viernes, 28 de septiembre de 2012

Contra el tiempo

Raúl Mendoza Cánepa



Al tomar la calle, deambulo por el linde del barranco. El faro me dispara, intermitente, su ráfaga de luz. Me siento en una banca a contemplar la vida. El ruido se amansa entre las luces. Con el rojo- rojo de los automóviles me gana la inquietud, la desazón de la inercia. El claror trenza el fulgor de la luna sobre los rostros. Leo una vez más el periódico “Mozos, técnicos de carga, mecánicos…”. Todo me es ajeno. Subrayo un par de párrafos y luego tacho una línea.  Desdoblo nuevamente la página para asegurarme de no haber descuidado ninguno de los avisos.

Al llegar a casa preparo el café de Laura. Ella es mi mujer. Yace, torcida sorbe del aire espeso y maloliente. Le han amputado el pie y se da fuerza para la última cirugía. Parece no tener fuerza para morirse. El dolor le perfora los intestinos tanto como la medicina amarga que debe beberse antes de la diez. Sin ese dinero morirá, morirá puntual, en noviembre, como le han dicho los médicos. Una operación cuesta, “los pobres se enferman de lo que pueden”. Y también se mueren de lo que pueden, princesa. El ojo se te triza en el vaso y bebes lejana de otros tiempos de ese frasco azulino insuficiente y entre las malvas muertas tu cuerpo ensangrentado desde la médula Laura como el guiñapo amarillo del clóset y apenas sin revivirte te arrastras por el corredizo como un espectro muerta fiera sin remilgos y me crispo deambulo entre las alcantarillas y el gris de mierda de esta ciudad de vapores y cuesta mantener en vilo el corazón porque es la tarifa del doctor hijoeputa y el impuesto a la sanidad y la gratificación de la muerte, Laura. Crispación sudor filos de metal hielo en las sienes que taconean sobre las losetas venas cordilleras sobre la piel lívida que late bajo el polvo tenaz que me ahoga.

La contengo en mis brazos. Cuando se duerme la contemplo, le hablo muy despacito. No sé si son horas o minutos. Luego escribo en un pliego de papel lo que minutos antes había anotado en una servilleta con un plumón azul. No logro contener mis pensamientos, ellos me abruman. Laura abre el ojo un minuto revélame el pulso de otras horas Laura clac clac clac se nos pasa el tiempo en innumerables vueltas de reloj y no hay recodo para el descanso ni un empleo inmediato que sostenga la vida, el polvo esculpe formas en el cuarto, cuaja. Martincito lame los barrotes oxidados de la ventana traza las líneas de sus monstruos con los ojos bien cerrados sin haber probado alimento y el tiempo se cierne sobre la osamenta niño gris entre las palmas cuando en agosto fue agosto la carta del despido señor Arrelucea y váyase a buscar pero me quebré al hablar jijuna y Martincito canturreando sentado con las piernas cruzadas sobre el arenal y Laura recostada en el césped con las palmas alborotadas llamando y yo el secreto lánguido y mortal de la cola sin respuesta al margen del mundo la décima segunda cola en el pasaje Quilca en Angamos Oeste en la Diagonal en el Jirón de la Unión y en la fábrica de la Venezuela CV sobre de manila “Laura, me quedé sin empleo” y el bostezo que no transmuta en palabras las palabras que dan a morir en el desierto el precipicio de un vacío sin tiempo ni espacios su tos pedregosa el respiro áspero que se atraca en la garganta, me contengo, “no se lo diré aún, la placidez de una mujer quebrada no debe ser profanada”. No. Por ahora guardo el secreto. Los ahorros se difuminan mientras se cierra el espejo de mis ojos alfilereteados, ralean, cubren algunos gastos, lindan el abismo y el rojo ¿Y qué haremos con Adolfito? La fiebre le raspa el paladar, como ayer, hoy se quedarán en casa. Presupuesto, colegio inicial Santa Teresa. Las muelas se aprestan a la batalla, las cortezas de los troncos ensanchan el faro de mis retinas y se encrespa la pupila, se me corta la respiración el aire denso fatigoso de la noche galopa el corazón…Crispación y fatiga. Clac clac clac.

Me siento frente al computador y digito con agitación. “Don Agustín Mairena: soy un vendedor de muebles. Recién perdí mi trabajo, requiero con suma urgencia una oportunidad en Livingstone Corp. Sé que es difícil, pero tengo bocas que sostener de urgencia. Se lo ruego por la divina providencia…”. Clac clac clac.

-       ¿Qué escribes? –me pregunta Laura, algo alterada por el tecleo incesante

-       Es un informe –respondo casi balbuceando– Hay que rendir cuentas.

-       No hagas locuras de quedarte hasta tan tarde –advierte ella, volviéndose a dormir casi de inmediato.

Torno mis ojos nuevamente hacia los niños que duermen apacibles. Los observo durante varios minutos recordando sus voces agudas, es una atmósfera opaca, cargada de alcohol metílico. Tomo unas frazadas del corredor y las extiendo a lo largo de sus cuerpos. Laura tiembla, luce más pálida y demacrada que de costumbre. Clac clac clac.

Continúo dándole contenido a esa pantalla de computador cubierta de vacíos. Vuelvo a borrar unas líneas y reescribo algunos de los fragmentos de los que había prescindido. Un chorro de viento helado me asalta por la espalda, continuo dando batalla.

“Don Artemio, se acordará de mí. Alguna vez lo asistí en una venta. Ha pasado mucho tiempo, sé que es difícil, pero…Le cuento que me quedé sin trabajo, cosas del presupuesto y qué más y tengo una familia, usted me entiende.”

Luego de dar detalles y precisar cada hecho retomo la lectura de los textos y vierto el café de la cucharita en mi boca. Borro dos líneas y me monto sobre las teclas: “Apelo a su piedad”.  Una sucesión de desgarros me quema los intestinos, el corazón me late a mil. Barajo mis reseñas laborales y las miro con insistencia hasta dilucidar cuál conviene  diseminar entre líneas.

Laura duerme y cecea. Por ratos parece sacudida por el espanto de un mal sueño, pero no alcanza a despertar. Nadie es imprescindible, me decía el viejo Lozano, mi padre, cuando sobrevolaba el Misti y me advertía que la muerte no tiene relojes ni calendario aunque suele improvisar a veces.

Son las once y pico de la noche. Me recuesto en el ventanal para no mirar el cuerpo abatido y frágil de Laura. Garúa y el parque se recarga de tinieblas a esa hora. Clac clac clac. El Jesús de la rotonda se ha cuarteado. Las deformidades del parque me impiden divisar el final de la calle. Me he gastado una fortuna y una fortuna es lo que requiero ahora para llevar a mi mujer a Boston. Allí las maravillas de las técnicas quirúrgicas le ofrecen la posibilidad de salvarse.

La imagen del Cristo luce a oscuras sus tenues contornos, a la luz de una vela que se difumina en su base. Rezo mientras puedo guarecido en el ventanal. Me lavo los dientes a la ligera y me acuesto. Atisbo los puntos de mugre en el techo, doy forma a las múltiples telarañas que me rodean, la lámpara de metal me cubre con sus claridades, por ratos divago y por ratos ensayo mi mejor plegaria. Me muevo, no dejo de moverme ni de pestañear hasta que el sol distribuye sus claridades.

Me cubro con la colcha tratando de disipar todas las brumas. Laura hace un mohín, balbucea algunas palabras que no logro descifrar. Le envuelvo los pies con una esquina de la sabana. Tiembla, roe ruidosamente, pero no despierta del todo. Trato infructuosamente de conciliar el sueño. Es inútil. Enciendo la bombilla y tomo las cartas de presentación para volverlas a leer, es como si intentara convencerme de algo. Los bocinazos me alertan de la vida en aquella mañana. El cobrador de una combi llama a lo lejos y un cúmulo de luces ya se apretujan en el espejo. Escribo con lápiz unas líneas adicionales, pero las borro y rehago el texto suprimido. Añado un párrafo en un papel en blanco. Al terminar la última letra empuño la hoja y la echo al tacho para proseguir. En una carta de presentación nos jugamos la vida, cuido de la sintaxis y que los párrafos sustantivos precedan a los accesorios. Cedo a la fuerza del agotamiento  y coloco cuidadosamente las cosas dentro de la mesa de noche para emprender a un nuevo intento de dormir, esta vez bajo los relumbres del sol en las cortinas. Sospecho que un detalle no concuerda dentro de la documentación. Torno mis pasos al escritorio.

Mientras preparo la consecución de hojas y las numero ordenadamente, la mirada centrada de Laura desde la pantalla del ordenador me captura por unos instantes. Se veía rozagante entonces. Las vivanderas empiezan a invadir las veredas y las teclas se dan al empeño de ametrallar sobre las densas humaredas de tabaco. El campo de batalla torna intenso y el aire irrespirable. El reloj continúa su marcha. Clac Clac Clac.
Me llevo una menta a la boca y trato de dilucidar el último tramo. Tecleo, al final, con mayor fuerza, tratando de imprimir cada letra en el ecran de luz que me cautiva y me somete retando el peso de mis párpados.

Bebo la última gota de la Coca cola, mudo de ropa y me apresuro a levantarme para caminar, para caminar a donde la vereda del frontis me lleve, me hago a la idea que debo deambular por la avenida hasta perderme en la longitud de una playa limeña. Laura duerme con placidez, me aseguro de guardar los papeles entre rumas de papeles al fondo de un cajón. “Voy a la oficina, Laura, estoy un poco tarde”. Apenas encamisado, bordeo la costa sin pensar, tratando de olvidar el hecho consumado y la descomunal prisa que me ahoga. Vigilo mis huellas en la arena, zigzagueantes, desiguales, sin destino. Clac clac clac.
Es, desde luego, el inicio de mi vida o es apenas el fin.

Edad: 44 años.
Profesión: Indeterminada.
Destino: Desde aquí todo es corto y delgado. Una zanja sin mayores opciones.

Leo en los impresos nuevamente lo que había enviado. Ignoro la razón y la hora en que añadí la última línea. Me recuesto sobre la arena húmeda, muy cerca del agua. Por ratos el mar helado me invade. Desde esta perspectiva las cosas no son iguales, la costa parece una torta de crema partida a dentelladas y los vehículos insectos de metal. Clac clac clac.
El reloj merodea y el minutero es inexorable, las venas rajadas que transportan una sangre que se descompone en su espejo pálido de medianoche y las canas que se suceden en la cumbre de su rostro que sin fuerzas apenas dan un brochazo débil sin la magnificencia de otros tiempos sin futuro cierto y ella yerta entre el sepulcro que asoma al ganar la derrota en su innúmera batalla y sigue y sigue y mientras largo el pie en los cien metros de arena y ventisca sigue y sigue y Laura abisma y el dolor que rompe las costuras de la boca asoma y el terror delirante que flaquea en mis piernas muñeca rota y los ojos húmedos de los niños náufragos del útero materno ya nada es sutil Laura niños el negro infinito y radical se enfrenta a esta posibilidad desmesuradamente mayor y entonces seré un héroe o un cadáver entre penumbras sólidas casi un héroe mitológico apenas en el resplandor de mi espejo.

A los cuarenta, Santiago Luna, tenía un volvo y una casa en Francia. Cuando dejamos de vernos hace unos años apostamos a que en cierta línea del tiempo ambos viajaríamos al Ártico a picar los hielos y sortear las espumas heladas del océano al norte del mundo. Yo viviría en La Planicie, en ese caserón que un día fue de Marita Luque y nos deslizaríamos en Bariloche, más lejos aún. A los cuarenta las cosas tienen otra dimensión y los plazos se vuelven más cortos y sustanciales.

Santiago es Director General de Cosas en Buenos Aires, tiene una compañía de barcos, un astillero y, a veces, intercambiamos noticias. Frente al abismo habría de ver su última nota del espectáculo bonaerense y una leyenda que le sugerí entre líneas. La playa luce más extensa ahora que casi me adapto a ella, a sus formas, a su platinada obstinación con la muerte. Ninguno traza las líneas de una respuesta. Luna mantiene el silencio denso abyectamente criminal desde la tarde del martes.

Muy por arriba la fachada de Livingstone Corp. Los descomunales vidrios ocres y su luminiscencia a lo largo de esta costa que me observa minuciosamente –sin respuesta, señor- un niño me mira con atención mientras juega con un montículo de arena. Me mira, más precisamente, como se mira a un bicho dentro de un frasco. Un bicho empuñando un cuchillo relampagueante, un trueno púrpura en mis ojos, las hormigas que devoran mi antebrazo y el sol que se triza en mandarinas sobre el océano, un bicho aplastado por todo su peso en medio del arenal.

Informe 0456 – 11. Oficina de Criminalística de la Policía Nacional del Perú: Sujeto, aproximadamente 44 años de edad. Playa Las Gaviotas. 9.00 am. Herida de bala en región craneoencefálica, a escasa distancia. Impacto con desplazamiento diagonal  y fracturas perpendiculares. Se registra aplastamiento, arrancamiento y salida de masa encefálica producto del impacto. Incidente: Revólver Scoot 25 cerca al cadáver.

El teniente Zegarra, lee las últimas líneas del informe final, expediente 275. “Revisados los documentos del occiso se anotan las incidencias de un presunto suicidio, no reportándose mayores datos en el entorno. En el último folio se da cuenta de siete correos electrónicos de diversa fuente, el más reciente (a una hora de transcurrido el fallecimiento según reporte oficial de criminalística), registrado como ‘No leído’: “Amigo, abrimos en dos semanas la agencia de Embarques Fortuna, necesitaré de un gerente de rutas e itinerarios. Buena paga. 
Fraternalmente: Santiago Luna”.

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