados que perdieron desafortunadamente los procesos de demanda ante el
clero, porque se declararon en quiebra. Truncándose el sueño de Mara de obtener
su pensión para pagar deudas y viajar. Recuerda a sus compañeras de trabajo: a Astro,
bailando las rondas con los niños; Clema, modelando con plastilina diferentes
figuras que enseñan a los chiquilines; Nor, que elabora cuentos en frisos y
Mara los dibuja; Maisa, dirigiendo los talleres de «aprender- haciendo», elaborando colombinas, derritiendo
la panela con cáscaras de limón cernidas, que todos disfrutan al paladar; Toño mostrando
a Mara cómo dibujar a través de figuras geométricas gráficos sencillos para
realizar con los pequeños. Todos son compañeros de trabajo de la escuela de los
chicos de reeducación y rehabilitación de los curas claret. Ellos le ayudan con
los niños que tenían hermanos, para que aprendan los mayores a cuidar a los
menores a través de ser padrinos y madrinas principalmente en las salidas a
parques, a huertas; También en los talleres de expresión artística. Y en los
momentos difíciles de enfermedad la
auxilian en su economía. Olivia la señora de oficios generales y culinarios
cuidando a Mara, brindándole los alimentos diarios. Y les ofrece a todos un
tinto muy sabroso al iniciar el día.
Cuando
finaliza el trabajo con los padres claret. Mara evoca imágenes de la escuela del
Parejo ubicada en el centro oriente de la montaña los Laches, uno de los barrios más pobres de Bacatá, cuyos habitantes
construyeron sus propias casas. Y la escuela; la cual recibe a los
muchachos de la escuela del centro de los padres claret. Laborando con ellos nuevamente
Mara encuentra un gran oasis y conquista los corazones de este nuevo grupo de
compañeras maestras: Azur coopera con los niños del grado de aceleración, en el
cuidado de los niños de preescolar que dirige Mara; Luzmar, les enseña
decoración con elementos de
reciclaje; Yaqui, creando modelados en plastilina; Marisita, enseñando a pintar
cuadros con materiales de la naturaleza: hojas de árboles, flores, piedras,
arena; Soni, le cooperaba con elementos para construir títeres. Y Lulú la apoya
para que siempre se vincule a la labor educativa y cuando pueden se recrean en
el cine. Este grupo también le colaboran con el padrinazgo para los niños de
preescolar, que Mara dirige, en las salidas y talleres. Así mismo en los
momentos de crisis económica.
Por su vida transcurren estas imágenes y
sensaciones que se esfuman fácilmente en un mundo sin justicia. Ahora solo
queda el trémulo silencio de una batalla perdida. Se detiene un momento su
corazón de alegría y decide adentrarse de nuevo en el mar y dejarse llevar por
las olas para encontrar los brazos de su amado Willi que la espera.
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