José Gabriel Ortega
Viernes. Temprano en la
mañana. Las movilidades escolares empiezan a llegar. No pasarán diez minutos y
el estacionamiento de la escuela se llenará y se agitará como un hervidero de bichos.
Los estudiantes de la secundaria atravesarán los tres patios y las dos canchas de fútbol que los separan de sus aulas y se agolparán frente a ellas, esperando que
algún profesor las abra. En el edificio más distante, junto a los rosales del
claustro, el aula de quinto D espera que se desate el infierno.
Última día del año escolar. El
Loco llega tarde. Abel está borrando la pizarra y lo ve, en la puerta del aula,
gigante y siniestro. Se paraliza. La mota empieza a temblar.
El Loco entra desafiando a
todos con una risa de hiena. Se detiene unos pasos más allá de la puerta de
entrada, molesto por la falta de respuesta a su reto. El profesor se esconde
detrás de su escritorio. Divisa a Abel que ha terminado de borrar la pizarra y está
anotando las tardanzas.
Aquel día Abel es el alumno
responsable: el que reza, el que revisa todas las agendas firmadas, el que
reporta a los ausentes. No ha terminado de escribir el apellido del Loco en la
columna de tardanzas cuando siente la presencia del depredador detrás de él. Cierra
los ojos. Reza. Sus oraciones nunca sirven. El Loco, provocado por el pavor de
su víctima, le suelta:
—¡Tú
vieja es una puta! ¡La más fea, marrana y olorosa puta del mundo! Y si me
anotas te hago orinar sangre ahorita —los alumnos ríen. Le festejan tímidamente
el insulto. Le tienen miedo.
Él sonríe y continúa:
—Mírame
cuando te hablo, enfermo de mierda. Mírame carajo —los demás alumnos lo aplauden
con lentas sus risas. Al Loco le encanta aquello.
Abel gira. Levanta la
mirada. Sus ojos están a punto de explotar. Está paralizado con la tiza entre
los dedos. Pero los ojos tiemblan un instante como gelatina y luego se
petrifican como su cuerpo.
El Loco relaja su mueca de
perversidad y se hace simpático. Todos saben que es el peor momento.
—Si
me anotas, pequeño engendro, te voy a meter la tiza por el culo. ¿Entiendes?
Matarife de mierda.
Matarife. Es el mejor
insulto que usa para humillar a alguien. Es la expresión de su mayor nivel de
perversidad. No conoce su significado pero cuando lo vocaliza siente que la
sangre le hierve. Eso le gusta. Lo excita. Lo impulsa a dañar.
Abel toma la mota y borra el
nombre del Loco. Deja la tiza en la pizarra. Vuelve a hundir la cabeza en el
piso. Antes de regresar a su sitio, por sus ojos fosilizados cruza un brillo
extraño. Algo que no le pertenece. Una luz que no ha estado antes ahí.
Mientras ocurre todo, el
tutor ha dejado caer su rostro. Busca cualquier cosa dentro de su maletín, algo
que le impida ser testigo de lo que escucha.
Abel pasa delante del Loco.
Se sienta. Sumiso. Su mirada otra vez vacía, como si ya no esperara nada. Y
mientras los alumnos aguardan en silencio que todo acabe, Abel comprende que el
mundo lo defeca como tratando de sanarse de una incómoda diarrea.
Hirsuto, babeante, con los
ojos que miran simultáneamente objetos opuestos, el Loco, sin los aplausos
esperados, finalmente, se sienta.
Último día del año escolar. Un
año en el que Abel se convertía, una semana si y otra no, en un embutido famélico
cada vez que regresa de intentar hacer deporte, cuando el Loco lo introducía,
sin contemplación, dentro del tacho de desperdicios. Un año en que todos los
estudiantes habían sido espectadores pirómanos de las fogatas que el Loco hacía
en la cabeza de Abel, con las virutas de papel que le sembraba en el pelo, con
un desodorante en espray y un encendedor sin restricción de flama. En aquellos
momentos, justo antes de salir gritando envuelto en humo y fuego, se quedaba
fosilizado frente a la carcajada del Loco y aquel brillo extraño cruzaba su
mirada de resignación.
Primera hora de la tarde. Carpeta
de Abel. Quietud y papeles mojados. Una isla de la que todos se alejan. Prefieren
que sea la única presa del Loco. No se acercan, también, debido al olor que
emite. La mayoría de los estudiantes lo recuerda siseando ininteligible. Parece
comunicarse con su hedor. Si esa es una estrategia para mantener alejado al
Loco, ha fracasado. A pesar del olor, que cada vez se hace más insoportable, el
Loco es inmune. Un depredador que frente a una presa fácil ha prescindido de
sus habilidades de rastreo.
Una hora antes del final. Carpeta
del Loco. Modificada para que su pulposo cuerpo entre en ella. Desplaza la mano
gigante sobre una barra de papel mojado. Sobre ella hay un arsenal de bolas,
lanzas, tornillos de papel, ligas, clips, masas de arcilla endurecidas. Es una
especie rara. Más allá de su enormidad y su ingenio para la perversión, es un
deficiente mental.
Esta característica se pone
en evidencia con notable expresión cuando Ronaldo Cardozo, el único profesor
que no le tiene miedo, lo ridiculiza. Le pregunta cualquier barbaridad que se
le ocurre y expone a la clase al peligro, debido a que no pueden estallar en
alaridos de risas porque no sobrevivirían y terminan adoptando una
configuración de nabos inflamados de tanto que se aguantan. Pero finalmente, alguno
deja escapar un pedo y el estallido es inclasificable y también la tunda que les
espera a cada uno que atrape.
Hace medio año. Clase de
Ronaldo Cardozo. La pregunta obliga a establecer, al Loco, la diferencia entre
un camello y un par de melocotones. Después de dos largos minutos:
—
Profe —silencio desesperado— podría
dejármela como tarea para mañana, le juro que de todas maneras se la respondo —suda, tiembla muy tenuemente. La boca se
le ha secado y una ligera mueca empieza a llenarle el ojo derecho.
—
Eso está muy mal señor Valiente —Cardozo mantiene la seriedad.
No se percibe ninguna señal de una carcajada— le daré la oportunidad —el Loco empieza a sonreír— pero ya
sabe, eso tiene su penalidad.
Los
estudiantes se sienten condenados. El Loco va sacar la
respuesta de todos ellos. El único descerebrado que cree que es una pregunta
seria y fija para la prueba semestral de biología es él y su rostro
reconcentrado y con un hilo de baba que ya toca el suelo, como si su vida
dependiera de ello, se fija sobre los ojos y la boca del profesor.
Cardozo sentencia la
aberración y la mezcla de palabras y conceptos más descabellada que han
escuchado.
Ingenioso. Perfecto.
Absurdo.
El Loco está realmente
deslumbrado. Un par de babas más mojan sus zapatillas.
La broma del profesor los
condena. Aquella tarde, luego de salir de la escuela, los encierra en su casa a
la que van todos, aterrorizados por sus amenazas. El único que no va es Abel
por expresa orden del Loco, que luego, al día siguiente, después de que Cardozo
se burla de él, en lo que se convierte el momento más tenso de la vida escolar de
los estudiantes, culpa a Abel de ser el único que no quiso ayudarlo. Es
entonces cuando el Loco, que es negado para todo menos para la tortura, inventa
la manera de hacerle un enema a un estudiante con una carga de lapicero
mientras lo enlata en un casillero.
La última hora del año
escolar. Uno frente al otro. Un gigante tumoroso capaz de quitarle dos tallas
de pantalón con un fuerte apretón a cualquiera y un bosquejo de caricatura
humana que en el último mes ha olvidado comunicarse en español y solo sisea
como una serpiente arrinconada y sin veneno.
Entran al aula. Regresan del
último recreo. El profesor de arte después de rogar por el retoque final de la escultura,
se sienta en su pupitre y empieza a rezar. Tiene razones. La última hora del
último día de clase del último año.
Abel se sienta. El Loco tiene
un plan y empieza a ejecutarlo. Con una precisión que desafía su retardo comienza
a adornar la cabeza casposa y la chompa de Abel con bolitas cada vez más
grandes de arcilla. Ha intentado construir un avión pero le ha salido una abeja
con problemas de obesidad y con un claro defecto congénito que la hace ver como
si tuviera tres penes en lugar de llantas. Lo destruye y usa los pedazos de
arcilla para decorar a Abel.
Abel ha erigido una
fortaleza con sus escuálidos brazos vestidos por aquella chompa que parece
haber nacido con él. Nadie sabe que está construyendo, pero el proyecto le ha
tomado muchísimo interés. Lo ha ocultado a todos.
Levanta la cabeza y poco a
poco el cuerpo. Oculta en un doble abrazo aquello que ha creado.
Mira al Loco y su mirada
esta nublada por aquel brillo extraño que le ha nacido. Los ojos, la nariz, las
orejas de caricatura, todo parece estar cubierto por aquella extraña forma de
petrificación. Parece que el vacío de su mirada sumisa ha huido.
Despega sus zapatos, que
parecen los de aquellos payasos sin sonrisa, del suelo y lentamente se aproxima
al Loco, como si estuviera llevándole un regalo. El Loco, que al comienzo sonríe,
adopta un gesto de letargo, como si recién saliera de un coma, y luego, un
inesperado pavor, que proviene de la presa que siempre fue, empieza a cubrir su
rostro de abajo hacia arriba. Su mandíbula tiembla y luego se torna rígida, sus
labios adquieren un estado gelatinoso. Sus fosas nasales, que compiten con sus
ojos, se agrandan como si quisieran llegar hasta la frente. Abel se acerca sin
temor, con intensidad y vehemencia. Quiere mostrarle lo que oculta entre los
brazos.
El retraso mental adquiere
una prueba fisonómica irrefutable. Un nuevo temblor que se origina en su
carpeta domina su rostro y sus piernas. Una convulsión que alcanza a toda el
aula. Cesa cuando Abel se detiene frente al Loco.
Separa su brazo derecho de
lo que oculta y en el izquierdo perfectamente elaborado con la arcilla más real
que han visto, hay una pistola. Levanta el brazo, apunta el arma para darle en
la frente, y jala el gatillo, desmenuzándola.
—
¡Bum! —sisea Abel mientras
un fluido amarillento germina debajo de la carpeta del Loco. Un sonido a fuente
de agua, un gorgoteo que ocupa el silencio después del siseo. —Estas muerto, matarife.
Abel mira el rostro
congelado del Loco. Luego se voltea y se dirige a su carpeta. El Loco se agita.
En el último segundo del año escolar, cae al suelo fulminado por una pistola de
barro.
¡Cuento impactante! excelente manejo del suspenso...
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