Susana Arcilla
Tirados
sobre la arena,
con
los brazos abiertos y mirando el cielo,
mi
padre exclamaba ¡Esto es impagable! y sonreía.
Un recuerdo imborrable de mi niñez.
En las ciudades patagónicas el viento
te puede acariciar la piel del rostro y también tirarte para atrás en tu decisión
de avanzar en la calle, vivimos en una de ellas desde hace dos generaciones.
Dicen acá que ese viento te prepara lentamente para enfrentar todo lo que se
viene con la vida; además de cubrir todo con esa capa fina y áspera que
enseguida descubre el dedo inquisidor sobre los muebles.
Nuestra
casa era de las típicas de clase media: dos dormitorios y un baño, cocina,
comedor, un garaje que hacía las veces de quincho y una amplia despensa -resabio
de la tradición inmigrante de mis padres-.
Tuve madre ama de casa –todavía puedo oler el aroma de la comida casera que
ella hacía - y padre empleado público; ambos pudieron mandar a sus dos hijos a
la universidad y también ahorrar lo suficiente como para darles una ayuda en el
inicio de sus vidas adultas; buenos tiempos esos – que ya pasaron- en que los
padres podían asegurar a sus hijos el ascenso social mediante el estudio y el
ahorro.
Lo inesperado de esta historia fue que
una maldita enfermedad tocó a las puertas de mi casa, con la más mala de las
noticias: cáncer de páncreas,
haciéndonos dar cuenta de que lo material es totalmente innecesario cuando no
se tiene salud.
-¡Ahora hay que ponerle el pecho a las
balas y afrontar esto! – dijo mi madre; la familia tenía entrenamiento de
trabajar en equipo porque ya lo habíamos hecho cuando le dio el infarto: todos
a comer comida para cardíacos sin quejarse, nada de sal ni de frituras, nada de
peleas ni gritos, ningún problema a la vista que molestara a papá.
- ¡Otra vez le tocó al viejo! - pero
ahora no había un René Favaloro[1]
que nos salvara.
Papá era un tipo sencillo, afectivo,
siempre atento a mis requerimientos; en
el momento en el que se le diagnosticó la enfermedad estaba en la mejor
etapa de su vida: ya jubilado y con todo el tiempo del mundo a su favor; abuelo
primerizo, disfrutaba de esos días llevando al nieto único a pasear en
colectivo con la excusa de hacer trámites, yendo a jugar a la glorieta de la
plaza o tal vez a correr un rato en un picadito de fútbol en el baldío; todo
eso podía desaparecer por culpa de la nueva
protagonista en su vida, la incómoda enfermedad.
El viejo sanatorio de la ciudad era el
escenario del recuerdo de aquellos cuarenta y cincos días posteriores al
infarto, en que siendo niña había estado al lado de la cama de mi padre, él
estaba enchufado a varios aparatos que marcaban diferentes indicadores que yo
no entendía. Recuerdo que -en esa oportunidad- leí por primera vez un libro
entero, sentada en un sillón amplio de mimbre que me cobijaba con un mullido almohadón a rayitas. Ahora, el médico me llama
para hablar conmigo a solas en ese mismo lugar, al entrar revivió en mí esa niña de escasos doce años
que brincaba por los pasillos ante lo inevitable de aquel infarto inesperado.
Tal como aquella vez el olor de desinfectante se mezclaba con el aroma de la
sopa de verduras casera, menú obligado de los enfermos de todos los tiempos.
- Le quedan seis meses de vida a su
padre, no hay nada que hacer, sólo esperar – dijo el médico de apellido Alegre;
ese apellido parecía un chiste en ese momento.
- ¡Pero doctor hay medicación alternativa para estos casos! - le
dije tratando de neutralizar su tono de seguridad absoluta, que me molestó
sobremanera. Le puse mi peor cara para ver si reaccionaba de otra manera.
- Puede ser, pero yo te hablo como
médico, si fuera mi padre yo también le clavaría todos los días una inyección
de agüita de colores - contestó. Me pareció detestable su manera de preparar a
una hija para la muerte de su padre. Salí del edificio, y ya en la calle tomé
conciencia de lo que se venía en nuestras vidas, ya nada sería igual, se había
acabado una etapa de oro. Empecé a caminar de regreso a casa, ese día se inició
mi romance con el cigarrillo.
- El padre es el hombre que más te quiere
en toda tu vida- decía siempre una amiga. De pronto lo recordé de forma brutal
y me largué a llorar, acelerando el paso.
El miedo pudo más –nos ganó la partida
esa vez- y no probamos con la vía alternativa de las inyecciones de agüita de
colores, el temor que nos producía decirle la verdad al viejo tan querido nos
abatató, nunca hablamos con él de su dolencia, aunque el tema estaba latente en
el aire todo el tiempo. Aceptó con resignación y entrega su nueva realidad, lo
hizo en silencio; hoy puedo darme cuenta –mirando a la distancia- que siempre
supo toda la verdad y se propuso hacer como si nada, para evitarnos un
mal momento. Era la época en que los
médicos decían que si el paciente no pregunta no hay que decirle nada, hoy esa
moda pasó y la verdad más cruda se ofrece sin anestesia a enfermos y parientes.
Fueron los únicos seis meses de mi
vida en que viví el día a día como si el futuro no existiese, cada día era toda
la posibilidad que tenía para estar con él; durante la noche sentía que al dormir
él descansaba y yo también, ambos no
pensábamos. Vivir cada momento como único y desconectarme del mundo cuando
duermo -dejándole todos los problemas a algún ser más elevado –fueron las
lecciones aprendidas en esta etapa de mi vida que me ayudaron a sobrevivir.
Mi mamá lo cuidaba en casa día tras
día, le hacía licuados de banana y miel, jugos de frutas y sopas de verduras y
cereales, todo para infundirle fuerzas con alimentos que él pudiera digerir;
charlaban de todo y todo el día, papá le contaba secretos y cada día inauguraban una aletargada despedida.
- ¿Te conté sobre la primera vez que
me enamoré? – le decía a mamá, y ella como sorprendida le contestaba – ¡No,
contame!- la vieja cocina fue testigo mudo de tantas confesiones íntimas que
sólo ellos conocen.
-¿Por qué no te vas a tu casa? ¿No
dejaste ropa en la soga? Mirá que está lloviendo…eh? ¡Andá a hacer la cena para
tu marido y tu hijo, yo estoy bien! – mi padre trataba por todos los medios de
hacerme sentir como si fuera a vivir toda la eternidad, como si hubiera tiempo
para todo, seguramente para no causarme dolor.
Los domingos lo sacábamos a pasear en
coche, a comer a mi casa al mediodía y a que se distrajera durante la tarde
dando vueltas por ahí; el último domingo fuimos a la playa y ya no quiso
bajarse a ver la casa que tenemos ahí, eso fue muy sintomático porque esa
propiedad era su debilidad debido a que la había heredado de sus padres; se lo
veía muy cansado y lento pero siempre con un sonrisa consoladora para los demás.
- ¡Escuché recién en la radio que se
viene una marejada grande, fijate bien porque es peligroso, cualquier cosa vení
para acá si querés!- el lunes mi padre llamó por teléfono desde su casa a mi
prima, que vive frente al mar en esa misma playa que habíamos visitado el día
anterior; él siempre estaba cuidando a
alguien: hijos, sobrinos, hermanos, esposa o nieto. Esa característica de su
personalidad la mantuvo hasta el fin de sus días, con eso… la enfermedad no
pudo.
Era de mañana, a los seis meses
exactos de mi charla con el médico, papá se desmayó sobre la mesa de la cocina,
mientras se ponía las medias y los zapatos, sentado en la silla; él afrontaba esa tarea todos los días con una
fuerza increíble, vestirse le costaba mucho pero igualmente lo hacía llevado
por su tenacidad y por la consoladora rutina diaria que le daba las esperanzas
necesarias para creer que todo iba a ir bien.
-¡Cuánto cuesta vivir, mami!- le decía a cada
rato a mi madre.
Mamá me llamó por teléfono muy
temprano esa mañana –yo todavía dormía- recuerdo que ese día tenía un
compromiso ineludible por la tarde; me incorporé bruscamente en la cama y me
vestí, salí corriendo para mi casa paterna, ya estaba la ambulancia estacionada
sobre la vereda. Era un soleado día de diciembre, yo no podía creer que el
desalmado médico pudiera tener tanta razón y exactitud. ¡Alegre se llamaba
encima!
Quedó en
estado de inconciencia, eso nos alivió
mucho a todos; sentíamos que él ya no sufría y nosotros descansábamos también,
de tanto llevar esa mochila pesada con un secreto no revelado a tiempo, que
cada día era más grande y evidente.
Estuvo tres días internado -en una
cama del mismo sanatorio- con pérdida de conocimiento, sólo un ronquido
espantoso en cada respiración nos recordaba su presencia en la vida, lo recuerdo
patente con su pijama celeste y los ojos cerrados como si durmiera. Nos
turnábamos para cuidarlo, acostados en la cama de al lado, en esos días mamá y yo saldamos las deudas que
teníamos con él a través de un monólogo sordo, en ese rito ancestral de querer hacer las paces
con los seres queridos antes de su último suspiro.
- Papá te agradezco todo lo que me
diste, lamento las veces que te defraudé, descansa tranquilo que cumpliste tu
misión, ya no sufrirás más y no tendrás que vernos sufrir – rezaba yo, como en una
letanía.
Habíamos ido a almorzar con mi mamá
–cerca del sanatorio- quedó mi marido al
cuidado de papá, era de rutina turnarnos para que el viejo siempre estuviera
acompañado. Pasados unos escasos minutos mi esposo apareció ante nosotras
en un estado de mutismo absoluto y extendiendo su mano como para tocarme
desde lejos. Ahí comprendí que mi padre había fallecido mientras estaba con él
-lo vi en su mirada- y entendí ese gesto
como una prueba de amor, al ver su cara atravesada por el dolor por haber sido
testigo de un momento tan privado como la muerte de otra persona.
Nuestro hijo tenía seis años, había
sido el gran mimado de su abuelo, tuve que enfrentar el momento de decirle la verdad
de la manera más cariñosa posible;
estaba en su cama jugando y me acerqué suavemente - El abuelo se murió –
le dije como pude e intenté abrazarlo. Él
se dio vuelta contra la pared y no me habló, se largó a llorar despacito con la
carita tapada por sus manos y se arrolló en posición fetal, nunca pude saber
qué sintió en ese momento.
La sala del velatorio era grande y
luminosa, había rostros conocidos, muchas coronas de flores y un olorcito a
café recién hecho; impensadamente se transformó en una experiencia muy
relajada, tranquila, sin llantos ni escenas de dolor; habíamos hecho ya un
duelo “eterno” de seis meses y con una instancia intensiva de tres días, ahora
todo era camino de bajada, me acuerdo que me vestí de rojo y negro, no sé por
qué…
- Me siento bien porque pude atenderlo
y cuidarlo – decía mi madre a quien quería escucharla, estaban presentes muchas
personas que habían compartido la vida con nosotros: amigos, parientes y
conocidos; en una ciudad chica todos se conocen y se acompañan en los momentos
más duros, charlan entre ellos y así se va construyendo la historia del lugar.
- Ahora no sufre – pensaba yo más
tranquila porque ya no tendría que mirarlo a los ojos, con esa sentencia de
muerte guardada en mis espaldas y tratando de disimular.
- No se dio cuenta de nada y murió sin
sufrir –comentaba una anciana parienta cercana – porque siempre fue una buena
persona.
Fue sabio mi viejo, nos preparó en
vida para aceptar su propia muerte con naturalidad
-hasta en eso nos cuidó- y la muerte, esa intrusa y atrevida… nos
enseñó muchas cosas también.
Un homenaje al padre que deja una sensación de pena, como si le hubiera conocido. La presencia de la muerte es tan natural como la vida misma. Muy bien!
ResponderEliminargracias ! captaste la idea que quise trasmitir...cariños
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