martes, 11 de septiembre de 2012

La vida


Susana Arcilla


Tirados sobre la arena,
con los brazos abiertos y mirando el cielo,
mi padre exclamaba ¡Esto es impagable! y sonreía.
 Un recuerdo imborrable de mi niñez.

En las ciudades patagónicas el viento te puede acariciar la piel del rostro y también tirarte para atrás en tu decisión de avanzar en la calle, vivimos en una de ellas desde hace dos generaciones. Dicen acá que ese viento te prepara lentamente para enfrentar todo lo que se viene con la vida; además de cubrir todo con esa capa fina y áspera que enseguida descubre el dedo inquisidor sobre los muebles.

Nuestra casa era de las típicas de clase media: dos dormitorios y un baño, cocina, comedor, un garaje que hacía las veces de quincho y una amplia despensa -resabio de la tradición  inmigrante de mis padres-. Tuve madre ama de casa –todavía puedo oler el aroma de la comida casera que ella hacía - y padre empleado público; ambos pudieron mandar a sus dos hijos a la universidad y también ahorrar lo suficiente como para darles una ayuda en el inicio de sus vidas adultas; buenos tiempos esos – que ya pasaron- en que los padres podían asegurar a sus hijos el ascenso social mediante el estudio y el ahorro.

Lo inesperado de esta historia fue que una maldita enfermedad tocó a las puertas de mi casa, con la más mala de las noticias: cáncer de páncreas, haciéndonos dar cuenta de que lo material es totalmente innecesario cuando no se tiene salud.  

-¡Ahora hay que ponerle el pecho a las balas y afrontar esto! – dijo mi madre; la familia tenía entrenamiento de trabajar en equipo porque ya lo habíamos hecho cuando le dio el infarto: todos a comer comida para cardíacos sin quejarse, nada de sal ni de frituras, nada de peleas ni gritos, ningún problema a la vista que molestara a papá.

- ¡Otra vez le tocó al viejo! - pero ahora no había un René Favaloro[1] que nos salvara.

Papá era un tipo sencillo, afectivo, siempre atento a mis requerimientos; en  el momento en el que se le diagnosticó la enfermedad estaba en la mejor etapa de su vida: ya jubilado y con todo el tiempo del mundo a su favor; abuelo primerizo, disfrutaba de esos días llevando al nieto único a pasear en colectivo con la excusa de hacer trámites, yendo a jugar a la glorieta de la plaza o tal vez a correr un rato en un picadito de fútbol en el baldío; todo eso  podía desaparecer por culpa de la nueva protagonista en su vida, la incómoda enfermedad.

El viejo sanatorio de la ciudad era el escenario del recuerdo de aquellos cuarenta y cincos días posteriores al infarto, en que siendo niña había estado al lado de la cama de mi padre, él estaba enchufado a varios aparatos que marcaban diferentes indicadores que yo no entendía. Recuerdo que -en esa oportunidad- leí por primera vez un libro entero, sentada en un sillón amplio de mimbre que me cobijaba con un mullido  almohadón a rayitas. Ahora, el médico me llama para hablar conmigo a solas en ese mismo lugar, al entrar  revivió en mí esa niña de escasos doce años que brincaba por los pasillos ante lo inevitable de aquel infarto inesperado. Tal como aquella vez el olor de desinfectante se mezclaba con el aroma de la sopa de verduras casera, menú obligado de los enfermos de todos los tiempos.

- Le quedan seis meses de vida a su padre, no hay nada que hacer, sólo esperar – dijo el médico de apellido Alegre; ese apellido parecía un chiste en ese momento.

- ¡Pero doctor hay  medicación alternativa para estos casos! - le dije tratando de neutralizar su tono de seguridad absoluta, que me molestó sobremanera. Le puse mi peor cara para ver si reaccionaba de otra manera.

- Puede ser, pero yo te hablo como médico, si fuera mi padre yo también le clavaría todos los días una inyección de agüita de colores - contestó. Me pareció detestable su manera de preparar a una hija para la muerte de su padre. Salí del edificio, y ya en la calle tomé conciencia de lo que se venía en nuestras vidas, ya nada sería igual, se había acabado una etapa de oro. Empecé a caminar de regreso a casa, ese día se inició mi romance con el cigarrillo.

- El padre es el hombre que más te quiere en toda tu vida- decía siempre una amiga. De pronto lo recordé de forma brutal y me largué a llorar, acelerando el paso.

El miedo pudo más –nos ganó la partida esa vez- y no probamos con la vía alternativa de las inyecciones de agüita de colores, el temor que nos producía decirle la verdad al viejo tan querido nos abatató, nunca hablamos con él de su dolencia, aunque el tema estaba latente en el aire todo el tiempo. Aceptó con resignación y entrega su nueva realidad, lo hizo en silencio; hoy puedo darme cuenta –mirando a la distancia-  que siempre  supo toda la verdad y se propuso hacer como si nada, para evitarnos un mal momento.  Era la época en que los médicos decían que si el paciente no pregunta no hay que decirle nada, hoy esa moda pasó y la verdad más cruda se ofrece sin anestesia a enfermos y parientes.

Fueron los únicos seis meses de mi vida en que viví el día a día como si el futuro no existiese, cada día era toda la posibilidad que tenía para estar con él; durante la noche sentía que al dormir él descansaba y  yo también, ambos no pensábamos. Vivir cada momento como único y desconectarme del mundo cuando duermo -dejándole todos los problemas a algún ser más elevado –fueron las lecciones aprendidas en esta etapa de mi vida que me ayudaron a sobrevivir.

Mi mamá lo cuidaba en casa día tras día, le hacía licuados de banana y miel, jugos de frutas y sopas de verduras y cereales, todo para infundirle fuerzas con alimentos que él pudiera digerir; charlaban de todo y todo el día, papá le contaba secretos  y cada día inauguraban una aletargada despedida.

- ¿Te conté sobre la primera vez que me enamoré? – le decía a mamá, y ella como sorprendida le contestaba – ¡No, contame!- la vieja cocina fue testigo mudo de tantas confesiones íntimas que sólo ellos conocen.

-¿Por qué no te vas a tu casa? ¿No dejaste ropa en la soga? Mirá que está lloviendo…eh? ¡Andá a hacer la cena para tu marido y tu hijo, yo estoy bien! – mi padre trataba por todos los medios de hacerme sentir como si fuera a vivir toda la eternidad, como si hubiera tiempo para todo, seguramente para no causarme dolor.

Los domingos lo sacábamos a pasear en coche, a comer a mi casa al mediodía y a que se distrajera durante la tarde dando vueltas por ahí; el último domingo fuimos a la playa y ya no quiso bajarse a ver la casa que tenemos ahí, eso fue muy sintomático porque esa propiedad era su debilidad debido a que la había heredado de sus padres; se lo veía muy cansado y lento pero siempre con un sonrisa consoladora para los demás.

- ¡Escuché recién en la radio que se viene una marejada grande, fijate bien porque es peligroso, cualquier cosa vení para acá si querés!- el lunes mi padre llamó por teléfono desde su casa a mi prima, que vive frente al mar en esa misma playa que habíamos visitado el día anterior; él  siempre estaba cuidando a alguien: hijos, sobrinos, hermanos, esposa o nieto. Esa característica de su personalidad la mantuvo hasta el fin de sus días, con eso… la enfermedad no pudo.

Era de mañana, a los seis meses exactos de mi charla con el médico, papá se desmayó sobre la mesa de la cocina, mientras se ponía las medias y los zapatos, sentado en la silla;  él afrontaba esa tarea todos los días con una fuerza increíble, vestirse le costaba mucho pero igualmente lo hacía llevado por su tenacidad y por la consoladora rutina diaria que le daba las esperanzas necesarias para creer que todo iba a ir bien.

 -¡Cuánto cuesta vivir, mami!- le decía a cada rato a mi madre.

Mamá me llamó por teléfono muy temprano esa mañana –yo todavía dormía- recuerdo que ese día tenía un compromiso ineludible por la tarde; me incorporé bruscamente en la cama y me vestí, salí corriendo para mi casa paterna, ya estaba la ambulancia estacionada sobre la vereda. Era un soleado día de diciembre, yo no podía creer que el desalmado médico pudiera tener tanta razón y exactitud. ¡Alegre se llamaba encima!

Quedó  en estado de  inconciencia, eso nos alivió mucho a todos; sentíamos que él ya no sufría y nosotros descansábamos también, de tanto llevar esa mochila pesada con un secreto no revelado a tiempo, que cada  día era más grande y evidente.

Estuvo tres días internado -en una cama del mismo sanatorio- con pérdida de conocimiento, sólo un ronquido espantoso en cada respiración nos recordaba su presencia en la vida, lo recuerdo patente con su pijama celeste y los ojos cerrados como si durmiera. Nos turnábamos para cuidarlo, acostados en la cama de al lado,  en esos días mamá y yo saldamos las deudas que teníamos con él a través de un monólogo sordo,  en ese rito ancestral de querer hacer las paces con los seres queridos antes de su último suspiro.

- Papá te agradezco todo lo que me diste, lamento las veces que te defraudé, descansa tranquilo que cumpliste tu misión, ya no sufrirás más y no tendrás que vernos sufrir – rezaba yo, como en una letanía.

Habíamos ido a almorzar con mi mamá –cerca del sanatorio-  quedó mi marido al cuidado de papá, era de rutina turnarnos para que el viejo siempre estuviera acompañado. Pasados unos escasos minutos mi esposo apareció  ante nosotras  en un estado de mutismo absoluto y extendiendo su mano como para tocarme desde lejos. Ahí comprendí que mi padre había fallecido mientras estaba con él -lo vi en su mirada- y entendí  ese gesto como una prueba de amor, al ver su cara atravesada por el dolor por haber sido testigo de un momento tan privado como la muerte de otra persona.

Nuestro hijo tenía seis años, había sido el gran mimado de su abuelo, tuve que enfrentar el momento de decirle la verdad de la manera más cariñosa posible;  estaba en su cama jugando y me acerqué suavemente - El abuelo se murió – le dije como pude e intenté abrazarlo.  Él se dio vuelta contra la pared y no me habló, se largó a llorar despacito con la carita tapada por sus manos y se arrolló en posición fetal, nunca pude saber qué sintió en ese momento.

La sala del velatorio era grande y luminosa, había rostros conocidos, muchas coronas de flores y un olorcito a café recién hecho; impensadamente se transformó en una experiencia muy relajada, tranquila, sin llantos ni escenas de dolor; habíamos hecho ya un duelo “eterno” de seis meses y con una instancia intensiva de tres días, ahora todo era camino de bajada, me acuerdo que me vestí de rojo y negro, no sé por qué…

- Me siento bien porque pude atenderlo y cuidarlo – decía mi madre a quien quería escucharla, estaban presentes muchas personas que habían compartido la vida con nosotros: amigos, parientes y conocidos; en una ciudad chica todos se conocen y se acompañan en los momentos más duros, charlan entre ellos y así se va construyendo la historia del lugar.

- Ahora no sufre – pensaba yo más tranquila porque ya no tendría que mirarlo a los ojos, con esa sentencia de muerte guardada en mis espaldas y tratando de disimular.

- No se dio cuenta de nada y murió sin sufrir –comentaba una anciana parienta cercana – porque siempre fue una buena persona.

Fue sabio mi viejo, nos preparó en vida para aceptar su propia muerte con naturalidad
-hasta en eso nos cuidó-  y la muerte, esa intrusa y atrevida… nos enseñó muchas cosas también.



[1] René Favaloro, famoso cardiólogo y cirujano argentino.

2 comentarios:

  1. Un homenaje al padre que deja una sensación de pena, como si le hubiera conocido. La presencia de la muerte es tan natural como la vida misma. Muy bien!

    ResponderEliminar
  2. gracias ! captaste la idea que quise trasmitir...cariños

    ResponderEliminar