viernes, 26 de octubre de 2012

ADN


Susana Arcilla


Ernesto Sandoval fue al mar una tarde de mucho calor, se metió a nadar para pensar un rato y distenderse. El agua fría le dio en el cuerpo como una cachetada. De repente, una ola gigante lo envolvió y -a pesar de todos los esfuerzos- no consiguió salvarse. Murió ahogado. La playa quedó muda; ni las olas ni la espuma avisaron que había un accidente, las nubes siguieron su camino hacia el sur atravesadas por los rayos del sol, la arena caliente fue testigo mudo de lo irremediable.

Adriana García decidió finalmente separarse de su marido. Lamentando que no habían tenido hijos, se llevó todas sus cosas personales y salió de la casa para no volver, dando un golpe fuerte a la puerta…

-¡Tenemos que resolver esto!  -le había dicho a su marido el día anterior- ¡No podemos seguir así!

- ¡Hacé lo que quieras! ¡Ya no te aguanto más! -su tono despreciativo y su cara amargada anunciaban el peor final.

La casa que habían compartido –esos años- nunca alcanzó a tener el color y el olor de un hogar, por una cosa u otra siempre los obstáculos prevalecían sobre las soluciones y se hacía muy difícil el camino de a dos. ¿Para qué seguir sufriendo?

En el mismo momento -en otro lugar de la ciudad-  Ernesto decide separase de su pareja. A pesar de todos los intentos no pudo salvar la relación, decidió irse y de un portazo dejó atrás su pasado reciente. Por suerte no tenían hijos en común, lo que facilitaba el desenlace.

- ¡Fuimos muy felices nosotros! ¡No sé qué te pasa ahora! -su compañera no podía creer que tomara esa decisión.

- ¡Esto no va más! ¡Me cansé de remarla solo! Lo lamento –le contestó Ernesto con tristeza, bajando su rostro para no mirarla. Ya no había retorno.

No sé si había sido la inmadurez de él  lo que empañó el proyecto de vida que tenían juntos, pero si algo era cierto es que la relación no daba para más. La certeza que tenía en el momento de marchar lo consoló de alguna manera, pensó que estaba obrando bien.

Tanto Ernesto como Adriana empezaron a hacer “vida de solteros”, inaugurando una independencia ya olvidada. Cada uno vivía solo en un pequeño departamento y después de trabajar toda la semana disfrutaban de las noches de viernes y sábados como cuando eran adolescentes; no se conocían, pero vivían en la misma ciudad. Ambos trabajaban en el comercio, en la atención al público. Habían armado el departamento de solteros de acuerdo a sus gustos, no tenían horarios ni presiones; con el tiempo creyeron que esa era la vida perfecta y que nunca terminaría.

Adriana le dio paso al gusto personal para decorar todo el departamento, eligió  el rosa y blanco; contrató un delivery de comidas para el mediodía y de noche se arreglaba con un té y galletitas. Aprovechó para dedicarse a su persona: cosmetóloga, depiladora, peluquera, compras de ropa, era el circuito acostumbrado cada mes, después de cobrar su sueldo. Todo era una novedad para ella ahora; pensar que estuvo ahorrando con su pareja anterior para comprar un autito nuevo… Lo recordaba y sonreía: eso ya no existía ni existiría jamás.

Ernesto ni sabía que podía decorar su departamento nuevo. Como caían las cosas ahí quedaban; se respiraba un desorden “organizado” en función de sus necesidades. Amaba el deporte y entonces se iban sumando en el piso: bicicleta, patines, aros de básquet, pelotas, raquetas…Comía en forma esporádica y sin horarios, sus amigos  lo invitaban a “asados de solteros y separados” algunas noches; tenía la heladera llena de imanes de rotiserías[1] para los apuros. No era la limpieza una gran protagonista de su pequeña casa, pero era feliz.

Una noche de sábado –la menos pensada- Ernesto y Adriana se encontraron de casualidad en un boliche, se sintieron atraídos mutuamente a primera vista; tomaban alcohol mientras bailaban, las luces fuertes  como rayos y la música al más alto nivel los ametrallaban en la pista resaltando sus cuerpos, danzaron hasta quedar exhaustos. Vivir el momento en su máxima intensidad era la fórmula que habían encontrado para sentirse bien.

- ¡Qué bien se te ve! ¿Cómo te llamás? ¿Dónde trabajás? ¿Nos hemos visto antes?- se apresuraba Ernesto, sin darse cuenta que  para conocer a Adriana necesitaba más tiempo y menos ruido.

- ¡Todo bien!, pero no te escucho ni te veo… ¿Por qué no vamos a un lugar más tranquilo? -contestó Adriana, tratando de alargar las horas para quedarse con él; le había gustado.

Como los dos iban a volver –cada uno por su lado- a dormir a sus  respectivos departamentos y no estaban tan sobrios como para conducir, decidieron tomar un taxi y pasar el resto de la noche juntos en el departamento de Adriana. Ernesto dejó su auto estacionado en el boliche con intención de volver al otro día a buscarlo. La verdad era que no le preocupaba mucho su vehículo en ese momento.

La soledad, los fracasos anteriores y el alcohol suelen ser  una mala combinación en la madrugada.

- ¿Querés que hagamos el amor? –preguntó él seguro de la respuesta.

- ¡Nada me gustaría más para terminar esta noche fantástica que hemos pasado! -le susurró Adriana al oído, en apretado abrazo.

De ese encuentro furtivo, y salvador a la vez, surgió un embarazo impensado. Fue un hermoso regalo que les dio la vida sin que ellos se lo pidieran.

Por supuesto que Ernesto no estaba en condiciones mentales ni espirituales de aceptar a la nueva vida que llegaba. No estaba seguro de afrontar la responsabilidad de ser padre así de pronto, y menos de una relación casual. Después de todo no la conocía. Así que amparado en el anonimato –dado que de día nunca se habían cruzado- decidió no hacerse cargo. Cuando Adriana le contó la “bendita novedad” por teléfono se mantuvo firme y decidió no involucrarse. Pasó dos años trabajando de día y reventando las noches de los fines de semana, como si todas fueran las últimas que iba a vivir.

Adriana se hizo cargo del embarazo y después de la crianza del bebé; el hermoso varón nació sano y alegró sus días. Dedicarse a tiempo completo a su hijo le cambió la vida; tenía alguien a quien amar, a quien cuidar, el sentido de la vida se le hizo manifiesto en esa criatura divina. Se había realizado su sueño de ser madre y lo estaba disfrutando sin grandes expectativas, sólo vivir el día a día al máximo nivel le bastaba.

Al cabo de dos años, las autoridades municipales consideraron que era necesario preparar a todos los vendedores de la ciudad para la atención de los turistas. Hubo un curso de capacitación –obligatorio- para empleados de comercio, que duró dos días completos, en la sala de conferencias del mejor hotel de la zona. Para muchos era la primera vez que entraban al lugar, un lujo impactante del que sólo disfrutaban los turistas más ricos –especialmente europeos- que llegaban a la ciudad. Mucho confort, grandes espacios alfombrados, arañas gigantes colgaban de los techos, sillones mullidos, mesitas ratonas con revistas caras que mostraban más glamour todavía.

 Allí se volvieron a ver; por supuesto que Adriana llegó con Lautaro, su costumbre era llevarlo a todos lados con ella.

- ¡Ché! ¿No te das cuenta que el pendejo tiene tu cara? ¡Los mismos ojos, boludo! –a la hora del descanso los compañeros empezaron a sugerirle, de mil maneras, que sería bueno hacer un ADN a fin de darle a ese niño un padre como Dios manda.

- ¡Hola! ¿Cómo estás? –le dijo Ernesto acercándose a Adriana, a la vez que llevaba sus manos a los bolsillos del pantalón- ¿Este es tu hijo?

- ¡Sí! Se llama Lautaro –el tono perfecto que sólo una mujer puede poner cuando quiere parecer casual y hacer como si nada pasara.

- ¡Ah! Es muy lindo… ¿Cuántos años tiene? –Ernesto trataba de hacer cuentas rápidas sin traducirlas a su cara. Quería acordarse en qué mes y en qué año fue aquella noche loca, pero no podía a pesar de sus esfuerzos; las palabras de sus compañeros resonaban en su cabeza: ¡Los ojos, fijate los ojos!

- Ya cumplió los dos años –Adriana mantenía su postura de relativa indiferencia, mezclada con una sonrisa gentil.

 Una cosa trajo la otra y Ernesto y Adriana acordaron finalmente hacer el ADN para poner las cosas en su lugar. Parecía que había llegado el momento justo. El resultado  del análisis filiatorio  estuvo listo en unos días, dio positivo un noventa y nueve por ciento. Con gran alegría llevaron a cabo todos los trámites en el Registro Civil de la ciudad para cambiarle el apellido a Lautaro, que ahora se llamaría Sandoval García. A pesar de ser un recinto administrativo, frío y distante, las empleadas de la oficina le dieron la calidez que requería ese trámite. Era tan importante como un casamiento, después de todo. Ernesto, Adriana y Lautaro disfrutaron el momento en que la vida se encausaba para bien. Las risas sonaban en el recinto, el nuevo documento de identidad ya estaba en la mano de la madre orgullosa, alguien hizo algún que otro chiste para aflojar la tensión del momento inaugural de sus vidas.

El universo se había ordenado para Ernesto, no podía creer que tenía un hijo y  que era feliz. Ese día de tanto calor decidió ir al mar para nadar un rato y pensar en el futuro de los tres. Era hora de tomar compromisos más fuertes y duraderos.

El mar estaba espectacular  ese día -de un azul profundo- y la espuma de las olas bañaba la arena caliente de la costa. El sol picaba fuerte a esa hora de la tarde, a lo lejos se veían unos barcos pesqueros con su característico color amarillo y todas las gaviotas haciendo graznidos sobre los cardúmenes. Siempre hay gente caminando por la costa tratando de ganarle días al verano; pasó una pareja de jóvenes abrazados  justo cuando Ernesto pensaba y pensaba antes de entrar al mar. Se detuvo a mirarlos un momento.

Había pasado un mes desde que todo estaba en regla, pensó por qué Adriana no había insistido en esos dos años para que él pudiera tomar una decisión.  El frío del mar lo recibió como una cachetada y una ola gigante se acercaba…Su último pensamiento fue para Lautaro



[1] Casa de comidas con entrega a domicilio.

Telúrico


Raúl Mendoza Cánepa



El almirante Agapito Bermúdez se sirve un vermouth, parece ebrio, gesticula muy despacio y lee reposadamente. Tavito, su hijo, lo observa atento, para él es un héroe mitológico, admira esa mirada letal, penetrante, aterradoramente fría.

Agapito sigue absorto,  pestañea algo fastidiado. Una fina nube de polvo lo invade. Puede contener el aliento y escribir algunas frases entreveradas. El Ingeniero Medina, ensimismado, continúa revisando los papeles; parece no poner atención en el marino. Son muchos números y guiones, puntos y comas, rayas y fechas. "La construcción de una barrera antisísmica en el jardín, al fondo, para la familia, requerirá la participación de diez obreros, una escalera, dos tablones de metal. El gran terremoto de Lima es inminente.”.

El invierno ha llegado y se cuela por las rendijas. Nadie se libra del viento helado de junio. Un olor putrefacto consigue penetrar hasta la sala, emerge del baño, de una tubería rota, carcomida por los años, oxidada. El aire pútrido se distribuye en la atmósfera fría de la casa.

-La chola no ha llamado al gasfitero como le ordené esta mañana, deberá también ver la estructura interna de la casa –dice el almirante.

-Despreocúpese –acota Medina, rascándose la barbilla– esas cosas pasan, pero estamos atentos a los materiales nobles, la casa no caerá por efecto del terremoto.

El rostro de Bermúdez se tensa. El resplandor de la lámpara del techo permite distinguir con mayor nitidez las líneas que se marcan en su frente mientras conversa. El entrecejo apretado, la bilis matizando el rubor del hombre de mar. El rojor de la alfombra contrasta con el mobiliario oscuro, ordenado, dispuesto en trazos geométricos cuidadosamente estudiados. Agapito cree que todo tiene un lugar y una orientación adecuada, es el cosmos, su propio cosmos personal y la ley universal bajo su techo.  Bajo su dominio nadie morirá. Frente a frente, el niño y el almirante se contemplan estáticamente sin hablar.

-¿De qué terremoto hablan? -interroga Tavito, con los ojos fuera de sus órbitas.

-Es una predicción del doctor Adrien Holster, es inevitable -señala el marino- pero conmigo estás a salvo.

Tavito no cree que su padre detendrá la furia de los elementos. Vuelve a su refugio en la esquina del corredor, guarecido toma el sobre que hacía un mes había llegado de Europa, está caliente y huele a papel limpio, a escritorio antiguo. Revisa entre las notas de su padre, deja de poner atención a lo que el almirante dice abajo en la sala. La carta hallada entre papeles viejos es como un tesoro por descubrir a sus ojos. Está maravillado por la estampilla, jamás alguien le había escrito a alguien algo tan intenso, a sus años, el claroscuro de una vela y los contornos de una carta, son la revelación de la vida, de la vida y la muerte, del horror y la tragedia. La carta la había escrito Cristina antes de morir en el naufragio del "2 de Mayo". Debajo de todo hay un cuaderno azul, es el diario del almirante. Página siete. En un cuadrante inferior de La Prensa una nota muy pequeña.  “Se hunde el 2 de Mayo en las aguas frías del sur. No hay sobrevivientes”. Más al extremo en líneas rojas: “Terremoto en Santiago, miles de casas destruidas. Una onda de terror se aproxima a las costas del Pacífico”. Más abajo aún: “Un alud sepultó a una familia en Rivadeneyra” y en una página estrujada, casi al margen “El silencio sísmico, al decir de Adrien Holster, es también una carga de energía descomunal que al liberarse detonará en Lima, epicentro, con un estrepito y una agitación tan bestial que destruirá todo a su paso”. Un papel roto en su extremo inferior “Carta a Cristina”, la firma Agapito, el gran almirante de nuestra armada. Es una caligrafía extraña que el niño no alcanza a descifrar del todo. Un resplandor asoma desde una vela, encima del altar. Tavito torna el rostro nuevamente a la página de Cristina, le parece imposible que su hermana mayor se hubiera muerto. Apenas pudo arrancar el pliego con sus dedos mojados por el sudor.

Es una compleja relación entre el naufragio y el terremoto, el almirante fija los ojos en el rostro de su hijo que se aproxima desde el final del corredor, con la respiración tenue, el rostro impávido debajo de los escombros, estrangulando el aire los ojos cerrados bajo los trozos de piedra y las columnas pétrido el aire todo sobre su cabeza cortada pietra petra polvo desmesurado que lo ahoga y el sobrecogedor ruido inicial sobre las sombras pasajeras correr hacia donde el instinto guíe con su vasta sabiduría ágil con la pierna quebrada padre piedad y al tercer día tampoco vienen por mí ni por él distraídos todos por esta ciudad destruida y así yo el almirante sin previsiones y su hijo como cuando conocía de las deficiencias del navío y dejé abordar a Cristina y ahora urdo planes para que la sacudida letal no nos toque o al menos no nos toque lo suficiente como para trozar nuestras tripas debajo de la tierra. Así es Tavito, qué haremos mientras tanto.

El niño lo observa sin pestañear. Y papá que choca y choca, golpea con el martillo golpea duro sobre la madera y chas chas han venido unos señores para golpear más en el jardín y él escribe con su Faber.

Es junio y las lucecillas rutilantes en la ventana, prolijamente enredadas, anuncian el cumpleaños del marino. Como tantas veces, el rostro ceñudo del presidente de la república lo mira de reojo desde el retrato del pasadizo superior. Agapito Bermúdez, apodado “Noé” está dispuesto a cumplir con una de sus promesas,  salvar a su familia de la catástrofe anunciada, todo desaparecería de la faz de la tierra menos él, su hijo y su mujer. Las profecías coinciden en la fecha. Dos de julio. Sospecha que en muchas de las chácharas del doctor Holster, se esconden claves ocultas de un designio mayor, el de sobrevivir a la tragedia y dar pie a una nueva civilización.  El estudioso ha cotejado los movimientos de la corteza terrestre sobre las placas tectónicas con la ubicación de los astros en aquel año que Lima será sacudida. El almirante ha ampliado la casa hacia el terraplén de los jesuitas.

Por primera vez, Tavito ve que su casa corre peligro, que su vida dará fin pese a la férrea voluntad de su padre. El almirante cree percibir mensajes cifrados en los diarios para confundirlo y por eso nunca los lee. Mira el reloj y permanece contemplando por la ventana el pequeño parque donde juguetean los niños. Siempre luce nervioso.

Habré de morir y la oscuridad tan densa tan profunda que esconderá los helechos de mis ojos hijo el soldado de plomo con el rifle en ristre es recto y duro y tu cuerpo se dobla las palmas tienen grietas y las heridas cicatrizan para volver a abrir y se va poniendo el sol mientras tan niño tú hurgo en la buhardilla las cosas que habré de llevar las raras cosas como en aquella vieja casita al final de la calle cuarenta en el norte de Bogotá aquel quince de septiembre del año anterior la matraca y el origami y tantas formas y colores que dieron a su fin con la explosión las canicas servirán a la vista esfera de vidrio azul verde la china absolutamente blanca o el trébol con sus tres pinceladas mientras la bola ojos de gato me observa desde su centro y en la alforja será lo que llevaré al umbral de los maderos desportillada roca magma volcán que eructa en medio del silencio Tavito estate cerca el temor me arredra arrebato de tierra. Pero nada peor que el naufragio…

El almirante pasa revista a los papeles sin reparar en la presencia de su hijo. “Vestidos húmedos en el templo de Neptuno yo conocía de la frágil embarcación y me detuve en el puerto para contemplarla mientras ella abordaba y guardé silencio y la mar guareció la nave en la distancia un punto azul acero daño sin reparar en el casco. El mar helado de Friedrich el Esperanza entre el fragor de la espuma de plata y la intemperie fría de brisas y metrallas su voz distante capturada la Marina de Guerra y la Oficina de Aeronavegación al habla el teléfono bermejo carraspera asfixia aquella condena desgarradora a esa falta de previsión maleficio fatal torna del océano niña que mis ojos vuelan de sus concavidades a recorrer las millas te extraño hada y aleteo al norte en busca de tu cuerpo y se sobrecoge la señora de gris el viejo de la mirada parda lloran por mí por ti por tu ausencia maléfica por mi torpe imprevisión mecánico de altamar el almirante”.

Callado, sujeto a una disciplina autoimpuesta, el niño suele colarse por un respiradero en el pasadizo que conduce al jardín. Permanece así hasta bien entrada la tarde y luego se va por el mismo socavón hacia la planta alta. Por semanas escucha decenas de conversaciones entre unos extraños hombres dados a planear la construcción de aquella planta revestida de acero que los pondría a salvo de la más grande hecatombe de tierra desde la muerte de los dinosaurios. El niño lo atisba todo con los ojos azorados.  Entre el colegio y la casa, Tavito encuentra en esa salita una suerte de gran libro abierto que le revela la fragilidad de los cuerpos y de las cosas, la fragilidad del equilibrio mental de su padre desde aquel día del naufragio.

Lima, sismo de gran magnitud con epicentro en el Océano Pacífico. 7 grados y algunos daños en los templos antiguos. Cincuenta muertos, ciento veinte heridos. Diario El Comercio. Nos tomó por sorpresa Tavito, justo justo en las galerías de los Hermanos Gutiérrez. Todo intacto, yo el almirante también me equivoco…

Muchos años después del terremoto, contemplando el centro comercial, erigido sobre la vieja casona de su padre, Gustavito habría de recordar aquella vez que  vio al viejo por última vez, carcomido por aquella prolongada enfermedad.  

martes, 16 de octubre de 2012

Prejuicios


Susana Arcilla


 Yo fui cartero cuando no había Internet ni teléfonos celulares, hace mucho... mucho tiempo; pateaba[1] todo el día, invierno o verano. Los barrios que recorría cada día eran mi mundo, conocía a todos. Sabía nombres y direcciones y, con el tiempo, me fui haciendo amigo de la gente. Una vez conocí a una adolescente que recibía un libro por mes en su casa, así que para mí era como visitar a una amiga; como ella tenía que firmar un recibo por la entrega, yo aprovechaba ese momento y charlábamos bastante.

Pero la mujer más misteriosa que conocí en esa época era Matilde; nunca me atendía antes del mediodía, así que, tipo doce, recién contestaba el timbre. Abría la puerta envuelta en una bata de seda -estampada con flores- larga y muy perfumada; sus cejas arqueadas me preguntaban qué traía esta vez. Era una mujer sofisticada que tenía una hija chiquita. Vivían solas. Parecía que ella trabajaba de noche, digo por el horario que tenía para levantarse. Recibía cartas de las ciudades más grandes del país con información de moda y cosméticos, esa especie de catálogos para realizar pedidos por correspondencia. Usaba el pelo negro recogido con un rodete alto, que elevaba más sus cuidadas cejas y acentuaba su gatuna expresión.

Su hija era bellísima; a pesar de ser una nena ya se veía que sería una mujer tan interesante como  su madre con el paso del tiempo. Siempre estaba vestida como una princesa, con el cabello negro brillante y esos inmensos ojos verdes que miraban el mundo con gran curiosidad. Se llamaba Eleonora. Cuando la madre abría la puerta, ella se escondía detrás y se agarraba de la seda de la bata con sus manitos pequeñas. Iba a la escuela del barrio -al turno tarde- y, cuando yo tocaba el timbre a las doce del mediodía, me parecía que comenzaban a almorzar porque salía un rico olorcito a comida recién hecha. No había un hombre en la casa, al menos yo no lo veía, y tampoco había rastros masculinos en la vivienda.

Era un departamento chiquito. Yo alcanzaba a ver la cocina comedor a través de la apertura de la puerta, cuando me atendían.

-¡Buenos días! ¡Qué suerte que vino! Estaba esperando estos folletos -decía Matilde con una voz ronca y grave, como de una mujer fumadora. Yo la había visto yendo al almacén de la esquina, con un Virginia Slims en su boca, esos cigarrillos finitos y largos que fuman las mujeres, y con una boquilla dorada. Tenía un caminar felino y elegante a la vez, era alta y delgada y se enfundaba en pantalones de cuero negro ajustados al cuerpo.

Los muebles del departamento eran sencillos, como de una familia de clase media; se veían cortinas coloridas desde la vereda cuando levantaban las dos persianas, cerca del mediodía. La vivienda tendría dos dormitorios y un baño, seguramente. A veces había otras mujeres tomando mate, pero ninguna era del barrio; se parecían a Matilde en el tipo de ropa que usaban.

Una vez pude ver  estacionado un auto grande y nuevo, de los caros, en la puerta del departamento; no pude resistir la curiosidad y toqué el timbre con una excusa tonta. Ya era la hora de ir a la escuela; Eleonora tenía puesto su guardapolvito blanco e inmaculado, almidonado tal como lo hacía mi abuela para mis hermanas. Allí sentado a la mesa había un hombre grande y gordo, muy bien vestido, con un habano en la boca. Una cadena de oro llegaba al bolsillo de su chaleco verde botella; parecía que allí dentro había un reloj de esos que se miran con elegancia de vez en cuando. Estaba tomando un whisky con hielo. No parecía que estuviera por almorzar sino que, más bien, estaba charlando en un tono fuerte con Matilde; al abrirse la puerta quedé mudo por la imagen, nueva a mis ojos.

- ¿Qué querés? ¿Traés alguna carta o folleto hoy? -me preguntó Matilde con naturalidad al abrir la puerta. En sus manos blancas resaltaba el rojo de sus uñas puntiagudas.

-¡No! No… sólo pasaba para decirle que el lunes le traigo todo –yo balbuceaba entre mirada y mirada, mientras ensayaba una excusa que iba armando al paso lento de los segundos– es que hoy no alcancé a clasificar la correspondencia, ¿vio? Pero… quería que supiera que el lunes sin falta está todo por acá. Hasta luego –traté de parecer como todos los días pero no lo logré, estaba rojo de vergüenza, sentía el calor en mi cara.

- ¡Ah! ¿También quiere las revistas de moda? –le dije para disimular-  paso por el kiosko[2] cuando vengo a este barrio. Ya no recuerdo que me contestó.

Acto seguido, al ir a otra casa del mismo barrio, una vecina me comentó –sin que yo le preguntara- lo que no había sospechado nunca.

-Ese tipo es el “cafisho”[3] de Matilde. ¿No sabías que ella es prostituta durante las noches?- la voz era del tono de una sentencia caída en medio de la luz del día. Para mi significó la pérdida de la inocencia en forma de golpe mortal y me dejó noqueado.

- ¿Eh? No, no, usted está muy confundida, ella es una buena persona, muy amable y buena madre -contesté tratando de defender a Matilde como si hubiera sido mi amiga.

- ¡Buena madre! ¿No ves que está preparando a la chica para que sea igual a ella? -su voz era cada vez más elevada. La vecina con ruleros y pañuelo parecía un personaje del Chavo del Ocho. Era fuerte esa imagen y esas palabras juntas en la misma persona, me producían bronca y risa a la vez.

Los días volvieron a la naturalidad de siempre, sólo que ahora mis ojos inquietos ya estaban buscando pistas de lo que consideraba el peor final ¡Pobre Eleonora! ¡Ojalá que yendo a la escuela pueda tener otro trabajo en el futuro! Había tomado el tema como si fuera mío. Me di cuenta de que me estaba encariñando con ellas dos.

- ¡Importante, la escuela! ¿Vio Doña? -le dije un día  a Matilde mientras me firmaba los recibos-. Yo voy de noche porque tengo que trabajar. De pronto había pasado de cartero a cura de la parroquia con mis comentarios.

- Claro, claro… está bien querido, gracias, hasta mañana –y me cerraba la puerta en la cara. Yo pensaba si ella sabría lo que yo sospechaba…

Con el tiempo Eleonora se transformó en una bella adolescente, con un cuerpo espectacular; ya iba al secundario, pero de tarde. Los hombres se daban vuelta para mirarla cuando caminaba por la calle, tenía un estilo provocativo en el arreglo de su cabello -teñido de rubio furioso- y en su ropa ajustada que marcaba las curvas con gran detalle. Usaba botas altas y camperas cortas -de cuero- haciendo juego. Una vez la vi de casualidad en la playa, con un bikini rojo infartante. Esa imagen puebla mis noches desveladas todavía.

-¿Viste lo que dicen en el barrio ese, donde vos repartís las cartas? –me dijo mi madre un día como si me hablara del tiempo- lo escuché en el mercado; dicen que Matilde la está preparando a Eleonora para que trabaje como ella.

-¡No, mamá! La gente es mala y comenta pelotudeces[4] porque la ven tan bonita y como la envidian… –yo creí que engañaba a mi madre con el tono neutral de un joven varón que se hace el distraído.

-¿Vos no te estarás enamorando de esa piba? ¿No? -subió el tono y me miró fijo- ¡Mirá, una  sola cosa te digo… vas a sufrir mucho si es así! -y cambió de tema. Mi madre sabía dejarla picando, como dicen. Siguió cocinado tranquilamente con la sabiduría de una mujer grande.

Yo sentía que tenía que salvarla de los hombres que la iban a usar por dinero, y pensaba en  la forma de hacerlo. Me torturaba por las noches buscando la solución al drama que vivía al involucrarme con esas dos mujeres, con la única salvedad de que ellas no sabían de mi existencia. Yo sólo era el chico cartero y reparaban en mí los escasos minutos de la entrega de la correspondencia.

Un día no atendieron el timbre; al otro día, tampoco y así, semanas y semanas. Las persianas ya no se levantaban al mediodía como siempre. Yo me ilusionaba pensando que unas buenas vacaciones juntas –madre e hija- las iban a hacer recapacitar.  Pero las vecinas me querían hacer bajar a la realidad con sus comentarios.

-¿Viste que Eleonora se fue a hacer la carrera de modelo profesional? La llevó la madre, va a estudiar allá, en la capital –la mujer de ruleros y pañuelo tenía toda la información.

- ¿Y usted cómo sabe tanto de ellas? Por lo que veo no se tratan… ¿No? Ni se saludan siquiera  -dije tratando de desacreditarla en un solo tiro.

- Lo que pasa es que esa puta, la más grande,  cuando fue a pagar el alquiler, se lo comentó a Doña Rosa –dijo triunfante y con una sonrisa- ¿Vos no te habrás enamorado de esa loquita, la más chica? ¿No?-disfrutaba el momento mientras me miraba.

Yo, confundido, trataba de acomodar los datos nuevos en mi cabeza afiebrada y, a la vez, disimular mi estado.

Bueno… después de todo, ser modelo es una profesión digna, se gana mucho dinero y  se hacen grandes viajes por el mundo ¿Quién quiere ser pobre, al final? Ser cartero es  ser pobre y aburrido. Ella va a triunfar porque es linda y buena, su madre la cuida porque conoce de la vida en las grandes ciudades, dicen en la televisión que hay tipos que  roban mujeres y las ponen a trabajar,  hasta las venden...

La empecé a ver en las revistas nacionales –cuando pasaba por el kiosko en mi recorrido diario- y en los programas de televisión de la tarde. Su figura tomó popularidad; estaba cada vez más bella, su madurez la había favorecido. Las marcas comerciales más importantes la contrataban para campañas de ropa íntima -o interior- como se decía antes. Yo creía que se había salvado, hasta que un día apareció su nombre en una lista de acompañantes de un hotel cinco estrellas  de la capital. Pasaron la noticia en todos los programas televisivos de la tarde.

Las chicas del “buk” –escuché- son aquellas que están reservadas para los más ricos empresarios, para los turistas famosos que llegan al país, para algunos políticos o deportistas que contratan mujeres por miles de dólares para compartir una noche de amor. Sabía que yo nunca podría ser uno de esos; primero, porque soy pobre y después, por mi gran amor por ella. ¡Pagar a una mujer! ¡No se puede creer!

Cuando Matilde regresó sola al barrio y volví a visitarla como cartero, le pregunté por Eleonora…

-Ella trabaja en la capital, este es un pueblo muy chico para ella –su tono era  natural pero con algo de orgullo detrás.

Hoy soy un hombre mayor, son tiempos de Internet y teléfonos celulares, casi no se ven carteros en la calle. Cada tanto las veo a las dos pasear por los puestos del mercado; ya son dos mujeres grandes y da la impresión de que han dejado atrás su juventud, me saludan amablemente cada vez que me cruzan.

-¿Cómo le va? ¿Todo bien? -me dicen a coro, mientras se desplazan con sonrisas y elegancia, esas cosas que no desaparecen con la edad. Caminan con la cabeza altiva, como una reina con su princesa.

Nunca dejé de amar a Eleonora, me alegro de que esté bien, a salvo, en este pueblo tranquilo y con su mamá. Son buena gente.






[1] Caminaba.

[2] Negocio de venta de golosinas, diarios y revistas.

[3] Proxeneta, argentinismo.

[4] Cosas tontas, bobadas.

viernes, 12 de octubre de 2012

Cirugía


Raúl Mendoza Cánepa


Viernes, ocho de la mañana. Esos ojos glaciales, tan distantes, fijos. El hospital es una condena que Antonio no puede eludir. La calleja se extiende silenciosa entre penumbras y polvo, cargada de claroscuros y matices violetas. Los sauces enfilan marciales y él escudriña en las grietas de los troncos magníficos un nombre, los trazos profundos que hace un año escribiera, cuando aún su cuerpo funcionaba y tenía la vida por delante. Señor que el corazón requiere de una válvula y por tal el tajo de estilete y cuchillo en el músculo sutil que late. Así me explicó la cirugía el doctor Esteban: que aún bajo la anestesia de rigor el aire se cuela y saltará a borbotones desde la rotura de mi boca seca y mis labios morados en un extraño rictus mientras me auscultan. El corazón estará apretado entre las arterias y las venas adquirirán la espesura de la leche azucarada y tras lo cual habrá de decirme que moriré y a la larga el almíbar de mi torrente sanguíneo bloqueará mis extremidades. “Le amputaremos la pierna, un fragmento de su estructura ósea, extirparemos algunos tejidos deleznables y en la vorágine de ácidos que hieren sus riñones y la protuberancia siniestra del hígado escarbaremos por más, el corazón se mantendrá abierto, mientras tanto, en la rajadura del tórax”.

No es más que un juego de palabras. Lo “probable” y lo “posible”, pienso. Es imposible que vuele por efecto de agitar mis brazos y por imposible es también improbable. El pesimismo es la fuente de toda crispación. Todo lo que es imposible es improbable y, desde luego, todo lo que es probable es posible. Nada de lo temible y aterrador es imposible, puede ser que sea improbable, poco probable o muy probable. En ocasiones he creído que una acechanza posible era muy probable, la muerte por ejemplo. Fabrico monstruos sombríos y proyecto fantasmas, elucubro todo con pesimismo. Y así, pretendo hilar siempre para peor una historia cuyos entretelones desconozco.

Antonio está convencido que no sobrevivirá al quirófano. Le abrirán el pecho con unos filos muy delgados. Es un hombre asustado, moribundo.

Su abuela, Ana, le había enseñado unas fotografías viejísimas de soldados reposando sobre la yerba en plena guerra con Chile, todo había cambiado, incluso la concepción del heroísmo y la batalla. “El coraje es una cosa muy antigua, abuela. Ni siquiera le doy importancia”. Ellos habían muerto hacía muchos años, y Lima se había convertido en un nuboso campo de batalla en medio de una ruina. Todo tan decadente, el hedor, los charcos podridos, el fracaso visible en los pasos lentos, sin prisas, de decenas de sujetos que miran sus relojes. Tan de prisa, tan sin héroes, apretados en sus temores y sus desazones, aprehensivos y Antonio igual, asimétrico en la Lima del siglo nuevo, tan despacio como la vida, tan distinto a los demás, tan remoto de las epopeyas de su papá y de la guerra en la Breña, una guerra signada por la derrota el sosiego del tío Anastasio que jamás tocó un rifle y que se moría de miedo tan lejos de todo en las barracas siempre a salvo maricón los orines amontonados en el rincón un papel periódico enmohecido en la superficie de un tacho “Ollanta ya asoma como el próximo presidente” y se preguntaba por qué aún el Perú era todo lo contrario que la señora Mariana le decía: todo lo contrario que el señor Filemón escribía desde París, desde París la odiosa y cultivada, donde acababan finalmente los escritores que Caicedo odiaba desde el boom. “Señor, día 18, solo aquel día ha sido fijado para la cirugía, en su defecto habrá de esperar al veintinueve, pero en su caso podría ser fatal. Sala reservada, médico de turno. Perales y equipo de cirugía, Hospital Edgardo Rebagliati Martins”.

El albor de la mañana acastaña el extenso enladrillado. Sobre la yerba del Campo de Marte un grupo de niños corre tras una pelota. Sin concierto, chillan, ríen. El cielo nuboso adquiere múltiples formas, un rostro afilado asoma entre ellas, son como las rocallosas sobre Santo Cristo, el rostro de Jesús crucificado, las más nítidas alertan a Antonio. Cecea, cuenta las sólidas columnas de humo que se levantan desde el basural. Atrapado entre los barrotes que comunican un mundo con el otro, repasa la fisonomía de los transeúntes. “¿Y si no voy a ese hospital? ¿Moriría igual, tan igual que al someterme a esos hombres tiesos, lúgubres? Se arqueó en un árbol, fatigado, con los puños apoyados en el tronco terroso. Unos minutos más tarde continúa su marcha.

Inmóvil en el terraplén, lejos de todo, contempla el patio desértico. Todos van llegando de a pocos para hacer filas en la puerta del hospital. El reloj indica que pronto serán las diez. Antonio tiene el aspecto de un hombre ausente. A los pocos minutos enrumba a una de las filas, siempre guardando una distancia para colocarse al final de todos. Chasquidos la herida poblada en el dedo fue en 1988 o 1989 no lo tengo claro solo el dolor de muerte el horror del líquido lóbrego abismal que sostiene la vida el pánico ante la sangre desatada en la epidermis Mamá Mamá el calambre que no cesa ceceo el aceite y el alcohol en el frasco crema y el aseptil rojo que aviva la acequia de profundidades misteriosas en aquella corriente que figura la vida son chorros que se escapan y me escarapelan.

Algunas horas después frente a la sala de operaciones, Antonio se contiene, tiene el terror acumulado en los ojos.

- No, Antonio, la operación ha sido confirmada. Debes entrar –dice el médico- tu corazón está muy mal.

Antonio esboza una sonrisa, pero las comisuras de la boca le tiemblan, parece contener las ganas de llorar.

- Es un buen paciente -espeta una enfermera.

- Sí..., sí...mi primito queridísimo -murmura el doctor Perales con una expresión de ironía contenida. Empuña un instrumento de metal y avanza hacia el medio de la sala.  Los médicos se desplazan en bloques, uno detrás de otro. Una mujer empapa una toalla para limpiar el rostro de Antonio. De un estuche extrae una loción de naranja, se la rocía por la frente atravesando luego la barba rugosa hasta el mentón. La navaja recorre cada tramo del rostro y del pecho descubierto. La carne trozada inminente la luz del neón ¿Y si la anestesia no cumpliera su cometido y la tormenta de una vigilia persistente me torturara? El filo helado trazando mis pectorales en dos hemisferios como aquella fruta que partí el corazón a la vista de mis ojos firmes azorados dos pulpas quebradas músculo saliente sudor sudor y si en esa consciencia intransigente percibiera el dolor agudo de las carnes rotas y las costillas separadas músculo tirante punzado por un metal quemante y mis ojos curvados manifiestos en toda su órbita doctor me mantengo despierto los tejidos de nervios aún responden mortificado y más aterrado con las arterias colgantes débiles el tortuoso paso de la máquina que desteje mi interior profanando las entrañas y el grotesco gesto en el espejo imaginario atrapada mi voz en las cuerdas colapsadas apenas el eco impotente de mi clamor. “Va la anestesia, señor…” El Océano Pacífico en todo su esplendor y aquel pescado mi padre sujeto a la baranda Puerto Supe el hoyo azulino del animal que boquea boquea boquea y ahoga y ahoga los ojos descomunales para su dimensión mínima el pescado fuera de las aguas en el supremo esfuerzo de contener el aire se sacude como una bestia herida una batalla por respirar respirar seccionando las branquias con cuchillas fulgurantes globos apertrechados entre los omoplatos del hombre siempre le temí a la asfixia la carne atrapada la epiglotis rígida mis ojos lechosos deshechos y el rostro que se me amorata en el espejuelo de una tetera a solas yo y el bife dividido en la garganta y el aire que entrampa exasperado la fiera estalla en llantos cinco de la tarde de un viernes de agosto mi padre duerme y el trozo que obstruye el paso del aire el denso aire en extinción siempre relaciono aquel día con el otro aquel del pescado en el puerto del pescado en su hora final héroes derrotados derribados por los objetos que se cuelan o deslizan por la tráquea... agito las manos con violencia cianosis azul azul como que algo así debe ser morirse de buenas a primeras mientras el errátil doctor combate inútilmente contra los linderos de la vida y de la muerte batalla contra su pequeñez tanto que si un hombre de siglos adelante lo observara reiría contemplaría abrumado la parafernalia rudimentaria de una sala de alta cirugía del claror inicial de este siglo quizás con la misma desazón con la que leemos de los piques de insectos contra las fiebres o el estupor idiota en las pestes de la Edad Media hombres con caras de pájaros flagelantes enfilando hacia las cañadas contemplo ya el frente de mi cuerpo afeitado el esternón separado de arriba hacia abajo pericardio expuesto que se abre la máquina de corazón-pulmón un artefacto que invade las marañas y me habita entran en batalla los pulmones se aquietan luego y toman distancia  del circuito cerrado de un corazón que bombea incesante sin certidumbres incisión en la masa elástica que late y late reloj de pared viejo reloj abrupto y precario todo es posible y probable silencio desmesuradamente espeso el aire helado la inyección en la frágil maquinaria de esta carne flagelada desmontable grasa hollín niebla ácida en los ojos terror de sombras en una oscuridad maligna y fiera…

Antes que lo corten, Antonio brinca de la camilla y de un par de trancos gana el corredizo. Vira a la derecha, sigilosamente se esconde en uno de los salones con el objeto de tentar la puerta que conduce a los ascensores. Puede deshacerlo todo de golpe, su vida, desempolvar su lápida pendiente, rastrear su pasado de paciente crónico y mortal.

- Bueno, hay que entender que no entiende la gravedad de su situación, doctor Barreda -dice Perales, alisándose el bigote y tratando de que Antonio lo escuche desde su escondrijo.

- Morirá si persiste en esconderse -replica una de las enfermeras.

- El señor Antonio no será más molestado –dice Perales-  su solicitud le será devuelta. Espero puedan ustedes asistir a la ceremonia de su sepelio.

Antonio se cuartea, un sudor helado se desliza desde su frente.  Le tiemblan las piernas, tiene el pulso fuera de control.

Guarecido, trata de cerciorarse que hablan de él, camina hasta los baños. Tiene el rostro petrificado por el frío, hace un nuevo esfuerzo por orinar. Se agazapa nuevamente hasta ganar el pasadizo. Levanta una ruma de ropa de un balde, se viste a la mala y da unas zancadas por el pampón antes de cruzar la pista.

- Vamos, apúrate -grita una enfermera cómplice, desde el pórtico, antes de atravesar el pasillo y abordar la calle- ella sigue al paciente con los pasos entrecortados. Antonio apura el paso.

Antes de descender por la calle de Los Sauces, el hombre echa un vistazo al viejo hospital. Un ventanal gris en el frontis verde le da una cálida majestuosidad.

Tres años después, Antonio, el del corazón ancho, habría de recordar aquellos días, mientras el cadáver de Perales ensaya el último mohín desde su ataúd. "Era un gran sujeto el doc".

martes, 9 de octubre de 2012

El destino


Susana Arcilla


Corría el mes de mayo; tres mujeres devotas  de la Virgen del Cerro organizan un viaje a Salta, ciudad capital de la provincia del mismo nombre, con la intención de conocer a María Livia y asistir al rito programado para entrar en contacto con el milagro divino. Una rara mezcla de fe con racionalidad las empujaba a presenciar el fenómeno tan comentado y difundido. Si bien las tres eran católicas de origen habían realizado un largo camino espiritual de la mano de la Historia, la Sociología, la Antropología, la Teología de la Liberación y la vida misma que las había puesto a prueba en más de una oportunidad.

María, Ana y Lourdes habían organizado la licencia en sus respectivos trabajos con mucha antelación; largas tardes tomó armar el plan teniendo en cuenta los días, los vuelos, los horarios, las reservas de los hoteles y también pensar en la ropa de viaje, dado los cambios de temperatura que existen en un país de tanta amplitud térmica. Un sueño acunado durante meses, como éste, no podía salir mal.

Se  habían enterado por los medios masivos de comunicación social que, en Salta, una mujer de mediana edad -de nombre María Livia-  había recibido un mensaje de la Virgen María y, a partir de ese hecho, se había convertido en la intercesora más famosa de la zona.

Tan es así que fieles del país y de todo el mundo llegan a Salta para subir al cerro los días sábados; se ven colectivos y coches por todos lados en la base del cerro. Salen vuelos charter de varios países del mundo hacia el lugar, con el mismo fin.

 Los creyentes formados en prolijas filas son tocados por “la santa mujer” con la única precaución de que dos de sus ayudantes se colocan detrás de cada uno, para sostenerlo en caso de que se caiga o se desvanezca después de la imposición de manos. Se comenta que cada persona reacciona distinto a la experiencia: unas lloran, otras se ríen, otras se enojan o se caen, otros caen en un mutismo largo. Todos sufren cambios notables en sus vidas durante el año siguiente al encuentro con la Virgen del Cerro.

María, Ana y Lourdes tenían –cada una- un pedido especial para la Virgen y también llevaban deseos de amigos en pequeños papelitos escritos para depositar en la urna del cerro. Esa también es una forma de conseguir milagros para los que no pueden viajar.

Programan un viaje en avión desde Trelew, Chubut, donde ellas viven; con salida un viernes a la mañana temprano, para llegar al mediodía a Buenos Aires y tomar otro avión para el arribo a Salta a la tarde. Podrían así destinar todo el sábado a la ascensión al cerro –caminando- al  encuentro con María Livia y también al disfrute del paisaje norteño. De modo, podrían regresar tranquilamente el domingo o el lunes a Córdoba, donde tenían un compromiso de trabajo. Posteriormente regresarían a Trelew -con tranquilidad- para retomar su rutina familiar y laboral, ya renovadas por la verdadera peregrinación espiritual que estaban dispuestas a realizar. Era un plan perfecto.

Había sido una buena idea combinar los vuelos de tal manera para poder cubrir semejante itinerario: dos mil quinientos kilómetros separan a Trelew de Salta. Argentina es un país muy extenso y las devotas mujeres iban a atravesar el país de sur a norte gracias a dos aviones, en pocas horas.

Y llegó el viernes de la partida. Esa mañana amaneció lloviendo en Trelew; las tres mujeres se dirigieron al aeropuerto contentas por iniciar su viaje y sin temor a que algún obstáculo pudiera impedirles realizar su sueño. Cargadas con sus valijas y bolsos, encuentran una larga cola -al mejor estilo argentino- y proceden a colocarse en la fila mientras buscan todos los papeles requeridos para el vuelo. Todas comentan el viaje que están por iniciar con entusiasmo, un verdadero recreo de la cotidianeidad.  En un momento se corre la voz de que el vuelo no sale, por la lluvia y su efecto sobre la pista: parece que, como el avión es muy grande, no puede operar con esas condiciones.

-¡Escuchen todos, por favor! -las autoridades de la terminal aérea les explican a los pasajeros de la larga cola- Recibirán un llamado telefónico, va a venir otro avión desde Buenos Aires a buscar a todos los pasajeros, el avión apropiado para la pista mojada del aeropuerto de Trelew; estén atentos.

Las tres mujeres vuelven a Trelew, desde “el lugar de la mala noticia”, algo desanimadas y mientras esperan el llamado prometido toman unos mates y comienzan a charlar en la casa de María. Desayunan por segunda vez para hacer tiempo. Miran por la ventana hacia el jardín y ven que la lluvia continúa, el cielo está encapotado; de pronto, consideran la posibilidad de que el nuevo avión no llegue nunca. Si fuera así perderían el vuelo a Salta y todo el plan -armado y deseado por meses- se caería como un castillo de naipes. En realidad no había mucha confianza en esa línea aérea y en la construcción de la pista. Recuerdan las noticias del diario al respecto. Las tres están de acuerdo.

-¿Cómo es posible que una lluvia evite la salida de un vuelo a esta altura de la tecnología de la aeronavegación?- pregunta María, retóricamente.  Van a la oficina de Aerolíneas y piden que se les devuelta el pasaje. Con ese dinero proceden a comprar un pasaje en otra línea de aviones que sale de Puerto Madryn, ciudad distante a sesenta kilómetros de Trelew. El vuelo sale a las catorce  hacia Buenos Aires. Rápidamente se organizan para trasladarse y, contentas con su decisión, inician el nuevo trayecto -en auto- pensando que así habían solucionado el problema. De ninguna manera podían correr el riesgo de perder la combinación con Salta. ¡Qué bueno tener otra línea y otro aeródromo tan cerca! Nunca lo habían pensado.

- ¡Bienvenidas a Los Andes! La mejor línea aérea de la Patagonia -las reciben en el hall de entrada con una generosa sonrisa y les toman las valijas. El vuelo salía a las quince horas; el tiempo de espera dentro de la terminal aérea dio pie a una larga charla entre las tres mujeres viajeras. Almorzaron, tomaron café y compraron unas revistas de actualidad.

- ¡Qué buena experiencia que vamos a vivir mañana! -comentaba Lourdes imaginando el cerro y el sol de Salta sobre su cara– ¿Trajeron ese líquido para los mosquitos? ¿No?

- ¿Ustedes creen que puede producirse una sicosis colectiva allá arriba, en el cerro? -la mirada racional jugaba a ganarle a la fe ciega en la mentalidad de Ana, que trataba constantemente de explicarse a sí misma para qué iba a Salta.

Pasaba el tiempo y la gente comenzó a inquietarse, unos preguntaban qué pasaba con el vuelo, otros caminaban una y otra vez por el mismo lugar como arando las baldosas del amplio recinto, otros hablaban por teléfono inquietos.  Y ya eran las diecinueve horas cuando les avisaron que el único avión de la línea que venía a buscarlas, se había quedado varado en Bahía Blanca -provincia de Buenos Aires- por un desperfecto técnico y era imposible repararlo esa misma tarde. Las tres pacientes mujeres cayeron en la cuenta de golpe que habían perdido la conexión con el vuelo a Salta y que ya no tendrían “el sábado” para subir al cerro, estar con María Livia y canalizar todos los pedidos, propios y ajenos. Un balde de agua fría les cayó encima dejándolas mudas.

- Estos son los momentos en los que creo que debieran existir taxis aéreos para todos – dijo Lourdes. La tristeza inundaba las caras de las tres peregrinas del siglo veintiuno. Comenzaron a sonar los teléfonos celulares de los maridos, de los  hijos y de las madres de las tres, habían visto por la televisión el caso del avión descompuesto en Bahía Blanca y las entrevistas a los pasajeros que iban a pasar la noche allí hasta que se solucionara el problema. Les decían a modo de consuelo: “ ¡Qué suerte que el avión no llegó! Si no, les iba a agarrar el desperfecto a ustedes…” Y sí, pensándolo bien, antes de morir en un vuelo era preferible volver a casa.

Volviendo en colectivo a Trelew desde Puerto Madryn, ya de noche, y muy acongojadas por el día que habían vivido, se acordaron del  vuelo de la mañana de Aerolíneas Argentinas. Recién en ese momento recordaron lo que les habían indicado en el aeropuerto de Trelew. Ana llamó por teléfono a una conocida que estaba en la cola larguísima de pasajeros esa mañana lluviosa muy temprano. Para asombro de las tres mujeres la conocida respondió el teléfono desde Buenos Aires: el avión había salido a las doce horas, tal cual lo habían anticipado; le comentaba que estaba caminando por la calle Florida con un clima inmejorable para la fecha.

-¿Y vos? ¿Dónde estás? -le preguntó la conocida a Ana.