miércoles, 30 de agosto de 2023

El tesoro maldito

Cecilia Escobar


Un haz de luz llamó poderosamente mi atención aquella noche, era como una llamarada que salía de las paredes de adobe y cañas de la casa. Extrañado por el suceso, hice a un lado el plato de sopa caliente que degustaba en solitario y me acerqué a inspeccionar.

Ocurría por segunda vez desde que me había mudado con mis escasos objetos personales a la casucha de paredes carcomidas y techo agujereado. El lugar estuvo abandonado durante algún tiempo.

Corría el año de 1914. Yo era un mulato treintañero y trabajaba como herrero para un hacendado en la costa norte del país. Vivía junto a mi familia, en un modesto rancho en los linderos de la hacienda. El patrón solía enviar, durante breves periodos de tiempo, peones a las distintas y extensas áreas de tierra que poseía.

Él hizo una adquisición de terrenos aledaños. Alegaba que era necesario aprovechar la apertura de Perú a la economía mundial, la misma que renovaba la capacidad productiva del país. Entonces me fue encomendado durante tres semanas entre finales de marzo y quincena de abril, realizar trabajos en el anexo adquirido.

Antes de mudarme hice los retoques necesarios que me protegerían del viento y la lluvia. En la casucha oscura y lúgubre entendí rápidamente porque los otros peones se negaron a quedarse allí. Yo amaba aquellos momentos de soledad y escribía versos en mis ratos de descanso, en un cuaderno que llevaba siempre conmigo. Por las noches me alumbraba con velas o lamparines a kerosene. La modernidad, traducida en energía eléctrica, aquel entonces no era accesible para la clase trabajadora.

En esa morada tuve desde el primer día sueños extraños, en los que un hombre desconocido, a quién le colgaba trozo del cráneo, se me aparecía hablándome cosas que no alcanzaba a entender. Al despertar, desconcertado por lo que hasta el momento no comprendía, veía su figura difuminarse ante mis ojos, como un enjambre de moscas pequeñas que desaparecían conforme la vista se volvía más clara. Otras veces, mientras hacía una ronda nocturna a caballo antes de dormir, una sombra siniestra salía del cañaveral y traspasaba las paredes de la casa.

Los sueños y las apariciones se hicieron más recurrentes. Por las mañanas sentía un cansancio incontrolable que empezaba a afectar mis sentidos. Al ser yo un hombre creyente y también supersticioso, tenía la sensación de que aquella figura del sueño, cuya voz al principio había sido inaudible y con los días tornábase más alta, se alimentaba de la energía de mi cuerpo.

En mi niñez había escuchado a mi abuela decir que cuando un muerto te visita, es muy importante preguntarle la razón. Darle la oportunidad para expresar lo que desea. Una noche, dispuesto a resolver el enigma, me acosté en la cama con la cara a la pared tal como decía la creencia popular, cansado como estaba por el trajinar diario me dormí enseguida y aquel desencarnado llegó a mi encuentro. Yo no sentí el menor temor a pesar de su abominable aspecto. Mi cuerpo yacía sobre el colchón, pero una parte de mí flotaba frente aquel ser fantasmal.

—¿Qué quieres? —pregunté sin mover los labios.

—Eres el elegido —respondió una voz hueca—. En este lugar hay un entierro. Yo soy el guardián de ese tesoro. Pagué con mi vida conocer el secreto y no podré descansar hasta haberlo revelado.

—¿Qué debo hacer? —inquirí intrigado.

—Necesitas cuatro carretes de hilo grueso virgen y herramientas para hacer hoyos profundos. Además, un trapo rojo con el que cubrirás tu nariz y boca al desenterrar los objetos, esto te protegerá del antimonio. Cuando los hayas conseguido, te indicaré el lugar exacto dónde deberás cavar. Tienes que actuar en solitario. Una cosa he de pedir para mí, tres misas a mi nombre, mi alma está cansada de vagar por estos parajes.

—¿Por qué yo? —indagué con extrañeza.

—Porque en ti no habita la codicia y tu corazón está libre de maldad —respondió.

Exaltado, me desperté de aquel sueño apuntando con ahínco lo más relevante en una libreta que acostumbraba tener al lado de mi cama sobre una rústica mesita de noche.

En los días siguientes, antes de volver con mi familia, caminé por las calles angostas y torcidas de Chiclayo en busca de los ovillos hasta conseguirlos. Pasé el fin de semana con mi esposa y mis cinco hijos, trabajando en mi parcela. Doce días al mes debía yo arar el fundo de media hectárea, que el patrón me había concedido para alimentar a los míos. Luego tuve que volver al anexo otra vez.

Coloqué sobre la mesita de noche los carretes adquiridos. Al día siguiente encontré el hilo del primer ovillo atado a la manija de la puerta, este avanzaba en línea recta cruzando el cañaveral. Aquel ser del otro mundo había desmadejado el carrete señalando de esta forma el camino desde la casucha hasta uno de los entierros. Asombrado, quise verificar que no hubiera nadie en la cercanía y al dar la vuelta a la morada, descubrí los tres hilos que me indicaban los otros lugares.

Me pareció curioso que el área donde debía cavar, estuviera alejada varios metros del lugar donde había visto los fuegos varías veces. Solo uno se encontraba al pie de un árbol de mangos cerca de la casa. Recogí el hilo de las madejas, colocando primero estacas de madera en los lugares asignados.

Esperé al día indicado para romper el suelo en los confines de la vieja hacienda, viernes santo, fecha en que según algunos, la tierra se abre para dar a luz los secretos de su interior. Me hice la señal de la cruz como un gesto instintivo y comencé a remover el terreno, al inicio con un pico y después con una pala, de vez en cuando me detenía a descansar y beber agua. De pronto, oí el ruido de la herramienta al chocar contra el metal. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al intentar sacar el objeto, era una lata de unos veinte centímetros y que retiré cuidadosamente. La envolví con papel periódico y la coloqué en mi alforja. Luego continué cavando en los otros lugares indicados.

 

Con el paso de las horas el sol comenzó a ocultarse, mostrando en el cielo sus hermosos tonos rojizos. Poco después fue necesario alumbrarme con el lamparín a kerosene para poder ver con claridad. Cuando encontré la última lata y, al parecer, la más grande e importante, tuve una extraña visión. La tranquila noche se agitó y un remolino atravesó el terreno helándome la sangre. Las ramas del árbol de mango se menearon amenazantes ante mis ojos, como un gigante dispuesto a devorarme.

Mi corazón se aceleró y empecé a respirar con dificultad. Sólo quería terminar lo que había empezado. Estaba allí en medio del campo, cavando con el único propósito de hacerle un favor al muerto. ¿Qué más podría suceder?, me pregunté temeroso y a la vez fastidiado. Después de unos minutos todo volvió a la normalidad. Exhausto, saqué la lata que había quedado destrozada por el impacto de la herramienta. Relucientes monedas saltaron a mi vista, eran libras de oro.

Cuando tuve los cuatro envases metálicos y después de comprobar que las otras tres latas contenían también libras, me invadió la euforia y luego una gran preocupación. Aquel hombre había pagado con su vida la posesión de su tesoro. Qué deparaba el destino para mí. Era notorio que él había sufrido una escena de violencia que acabó con su existencia. Hice lo posible para no romper mi campo de serenidad, con mucho respeto elevé una oración de agradecimiento por la experiencia y el regalo recibido. Al día siguiente terminado el trabajo encomendado por el patrón, tomé el caballo y me dirigí al lugar donde vivía con mi familia.

Era necesario actuar con cautela y precaución. Puse a buen recaudo mi tesoro, las cosas de valor nunca se deben tener al alcance de las manos, ni a los ojos de la gente. Bajo tierra estarían seguras. Esperaría tres meses hasta poder comercializar las monedas, era lo que el alma en pena me había dicho.

La posesión de aquellas libras de oro, ochocientas ochenta y dos en total, en cuyo anverso podía leerse: verdad y justicia, empezaron a robar la paz y tranquilidad de mis días. Siendo yo un hombre sencillo, sin vicios, afrodescendiente, temeroso de Dios y sabedor de que la riqueza corrompe el espíritu, opté por llevar la misma vida mísera que tenía hasta entonces. Un estilo ostentoso solo habría causado envidia de los vecinos e ideas paranoicas de mi parte.

Cómo podría explicar de pronto lo que poseía. Un tesoro oculto pertenece al que lo descubre si el sitio es de su propiedad. De qué forma podía yo relatar al patrón la historia del alma en pena y los carretes de hilo. Las monedas de oro me trajeron la misma sensación de incertidumbre que la libertad a los antepasados míos, al principio no supieron que hacer con ella. Se vieron obligados a regresar a las haciendas y trabajar como jornaleros a muy poco sueldo.

Con el paso de los días, mis hijos empezaron a hablarme acerca de una silueta sombría que creían ver a menudo de pie junto al fogón. Yo imaginé de quién se trataba. Debía tomar una decisión para deshacerme de su fastidiosa compañía.

Queriendo descargar mi alma del peso que la agobiaba, confesé al cura de la parroquia lo ocurrido, el mismo que me aconsejó compartir mi tesoro con los más pobres y en obras de caridad para la iglesia del pequeño pueblo que se había formado alrededor de la hacienda.

Después de las misas por el alma de aquel difunto y temiendo que una maldición cayera sobre mí y mis descendientes, adquirí en Monsefú, una imagen sagrada y le regalé a mi pueblo, en complicidad con el párroco, la tradición de celebrar durante tres días, la fiesta patronal del niño Jesús. Aún después de mi muerte, cada año en el mes de diciembre y al amparo de una gran fogata por las noches, la algarabía se apodera del polvoriento lugar.

lunes, 28 de agosto de 2023

En el lugar apropiado

Rosario Sánchez Infantas


Se había pagado para ser feliz; los cuatro coloridos boletos lo aseguraban.

Un par de días antes, desde el megáfono de un automóvil, se prometía en la pequeña ciudad: magia, hermosura, fuerza y fascinación. El tono con el que sus padres anunciaron que, el fin de semana, la familia iría a la función del circo reforzó las expectativas de todos los integrantes. A Laura, de nueve años, le resultó difícil reconocer el descampado polvoriento y sin una brizna de yerba. Ahora lo poblaban varias carpas pequeñas, jaulas con tigres, leones, osos pardos, chimpancés e incluso un cóndor andino. Hermosos niños y jovencitas, con vestimentas que parecían salidas de un libro de cuentos de Charles Perrault, vendían palomitas de maíz, algodón de azúcar, manzanas acarameladas y otras golosinas. El protagonismo se lo llevaba la gran carpa multicolor con sus banderas al viento, muchas bombillas y una banda interpretando una melodía alegre y pegadiza.

Se instalaron en la improvisada gradería de madera. Ella se maravilló con los atuendos elegantes de los presentadores, la gracia de los payasos y con la actuación de los magos y ventrílocuos que le hacía dudar de sus sentidos. Sufrió intensamente cuando tras el anuncio con redoble de tambores salieron a la pista las delicadas acróbatas. Creía entender la perspectiva de ellas y sintió la tristeza y el desamparo que imaginaba había detrás de sus hermosas sonrisas. Admiró, en un segundo plano, el equilibrio, la precisión y la destreza en el trapecio a gran altura. En las noches, en la ciudad ubicada a cuatro mil metros sobre el nivel del mar, la temperatura lindaba los cero grados. Laura sentía frío pese a su ropa de abrigo. Aquellas jóvenes, además del miedo a fallar en sus acrobacias, debían enfrentar la tensión y orfandad de no estar en el lugar apropiado. Imaginó que ellas, desde allí arriba, notaban que solo un tercio de asientos estaban ocupados. Vivió la aflicción de estas personas para comprar alimentos para ellos… ¡y para sus animales!

Y cuando salieron las fieras, descritas como grandes amenazas para sus domadores, temió por el riesgo que estos enfrentaban. Pero, sufrió muchísimo el desconcierto absoluto de un león africano en esta tundra frígida. Pensaba que nadie, y menos el tigre traído desde la India, se acostumbra a vivir en una jaula de dos metros por cuatro. Los animales tenían que sentir que este no era el lugar apropiado y sintió su desarraigo. No es que los observara tristes, abatidos; su fantasía, o quizás su memoria, le facilitaron comprender, ser sensible y compartir las experiencias emocionales de estos seres lastimados.

Así fue por el mundo Laura, compartiendo el desconsuelo de los demás como si fuera propio. Lloraba por los toreros y por los toros, por los perros abandonados, por los mendigos sin pan, por los niños sin futuro, por los bosques arrasados y las criaturas que quedaban sin hogar. Leía historias que le hacían sentir la soledad del patito feo, la esperanza vana de Vanka, el dolor y desarraigo del tío Tom, las humillaciones a Quasimodo, la indiferencia que sufren la golondrina y el Príncipe feliz pese a ser solidarios, y tantos otros seres que acompañó. Todos ellos le recordaban su propia condición: no estar en el lugar apropiado.   

Sus padres, empleados públicos, garantizaron educación y salud a Laura y a su hermano Lucas; sin embargo, al no estar preparados para hacerlo, no promovieron la expresión de sentimientos y emociones entre los miembros de la familia. En su afán de garantizar que tuvieran éxitos en el futuro, los padres motivaban a sus hijos hacia logros académicos, no mostrando afecto y aceptación incondicional. En la escuela los niños recibieron una educación católica tradicional. Interpretaba la realidad mediante las virtudes que las monjas incluían en la libreta de notas: piedad, urbanidad, caridad, puntualidad y obediencia en las que obtenía notas excelentes al igual que en el aprovechamiento académico.

Laura no pudo relacionar su especial sensibilidad con sus lecturas tempranas, las frecuentes discusiones que devinieron en el divorcio de sus padres, el que su querido hermano estudiara en un internado en otra ciudad. Tampoco podía saber que tenía un temperamento emotivo. El control mediante la culpa y la falta de estímulo a la creatividad, marcaron su infancia, tanto en la escuela como en su hogar. Nunca había logrado lo suficiente como para congratularse y disfrutar. Siempre había algo por alcanzar.  

Por los años ochenta, Laura bordeaba los cuarenta años cuando, ante el delicado estado de salud de su hermano, debió contratar un auto que la llevara a otra ciudad, distante cuatrocientos kilómetros, en la costa peruana. Viajó de noche y aprovechó para dormir. Un gran golpe la despertó. Se habían salido de la carretera, el auto impactó contra una cerca de protección y se desplazaron en el aire unos segundos para caer unos tres metros abajo en una explanada de arena. Salvo unos golpes, ella y el chofer estaban bien. Tras las revisiones respectivas el conductor señaló que debía regresar al poblado más cercano por ayuda y comunicar al propietario del vehículo. Laura lamentaba que lo agreste del lugar donde estaban no le permitiera subir a la autopista y seguir su viaje.

La angustia la invadió cuando pensó que su hermano podía morir sin atención médica oportuna. Lucas y su esposa Marcia habían tenido un accidente automovilístico el día anterior cuando empezaban a disfrutar sus vacaciones en un balneario. Antes de ser auxiliados unos delincuentes juveniles les habían robado sus pertenencias, dinero y documentos. En el hospital estatal solo les dieron la atención de emergencia. Él requería una resonancia magnética que no se realizaba en dicho nosocomio.

Lucas siempre que pudo había estado con ella. Apenas dos años mayor, la asistía con los deberes escolares, la ayudó a elegir una profesión y el centro de estudios, la instruía en la toma de decisiones importantes, había estado con ella cuando enfermaba, cuando debía enfrentar una entrevista de trabajo y cuando se instaló en otra localidad. Nunca se expresaron implícitamente que se querían, pero sus actos silenciosos lo demostraban. La agobió imaginar su dolor, el peligro que corría su vida, la angustia de Marcia, la impotencia de no poder acudirlos a tiempo. Más aun, por su demora, deberían pensar que algo malo debió ocurrirle a ella en el viaje. No estaría en el lugar apropiado cuando la requerían.

De pronto tuvo una comprensión súbita de su último pensamiento. Se preguntó: «¿Cuándo estaré en el lugar apropiado para mí? ¿Cuándo me pondré en mi lugar? ¿Cuándo entenderé mis emociones, seré sensible a ellas y tendré una respuesta solidaria y apropiada a esa otra persona, que soy yo? Recién entonces tomó conciencia que le dolía mucho el cuello. Pensó que podía tener una lesión medular y verse afectada su sensibilidad y movimientos. Lloró al notar que su mano derecha estaba adormecida y tenía muy adolorida la cabeza. Se dio cuenta que siempre había minimizado lo que a ella le pasaba.

Cobró significado lo que su hermano muchas veces dijera: «¡No hay que ser tarugo! ¡Es cuestión de punto de vista!». Sabía de la urgencia de llegar a acudir a sus familiares; sin embargo, cuando el conductor le pidiera quedarse cuidando el vehículo “un par de horas, para que no se lo roben”, había aceptado inmediatamente. Respiró profundo y pensó: «Falta poco para el un nuevo día. Ahora solo puedo descansar y cuidarme… especialmente de mi imaginación».  Seis horas después una Laura más serena se encontró con su hermano y su cuñada, estables en el hospital. Ella estuvo en observación unas horas.   

Siguió siendo una persona sensible, altruista y solidaria; ello unido a sus lecturas y una, no consciente, vocación por escribir convergieron en un taller literario. El exceso de empatía e imaginación lo convirtió en cuentos.

Fue una gran compañera de sí misma desde que se ubicó en el lugar apropiado: al lado de sí misma.

martes, 22 de agosto de 2023

Un hombre afortunado

Érika L. Ramírez Levín


¿Cómo lograba mantenerse ecuánime tras haber sido engañado? Malditos fraudes. Cada vez eran más sofisticados y, por lo mismo, más creíbles. A pesar de que ya habíamos platicado de los nuevos y distintos tipos de ingeniería social que surgían —phishing, vishing, smishing, baiting y un largo etcétera, lo sorprendieron distraído y cayó redondito. Con una actitud muy versada, un «ejecutivo» le notificó que el banco había detectado una compra inusual con su tarjeta de débito, por lo que era necesario cancelarla antes de que los ladrones continuaran utilizando sus recursos financieros de modo ilícito. Claro, se requería realizar algunas «pruebas» para garantizar la correcta cancelación de la cuenta, por lo que le solicitó de forma muy amable y profesional su número de tarjeta y su código. Se despidió repitiendo su nombre y el del banco, agradeciéndole su tiempo y responsabilidad ante esa contrariedad. 

Le vaciaron su cuenta. 

Este hombre no dejaba de asombrarme. Situaciones así le sucedían con demasiada frecuencia, como si hubiera venido al mundo a probar todo lo que podía salir mal. Yo lo admiraba por su enorme paciencia, bondad y carencia de ver lo negativo en lo que le ocurría. Él lo tornaba en aprendizaje, y lo repetía no sé si para que yo lo comprendiera así o para no perder su cordura. 

Desde niño, Hugo conoció el dolor… ese que cala el alma, que arriesga la sensatez, que colma el interior de odio si no se trabajan las emociones de manera asertiva. Su madre se entregó a la drogadicción a fin de olvidar el abandono de un marido violento, alcohólico y mujeriego. Por eso, a muy temprana edad, tuvo que aprender a valerse por sí mismo. Sin embargo, era inteligente y comprendió que no era hogar aquél en donde era humillado y maltratado o, en el mejor de los casos, ignorado, así es que huyó sin que alguien intentara detenerlo. 

Creció en las calles resuelto a forjarse una vida libre de las carencias con las que se crio. Trabajó de repartidor, mensajero, limpiabotas, vendedor de periódicos, ayudante de mecánico y de todo cuanto pudo, mas también pedía limosna porque por razones incomprensibles y falsas —lo acusaban de robo, le sembraban paquetitos de estupefacientes, lo señalaban de incapaz—, le era difícil mantener los oficios por mucho. Ante esto, él decía: «Intentaban sobajarme… algo debí estar haciendo bien». 

Aun así, logró rentar un cuartucho en una zona popular y dividir sus días entre el trabajo, la limosna y los estudios. Encontró un instituto que proveía educación a personas en situación de calle o de escasos recursos. Él sabía que si aprendía «cosas» le podría ir mejor en esto que llamaban «vida». 

El tiempo transcurrió rápido como suele hacerlo cuando uno tiene muchas actividades en su haber y, después de tardes y noches de arduo estudio, Hugo concluyó la preparatoria y encontró trabajo de cajero en una tienda departamental. Luego de un año, se mudó a una zona más segura y continuó ahorrando como había aprendido a hacer al vivir continuamente con la incertidumbre que proveen la hambruna y la soledad. 

Conoció a la mujer de sus sueños una mañana de noviembre. En cuanto la vio quedó prendado de su belleza, de su sonrisa de diosa que iluminaba ese rostro de piel canela y labios carmines enmarcado por una melena libre, revuelta, como olas de un mar negro bajo una noche de luna llena. Y esos ojos, ¡tan hermosos! Como si el amanecer se hubiera posado sobre sus iris. Hugo se petrificó, inconsciente de su estupor, ante la musa que había arrebatado su respiración, hasta que una voz estridente lo sobresaltó regresándolo a la realidad. «¡¿Nos va a cobrar o no?!». El esposo, desesperado por irse, golpeó con una mano la superficie donde se apoyaba la caja registradora. «Calma, Patricio, no hay necesidad», dijo aquella divinidad hecha mujer al palurdo que la acompañaba, para después regresar la mirada a Hugo y regalarle un discreto guiño. 

El invierno quedó atrás y la primavera trajo sorpresas, como las dos golpizas que le propinó el cónyuge de su amada al darse cuenta de que ella frecuentaba la tienda más que antes. No obstante, gracias a la resiliencia y, de nuevo, la paciencia de Hugo, ese hombre abyecto comprendió su derrota y entre calumnias y berrinches firmó el divorcio y desapareció. Hugo y María, su diosa, se casaron seis meses después. 

Pese a los rayos de sol que fugaces iluminaron sus vidas, la nueva pareja atravesó varios retos que, me incluyo, hubieran mermado a cualquiera en sus intentos por mantener la fe de que todo se resolvería. Habían logrado juntar el enganche para comprar un pequeño departamento mediante la conocida de una amiga que trabajaba en el medio inmobiliario y que sabía, les dijeron, de ofertas que no se publicitaban para asegurar los costos bajos. Solo tenían que dar una cantidad que cubriera los gastos administrativos y el crédito para la compra del inmueble sería suyo. Reunieron a diez familias, incluyéndolos, quienes aportaron lo solicitado. Al intentar dar seguimiento a los trámites, la «amiga» no volvió a contestar el teléfono ni se supo más de ella. 

A la par de esa experiencia, se enteraron de que María estaba embarazada. El júbilo por la noticia inundó sus vidas y logró opacar el amargo trago de ver perdidos casi todos sus ahorros. Mas cuando la vida se ensaña, no lo hace «de a poco» y, tres semanas después, unos dolores insoportables, junto con las sábanas ensangrentadas, les anunciaron que habían perdido al bebé. En el transcurso de dos años esto se repitió en cinco ocasiones, siempre antes del segundo mes de gestación, por lo que tras la última decepción se resignaron a que no serían padres. 

Continuaron trabajando para equilibrar su economía, ella como docente de una primaria cercana al departamento que rentaban y él como supervisor de la tienda departamental en donde se habían conocido. Una tarde cálida de julio, Hugo regresaba del trabajo a su hogar. María lo esperaba con un gesto que él no supo interpretar. Ella se acercó, lo abrazó con fuerza y le susurró al oído aún aferrada a su ser: «Lo logramos, mi amor, por fin. Tenemos un angelito de cuatro meses cocinándose en mi vientre». Fue la primera vez que él lloró y rio al mismo tiempo, un poco por el modo en que su esposa le dio la noticia y otro tanto por la euforia que le provocaba semejante nueva. 

Si bien, unos meses después, una niña sana fue bienvenida en este mundo, el trance de la cesárea, aunado a los abortos que había tenido, trajo complicaciones que provocó que los médicos decidieran practicar una histerectomía. Aunque esto fue un golpe difícil de asimilar, se sentían agradecidos por la hija que ahora balbuceaba en sus brazos. Así es que Hugo, una vez más, convirtió en aprendizaje la experiencia y decidió disfrutar lo que sí tenían en lugar de lamentarse por lo que no podrían tener. 

Los años se fueron acumulando en las canas cada vez más numerosas de sus cabellos, en las manchas de sus manos y en la vida de su hija de la cual eran fervientes y amorosos testigos. Pudieron brindarle una educación aceptable que ella aprovechó exitosamente. Consiguió un trabajo que le proporcionó un excelente nivel de vida. Así, cumplió el sueño de sus padres de tener un lugar propio donde vivir al regalarles una casa modesta pero acogedora. Conoció a un buen hombre con quien formó su propia familia, convirtiéndolos en orgullosos abuelos de una niña hermosa, con el mismo tono de piel y los mismos ojos enormes, tan expresivos, como los de la abuela. 

Cuando la chiquilla cumplió cinco años, los abuelos le organizaron una fiesta en el parque situado frente a su casa y que sabían que a la niña le encantaba. Adornaron con globos de colores, contrataron un payaso, una animadora de eventos e invitaron a toda la familia y amigos con los que contaban. El día estaba soleado sin rastro de nubes, perfecto para la ocasión. 

El momento del pastel llegó. María agarró a su nietecita de la mano y le pidió que la acompañara a la casa por los platos pasteleros que había olvidado en la cocina. En realidad, quería ir por el regalo especial que tenía guardado para dárselo una vez que soplara las velas. Su nieta, parlanchina y jovial como se caracterizaba, iba dando de brinquitos sin soltar la mano de su abuelita. Hugo sabía esto y se quedó en la fiesta haciendo espacio en la mesa junto al pastel. Su sonrisa parecía salirse de su rostro. Veía a toda aquella gente que los estimaba y a quienes ellos apreciaban, agradeciendo a la vida por permitirle disfrutar un momento como ese, cuando un rechinido de llantas se escuchó cerca del parque. 

Ayer que regresábamos del panteón se habían cumplido tres años de su partida. Fuimos a cambiar las flores de la tumba donde descansaba su diosa, su amada esposa, y a renovar los peluches que yacían sobre la diminuta sepultura que la acompañaba a su lado derecho, tal y como se despidieron de esta vida agarradas de la mano. Después de «platicarles» lo que había sucedido con la supuesta llamada del banco, Hugo sonrió avergonzado de haber sido víctima de tal ardid y dobló su brazo para que yo me aferrara de él. 

Les mandamos un beso de despedida y comenzábamos a caminar cuando volvió a sorprenderme: «Te aseguro que están bien, porque vinieron a esta vida para mostrarme que no todo podía ser tan malo como varias veces creí. ¿Sabías que, en mi juventud, estuve a punto de suicidarme en varias ocasiones?». Me detuve en seco, no tenía idea. «Con ellas aprendí que, para poder valorar la luz, se debe conocer a fondo la oscuridad». Y con esta frase retomamos nuestro paso mientras yo sentía que mis mejillas se humedecían por toda la tristeza, la frustración y la rabia que se revolvían dentro de mí. Me quedaba claro que él estaba destrozado, que la partida de su diosa y, no se diga de su pequeña luciérnaga, como le decía a su nietecita, lo habían devastado. Pese a eso, otra vez se levantaba de entre los escombros y encontraba el aprendizaje que, de alguna manera, lo impulsaba a seguir adelante. ¡Cuánto lo idolatraba! No solo me aferré a su brazo, sino que intenté afianzarme a su grandeza y agradecí poder transitar este suplicio al lado de él: mi héroe, mi guía… mi padre.