lunes, 1 de octubre de 2012

El cazador de barro


 José Gabriel Ortega


Viernes. Temprano en la mañana. Las movilidades escolares empiezan a llegar. No pasarán diez minutos y el estacionamiento de la escuela se llenará y se agitará como un hervidero de bichos. Los estudiantes de la secundaria atravesarán los tres patios y las dos canchas de fútbol que los separan de sus aulas y se agolparán frente a ellas, esperando que algún profesor las abra. En el edificio más distante, junto a los rosales del claustro, el aula de quinto D espera que se desate el infierno.

Última día del año escolar. El Loco llega tarde. Abel está borrando la pizarra y lo ve, en la puerta del aula, gigante y siniestro. Se paraliza. La mota empieza a temblar.

El Loco entra desafiando a todos con una risa de hiena. Se detiene unos pasos más allá de la puerta de entrada, molesto por la falta de respuesta a su reto. El profesor se esconde detrás de su escritorio. Divisa a Abel que ha terminado de borrar la pizarra y está anotando las tardanzas.

Aquel día Abel es el alumno responsable: el que reza, el que revisa todas las agendas firmadas, el que reporta a los ausentes. No ha terminado de escribir el apellido del Loco en la columna de tardanzas cuando siente la presencia del depredador detrás de él. Cierra los ojos. Reza. Sus oraciones nunca sirven. El Loco, provocado por el pavor de su víctima, le suelta:

¡Tú vieja es una puta! ¡La más fea, marrana y olorosa puta del mundo! Y si me anotas te hago orinar sangre ahorita —los alumnos ríen. Le festejan tímidamente el insulto. Le tienen miedo.

Él sonríe y continúa:

Mírame cuando te hablo, enfermo de mierda. Mírame carajo —los demás alumnos lo aplauden con lentas sus risas. Al Loco le encanta aquello.

Abel gira. Levanta la mirada. Sus ojos están a punto de explotar. Está paralizado con la tiza entre los dedos. Pero los ojos tiemblan un instante como gelatina y luego se petrifican como su cuerpo.

El Loco relaja su mueca de perversidad y se hace simpático. Todos saben que es el peor momento.

Si me anotas, pequeño engendro, te voy a meter la tiza por el culo. ¿Entiendes? Matarife de mierda.

Matarife. Es el mejor insulto que usa para humillar a alguien. Es la expresión de su mayor nivel de perversidad. No conoce su significado pero cuando lo vocaliza siente que la sangre le hierve. Eso le gusta. Lo excita. Lo impulsa a dañar.

Abel toma la mota y borra el nombre del Loco. Deja la tiza en la pizarra. Vuelve a hundir la cabeza en el piso. Antes de regresar a su sitio, por sus ojos fosilizados cruza un brillo extraño. Algo que no le pertenece. Una luz que no ha estado antes ahí.

Mientras ocurre todo, el tutor ha dejado caer su rostro. Busca cualquier cosa dentro de su maletín, algo que le impida ser testigo de lo que escucha.

Abel pasa delante del Loco. Se sienta. Sumiso. Su mirada otra vez vacía, como si ya no esperara nada. Y mientras los alumnos aguardan en silencio que todo acabe, Abel comprende que el mundo lo defeca como tratando de sanarse de una incómoda diarrea.

Hirsuto, babeante, con los ojos que miran simultáneamente objetos opuestos, el Loco, sin los aplausos esperados, finalmente, se sienta.

Último día del año escolar. Un año en el que Abel se convertía, una semana si y otra no, en un embutido famélico cada vez que regresa de intentar hacer deporte, cuando el Loco lo introducía, sin contemplación, dentro del tacho de desperdicios. Un año en que todos los estudiantes habían sido espectadores pirómanos de las fogatas que el Loco hacía en la cabeza de Abel, con las virutas de papel que le sembraba en el pelo, con un desodorante en espray y un encendedor sin restricción de flama. En aquellos momentos, justo antes de salir gritando envuelto en humo y fuego, se quedaba fosilizado frente a la carcajada del Loco y aquel brillo extraño cruzaba su mirada de resignación.

Primera hora de la tarde. Carpeta de Abel. Quietud y papeles mojados. Una isla de la que todos se alejan. Prefieren que sea la única presa del Loco. No se acercan, también, debido al olor que emite. La mayoría de los estudiantes lo recuerda siseando ininteligible. Parece comunicarse con su hedor. Si esa es una estrategia para mantener alejado al Loco, ha fracasado. A pesar del olor, que cada vez se hace más insoportable, el Loco es inmune. Un depredador que frente a una presa fácil ha prescindido de sus habilidades de rastreo.

Una hora antes del final. Carpeta del Loco. Modificada para que su pulposo cuerpo entre en ella. Desplaza la mano gigante sobre una barra de papel mojado. Sobre ella hay un arsenal de bolas, lanzas, tornillos de papel, ligas, clips, masas de arcilla endurecidas. Es una especie rara. Más allá de su enormidad y su ingenio para la perversión, es un deficiente mental.

Esta característica se pone en evidencia con notable expresión cuando Ronaldo Cardozo, el único profesor que no le tiene miedo, lo ridiculiza. Le pregunta cualquier barbaridad que se le ocurre y expone a la clase al peligro, debido a que no pueden estallar en alaridos de risas porque no sobrevivirían y terminan adoptando una configuración de nabos inflamados de tanto que se aguantan. Pero finalmente, alguno deja escapar un pedo y el estallido es inclasificable y también la tunda que les espera a cada uno que atrape.

Hace medio año. Clase de Ronaldo Cardozo. La pregunta obliga a establecer, al Loco, la diferencia entre un camello y un par de melocotones. Después de dos largos minutos:

Profe —silencio desesperado— podría dejármela como tarea para mañana, le juro que de todas maneras se la respondo —suda, tiembla muy tenuemente. La boca se le ha secado y una ligera mueca empieza a llenarle el ojo derecho.

— Eso está muy mal señor Valiente —Cardozo mantiene la seriedad. No se percibe ninguna señal de una carcajada— le daré la oportunidad —el Loco empieza a sonreír— pero ya sabe, eso tiene su penalidad.

Los estudiantes se sienten condenados. El Loco va sacar la respuesta de todos ellos. El único descerebrado que cree que es una pregunta seria y fija para la prueba semestral de biología es él y su rostro reconcentrado y con un hilo de baba que ya toca el suelo, como si su vida dependiera de ello, se fija sobre los ojos y la boca del profesor.

Cardozo sentencia la aberración y la mezcla de palabras y conceptos más descabellada que han escuchado.

Ingenioso. Perfecto. Absurdo.

El Loco está realmente deslumbrado. Un par de babas más mojan sus zapatillas.

La broma del profesor los condena. Aquella tarde, luego de salir de la escuela, los encierra en su casa a la que van todos, aterrorizados por sus amenazas. El único que no va es Abel por expresa orden del Loco, que luego, al día siguiente, después de que Cardozo se burla de él, en lo que se convierte el momento más tenso de la vida escolar de los estudiantes, culpa a Abel de ser el único que no quiso ayudarlo. Es entonces cuando el Loco, que es negado para todo menos para la tortura, inventa la manera de hacerle un enema a un estudiante con una carga de lapicero mientras lo enlata en un casillero.

La última hora del año escolar. Uno frente al otro. Un gigante tumoroso capaz de quitarle dos tallas de pantalón con un fuerte apretón a cualquiera y un bosquejo de caricatura humana que en el último mes ha olvidado comunicarse en español y solo sisea como una serpiente arrinconada y sin veneno.

Entran al aula. Regresan del último recreo. El profesor de arte después de rogar por el retoque final de la escultura, se sienta en su pupitre y empieza a rezar. Tiene razones. La última hora del último día de clase del último año.

Abel se sienta. El Loco tiene un plan y empieza a ejecutarlo. Con una precisión que desafía su retardo comienza a adornar la cabeza casposa y la chompa de Abel con bolitas cada vez más grandes de arcilla. Ha intentado construir un avión pero le ha salido una abeja con problemas de obesidad y con un claro defecto congénito que la hace ver como si tuviera tres penes en lugar de llantas. Lo destruye y usa los pedazos de arcilla para decorar a Abel.

Abel ha erigido una fortaleza con sus escuálidos brazos vestidos por aquella chompa que parece haber nacido con él. Nadie sabe que está construyendo, pero el proyecto le ha tomado muchísimo interés. Lo ha ocultado a todos.

Levanta la cabeza y poco a poco el cuerpo. Oculta en un doble abrazo aquello que ha creado.

Mira al Loco y su mirada esta nublada por aquel brillo extraño que le ha nacido. Los ojos, la nariz, las orejas de caricatura, todo parece estar cubierto por aquella extraña forma de petrificación. Parece que el vacío de su mirada sumisa ha huido.

Despega sus zapatos, que parecen los de aquellos payasos sin sonrisa, del suelo y lentamente se aproxima al Loco, como si estuviera llevándole un regalo. El Loco, que al comienzo sonríe, adopta un gesto de letargo, como si recién saliera de un coma, y luego, un inesperado pavor, que proviene de la presa que siempre fue, empieza a cubrir su rostro de abajo hacia arriba. Su mandíbula tiembla y luego se torna rígida, sus labios adquieren un estado gelatinoso. Sus fosas nasales, que compiten con sus ojos, se agrandan como si quisieran llegar hasta la frente. Abel se acerca sin temor, con intensidad y vehemencia. Quiere mostrarle lo que oculta entre los brazos.

El retraso mental adquiere una prueba fisonómica irrefutable. Un nuevo temblor que se origina en su carpeta domina su rostro y sus piernas. Una convulsión que alcanza a toda el aula. Cesa cuando Abel se detiene frente al Loco.

Separa su brazo derecho de lo que oculta y en el izquierdo perfectamente elaborado con la arcilla más real que han visto, hay una pistola. Levanta el brazo, apunta el arma para darle en la frente, y jala el gatillo, desmenuzándola.

¡Bum! ­—sisea Abel mientras un fluido amarillento germina debajo de la carpeta del Loco. Un sonido a fuente de agua, un gorgoteo que ocupa el silencio después del siseo. Estas muerto, matarife.

Abel mira el rostro congelado del Loco. Luego se voltea y se dirige a su carpeta. El Loco se agita. En el último segundo del año escolar, cae al suelo fulminado por una pistola de barro.

1 comentario:

  1. ¡Cuento impactante! excelente manejo del suspenso...

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