Raúl Mendoza Cánepa
Al
tomar la calle, deambulo por el linde del barranco. El faro me dispara,
intermitente, su ráfaga de luz. Me siento en una banca a contemplar la vida. El
ruido se amansa entre las luces. Con el rojo- rojo de los automóviles me gana
la inquietud, la desazón de la inercia. El claror trenza el fulgor de la luna
sobre los rostros. Leo una vez más el periódico “Mozos, técnicos de carga,
mecánicos…”. Todo me es ajeno. Subrayo un par de párrafos y luego tacho una
línea. Desdoblo nuevamente la página para asegurarme de no haber
descuidado ninguno de los avisos.
Al llegar a casa preparo el café de Laura. Ella es mi mujer.
Yace, torcida sorbe del aire espeso y maloliente. Le han amputado el pie y se
da fuerza para la última cirugía. Parece no tener fuerza para morirse. El dolor
le perfora los intestinos tanto como la medicina amarga que debe beberse antes
de la diez. Sin ese dinero morirá, morirá puntual, en noviembre, como le han
dicho los médicos. Una operación cuesta, “los pobres se enferman de lo que
pueden”. Y también se mueren de lo que pueden, princesa. El ojo se te triza en
el vaso y bebes lejana de otros tiempos de ese frasco azulino insuficiente y
entre las malvas muertas tu cuerpo ensangrentado desde la médula Laura como el
guiñapo amarillo del clóset y apenas sin revivirte te arrastras por el
corredizo como un espectro muerta fiera sin remilgos y me crispo deambulo entre
las alcantarillas y el gris de mierda de esta ciudad de vapores y cuesta
mantener en vilo el corazón porque es la tarifa del doctor hijoeputa y el
impuesto a la sanidad y la gratificación de la muerte, Laura. Crispación sudor
filos de metal hielo en las sienes que taconean sobre las losetas venas
cordilleras sobre la piel lívida que late bajo el polvo tenaz que me ahoga.
La contengo en mis brazos. Cuando se duerme la contemplo, le
hablo muy despacito. No sé si son horas o minutos. Luego escribo en un pliego
de papel lo que minutos antes había anotado en una servilleta con un plumón
azul. No logro contener mis pensamientos, ellos me abruman. Laura abre el ojo
un minuto revélame el pulso de otras horas Laura clac clac clac se nos pasa el
tiempo en innumerables vueltas de reloj y no hay recodo para el descanso ni un
empleo inmediato que sostenga la vida, el polvo esculpe formas en el cuarto, cuaja.
Martincito lame los barrotes oxidados de la ventana traza las líneas de sus
monstruos con los ojos bien cerrados sin haber probado alimento y el tiempo se
cierne sobre la osamenta niño gris entre las palmas cuando en agosto fue agosto
la carta del despido señor Arrelucea y váyase a buscar pero me quebré al hablar
jijuna y Martincito canturreando sentado con las piernas cruzadas sobre el
arenal y Laura recostada en el césped con las palmas alborotadas llamando y yo
el secreto lánguido y mortal de la cola sin respuesta al margen del mundo la
décima segunda cola en el pasaje Quilca en Angamos Oeste en la Diagonal en el
Jirón de la Unión y en la fábrica de la Venezuela CV sobre de manila “Laura, me
quedé sin empleo” y el bostezo que no transmuta en palabras las palabras que
dan a morir en el desierto el precipicio de un vacío sin tiempo ni espacios su
tos pedregosa el respiro áspero que se atraca en la garganta, me contengo, “no
se lo diré aún, la placidez de una mujer quebrada no debe ser profanada”. No. Por
ahora guardo el secreto. Los ahorros se difuminan mientras se cierra el espejo
de mis ojos alfilereteados, ralean, cubren algunos gastos, lindan el abismo y
el rojo ¿Y qué haremos con Adolfito? La fiebre le raspa el paladar, como ayer,
hoy se quedarán en casa. Presupuesto, colegio inicial Santa Teresa. Las muelas
se aprestan a la batalla, las cortezas de los troncos ensanchan el faro de mis
retinas y se encrespa la pupila, se me corta la respiración el aire denso
fatigoso de la noche galopa el corazón…Crispación y fatiga. Clac clac clac.
Me siento frente al computador y digito con agitación. “Don
Agustín Mairena: soy un vendedor de muebles. Recién perdí mi trabajo, requiero
con suma urgencia una oportunidad en Livingstone Corp. Sé que es difícil, pero tengo
bocas que sostener de urgencia. Se lo ruego por la divina providencia…”. Clac
clac clac.
-
¿Qué escribes? –me pregunta Laura, algo alterada por el tecleo incesante
- Es un informe –respondo
casi balbuceando– Hay que rendir cuentas.
- No hagas locuras de
quedarte hasta tan tarde –advierte ella, volviéndose a dormir casi de
inmediato.
Torno mis ojos nuevamente hacia los niños que duermen apacibles.
Los observo durante varios minutos recordando sus voces agudas, es una
atmósfera opaca, cargada de alcohol metílico. Tomo unas frazadas del corredor y
las extiendo a lo largo de sus cuerpos. Laura tiembla, luce más pálida y
demacrada que de costumbre. Clac clac clac.
Continúo dándole contenido a esa pantalla de computador cubierta
de vacíos. Vuelvo a borrar unas líneas y reescribo algunos de los fragmentos de
los que había prescindido. Un chorro de viento helado me asalta por la espalda,
continuo dando batalla.
“Don Artemio, se acordará de mí. Alguna vez lo asistí en una
venta. Ha pasado mucho tiempo, sé que es difícil, pero…Le cuento que me quedé
sin trabajo, cosas del presupuesto y qué más y tengo una familia, usted me
entiende.”
Luego de dar detalles y precisar cada hecho retomo la lectura de
los textos y vierto el café de la cucharita en mi boca. Borro dos líneas y me
monto sobre las teclas: “Apelo a su piedad”. Una sucesión de desgarros me
quema los intestinos, el corazón me late a mil. Barajo mis reseñas laborales y
las miro con insistencia hasta dilucidar cuál conviene diseminar entre
líneas.
Laura duerme y cecea. Por ratos parece sacudida por el espanto
de un mal sueño, pero no alcanza a despertar. Nadie es imprescindible, me decía
el viejo Lozano, mi padre, cuando sobrevolaba el Misti y me advertía que la
muerte no tiene relojes ni calendario aunque suele improvisar a veces.
Son las once y pico de la noche. Me recuesto en el ventanal para
no mirar el cuerpo abatido y frágil de Laura. Garúa y el parque se recarga de
tinieblas a esa hora. Clac clac clac. El Jesús de la rotonda se ha cuarteado.
Las deformidades del parque me impiden divisar el final de la calle. Me he
gastado una fortuna y una fortuna es lo que requiero ahora para llevar a mi
mujer a Boston. Allí las maravillas de las técnicas quirúrgicas le ofrecen la
posibilidad de salvarse.
La imagen del Cristo luce a oscuras sus tenues contornos, a la
luz de una vela que se difumina en su base. Rezo mientras puedo guarecido en el
ventanal. Me lavo los dientes a la ligera y me acuesto. Atisbo los puntos de
mugre en el techo, doy forma a las múltiples telarañas que me rodean, la
lámpara de metal me cubre con sus claridades, por ratos divago y por ratos
ensayo mi mejor plegaria. Me muevo, no dejo de moverme ni de pestañear hasta
que el sol distribuye sus claridades.
Me cubro con la colcha tratando de disipar todas las brumas. Laura
hace un mohín, balbucea algunas palabras que no logro descifrar. Le envuelvo
los pies con una esquina de la sabana. Tiembla, roe ruidosamente, pero no
despierta del todo. Trato infructuosamente de conciliar el sueño. Es inútil.
Enciendo la bombilla y tomo las cartas de presentación para volverlas a leer,
es como si intentara convencerme de algo. Los bocinazos me alertan de la vida
en aquella mañana. El cobrador de una combi llama a lo lejos y un cúmulo de
luces ya se apretujan en el espejo. Escribo con lápiz unas líneas adicionales,
pero las borro y rehago el texto suprimido. Añado un párrafo en un papel en
blanco. Al terminar la última letra empuño la hoja y la echo al tacho para
proseguir. En una carta de presentación nos jugamos la vida, cuido de la sintaxis
y que los párrafos sustantivos precedan a los accesorios. Cedo a la fuerza del
agotamiento y coloco cuidadosamente las cosas dentro de la mesa de noche
para emprender a un nuevo intento de dormir, esta vez bajo los relumbres del
sol en las cortinas. Sospecho que un detalle no concuerda dentro de la
documentación. Torno mis pasos al escritorio.
Mientras preparo la consecución de hojas y las numero
ordenadamente, la mirada centrada de Laura desde la pantalla del ordenador me
captura por unos instantes. Se veía rozagante entonces. Las vivanderas empiezan
a invadir las veredas y las teclas se dan al empeño de ametrallar sobre las
densas humaredas de tabaco. El campo de batalla torna intenso y el aire
irrespirable. El reloj continúa su marcha. Clac Clac Clac.
Me llevo una menta a la boca y trato de dilucidar el último
tramo. Tecleo, al final, con mayor fuerza, tratando de imprimir cada letra en
el ecran de luz que me cautiva y me somete retando el peso de mis párpados.
Bebo la última gota de la Coca cola, mudo de ropa y me apresuro
a levantarme para caminar, para caminar a donde la vereda del frontis me lleve,
me hago a la idea que debo deambular por la avenida hasta perderme en la
longitud de una playa limeña. Laura duerme con placidez, me aseguro de guardar
los papeles entre rumas de papeles al fondo de un cajón. “Voy a la oficina,
Laura, estoy un poco tarde”. Apenas encamisado, bordeo la costa sin pensar,
tratando de olvidar el hecho consumado y la descomunal prisa que me ahoga.
Vigilo mis huellas en la arena, zigzagueantes, desiguales, sin destino. Clac
clac clac.
Es, desde luego, el inicio de mi vida o es apenas el fin.
Edad: 44 años.
Profesión: Indeterminada.
Destino: Desde aquí todo es corto y delgado. Una zanja sin
mayores opciones.
Leo en los impresos nuevamente lo que había enviado. Ignoro la
razón y la hora en que añadí la última línea. Me recuesto sobre la arena
húmeda, muy cerca del agua. Por ratos el mar helado me invade. Desde esta
perspectiva las cosas no son iguales, la costa parece una torta de crema
partida a dentelladas y los vehículos insectos de metal. Clac clac clac.
El reloj merodea y el minutero es inexorable, las venas rajadas
que transportan una sangre que se descompone en su espejo pálido de medianoche
y las canas que se suceden en la cumbre de su rostro que sin fuerzas apenas dan
un brochazo débil sin la magnificencia de otros tiempos sin futuro cierto y
ella yerta entre el sepulcro que asoma al ganar la derrota en su innúmera
batalla y sigue y sigue y mientras largo el pie en los cien metros de arena y
ventisca sigue y sigue y Laura abisma y el dolor que rompe las costuras de la
boca asoma y el terror delirante que flaquea en mis piernas muñeca rota y los
ojos húmedos de los niños náufragos del útero materno ya nada es sutil Laura
niños el negro infinito y radical se enfrenta a esta posibilidad
desmesuradamente mayor y entonces seré un héroe o un cadáver entre penumbras
sólidas casi un héroe mitológico apenas en el resplandor de mi espejo.
A los cuarenta, Santiago Luna, tenía un volvo y una casa en
Francia. Cuando dejamos de vernos hace unos años apostamos a que en cierta
línea del tiempo ambos viajaríamos al Ártico a picar los hielos y sortear las
espumas heladas del océano al norte del mundo. Yo viviría en La Planicie, en
ese caserón que un día fue de Marita Luque y nos deslizaríamos en Bariloche,
más lejos aún. A los cuarenta las cosas tienen otra dimensión y los plazos se
vuelven más cortos y sustanciales.
Santiago es Director General de Cosas en Buenos Aires, tiene una
compañía de barcos, un astillero y, a veces, intercambiamos noticias. Frente al
abismo habría de ver su última nota del espectáculo bonaerense y una leyenda
que le sugerí entre líneas. La playa luce más extensa ahora que casi me adapto
a ella, a sus formas, a su platinada obstinación con la muerte. Ninguno traza
las líneas de una respuesta. Luna mantiene el silencio denso abyectamente
criminal desde la tarde del martes.
Muy por arriba la fachada de Livingstone Corp. Los descomunales
vidrios ocres y su luminiscencia a lo largo de esta costa que me observa
minuciosamente –sin respuesta, señor- un niño me mira con atención mientras
juega con un montículo de arena. Me mira, más precisamente, como se mira a un
bicho dentro de un frasco. Un bicho empuñando un cuchillo relampagueante, un
trueno púrpura en mis ojos, las hormigas que devoran mi antebrazo y el sol que
se triza en mandarinas sobre el océano, un bicho aplastado por todo su peso en
medio del arenal.
Informe 0456 – 11. Oficina de Criminalística de la Policía
Nacional del Perú: Sujeto, aproximadamente 44 años de edad. Playa Las Gaviotas.
9.00 am. Herida de bala en región craneoencefálica, a escasa distancia. Impacto
con desplazamiento diagonal y fracturas perpendiculares. Se registra aplastamiento,
arrancamiento y salida de masa encefálica producto del impacto. Incidente:
Revólver Scoot 25 cerca al cadáver.
El teniente Zegarra, lee las últimas líneas del informe final,
expediente 275. “Revisados los documentos del occiso se anotan las incidencias
de un presunto suicidio, no reportándose mayores datos en el entorno. En el
último folio se da cuenta de siete correos electrónicos de diversa fuente, el
más reciente (a una hora de transcurrido el fallecimiento según reporte oficial
de criminalística), registrado como ‘No leído’: “Amigo, abrimos en dos semanas
la agencia de Embarques Fortuna, necesitaré de un gerente de rutas e
itinerarios. Buena paga.
Fraternalmente: Santiago Luna”.
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