Raúl Mendoza Cánepa
Bebo hasta la última gota mientras
reviso las facciones de los transeúntes. La cafetería adquiere un matiz verde
amarillento a esa hora. Observo mi vaso vacío y el reloj de pared que me
anuncia las siete. Arciniega advirtió que llegaría un poco tarde. Al llegar
enciende un Premier y echa una bocanada de humo. Fuma como un tren, tiene los
dientes entreverados y habla atropelladamente.
- La historia que escuchará en
adelante, señor Guzmán, no se la creerá nadie –Me advierte, mientras se
recuesta en la silla.
- Mi oficio es tomar notas, grabar y
transcribir. Apenas eso –replico– pero pudo usted elegir a otro periodista, hay
muchos en el oficio.
Arciniega continúa hablando. Juguetea
con los restos de su cigarro y mira al vacío. Se desanuda la corbata y tras una
pausa de silencio prosigue con su historia.
Tiene la mirada nerviosa, finalmente
la deja reposar sobre las botellas de los anaqueles. Suda copiosamente, se bebe
hasta la última gota del pisco y farfulla durante unos minutos. Tiene el gesto
azorado y el semblante rugoso, marcado por las huellas de un antiguo acné y
algunas protuberancias debajo de los párpados. Se recuesta en la mesa,
alargando el cuello para oírme.
- Así es, Arciniega, así es. Pero preferiría no escuchar su historia ¿Por
qué me eligió a mí?
Trazo algunas frases a escondidas en
mi cuaderno de apuntes, mientras el sujeto se apertrecha en su silla.
“Arciniega se acomoda, es ancho y pálido, bastante serio, frunce el ceño y
gesticula en exceso. Al principio fue muy huidizo, luego ganó confianza. Me
mira fijo. Es de buen hablar, un lector de gacetillas y periódicos desde
aquellos viejos años en que quiso ser periodista de Policiales de La Crónica”.
Yo, desde luego, no elegí este
oficio, tengo la sangre recalentada por el odio, tengo escaso el temor, pero no
elegí este oficio. ‘Ojos’ me dijeron desde aquella vez en Supe, el puerto a
escondidas de las sombras, fue él, el viejo Agustín Arciniega, mi padre, el
sacamuelas que abusó del güisqui, sí, que plomeó a la mama Andrea, a las tres,
fue a las tres y desde entonces el odio inmortal que me crepita como una voz,
sin ese odio sin la mama boqueando yo el asesino de las barracas, del Jirón
Gamarra, de la Huerta, del Banco Continental, conocería la piedad. En la
explanada terregosa, la mujer tendida, inmóvil con ese bostezo inerte y que hoy
se cierne en mi garganta, es como una hinchazón entre mis cuerdas vocales. Un
médico de la provincia me diagnosticó “pérdida progresiva de la voz como
producto de un trauma”. Fue cuando el murmullo de las aguas se arremolinó en
torno a ella, la mama, la fabulosa recitadora de Vallejo del popular
“Monasterio”. Tres de la tarde y el pistoletazo en el llano, operó como operan
los truenos, así de abrupto, así de mortal. Fue desde entonces que un malhumor
endemoniado me sujeta y me induce a matar porque la muerte es banal y es banal
mi odio. Si me interroga la policía diré apenas que todo tiene origen en ese
episodio nimio, el de un par de segundos, el de la muerte de Andrea. El
periodista que me observa, curioso bicho que recorre cada tramo de mi piel como
de mi existencia, me observa sin comprender, sin medir mi cólera que sin razón
aparente hoy se dirige hacia él, sin reparar en cuánto puede desbordar ella
hasta tocarlo. Infeliz, tiene la corbata tan bien anudada que una mujer lo
aguarda y ese plumón alineado en el dorso de una mano, tiene hijos, masca
gomas, gusta del mentol. Parece haber sido zambullido en una bañera, el pelo a
la gomina, la sonrisa mineral. Tiene la mirada helada del viejo, las comisuras
en arco como mi padre…
El criminal me observa intranquilo
como si se le retorciera el estómago, como si le recordará a alguien. Continúo
con mis notas. Arciniega es un criminal pagado, un oficio novedoso e inusual en
esta Lima que empieza a parecerse a la Bogotá de las motos raudas y los
pistoletazos. Pero Arciniega está lejos de ser una pieza en el fabuloso
enjambre de la fauna lumpen de esta ciudad de mierda, de esta ciudad de mierda
de la que abomino más cuando relumbra desde el rostro oscuro de aquel hombre que
nos mira como observando nuestros gestos desde la otra mesa. Mi ejecutor es
diferente a todos los demás, sutilmente pretencioso y dado a la lectura,
seguidor de Fantomas, el criminal enmascarado. Mira fijamente el bailoteo de
mis dedos sobre la mesa.
Me citó para revelarme algunas cosas
del crimen de la casa de los Botsi en el Olivar. Este hecho dio la vuelta al
mundo, sacudió los cimientos de la high society limeña. Qué era lo que ese
sujeto de rostro apretujado me podía contar que las páginas policiales no
hubieran detallado. Pronto me narra la historia: “La sala no lucía tan
iluminada como de costumbre. Martín Botsi se acomodó en el sofá. Escondido en
el último apartamento del pasadizo creyó que viviría para siempre. Asomé por la
calle con mucha cautela, asegurándome que no hubiera nadie cerca. Botsi no
reparó, al fisgonear por la ventana, en la presencia de aquel sujeto extraño,
fofo, al lado del farol de la esquina”.
En un recodo de la entrevista escribo
en una hoja, al final de mi cuaderno: “Martín Arciniega bebe apuradamente del
pisco, suelta bruscamente el vaso y se relame”.
Un silencio sepulcral rondó la sala
de los Botsi - dice Arciniega. Apunto y me cercioro de que la grabadora cumpla
adecuadamente su papel. Continuo copiando los detalles al margen mientras
retrocedo y avanzo consecutivamente la cinta. El hombre mira de reojo el reloj
y luego se sirve un trago. “La cosa es que no era un santo, era el señor Botsi
un demonio. Se había llevado a mi Juana desde el altar, a rastras. Por eso lo
maté. Es verdad que se conocían desde el San Juan Bautista y que estuvieron a
punto de casarse, pero a ella le resultaba repulsiva la forma de hablar de
aquel señor, tan cargado de interjecciones y de chirridos. Decía que Ricardo
Palma era un volante de la selección nacional. Se dedicó pronto al mayoreo de
partes, bujías, baterías, cuerina para interiores, le fue bien, pero a la Juana
poco le importaba el ascenso social. Lo amaba y a regañadientes lo amaba y se
quedaba quieta observando las líneas de su perfil romo”.
Fingí no oírlo, traté de que
advirtiera de mi distracción, pero fue inútil. El temible asesino estaba allí
frente a mí, convirtiéndome en el receptáculo de una información que debía
permanecer oculta a cualquier costo. Es una ley del hampa y del sentido común,
“sin testigos”. Alguna circunstancia lo condujo a mí, tenía que narrarme cómo
murió Botsi, el gran Botsi, el gerente de la Pacific Motors Automotriz. Pero yo
no estaba dispuesto a cargar con ese peso descomunal. Además, un testigo es
siempre una carga por liquidar. Como estrategia de rigor debía asegurarme de
citarlo al lugar las veces que fueran necesarias para largar el tiempo y
expandir el lapso de mi existencia. Sherezada, “Las mil y una noches” asomaba
como un ardid perfecto para postergar mi propia ejecución. “No me termine de
contar, aquí quedamos por hoy, mañana proseguimos la siguiente escena.
Perfilaré esta noche un nuevo interrogatorio, pero vayamos de a pocos, señor
Arciniega”…
Unas horas más tarde transcribo la
narración en borrador, trazo las líneas de la historia en un cuaderno aparte.
El chorro de agua sobre el lavadero de la cocina me distrae, el cruento rugido
de las voces al unísono me irrita, pero debo continuar la marcha: “Botsi
parecía presentir algo extraño. Sorbe de su puro sin inmutarse. Arciniega se
desliza como una saeta, rompe el viento, pronto a matar. Debe liquidarlo sin la
interposición de ninguna piedad. Es sólo cuestión de tiempo, atravesar el
pasadizo, la quinta puerta, junto a la escalera.”
El pescuezo entumecido, los ojos
anegados como una mujer. Es tarde para volver. Arciniega empuña el arma, parece
tener una cólera casi descomunal y absolutamente justificada. El ejecutor
arquea una ceja y acelera el paso. Ojos negrísimos, el resto cubierto por una
capucha de lana. Botsi siente un sudor frío, una corriente de aire que lo
descuartiza con sus filamentos helados... no puede respirar... debe ser la
impaciencia y el miedo. Chocolate espeso en la mesa pascual la paz y tan
lejos ahora la venganza de ese criminal y la novia que henchidos en un beso
luego me robé a rastras y zancadas y casi de la Iglesia me la robé casi entre
cánticos corales y la furia imbatible de aquel de aquel que bramó en medio de
la plaza requiriendo ayuda y que hoy viene por mí, sí mi Juana redentora y ahora
viene por mí. El criminal me sobrepasa. Algo se quiebra como leño seco, son sus
pasos muy cerquita. No hay retorno. Chocolate espeso y rodajas de manzana eso
es lo que recuerdo con absoluta precisión cuando Juana se lo dijo al gringo
Arciniega al teléfono y mi identidad como mi paradero quedó en su oído de
criminal diestro ahora dispuesto a matar y sobre la verja lo vi varias tardes
con su camisa parda entre líneas y el sudor helado en mi frente noche a noche
entre colchas agazapado y empapado de una traspiración que aún no cesa aterrado
terror terris terrorífico doble erre sin tregua que me sacude en altas horas de
la noche y sin tregua tremebundo malestar de enero a junio y él vendrá y desde
entonces el intestino afloja a la vista del chocolate espeso gelatina mis manos
húmedas igual si Juana ya no está con nosotros en el globo terráqueo me asalta
la doble erre el asesino vendrá a cobrar con una Colt y la puntería afinada y
como en los pronósticos menos reservados llegó hoy entre las sombras sólidas nubes
oscuras me deshago Juana chocolate pascual y el terror que no cesa él ignoraba
que te veía que a escondidas remendabas mis heridas pobladas cicatrices el
adiós que fue a un tiempo y me amabas Juana en el fondo me amabas por más de
páginas y kilómetros leídos era el mal él era el mal encarnado y viene por mí
abriste mi capucha inca y mi identidad al revelado público vergüenza mortal la
de aquel que viene por mí.
El interminable rencor de aquel
hombre habría de ver la luz aquella noche. Un destello desde un letrero captura
por un instante los perfiles. Botsi examina el resplandor de su arma y avanza
despacio para anticiparlo, muy despacito, casi agazapado. Acezante asciende por
las escalinatas hacia el piso inferior del edificio. ‘Matar o morir’, ya no hay
diferencia. Sus manos tiemblan, hundidas dentro del sacón. Los ventarrones
sacuden los ventanales. Está exhausto aun cuando apenas ha caminado algunos
metros. Se detiene frente a la puerta, la abre con sigilo. Mi familia en la
siguiente planta y yo presto a enfrentarme a ese sujeto hijo de Satanás,
maldito porque lo sé de la Juana que prendió fuego a la casa de los Sevillano y
que el Ministro Arguedas fue atravesado por una bala que salió de su fusil,
malo, extremadamente malo y la casa ahora desguarnecida, mi Dios.
No pensar esto es todo lo que manda
las instrucciones ni apiadarse que él, Botsi, es el burlador Botsi hijo de
todas las maldiciones hasta la muerte de Juana, ignorante cecina de sesos que
se la raptó y la llevó a París y ella tan niña tan bien inmensurablemente
feliz, malparido que me arrastras al más trascendente de mis asesinatos, de los
que no tienen paga ni itinerarios precisos y yo cobro yo cobro es el negocio de
vanguardia pero es la furia la que me supera en este 25 de octubre y arrastra no
pensar no pensar ni detener la marcha porque así habrás de morir sin derecho a
más contemplaciones.
El criminal trata de no tropezar con
los montículos de sombra que se agolpan a su paso. Sus magníficos ojos
relumbran en medio de la oscuridad densa del pasillo. Mientras, enfurecido,
sube las escaleras lo más rápido que puede. Los espectros se arremolinan junto
a Botsi, que hace guardia en el corredizo del segundo nivel. Un punzón
invisible le perfora la garganta. Un fogonazo alumbra la planta, el estallido
es como un martillo seco, sin eco, profundo y final.
A los pocos minutos que Botsi se
desangraba en el primer piso, en la segunda planta Marianito Botsi, su padre,
recibe un disparo en el cráneo. “Baluarte del arte moderno y la poesía, gran
promotor de las galerías, muerte en Los Escuderos, ajuste de cuentas, dicen, y
crimen a sangre fría. ¡Sucesos Sucesos!”. Un cuchillo con sus huellas, con esos
dedos ovoides, malformados. “Enseguida, el asesino le propinó dos balazos a
Lola Sifuentes, la empleada. Ignoraba que el único testigo lo observaba desde
un armario”. Para Arciniega, su suerte no está echada. “Diario Ojo, a un sol,
lea las noticias”. Nunca debe sobrevivir un testigo – dice, mientras se acicala
el bigote.
“Mis ojos afilados se posaron sobre
la puerta. Eso es lo que recuerdo”, señala Arciniega. "En un arrebato
levanté el revólver y le asesté un tiro a la chapa de la puerta del hall que
comunicaba con los cuartos. Todo estaba en orden. El mobiliario meticulosamente
organizado, la cama tendida como si nadie se hubiese acostado allí esa noche.
El ejecutor no repara en la sombra que atraviesa la sala. Leonel Botsi, el
hermano, corre agazapado, vencido por el pánico y la debilidad. Se arrastra
algunos metros. Frente al balcón no puede contener el mareo. Es su hora, la más
lúgubre, pero no hay tiempo para pensar. De pronto, una madeja de luz cruza el
pórtico. El último pliegue de una brasa sobre la chimenea, luego la oscuridad.
La proximidad de la muerte es como la vieja catarata que precede a la ceguera. La
bruma acechando los espejos. Leonel hubiera querido no sólo estar ciego y
abrazar la noche, sino el silencio y la inconsciencia. Atravesar el umbral
donde acaba todo lo existente. El terror más cruel. No percibir a su asesino
merodeando tras de él. El sudor frío lo empapa. Aún más débil se desliza
algunos metros hasta guarecerse en unos maceteros circulares. “Al ras del suelo
las perspectivas son distintas y todos los seres peligrosos. Un ciempiés se
detuvo frente a sus ojos”.
Los tacos presurosos sobre las losas
remecen las ventanas, no eran policías, apenas unos niños escabulléndose. Si
apenas asomara un hombre o un anciano, una mujer o un cartero. Cualquiera. No
importa su fuerza o su debilidad sino su voz de alerta en medio de la calle.
Puede oler los charcos podridos sobre unos platos cóncavos bajo su cabeza. Se
desabotona, el calor es extenuante.
Es su fin. Boquear, exhalar una y
otra vez densas humaredas; beber hasta perder la noción de las cosas. Revista
Hoy: “Un sujeto desconocido asesina a una familia”. “Me rindo” dice Jacinto, el
menor de los Botsi, jadeando, mientras observaba, temeroso, el cuerpo de su
padre sobre el charco rojovivo. La bala le destroza una costilla, tose, la
sangre le brota por las comisuras de los labios. Desde hacía varios años tenía
los pulmones destrozados. Alberto Botsi, el primo Beto, salta sobre el ejecutor
y le propina un par de golpes, luego tropieza y cae de bruces. Un golpe seco lo
aturde. Una estatuilla de oro cae al suelo, el viejo Botsi la había robado en
una feria de baratijas en Hamburgo. Cuando el joven recupera el sentido se
desliza sigilosamente por el parquet y se incorpora nuevamente. El asesino lo
amenaza con la pistola. Alberto se contiene, le tiemblan las piernas. Una
sucesión de estallidos secos lo derriba.
Judith, la mujer de Martín, lo
observa todo, agazapada. Es el vaho de su aliento sobre una botella vieja, un
vaho, dos, sus dedos trazando letras sobre el vidrio. Todo ante sus ojos se
hace trizas. Puede sentir el hormigueo en sus brazos, el recurrente vahído que
precede a la muerte, el miedo absoluto. Recita muy bajito algunos versos de
Keats. Entre sombras escucho; y si yo tantas veces/ casi me enamoré de la
apacible Muerte/ y le di dulces nombres en versos pensativos,/ para que se
llevara por los aires mi aliento tranquilo;/ más que nunca morir parece
amable,/ extinguirse sin pena, a medianoche,/en tanto tú derramas toda el alma
en ese arrobamiento.
“Tantas cosas se inician y dan a su
fin al mismo tiempo, querido gran Botsi, odiabas a Keats, te parecía tan
remoto, eras tan diferente de tu mujer. Ella llegó tras la muerte de la Juana,
que te había ilustrado en Byron y Shelley y tú tan presto a retransmitir un
conocimiento que te era ajeno, que era el mío en definitiva. El libro abierto
en sus páginas centrales, una edición descuidada. No te gustaba la poesía
inglesa, fingías en realidad”.
Los golpes llegan luego sobre Judith,
es una incesante andanada de combas en el cráneo. Se rompen las costuras triza
un vaso se desenhebra y el trueno Dios el trueno acecha en los oídos y es como
mi primera vez porque recién reparo en los escombros de la casa reparo en esta
trama mortal y en el infierno que el Padre Tomás trazó con un boceto
negrilíneas y manchones grises esos seres mitológicos como los del gran Doré y
esa necesidad imperiosa de narrarlo de expiar de evadir ese infierno Dante en
medio de esta perdición sin retorno porque el crimen no tiene retorno en tanto
la vida no tenga retorno y esa concatenación entre la te y la erre Juana me he
arremangado la camisa para leerte de nuevo a Sor Juana Inés.
“Martín, adoro la quemazón de las
malezas en los valles de Chosica, en aquel declive. Mientras canturreas
adormilado te recitaré unos versos de Keats”. Así era la Juana, así la imagino
adormilada por el perfume del gran Botsi en los cañaverales, pino viejo y
humedad. Te trazo como las líneas de una gran ensoñación, imagino tus palabras
malévolo señor: “Sí, mi amor”, decías, ávido siempre de sus percepciones,
adorabas esas brasas arrobadoras desde el fondo de sus ojos pardos cuando poco
a poquito (como ella creía) te tornaba en lo que, en definitiva no eras, un
poeta que rutila en la intemperie azulada. Al decir verdad, no eras más que un
ejecutivo vendedor de partes sin mayor encandilamiento literario. Te habían
educado en el Juan Bautista y la Católica. Mientras mi padre en aquella jaula
enmarrocado diminuto abismado y secuestrado caballero español emigrado para
siempre y aquella larga fila de hombres cruzando un pasadizo me instruyó en los
poetas románticos entonces me vine desde Supe me vine a matar a hacerme de
algunos centavos y más para tener y para tener había que ser despiadado como el
viejo y leer y leer pero me formé en aquella biblioteca pública de Pueblo Libre
frente a un parque mientras Juana me trazaba las letras de una égloga porque
bucólico soy y lo soy más aun frente a este espejo trizado que me fragmenta en
cinco partes eso soy siempre cinco partes. Pero nunca fingí. Pero Juana vio más
en Botsi, ignoro exactamente qué vio, Calibán, al final el odio cuaja, se hace
mayor y la vida arrecia, me compré esta Taurus, calibre 40 SW. Semiautomática.
La adquirí entre otras baratijas porque el pensamiento no es más rentable que
la muerte que me concede el poder el poder real que somete todas las vidas a mi
dominio. El decreto de muerte pesa más que el conocimiento.
Luego de rematar a Judith, el asesino
da un salto, abre la puerta del estudio e irrumpe con violencia. Cuartea las
lunas de una vitrina y destroza una colección de vasos. La puerta trona detrás
de él. Se interna en el patio interior, casi puede sentir la respiración
agitada de un niño. Lo toma del brazo arrastrándolo al interior y lo empuja
sobre la alfombra, junto al cadáver de Gerald Botsi. Mami, un monstruo me
devora el tigre de bengala viste de rayas rojas. Tengo miedo, mami. El niño se
apretuja, “le disparé y ahí va otro angelito como decía la mama y no es el
negocio sino el furor que me extravió y que es imperdonable y repaso entonces
mama las lecciones del Infierno en el Santo Efraín y las rocallosas gélidas
fétido el viento arrasador el azufre que encoge el pescuezo infinitésimo infinito
la ene y la te anudadas sin fin in finis el umbral maligno donde no perdura la
esperanza el genio del mal en una terrible hora inacabable inagotable inasible
un cura un tonsurado bendito que me confiese porque el perdón no se agota un
niño yerto más empequeñecido aun de cúbito dorsal setenta veces siete perdón
galopante persistente ayes tres veces ayes y ayes por toda la sala que me
mortifican setenta veces siete señor setenta veces siete…”
Arciniega era una fiera sedienta,
lujuriosa. La calle estaba demasiado tranquila a esa hora. Sólo quedaba, al
fondo de todo, el balcón con vista perpendicular a la plaza. Un bocinazo
golpeó el ventanal. Arciniega huyó. Un hombre lo vio saltar desde el segundo
piso y perderse por una calle adyacente a la avenida. La policía había
bloqueado la puerta. Un hombre que rengueaba y que caminaba cerca, dijo: “Sólo
sé que era muy oscuro, llevaba lentes gruesos, que tenía los hombros
anchos”.
-
Requería decírselo, señor periodista –dice Arciniega– un hombre no puede
permanecer impasible frente a sus culpas, debe liberar sus cargas
inexorablemente para superar el infierno que lo aguarda ¿Cree en el juicio de
Dios? Lo elegí a usted casi al azar. El padre Nieto está de vacaciones en
Madrid.
-
Desde luego –repuse con una pizca de temor- Pero podemos continuar mañana y
revisar las notas en la siguiente reunión y programar una serie de encuentros
sucesivos hasta diciembre. Quizás le sea grato narrarme de los otros asesinatos
que se le imputan.
- No me han probado nada hasta ahora
–respondió.
Las botellas arden, me crispa el paso
del segundero que acompasa en aquel gran reloj de madera. Mi muerte como una
expiación, yo el cordero que lo redime en un confesionario. Dante. Una cadena
sucesiva de desgarramientos me derriba, una explanada infinita repleta de
botellas, vasos y cubiertos se contienen en mis ojos, alfileres en la retina y
humedades que me impiden ver, el aire se cuartea, se torna irrespirable, el
humo oloroso de los cigarros entre esas nubes ralas, la mesa que aguarda todo
mi peso. Empuño mi revolver en el despeñadero, sus ojos rojos, siniestros, me
contengo antes de disparar.
El hombre rastrilla su arma escondida
en un trapo. “Aquí concluye la historia. Sin testigos, es mi regla. Me deberá
usted perdonar”, replica. Aquellos ojos apagados y el rostro lívido como el de
un muerto, dos revólveres debajo de la mesa, apreté el gatillo con fuerza. El
trueno fiero, el mantel salpicado. Resuenan las botellas y una marejada de voces
me invade y me aprisiona. El minutero apura el paso. Mientras unos hombrecitos
me sujetan con fuerza, otros llevan a Arciniega a rastras, lo envuelven en una
cobija azul. Así ocurrieron las cosas, debo alargar el ayuno y ser más
cuidadoso con la penitencia, que esto de la condenación eterna y algunos años
en la penitenciaría, usted sabe, asumo por alguna razón que Diosito
papaíto lindo me ha de socorrer.
He recorrido el blog y gran parte de los trabajos. Me han parecido excelentes. Felicitaciones. Volveré seguido.
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