Raúl
Mendoza Cánepa
Viernes, ocho de la mañana. Esos ojos
glaciales, tan distantes, fijos. El hospital es una condena que Antonio no
puede eludir. La calleja se extiende silenciosa entre penumbras y polvo,
cargada de claroscuros y matices violetas. Los sauces enfilan marciales y él
escudriña en las grietas de los troncos magníficos un nombre, los trazos
profundos que hace un año escribiera, cuando aún su cuerpo funcionaba y tenía
la vida por delante. Señor que el corazón requiere de una válvula y por tal el
tajo de estilete y cuchillo en el músculo sutil que late. Así me explicó la
cirugía el doctor Esteban: que aún bajo la anestesia de rigor el aire se cuela
y saltará a borbotones desde la rotura de mi boca seca y mis labios morados en
un extraño rictus mientras me auscultan. El corazón estará apretado entre las
arterias y las venas adquirirán la espesura de la leche azucarada y tras lo
cual habrá de decirme que moriré y a la larga el almíbar de mi torrente
sanguíneo bloqueará mis extremidades. “Le amputaremos la pierna, un fragmento
de su estructura ósea, extirparemos algunos tejidos deleznables y en la
vorágine de ácidos que hieren sus riñones y la protuberancia siniestra del
hígado escarbaremos por más, el corazón se mantendrá abierto, mientras tanto,
en la rajadura del tórax”.
No es más que un juego de
palabras. Lo “probable” y lo “posible”, pienso. Es imposible que vuele por
efecto de agitar mis brazos y por imposible es también improbable. El pesimismo
es la fuente de toda crispación. Todo lo que es imposible es improbable y,
desde luego, todo lo que es probable es posible. Nada de lo temible y aterrador
es imposible, puede ser que sea improbable, poco probable o muy probable. En
ocasiones he creído que una acechanza posible era muy probable, la muerte por
ejemplo. Fabrico monstruos sombríos y proyecto fantasmas, elucubro todo con
pesimismo. Y así, pretendo hilar siempre para peor una historia cuyos
entretelones desconozco.
Antonio está convencido que no
sobrevivirá al quirófano. Le abrirán el pecho con unos filos muy delgados. Es
un hombre asustado, moribundo.
Su abuela, Ana, le había enseñado
unas fotografías viejísimas de soldados reposando sobre la yerba en plena
guerra con Chile, todo había cambiado, incluso la concepción del heroísmo y la
batalla. “El coraje es una cosa muy antigua, abuela. Ni siquiera le doy
importancia”. Ellos habían muerto hacía muchos años, y Lima se había convertido
en un nuboso campo de batalla en medio de una ruina. Todo tan decadente, el
hedor, los charcos podridos, el fracaso visible en los pasos lentos, sin
prisas, de decenas de sujetos que miran sus relojes. Tan de prisa, tan sin
héroes, apretados en sus temores y sus desazones, aprehensivos y Antonio igual,
asimétrico en la Lima del siglo nuevo, tan despacio como la vida, tan distinto
a los demás, tan remoto de las epopeyas de su papá y de la guerra en la Breña,
una guerra signada por la derrota el sosiego del tío Anastasio que jamás tocó
un rifle y que se moría de miedo tan lejos de todo en las barracas siempre a
salvo maricón los orines amontonados en el rincón un papel periódico enmohecido
en la superficie de un tacho “Ollanta ya asoma como el próximo presidente” y se
preguntaba por qué aún el Perú era todo lo contrario que la señora Mariana le
decía: todo lo contrario que el señor Filemón escribía desde París, desde París
la odiosa y cultivada, donde acababan finalmente los escritores que Caicedo
odiaba desde el boom. “Señor, día 18, solo aquel día ha sido fijado para la
cirugía, en su defecto habrá de esperar al veintinueve, pero en su caso podría
ser fatal. Sala reservada, médico de turno. Perales y equipo de cirugía,
Hospital Edgardo Rebagliati Martins”.
El albor de la mañana acastaña el
extenso enladrillado. Sobre la yerba del Campo de Marte un grupo de niños corre
tras una pelota. Sin concierto, chillan, ríen. El cielo nuboso adquiere
múltiples formas, un rostro afilado asoma entre ellas, son como las rocallosas
sobre Santo Cristo, el rostro de Jesús crucificado, las más nítidas alertan a
Antonio. Cecea, cuenta las sólidas columnas de humo que se levantan desde el
basural. Atrapado entre los barrotes que comunican un mundo con el otro, repasa
la fisonomía de los transeúntes. “¿Y si no voy a ese hospital? ¿Moriría igual,
tan igual que al someterme a esos hombres tiesos, lúgubres? Se arqueó en un
árbol, fatigado, con los puños apoyados en el tronco terroso. Unos minutos más
tarde continúa su marcha.
Inmóvil en el terraplén, lejos de
todo, contempla el patio desértico. Todos van llegando de a pocos para hacer
filas en la puerta del hospital. El reloj indica que pronto serán las diez.
Antonio tiene el aspecto de un hombre ausente. A los pocos minutos enrumba a
una de las filas, siempre guardando una distancia para colocarse al final de
todos. Chasquidos la herida poblada en el dedo fue en 1988 o 1989 no lo tengo
claro solo el dolor de muerte el horror del líquido lóbrego abismal que
sostiene la vida el pánico ante la sangre desatada en la epidermis Mamá Mamá el
calambre que no cesa ceceo el aceite y el alcohol en el frasco crema y el
aseptil rojo que aviva la acequia de profundidades misteriosas en aquella
corriente que figura la vida son chorros que se escapan y me escarapelan.
Algunas horas después frente a
la sala de operaciones, Antonio se contiene, tiene el terror acumulado en los
ojos.
- No, Antonio, la operación ha sido
confirmada. Debes entrar –dice el médico- tu corazón está muy mal.
Antonio esboza una sonrisa, pero las
comisuras de la boca le tiemblan, parece contener las ganas de llorar.
- Es un buen paciente -espeta una
enfermera.
- Sí..., sí...mi primito queridísimo
-murmura el doctor Perales con una expresión de ironía contenida. Empuña un
instrumento de metal y avanza hacia el medio de la sala. Los médicos se
desplazan en bloques, uno detrás de otro. Una mujer empapa una toalla para limpiar
el rostro de Antonio. De un estuche extrae una loción de naranja, se la rocía
por la frente atravesando luego la barba rugosa hasta el mentón. La navaja
recorre cada tramo del rostro y del pecho descubierto. La carne trozada
inminente la luz del neón ¿Y si la anestesia no cumpliera su cometido y la
tormenta de una vigilia persistente me torturara? El filo helado trazando mis
pectorales en dos hemisferios como aquella fruta que partí el corazón a la
vista de mis ojos firmes azorados dos pulpas quebradas músculo saliente sudor
sudor y si en esa consciencia intransigente percibiera el dolor agudo de las
carnes rotas y las costillas separadas músculo tirante punzado por un metal
quemante y mis ojos curvados manifiestos en toda su órbita doctor me mantengo despierto
los tejidos de nervios aún responden mortificado y más aterrado con las
arterias colgantes débiles el tortuoso paso de la máquina que desteje mi
interior profanando las entrañas y el grotesco gesto en el espejo imaginario
atrapada mi voz en las cuerdas colapsadas apenas el eco impotente de mi clamor.
“Va la anestesia, señor…” El Océano Pacífico en todo su esplendor y aquel
pescado mi padre sujeto a la baranda Puerto Supe el hoyo azulino del animal que
boquea boquea boquea y ahoga y ahoga los ojos descomunales para su dimensión
mínima el pescado fuera de las aguas en el supremo esfuerzo de contener el aire
se sacude como una bestia herida una batalla por respirar respirar seccionando
las branquias con cuchillas fulgurantes globos apertrechados entre los
omoplatos del hombre siempre le temí a la asfixia la carne atrapada la
epiglotis rígida mis ojos lechosos deshechos y el rostro que se me amorata en
el espejuelo de una tetera a solas yo y el bife dividido en la garganta y el
aire que entrampa exasperado la fiera estalla en llantos cinco de la tarde de
un viernes de agosto mi padre duerme y el trozo que obstruye el paso del aire
el denso aire en extinción siempre relaciono aquel día con el otro aquel del
pescado en el puerto del pescado en su hora final héroes derrotados derribados
por los objetos que se cuelan o deslizan por la tráquea... agito las manos con
violencia cianosis azul azul como que algo así debe ser morirse de buenas a
primeras mientras el errátil doctor combate inútilmente contra los linderos de
la vida y de la muerte batalla contra su pequeñez tanto que si un hombre de
siglos adelante lo observara reiría contemplaría abrumado la parafernalia
rudimentaria de una sala de alta cirugía del claror inicial de este siglo
quizás con la misma desazón con la que leemos de los piques de insectos contra
las fiebres o el estupor idiota en las pestes de la Edad Media hombres con
caras de pájaros flagelantes enfilando hacia las cañadas contemplo ya el frente
de mi cuerpo afeitado el esternón separado de arriba hacia abajo pericardio
expuesto que se abre la máquina de corazón-pulmón un artefacto que invade las
marañas y me habita entran en batalla los pulmones se aquietan luego y toman
distancia del circuito cerrado de un corazón que bombea incesante sin certidumbres
incisión en la masa elástica que late y late reloj de pared viejo reloj abrupto
y precario todo es posible y probable silencio desmesuradamente espeso el aire
helado la inyección en la frágil maquinaria de esta carne flagelada desmontable
grasa hollín niebla ácida en los ojos terror de sombras en una oscuridad
maligna y fiera…
Antes que lo corten, Antonio brinca
de la camilla y de un par de trancos gana el corredizo. Vira a la derecha,
sigilosamente se esconde en uno de los salones con el objeto de tentar la
puerta que conduce a los ascensores. Puede deshacerlo todo de golpe, su vida,
desempolvar su lápida pendiente, rastrear su pasado de paciente crónico y
mortal.
- Bueno, hay que entender que no
entiende la gravedad de su situación, doctor Barreda -dice Perales, alisándose
el bigote y tratando de que Antonio lo escuche desde su escondrijo.
- Morirá si persiste en esconderse -replica una de las enfermeras.
- El señor Antonio no será más molestado –dice Perales- su solicitud le
será devuelta. Espero puedan ustedes asistir a la ceremonia de su sepelio.
Antonio se cuartea, un sudor helado
se desliza desde su frente. Le tiemblan las piernas, tiene el pulso fuera
de control.
Guarecido, trata de cerciorarse que
hablan de él, camina hasta los baños. Tiene el rostro petrificado por el frío,
hace un nuevo esfuerzo por orinar. Se agazapa nuevamente hasta ganar el
pasadizo. Levanta una ruma de ropa de un balde, se viste a la mala y da unas
zancadas por el pampón antes de cruzar la pista.
- Vamos, apúrate -grita una enfermera
cómplice, desde el pórtico, antes de atravesar el pasillo y abordar la calle-
ella sigue al paciente con los pasos entrecortados. Antonio apura el paso.
Antes de descender por la calle de
Los Sauces, el hombre echa un vistazo al viejo hospital. Un ventanal gris en el
frontis verde le da una cálida majestuosidad.
Tres años después, Antonio, el del
corazón ancho, habría de recordar aquellos días, mientras el cadáver de Perales
ensaya el último mohín desde su ataúd. "Era un gran sujeto el doc".
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