viernes, 12 de octubre de 2012

Cirugía


Raúl Mendoza Cánepa


Viernes, ocho de la mañana. Esos ojos glaciales, tan distantes, fijos. El hospital es una condena que Antonio no puede eludir. La calleja se extiende silenciosa entre penumbras y polvo, cargada de claroscuros y matices violetas. Los sauces enfilan marciales y él escudriña en las grietas de los troncos magníficos un nombre, los trazos profundos que hace un año escribiera, cuando aún su cuerpo funcionaba y tenía la vida por delante. Señor que el corazón requiere de una válvula y por tal el tajo de estilete y cuchillo en el músculo sutil que late. Así me explicó la cirugía el doctor Esteban: que aún bajo la anestesia de rigor el aire se cuela y saltará a borbotones desde la rotura de mi boca seca y mis labios morados en un extraño rictus mientras me auscultan. El corazón estará apretado entre las arterias y las venas adquirirán la espesura de la leche azucarada y tras lo cual habrá de decirme que moriré y a la larga el almíbar de mi torrente sanguíneo bloqueará mis extremidades. “Le amputaremos la pierna, un fragmento de su estructura ósea, extirparemos algunos tejidos deleznables y en la vorágine de ácidos que hieren sus riñones y la protuberancia siniestra del hígado escarbaremos por más, el corazón se mantendrá abierto, mientras tanto, en la rajadura del tórax”.

No es más que un juego de palabras. Lo “probable” y lo “posible”, pienso. Es imposible que vuele por efecto de agitar mis brazos y por imposible es también improbable. El pesimismo es la fuente de toda crispación. Todo lo que es imposible es improbable y, desde luego, todo lo que es probable es posible. Nada de lo temible y aterrador es imposible, puede ser que sea improbable, poco probable o muy probable. En ocasiones he creído que una acechanza posible era muy probable, la muerte por ejemplo. Fabrico monstruos sombríos y proyecto fantasmas, elucubro todo con pesimismo. Y así, pretendo hilar siempre para peor una historia cuyos entretelones desconozco.

Antonio está convencido que no sobrevivirá al quirófano. Le abrirán el pecho con unos filos muy delgados. Es un hombre asustado, moribundo.

Su abuela, Ana, le había enseñado unas fotografías viejísimas de soldados reposando sobre la yerba en plena guerra con Chile, todo había cambiado, incluso la concepción del heroísmo y la batalla. “El coraje es una cosa muy antigua, abuela. Ni siquiera le doy importancia”. Ellos habían muerto hacía muchos años, y Lima se había convertido en un nuboso campo de batalla en medio de una ruina. Todo tan decadente, el hedor, los charcos podridos, el fracaso visible en los pasos lentos, sin prisas, de decenas de sujetos que miran sus relojes. Tan de prisa, tan sin héroes, apretados en sus temores y sus desazones, aprehensivos y Antonio igual, asimétrico en la Lima del siglo nuevo, tan despacio como la vida, tan distinto a los demás, tan remoto de las epopeyas de su papá y de la guerra en la Breña, una guerra signada por la derrota el sosiego del tío Anastasio que jamás tocó un rifle y que se moría de miedo tan lejos de todo en las barracas siempre a salvo maricón los orines amontonados en el rincón un papel periódico enmohecido en la superficie de un tacho “Ollanta ya asoma como el próximo presidente” y se preguntaba por qué aún el Perú era todo lo contrario que la señora Mariana le decía: todo lo contrario que el señor Filemón escribía desde París, desde París la odiosa y cultivada, donde acababan finalmente los escritores que Caicedo odiaba desde el boom. “Señor, día 18, solo aquel día ha sido fijado para la cirugía, en su defecto habrá de esperar al veintinueve, pero en su caso podría ser fatal. Sala reservada, médico de turno. Perales y equipo de cirugía, Hospital Edgardo Rebagliati Martins”.

El albor de la mañana acastaña el extenso enladrillado. Sobre la yerba del Campo de Marte un grupo de niños corre tras una pelota. Sin concierto, chillan, ríen. El cielo nuboso adquiere múltiples formas, un rostro afilado asoma entre ellas, son como las rocallosas sobre Santo Cristo, el rostro de Jesús crucificado, las más nítidas alertan a Antonio. Cecea, cuenta las sólidas columnas de humo que se levantan desde el basural. Atrapado entre los barrotes que comunican un mundo con el otro, repasa la fisonomía de los transeúntes. “¿Y si no voy a ese hospital? ¿Moriría igual, tan igual que al someterme a esos hombres tiesos, lúgubres? Se arqueó en un árbol, fatigado, con los puños apoyados en el tronco terroso. Unos minutos más tarde continúa su marcha.

Inmóvil en el terraplén, lejos de todo, contempla el patio desértico. Todos van llegando de a pocos para hacer filas en la puerta del hospital. El reloj indica que pronto serán las diez. Antonio tiene el aspecto de un hombre ausente. A los pocos minutos enrumba a una de las filas, siempre guardando una distancia para colocarse al final de todos. Chasquidos la herida poblada en el dedo fue en 1988 o 1989 no lo tengo claro solo el dolor de muerte el horror del líquido lóbrego abismal que sostiene la vida el pánico ante la sangre desatada en la epidermis Mamá Mamá el calambre que no cesa ceceo el aceite y el alcohol en el frasco crema y el aseptil rojo que aviva la acequia de profundidades misteriosas en aquella corriente que figura la vida son chorros que se escapan y me escarapelan.

Algunas horas después frente a la sala de operaciones, Antonio se contiene, tiene el terror acumulado en los ojos.

- No, Antonio, la operación ha sido confirmada. Debes entrar –dice el médico- tu corazón está muy mal.

Antonio esboza una sonrisa, pero las comisuras de la boca le tiemblan, parece contener las ganas de llorar.

- Es un buen paciente -espeta una enfermera.

- Sí..., sí...mi primito queridísimo -murmura el doctor Perales con una expresión de ironía contenida. Empuña un instrumento de metal y avanza hacia el medio de la sala.  Los médicos se desplazan en bloques, uno detrás de otro. Una mujer empapa una toalla para limpiar el rostro de Antonio. De un estuche extrae una loción de naranja, se la rocía por la frente atravesando luego la barba rugosa hasta el mentón. La navaja recorre cada tramo del rostro y del pecho descubierto. La carne trozada inminente la luz del neón ¿Y si la anestesia no cumpliera su cometido y la tormenta de una vigilia persistente me torturara? El filo helado trazando mis pectorales en dos hemisferios como aquella fruta que partí el corazón a la vista de mis ojos firmes azorados dos pulpas quebradas músculo saliente sudor sudor y si en esa consciencia intransigente percibiera el dolor agudo de las carnes rotas y las costillas separadas músculo tirante punzado por un metal quemante y mis ojos curvados manifiestos en toda su órbita doctor me mantengo despierto los tejidos de nervios aún responden mortificado y más aterrado con las arterias colgantes débiles el tortuoso paso de la máquina que desteje mi interior profanando las entrañas y el grotesco gesto en el espejo imaginario atrapada mi voz en las cuerdas colapsadas apenas el eco impotente de mi clamor. “Va la anestesia, señor…” El Océano Pacífico en todo su esplendor y aquel pescado mi padre sujeto a la baranda Puerto Supe el hoyo azulino del animal que boquea boquea boquea y ahoga y ahoga los ojos descomunales para su dimensión mínima el pescado fuera de las aguas en el supremo esfuerzo de contener el aire se sacude como una bestia herida una batalla por respirar respirar seccionando las branquias con cuchillas fulgurantes globos apertrechados entre los omoplatos del hombre siempre le temí a la asfixia la carne atrapada la epiglotis rígida mis ojos lechosos deshechos y el rostro que se me amorata en el espejuelo de una tetera a solas yo y el bife dividido en la garganta y el aire que entrampa exasperado la fiera estalla en llantos cinco de la tarde de un viernes de agosto mi padre duerme y el trozo que obstruye el paso del aire el denso aire en extinción siempre relaciono aquel día con el otro aquel del pescado en el puerto del pescado en su hora final héroes derrotados derribados por los objetos que se cuelan o deslizan por la tráquea... agito las manos con violencia cianosis azul azul como que algo así debe ser morirse de buenas a primeras mientras el errátil doctor combate inútilmente contra los linderos de la vida y de la muerte batalla contra su pequeñez tanto que si un hombre de siglos adelante lo observara reiría contemplaría abrumado la parafernalia rudimentaria de una sala de alta cirugía del claror inicial de este siglo quizás con la misma desazón con la que leemos de los piques de insectos contra las fiebres o el estupor idiota en las pestes de la Edad Media hombres con caras de pájaros flagelantes enfilando hacia las cañadas contemplo ya el frente de mi cuerpo afeitado el esternón separado de arriba hacia abajo pericardio expuesto que se abre la máquina de corazón-pulmón un artefacto que invade las marañas y me habita entran en batalla los pulmones se aquietan luego y toman distancia  del circuito cerrado de un corazón que bombea incesante sin certidumbres incisión en la masa elástica que late y late reloj de pared viejo reloj abrupto y precario todo es posible y probable silencio desmesuradamente espeso el aire helado la inyección en la frágil maquinaria de esta carne flagelada desmontable grasa hollín niebla ácida en los ojos terror de sombras en una oscuridad maligna y fiera…

Antes que lo corten, Antonio brinca de la camilla y de un par de trancos gana el corredizo. Vira a la derecha, sigilosamente se esconde en uno de los salones con el objeto de tentar la puerta que conduce a los ascensores. Puede deshacerlo todo de golpe, su vida, desempolvar su lápida pendiente, rastrear su pasado de paciente crónico y mortal.

- Bueno, hay que entender que no entiende la gravedad de su situación, doctor Barreda -dice Perales, alisándose el bigote y tratando de que Antonio lo escuche desde su escondrijo.

- Morirá si persiste en esconderse -replica una de las enfermeras.

- El señor Antonio no será más molestado –dice Perales-  su solicitud le será devuelta. Espero puedan ustedes asistir a la ceremonia de su sepelio.

Antonio se cuartea, un sudor helado se desliza desde su frente.  Le tiemblan las piernas, tiene el pulso fuera de control.

Guarecido, trata de cerciorarse que hablan de él, camina hasta los baños. Tiene el rostro petrificado por el frío, hace un nuevo esfuerzo por orinar. Se agazapa nuevamente hasta ganar el pasadizo. Levanta una ruma de ropa de un balde, se viste a la mala y da unas zancadas por el pampón antes de cruzar la pista.

- Vamos, apúrate -grita una enfermera cómplice, desde el pórtico, antes de atravesar el pasillo y abordar la calle- ella sigue al paciente con los pasos entrecortados. Antonio apura el paso.

Antes de descender por la calle de Los Sauces, el hombre echa un vistazo al viejo hospital. Un ventanal gris en el frontis verde le da una cálida majestuosidad.

Tres años después, Antonio, el del corazón ancho, habría de recordar aquellos días, mientras el cadáver de Perales ensaya el último mohín desde su ataúd. "Era un gran sujeto el doc".

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