Cecilia Escobar
Un haz de luz
llamó poderosamente mi atención aquella noche, era como una llamarada que salía
de las paredes de adobe y cañas de la casa.
Extrañado por el suceso, hice a un lado el plato de sopa caliente
que degustaba en solitario y me acerqué a inspeccionar.
Ocurría por
segunda vez desde que me había mudado con mis escasos objetos personales a la
casucha de paredes carcomidas y techo agujereado. El lugar estuvo abandonado
durante algún tiempo.
Corría el año
de 1914. Yo era un mulato treintañero y trabajaba
como herrero para un hacendado en la costa norte del país. Vivía junto a mi
familia, en un modesto rancho en los linderos de la hacienda. El patrón solía enviar,
durante breves periodos de tiempo, peones a las distintas y extensas áreas de tierra
que poseía.
Él hizo una
adquisición de terrenos aledaños. Alegaba
que era necesario aprovechar la apertura de Perú a la economía mundial, la
misma que renovaba la capacidad productiva del país. Entonces me fue
encomendado durante tres semanas entre finales de marzo y quincena de abril,
realizar trabajos en el anexo adquirido.
Antes de mudarme hice
los retoques necesarios que me protegerían del viento y la lluvia. En la casucha
oscura y lúgubre entendí rápidamente porque los otros peones se negaron a
quedarse allí. Yo amaba aquellos momentos de soledad y escribía versos en mis
ratos de descanso, en un cuaderno que llevaba siempre conmigo. Por las noches
me alumbraba con velas o lamparines a kerosene. La modernidad, traducida en
energía eléctrica, aquel entonces no era accesible para la clase trabajadora.
En esa morada tuve
desde el primer día sueños extraños,
en los que un hombre desconocido, a quién le colgaba trozo del cráneo, se me
aparecía hablándome cosas que no alcanzaba a entender. Al despertar, desconcertado
por lo que hasta el momento no comprendía, veía su figura difuminarse ante mis
ojos, como un enjambre de moscas pequeñas que
desaparecían conforme la vista se volvía más clara. Otras veces, mientras hacía
una ronda nocturna a caballo antes de dormir, una sombra siniestra salía del cañaveral
y
traspasaba las paredes de la casa.
Los sueños
y las apariciones se hicieron más recurrentes. Por las mañanas sentía un cansancio incontrolable que empezaba a afectar mis sentidos. Al ser
yo un hombre creyente y también supersticioso, tenía la sensación de que
aquella figura del sueño, cuya voz al
principio había sido inaudible y con los días tornábase más alta, se alimentaba
de la energía de mi cuerpo.
En mi niñez
había
escuchado a mi abuela decir que cuando un muerto te visita, es muy importante
preguntarle la razón. Darle la oportunidad para expresar lo que desea. Una
noche, dispuesto a resolver el enigma, me acosté en la cama con la cara a la
pared tal como decía la creencia popular, cansado como estaba por el trajinar
diario me dormí enseguida y aquel desencarnado llegó a mi encuentro. Yo no
sentí el menor temor a pesar de su abominable aspecto. Mi cuerpo yacía sobre el
colchón, pero una parte de mí flotaba frente aquel ser fantasmal.
—¿Qué quieres? —pregunté sin mover los labios.
—Eres el elegido —respondió
una voz hueca—. En este lugar hay un entierro. Yo soy el guardián de ese tesoro.
Pagué con mi vida conocer el secreto y no podré descansar hasta haberlo
revelado.
—¿Qué debo hacer? —inquirí intrigado.
—Necesitas cuatro
carretes de hilo grueso virgen y herramientas para hacer hoyos profundos. Además,
un trapo rojo con el que cubrirás tu nariz y boca al desenterrar los objetos,
esto te protegerá del antimonio. Cuando los hayas conseguido, te indicaré el
lugar exacto dónde deberás cavar. Tienes que actuar en solitario. Una cosa he de
pedir para mí, tres misas a mi nombre, mi alma está cansada de vagar por estos
parajes.
—¿Por qué yo? —indagué con extrañeza.
—Porque en ti no
habita la codicia y tu corazón está libre de maldad —respondió.
Exaltado, me
desperté de aquel sueño apuntando con ahínco lo más
relevante en una libreta que acostumbraba tener al lado de mi cama sobre una rústica
mesita de noche.
En los días
siguientes, antes de volver con mi familia, caminé por las calles angostas y
torcidas de Chiclayo en busca de los ovillos hasta conseguirlos. Pasé el fin de
semana con mi esposa y mis cinco hijos, trabajando en mi parcela. Doce días al
mes debía yo arar el fundo de media hectárea, que el patrón me había concedido
para alimentar a los míos. Luego tuve que volver al anexo otra vez.
Coloqué sobre la
mesita de noche los carretes adquiridos. Al día siguiente encontré el hilo del
primer ovillo atado a la manija de la puerta, este avanzaba en línea recta cruzando
el cañaveral. Aquel ser del otro mundo había desmadejado el carrete
señalando de esta forma el camino desde la casucha hasta uno
de los entierros. Asombrado, quise verificar que no hubiera nadie en la
cercanía y al dar la vuelta a la morada, descubrí los tres hilos que me
indicaban los otros lugares.
Me pareció curioso
que el área donde debía cavar, estuviera alejada varios metros del lugar donde
había visto los fuegos varías veces. Solo uno se encontraba al pie de un árbol
de mangos cerca de la casa. Recogí el hilo de las madejas, colocando primero estacas
de madera en los lugares asignados.
Esperé al día
indicado para romper el suelo en los confines de la vieja hacienda, viernes
santo, fecha en que según algunos, la tierra se abre para dar a luz los
secretos de su interior. Me hice la señal de la cruz
como un gesto instintivo y comencé a remover el terreno, al inicio con un pico
y después con una pala, de vez en cuando me detenía a descansar y beber agua. De
pronto, oí el ruido de la herramienta al chocar contra el metal. Un escalofrío
recorrió mi cuerpo al intentar sacar el objeto, era una lata de unos veinte
centímetros y que retiré cuidadosamente. La envolví con
papel periódico y la coloqué en mi alforja. Luego continué cavando en los otros
lugares indicados.
Con el paso de las horas el sol comenzó a ocultarse, mostrando en el cielo
sus hermosos tonos rojizos. Poco después fue necesario alumbrarme con el lamparín
a kerosene para poder ver con claridad. Cuando encontré la última lata y, al
parecer, la más grande e importante, tuve una extraña visión. La tranquila
noche se agitó y un remolino atravesó el terreno helándome la sangre. Las ramas
del árbol de mango se menearon amenazantes ante mis ojos, como un gigante
dispuesto a devorarme.
Mi corazón se aceleró y empecé a respirar con dificultad. Sólo quería
terminar lo que había empezado. Estaba allí en medio del campo, cavando con el
único propósito de hacerle un favor al muerto. ¿Qué más podría suceder?, me pregunté temeroso
y a la vez fastidiado. Después de unos minutos todo volvió a la normalidad. Exhausto,
saqué la lata que había quedado destrozada por el impacto de la herramienta. Relucientes
monedas saltaron a mi vista, eran libras de oro.
Cuando tuve los cuatro envases metálicos y después de comprobar que las
otras tres latas contenían también libras, me invadió la euforia y luego una
gran preocupación. Aquel hombre había pagado con su vida la posesión de su
tesoro. Qué deparaba el destino para mí. Era notorio que él había sufrido una
escena de violencia que acabó con su existencia. Hice lo posible para no romper
mi campo de serenidad, con mucho respeto elevé una oración de agradecimiento
por la experiencia y el regalo recibido. Al día siguiente terminado el trabajo
encomendado por el patrón, tomé el caballo y me dirigí al lugar donde vivía con
mi familia.
Era necesario actuar con cautela y precaución. Puse a buen recaudo mi
tesoro, las cosas de valor nunca se deben tener al alcance de las manos, ni a
los ojos de la gente. Bajo tierra estarían seguras. Esperaría tres meses hasta
poder comercializar las monedas, era lo que el alma en pena me había dicho.
La posesión de aquellas libras de oro, ochocientas ochenta y dos en total, en
cuyo anverso podía leerse: verdad y
justicia, empezaron a robar la paz y tranquilidad de mis días. Siendo yo un
hombre sencillo, sin vicios, afrodescendiente, temeroso de Dios y sabedor de que
la riqueza corrompe el espíritu, opté por llevar la misma vida mísera que tenía
hasta entonces. Un estilo ostentoso solo habría causado envidia de los vecinos
e ideas paranoicas de mi parte.
Cómo podría explicar de pronto lo que poseía. Un tesoro oculto pertenece al
que lo descubre si el sitio es de su propiedad. De qué forma podía yo relatar
al patrón la historia del alma en pena y los carretes de hilo. Las monedas de
oro me trajeron la misma sensación de incertidumbre que la libertad a los
antepasados míos, al principio no supieron que hacer con ella. Se vieron
obligados a regresar a las haciendas y trabajar como jornaleros a muy poco
sueldo.
Con el paso de
los días, mis hijos empezaron a hablarme acerca de una silueta sombría que creían
ver a menudo de pie junto al fogón. Yo imaginé de quién se trataba. Debía tomar
una decisión para deshacerme de su fastidiosa compañía.
Queriendo descargar mi alma del peso que la agobiaba, confesé al cura de la
parroquia lo ocurrido, el mismo que me aconsejó compartir mi tesoro con los más
pobres y en obras de caridad para la iglesia del pequeño pueblo que se había
formado alrededor de la hacienda.
Después de las misas por el alma de aquel difunto y temiendo que una maldición cayera sobre mí y mis descendientes, adquirí en Monsefú, una imagen sagrada y le regalé a mi pueblo, en complicidad con el párroco, la tradición de celebrar durante tres días, la fiesta patronal del niño Jesús. Aún después de mi muerte, cada año en el mes de diciembre y al amparo de una gran fogata por las noches, la algarabía se apodera del polvoriento lugar.