martes, 22 de agosto de 2023

Un hombre afortunado

Érika L. Ramírez Levín


¿Cómo lograba mantenerse ecuánime tras haber sido engañado? Malditos fraudes. Cada vez eran más sofisticados y, por lo mismo, más creíbles. A pesar de que ya habíamos platicado de los nuevos y distintos tipos de ingeniería social que surgían —phishing, vishing, smishing, baiting y un largo etcétera, lo sorprendieron distraído y cayó redondito. Con una actitud muy versada, un «ejecutivo» le notificó que el banco había detectado una compra inusual con su tarjeta de débito, por lo que era necesario cancelarla antes de que los ladrones continuaran utilizando sus recursos financieros de modo ilícito. Claro, se requería realizar algunas «pruebas» para garantizar la correcta cancelación de la cuenta, por lo que le solicitó de forma muy amable y profesional su número de tarjeta y su código. Se despidió repitiendo su nombre y el del banco, agradeciéndole su tiempo y responsabilidad ante esa contrariedad. 

Le vaciaron su cuenta. 

Este hombre no dejaba de asombrarme. Situaciones así le sucedían con demasiada frecuencia, como si hubiera venido al mundo a probar todo lo que podía salir mal. Yo lo admiraba por su enorme paciencia, bondad y carencia de ver lo negativo en lo que le ocurría. Él lo tornaba en aprendizaje, y lo repetía no sé si para que yo lo comprendiera así o para no perder su cordura. 

Desde niño, Hugo conoció el dolor… ese que cala el alma, que arriesga la sensatez, que colma el interior de odio si no se trabajan las emociones de manera asertiva. Su madre se entregó a la drogadicción a fin de olvidar el abandono de un marido violento, alcohólico y mujeriego. Por eso, a muy temprana edad, tuvo que aprender a valerse por sí mismo. Sin embargo, era inteligente y comprendió que no era hogar aquél en donde era humillado y maltratado o, en el mejor de los casos, ignorado, así es que huyó sin que alguien intentara detenerlo. 

Creció en las calles resuelto a forjarse una vida libre de las carencias con las que se crio. Trabajó de repartidor, mensajero, limpiabotas, vendedor de periódicos, ayudante de mecánico y de todo cuanto pudo, mas también pedía limosna porque por razones incomprensibles y falsas —lo acusaban de robo, le sembraban paquetitos de estupefacientes, lo señalaban de incapaz—, le era difícil mantener los oficios por mucho. Ante esto, él decía: «Intentaban sobajarme… algo debí estar haciendo bien». 

Aun así, logró rentar un cuartucho en una zona popular y dividir sus días entre el trabajo, la limosna y los estudios. Encontró un instituto que proveía educación a personas en situación de calle o de escasos recursos. Él sabía que si aprendía «cosas» le podría ir mejor en esto que llamaban «vida». 

El tiempo transcurrió rápido como suele hacerlo cuando uno tiene muchas actividades en su haber y, después de tardes y noches de arduo estudio, Hugo concluyó la preparatoria y encontró trabajo de cajero en una tienda departamental. Luego de un año, se mudó a una zona más segura y continuó ahorrando como había aprendido a hacer al vivir continuamente con la incertidumbre que proveen la hambruna y la soledad. 

Conoció a la mujer de sus sueños una mañana de noviembre. En cuanto la vio quedó prendado de su belleza, de su sonrisa de diosa que iluminaba ese rostro de piel canela y labios carmines enmarcado por una melena libre, revuelta, como olas de un mar negro bajo una noche de luna llena. Y esos ojos, ¡tan hermosos! Como si el amanecer se hubiera posado sobre sus iris. Hugo se petrificó, inconsciente de su estupor, ante la musa que había arrebatado su respiración, hasta que una voz estridente lo sobresaltó regresándolo a la realidad. «¡¿Nos va a cobrar o no?!». El esposo, desesperado por irse, golpeó con una mano la superficie donde se apoyaba la caja registradora. «Calma, Patricio, no hay necesidad», dijo aquella divinidad hecha mujer al palurdo que la acompañaba, para después regresar la mirada a Hugo y regalarle un discreto guiño. 

El invierno quedó atrás y la primavera trajo sorpresas, como las dos golpizas que le propinó el cónyuge de su amada al darse cuenta de que ella frecuentaba la tienda más que antes. No obstante, gracias a la resiliencia y, de nuevo, la paciencia de Hugo, ese hombre abyecto comprendió su derrota y entre calumnias y berrinches firmó el divorcio y desapareció. Hugo y María, su diosa, se casaron seis meses después. 

Pese a los rayos de sol que fugaces iluminaron sus vidas, la nueva pareja atravesó varios retos que, me incluyo, hubieran mermado a cualquiera en sus intentos por mantener la fe de que todo se resolvería. Habían logrado juntar el enganche para comprar un pequeño departamento mediante la conocida de una amiga que trabajaba en el medio inmobiliario y que sabía, les dijeron, de ofertas que no se publicitaban para asegurar los costos bajos. Solo tenían que dar una cantidad que cubriera los gastos administrativos y el crédito para la compra del inmueble sería suyo. Reunieron a diez familias, incluyéndolos, quienes aportaron lo solicitado. Al intentar dar seguimiento a los trámites, la «amiga» no volvió a contestar el teléfono ni se supo más de ella. 

A la par de esa experiencia, se enteraron de que María estaba embarazada. El júbilo por la noticia inundó sus vidas y logró opacar el amargo trago de ver perdidos casi todos sus ahorros. Mas cuando la vida se ensaña, no lo hace «de a poco» y, tres semanas después, unos dolores insoportables, junto con las sábanas ensangrentadas, les anunciaron que habían perdido al bebé. En el transcurso de dos años esto se repitió en cinco ocasiones, siempre antes del segundo mes de gestación, por lo que tras la última decepción se resignaron a que no serían padres. 

Continuaron trabajando para equilibrar su economía, ella como docente de una primaria cercana al departamento que rentaban y él como supervisor de la tienda departamental en donde se habían conocido. Una tarde cálida de julio, Hugo regresaba del trabajo a su hogar. María lo esperaba con un gesto que él no supo interpretar. Ella se acercó, lo abrazó con fuerza y le susurró al oído aún aferrada a su ser: «Lo logramos, mi amor, por fin. Tenemos un angelito de cuatro meses cocinándose en mi vientre». Fue la primera vez que él lloró y rio al mismo tiempo, un poco por el modo en que su esposa le dio la noticia y otro tanto por la euforia que le provocaba semejante nueva. 

Si bien, unos meses después, una niña sana fue bienvenida en este mundo, el trance de la cesárea, aunado a los abortos que había tenido, trajo complicaciones que provocó que los médicos decidieran practicar una histerectomía. Aunque esto fue un golpe difícil de asimilar, se sentían agradecidos por la hija que ahora balbuceaba en sus brazos. Así es que Hugo, una vez más, convirtió en aprendizaje la experiencia y decidió disfrutar lo que sí tenían en lugar de lamentarse por lo que no podrían tener. 

Los años se fueron acumulando en las canas cada vez más numerosas de sus cabellos, en las manchas de sus manos y en la vida de su hija de la cual eran fervientes y amorosos testigos. Pudieron brindarle una educación aceptable que ella aprovechó exitosamente. Consiguió un trabajo que le proporcionó un excelente nivel de vida. Así, cumplió el sueño de sus padres de tener un lugar propio donde vivir al regalarles una casa modesta pero acogedora. Conoció a un buen hombre con quien formó su propia familia, convirtiéndolos en orgullosos abuelos de una niña hermosa, con el mismo tono de piel y los mismos ojos enormes, tan expresivos, como los de la abuela. 

Cuando la chiquilla cumplió cinco años, los abuelos le organizaron una fiesta en el parque situado frente a su casa y que sabían que a la niña le encantaba. Adornaron con globos de colores, contrataron un payaso, una animadora de eventos e invitaron a toda la familia y amigos con los que contaban. El día estaba soleado sin rastro de nubes, perfecto para la ocasión. 

El momento del pastel llegó. María agarró a su nietecita de la mano y le pidió que la acompañara a la casa por los platos pasteleros que había olvidado en la cocina. En realidad, quería ir por el regalo especial que tenía guardado para dárselo una vez que soplara las velas. Su nieta, parlanchina y jovial como se caracterizaba, iba dando de brinquitos sin soltar la mano de su abuelita. Hugo sabía esto y se quedó en la fiesta haciendo espacio en la mesa junto al pastel. Su sonrisa parecía salirse de su rostro. Veía a toda aquella gente que los estimaba y a quienes ellos apreciaban, agradeciendo a la vida por permitirle disfrutar un momento como ese, cuando un rechinido de llantas se escuchó cerca del parque. 

Ayer que regresábamos del panteón se habían cumplido tres años de su partida. Fuimos a cambiar las flores de la tumba donde descansaba su diosa, su amada esposa, y a renovar los peluches que yacían sobre la diminuta sepultura que la acompañaba a su lado derecho, tal y como se despidieron de esta vida agarradas de la mano. Después de «platicarles» lo que había sucedido con la supuesta llamada del banco, Hugo sonrió avergonzado de haber sido víctima de tal ardid y dobló su brazo para que yo me aferrara de él. 

Les mandamos un beso de despedida y comenzábamos a caminar cuando volvió a sorprenderme: «Te aseguro que están bien, porque vinieron a esta vida para mostrarme que no todo podía ser tan malo como varias veces creí. ¿Sabías que, en mi juventud, estuve a punto de suicidarme en varias ocasiones?». Me detuve en seco, no tenía idea. «Con ellas aprendí que, para poder valorar la luz, se debe conocer a fondo la oscuridad». Y con esta frase retomamos nuestro paso mientras yo sentía que mis mejillas se humedecían por toda la tristeza, la frustración y la rabia que se revolvían dentro de mí. Me quedaba claro que él estaba destrozado, que la partida de su diosa y, no se diga de su pequeña luciérnaga, como le decía a su nietecita, lo habían devastado. Pese a eso, otra vez se levantaba de entre los escombros y encontraba el aprendizaje que, de alguna manera, lo impulsaba a seguir adelante. ¡Cuánto lo idolatraba! No solo me aferré a su brazo, sino que intenté afianzarme a su grandeza y agradecí poder transitar este suplicio al lado de él: mi héroe, mi guía… mi padre.

1 comentario:

  1. Resiliencia que corta como daga filosa. La gente que tiene este "don", es gente con cicatrices tan profundas y tan calladas que te congelarían si supieras lo mínimo de sus historias. Nos queda aprender de ellos y poner en una balanza los "problemas" que nos creamos día a día y los verdaderos dolores que arremeten contra el alma. Gran cuento con una profunda enseñanza.

    ResponderEliminar