sábado, 15 de septiembre de 2012

Vienen por ti

Raúl Mendoza Cánepa


Bebo hasta la última gota mientras reviso las facciones de los transeúntes. La cafetería adquiere un matiz verde amarillento a esa hora. Observo mi vaso vacío y el reloj de pared que me anuncia las siete. Arciniega advirtió que llegaría un poco tarde. Al llegar enciende un Premier y echa una bocanada de humo. Fuma como un tren, tiene los dientes entreverados y habla atropelladamente.

-       La historia que escuchará en adelante, señor Guzmán, no se la creerá nadie –Me advierte, mientras se recuesta en la silla.

-       Mi oficio es tomar notas, grabar y transcribir. Apenas eso –replico– pero pudo usted elegir a otro periodista, hay muchos en el oficio.

Arciniega continúa hablando. Juguetea con los restos de su cigarro y mira al vacío. Se desanuda la corbata y tras una pausa de silencio prosigue con su historia.

Tiene la mirada nerviosa, finalmente la deja reposar sobre las botellas de los anaqueles. Suda copiosamente, se bebe hasta la última gota del pisco y farfulla durante unos minutos. Tiene el gesto azorado y el semblante rugoso, marcado por las huellas de un antiguo acné y algunas protuberancias debajo de los párpados. Se recuesta en la mesa, alargando el cuello para oírme.

-       Así es, Arciniega, así es. Pero preferiría no escuchar su historia ¿Por qué me eligió a mí?
Trazo algunas frases a escondidas en mi cuaderno de apuntes, mientras el sujeto se apertrecha en su silla. “Arciniega se acomoda, es ancho y pálido, bastante serio, frunce el ceño y gesticula en exceso. Al principio fue muy huidizo, luego ganó confianza. Me mira fijo. Es de buen hablar, un lector de gacetillas y periódicos desde aquellos viejos años en que quiso ser periodista de Policiales de La Crónica”.

Yo, desde luego, no elegí este oficio, tengo la sangre recalentada por el odio, tengo escaso el temor, pero no elegí este oficio. ‘Ojos’ me dijeron desde aquella vez en Supe, el puerto a escondidas de las sombras, fue él, el viejo Agustín Arciniega, mi padre, el sacamuelas que abusó del güisqui, sí, que plomeó a la mama Andrea, a las tres, fue a las tres y desde entonces el odio inmortal que me crepita como una voz, sin ese odio sin la mama boqueando yo el asesino de las barracas, del Jirón Gamarra, de la Huerta, del Banco Continental, conocería la piedad. En la explanada terregosa, la mujer tendida, inmóvil con ese bostezo inerte y que hoy se cierne en mi garganta, es como una hinchazón entre mis cuerdas vocales. Un médico de la provincia me diagnosticó “pérdida progresiva de la voz como producto de un trauma”. Fue cuando el murmullo de las aguas se arremolinó en torno a ella, la mama, la fabulosa recitadora de Vallejo del popular “Monasterio”. Tres de la tarde y el pistoletazo en el llano, operó como operan los truenos, así de abrupto, así de mortal. Fue desde entonces que un malhumor endemoniado me sujeta y me induce a matar porque la muerte es banal y es banal mi odio. Si me interroga la policía diré apenas que todo tiene origen en ese episodio nimio, el de un par de segundos, el de la muerte de Andrea. El periodista que me observa, curioso bicho que recorre cada tramo de mi piel como de mi existencia, me observa sin comprender, sin medir mi cólera que sin razón aparente hoy se dirige hacia él, sin reparar en cuánto puede desbordar ella hasta tocarlo. Infeliz, tiene la corbata tan bien anudada que una mujer lo aguarda y ese plumón alineado en el dorso de una mano, tiene hijos, masca gomas, gusta del mentol. Parece haber sido zambullido en una bañera, el pelo a la gomina, la sonrisa mineral. Tiene la mirada helada del viejo, las comisuras en arco como mi padre…

El criminal me observa intranquilo como si se le retorciera el estómago, como si le recordará a alguien. Continúo con mis notas. Arciniega es un criminal pagado, un oficio novedoso e inusual en esta Lima que empieza a parecerse a la Bogotá de las motos raudas y los pistoletazos. Pero Arciniega está lejos de ser una pieza en el fabuloso enjambre de la fauna lumpen de esta ciudad de mierda, de esta ciudad de mierda de la que abomino más cuando relumbra desde el rostro oscuro de aquel hombre que nos mira como observando nuestros gestos desde la otra mesa. Mi ejecutor es diferente a todos los demás, sutilmente pretencioso y dado a la lectura, seguidor de Fantomas, el criminal enmascarado. Mira fijamente el bailoteo de mis dedos sobre la mesa.

Me citó para revelarme algunas cosas del crimen de la casa de los Botsi en el Olivar. Este hecho dio la vuelta al mundo, sacudió los cimientos de la high society limeña. Qué era lo que ese sujeto de rostro apretujado me podía contar que las páginas policiales no hubieran detallado. Pronto me narra la historia: “La sala no lucía tan iluminada como de costumbre. Martín Botsi se acomodó en el sofá. Escondido en el último apartamento del pasadizo creyó que viviría para siempre. Asomé por la calle con mucha cautela, asegurándome que no hubiera nadie cerca. Botsi no reparó, al fisgonear por la ventana, en la presencia de aquel sujeto extraño, fofo, al lado del farol de la esquina”.

En un recodo de la entrevista escribo en una hoja, al final de mi cuaderno: “Martín Arciniega bebe apuradamente del pisco, suelta bruscamente el vaso y se relame”.

Un silencio sepulcral rondó la sala de los Botsi - dice Arciniega. Apunto y me cercioro de que la grabadora cumpla adecuadamente su papel. Continuo copiando los detalles al margen mientras retrocedo y avanzo consecutivamente la cinta. El hombre mira de reojo el reloj y luego se sirve un trago. “La cosa es que no era un santo, era el señor Botsi un demonio. Se había llevado a mi Juana desde el altar, a rastras. Por eso lo maté. Es verdad que se conocían desde el San Juan Bautista y que estuvieron a punto de casarse, pero a ella le resultaba repulsiva la forma de hablar de aquel señor, tan cargado de interjecciones y de chirridos. Decía que Ricardo Palma era un volante de la selección nacional. Se dedicó pronto al mayoreo de partes, bujías, baterías, cuerina para interiores, le fue bien, pero a la Juana poco le importaba el ascenso social. Lo amaba y a regañadientes lo amaba y se quedaba quieta observando las líneas de su perfil romo”.

Fingí no oírlo, traté de que advirtiera de mi distracción, pero fue inútil. El temible asesino estaba allí frente a mí, convirtiéndome en el receptáculo de una información que debía permanecer oculta a cualquier costo. Es una ley del hampa y del sentido común, “sin testigos”. Alguna circunstancia lo condujo a mí, tenía que narrarme cómo murió Botsi, el gran Botsi, el gerente de la Pacific Motors Automotriz. Pero yo no estaba dispuesto a cargar con ese peso descomunal. Además, un testigo es siempre una carga por liquidar. Como estrategia de rigor debía asegurarme de citarlo al lugar las veces que fueran necesarias para largar el tiempo y expandir el lapso de mi existencia. Sherezada, “Las mil y una noches” asomaba como un ardid perfecto para postergar mi propia ejecución. “No me termine de contar, aquí quedamos por hoy, mañana proseguimos la siguiente escena. Perfilaré esta noche un nuevo interrogatorio, pero vayamos de a pocos, señor Arciniega”…

Unas horas más tarde transcribo la narración en borrador, trazo las líneas de la historia en un cuaderno aparte. El chorro de agua sobre el lavadero de la cocina me distrae, el cruento rugido de las voces al unísono me irrita, pero debo continuar la marcha: “Botsi parecía presentir algo extraño. Sorbe de su puro sin inmutarse. Arciniega se desliza como una saeta, rompe el viento, pronto a matar. Debe liquidarlo sin la interposición de ninguna piedad. Es sólo cuestión de tiempo, atravesar el pasadizo, la quinta puerta, junto a la escalera.”

El pescuezo entumecido, los ojos anegados como una mujer. Es tarde para volver. Arciniega empuña el arma, parece tener una cólera casi descomunal y absolutamente justificada. El ejecutor arquea una ceja y acelera el paso. Ojos negrísimos, el resto cubierto por una capucha de lana. Botsi siente un sudor frío, una corriente de aire que lo descuartiza con sus filamentos helados... no puede respirar... debe ser la impaciencia y el miedo.  Chocolate espeso en la mesa pascual la paz y tan lejos ahora la venganza de ese criminal y la novia que henchidos en un beso luego me robé a rastras y zancadas y casi de la Iglesia me la robé casi entre cánticos corales y la furia imbatible de aquel de aquel que bramó en medio de la plaza requiriendo ayuda y que hoy viene por mí, sí mi Juana redentora y ahora viene por mí. El criminal me sobrepasa. Algo se quiebra como leño seco, son sus pasos muy cerquita. No hay retorno. Chocolate espeso y rodajas de manzana eso es lo que recuerdo con absoluta precisión cuando Juana se lo dijo al gringo Arciniega al teléfono y mi identidad como mi paradero quedó en su oído de criminal diestro ahora dispuesto a matar y sobre la verja lo vi varias tardes con su camisa parda entre líneas y el sudor helado en mi frente noche a noche entre colchas agazapado y empapado de una traspiración que aún no cesa aterrado terror terris terrorífico doble erre sin tregua que me sacude en altas horas de la noche y sin tregua tremebundo malestar de enero a junio y él vendrá y desde entonces el intestino afloja a la vista del chocolate espeso gelatina mis manos húmedas igual si Juana ya no está con nosotros en el globo terráqueo me asalta la doble erre el asesino vendrá a cobrar con una Colt y la puntería afinada y como en los pronósticos menos reservados llegó hoy entre las sombras sólidas nubes oscuras me deshago Juana chocolate pascual y el terror que no cesa él ignoraba que te veía que a escondidas remendabas mis heridas pobladas cicatrices el adiós que fue a un tiempo y me amabas Juana en el fondo me amabas por más de páginas y kilómetros leídos era el mal él era el mal encarnado y viene por mí abriste mi capucha inca y mi identidad al revelado público vergüenza mortal la de aquel que viene por mí.

El interminable rencor de aquel hombre habría de ver la luz aquella noche. Un destello desde un letrero captura por un instante los perfiles. Botsi examina el resplandor de su arma y avanza despacio para anticiparlo, muy despacito, casi agazapado. Acezante asciende por las escalinatas hacia el piso inferior del edificio. ‘Matar o morir’, ya no hay diferencia. Sus manos tiemblan, hundidas dentro del sacón. Los ventarrones sacuden los ventanales. Está exhausto aun cuando apenas ha caminado algunos metros. Se detiene frente a la puerta, la abre con sigilo. Mi familia en la siguiente planta y yo presto a enfrentarme a ese sujeto hijo de Satanás, maldito porque lo sé de la Juana que prendió fuego a la casa de los Sevillano y que el Ministro Arguedas fue atravesado por una bala que salió de su fusil, malo, extremadamente malo y la casa ahora desguarnecida, mi Dios.

No pensar esto es todo lo que manda las instrucciones ni apiadarse que él, Botsi, es el burlador Botsi hijo de todas las maldiciones hasta la muerte de Juana, ignorante cecina de sesos que se la raptó y la llevó a París y ella tan niña tan bien inmensurablemente feliz, malparido que me arrastras al más trascendente de mis asesinatos, de los que no tienen paga ni itinerarios precisos y yo cobro yo cobro es el negocio de vanguardia pero es la furia la que me supera en este 25 de octubre y arrastra no pensar no pensar ni detener la marcha porque así habrás de morir sin derecho a más contemplaciones.

El criminal trata de no tropezar con los montículos de sombra que se agolpan  a su paso. Sus magníficos ojos relumbran en medio de la oscuridad densa del pasillo. Mientras, enfurecido, sube las escaleras lo más rápido que puede. Los espectros se arremolinan junto a Botsi, que hace guardia en el corredizo del segundo nivel. Un punzón invisible le perfora la garganta. Un fogonazo alumbra la planta, el estallido es como un martillo seco, sin eco, profundo y final.

A los pocos minutos que Botsi se desangraba en el primer piso, en la segunda planta Marianito Botsi, su padre, recibe un disparo en el cráneo. “Baluarte del arte moderno y la poesía, gran promotor de las galerías, muerte en Los Escuderos, ajuste de cuentas, dicen, y crimen a sangre fría. ¡Sucesos Sucesos!”. Un cuchillo con sus huellas, con esos dedos ovoides, malformados. “Enseguida, el asesino le propinó dos balazos a Lola Sifuentes, la empleada. Ignoraba que el único testigo lo observaba desde un armario”. Para Arciniega, su suerte no está echada. “Diario Ojo, a un sol, lea las noticias”. Nunca debe sobrevivir un testigo – dice, mientras se acicala el bigote.

“Mis ojos afilados se posaron sobre la puerta. Eso es lo que recuerdo”, señala Arciniega. "En un arrebato levanté el revólver y le asesté un tiro a la chapa de la puerta del hall que comunicaba con los cuartos. Todo estaba en orden. El mobiliario meticulosamente organizado, la cama tendida como si nadie se hubiese acostado allí esa noche. El ejecutor no repara en la sombra que atraviesa la sala. Leonel Botsi, el hermano, corre agazapado, vencido por el pánico y la debilidad. Se arrastra algunos metros. Frente al balcón no puede contener el mareo. Es su hora, la más lúgubre, pero no hay tiempo para pensar. De pronto, una madeja de luz cruza el pórtico. El último pliegue de una brasa sobre la chimenea, luego la oscuridad. La proximidad de la muerte es como la vieja catarata que precede a la ceguera. La bruma acechando los espejos. Leonel hubiera querido no sólo estar ciego y abrazar la noche, sino el silencio y la inconsciencia. Atravesar el umbral donde acaba todo lo existente. El terror más cruel. No percibir a su asesino merodeando tras de él. El sudor frío lo empapa. Aún más débil se desliza algunos metros hasta guarecerse en unos maceteros circulares. “Al ras del suelo las perspectivas son distintas y todos los seres peligrosos. Un ciempiés se detuvo frente a sus ojos”.

Los tacos presurosos sobre las losas remecen las ventanas, no eran policías, apenas unos niños escabulléndose. Si apenas asomara un hombre o un anciano, una mujer o un cartero. Cualquiera. No importa su fuerza o su debilidad sino su voz de alerta en medio de la calle. Puede oler los charcos podridos sobre unos platos cóncavos bajo su cabeza. Se desabotona, el calor es extenuante.

Es su fin. Boquear, exhalar una y otra vez densas humaredas; beber hasta perder la noción de las cosas. Revista Hoy: “Un sujeto desconocido asesina a una familia”. “Me rindo” dice Jacinto, el menor de los Botsi, jadeando, mientras observaba, temeroso, el cuerpo de su padre sobre el charco rojovivo. La bala le destroza una costilla, tose, la sangre le brota por las comisuras de los labios. Desde hacía varios años tenía los pulmones destrozados. Alberto Botsi, el primo Beto, salta sobre el ejecutor y le propina un par de golpes, luego tropieza y cae de bruces. Un golpe seco lo aturde. Una estatuilla de oro cae al suelo, el viejo Botsi la había robado en una feria de baratijas en Hamburgo. Cuando el joven recupera el sentido se desliza sigilosamente por el parquet y se incorpora nuevamente. El asesino lo amenaza con la pistola. Alberto se contiene, le tiemblan las piernas. Una sucesión de estallidos secos lo derriba.

Judith, la mujer de Martín, lo observa todo, agazapada. Es el vaho de su aliento sobre una botella vieja, un vaho, dos, sus dedos trazando letras sobre el vidrio. Todo ante sus ojos se hace trizas. Puede sentir el hormigueo en sus brazos, el recurrente vahído que precede a la muerte, el miedo absoluto. Recita muy bajito algunos versos de Keats. Entre sombras escucho; y si yo tantas veces/ casi me enamoré de la apacible Muerte/ y le di dulces nombres en versos pensativos,/ para que se llevara por los aires mi aliento tranquilo;/ más que nunca morir parece amable,/ extinguirse sin pena, a medianoche,/en tanto tú derramas toda el alma en ese arrobamiento.

“Tantas cosas se inician y dan a su fin al mismo tiempo, querido gran Botsi, odiabas a Keats, te parecía tan remoto, eras tan diferente de tu mujer. Ella llegó tras la muerte de la Juana, que te había ilustrado en Byron y Shelley y tú tan presto a retransmitir un conocimiento que te era ajeno, que era el mío en definitiva. El libro abierto en sus páginas centrales, una edición descuidada. No te gustaba la poesía inglesa, fingías en realidad”.

Los golpes llegan luego sobre Judith, es una incesante andanada de combas en el cráneo. Se rompen las costuras triza un vaso se desenhebra y el trueno Dios el trueno acecha en los oídos y es como mi primera vez porque recién reparo en los escombros de la casa reparo en esta trama mortal y en el infierno que el Padre Tomás trazó con un boceto negrilíneas y manchones grises esos seres mitológicos como los del gran Doré y esa necesidad imperiosa de narrarlo de expiar de evadir ese infierno Dante en medio de esta perdición sin retorno porque el crimen no tiene retorno en tanto la vida no tenga retorno y esa concatenación entre la te y la erre Juana me he arremangado la camisa para leerte de nuevo a Sor Juana Inés.

“Martín, adoro la quemazón de las malezas en los valles de Chosica, en aquel declive. Mientras canturreas adormilado te recitaré unos versos de Keats”. Así era la Juana, así la imagino adormilada por el perfume del gran Botsi en los cañaverales, pino viejo y humedad. Te trazo como las líneas de una gran ensoñación, imagino tus palabras malévolo señor: “Sí, mi amor”, decías, ávido siempre de sus percepciones, adorabas esas brasas arrobadoras desde el fondo de sus ojos pardos cuando poco a poquito (como ella creía) te tornaba en lo que, en definitiva no eras, un poeta que rutila en la intemperie azulada. Al decir verdad, no eras más que un ejecutivo vendedor de partes sin mayor encandilamiento literario. Te habían educado en el Juan Bautista y la Católica. Mientras mi padre en aquella jaula enmarrocado diminuto abismado y secuestrado caballero español emigrado para siempre y aquella larga fila de hombres cruzando un pasadizo me instruyó en los poetas románticos entonces me vine desde Supe me vine a matar a hacerme de algunos centavos y más para tener y para tener había que ser despiadado como el viejo y leer y leer pero me formé en aquella biblioteca pública de Pueblo Libre frente a un parque mientras Juana me trazaba las letras de una égloga porque bucólico soy y lo soy más aun frente a este espejo trizado que me fragmenta en cinco partes eso soy siempre cinco partes. Pero nunca fingí. Pero Juana vio más en Botsi, ignoro exactamente qué vio, Calibán, al final el odio cuaja, se hace mayor y la vida arrecia, me compré esta Taurus, calibre 40 SW. Semiautomática. La adquirí entre otras baratijas porque el pensamiento no es más rentable que la muerte que me concede el poder el poder real que somete todas las vidas a mi dominio. El decreto de muerte pesa más que el conocimiento.

Luego de rematar a Judith, el asesino da un salto, abre la puerta del estudio e irrumpe con violencia. Cuartea las lunas de una vitrina y destroza una colección de vasos. La puerta trona detrás de él. Se interna en el patio interior, casi puede sentir la respiración agitada de un niño. Lo toma del brazo arrastrándolo al interior y lo empuja sobre la alfombra, junto al cadáver de Gerald Botsi. Mami, un monstruo me devora el tigre de bengala viste de rayas rojas. Tengo miedo, mami. El niño se apretuja, “le disparé y ahí va otro angelito como decía la mama y no es el negocio sino el furor que me extravió y que es imperdonable y repaso entonces mama las lecciones del Infierno en el Santo Efraín y las rocallosas gélidas fétido el viento arrasador el azufre que encoge el pescuezo infinitésimo infinito la ene y la te anudadas sin fin in finis el umbral maligno donde no perdura la esperanza el genio del mal en una terrible hora inacabable inagotable inasible un cura un tonsurado bendito que me confiese porque el perdón no se agota un niño yerto más empequeñecido aun de cúbito dorsal setenta veces siete perdón galopante persistente ayes tres veces ayes y ayes por toda la sala que me mortifican setenta veces siete señor setenta veces siete…”

Arciniega era una fiera sedienta, lujuriosa. La calle estaba demasiado tranquila a esa hora. Sólo quedaba, al fondo de todo, el balcón con vista perpendicular a la plaza.  Un bocinazo golpeó el ventanal. Arciniega huyó. Un hombre lo vio saltar desde el segundo piso y perderse por una calle adyacente a la avenida. La policía había bloqueado la puerta. Un hombre que rengueaba y que caminaba cerca, dijo: “Sólo sé que era muy oscuro, llevaba lentes gruesos, que tenía los hombros anchos”.                           
                    
-       Requería decírselo, señor periodista –dice Arciniega– un hombre no puede permanecer impasible frente a sus culpas, debe liberar sus cargas inexorablemente para superar el infierno que lo aguarda ¿Cree en el juicio de Dios? Lo elegí a usted casi al azar. El padre Nieto está de vacaciones en Madrid.

-       Desde luego –repuse con una pizca de temor- Pero podemos continuar mañana y revisar las notas en la siguiente reunión y programar una serie de encuentros sucesivos hasta diciembre. Quizás le sea grato narrarme de los otros asesinatos que se le imputan.

-       No me han probado nada hasta ahora –respondió.

Las botellas arden, me crispa el paso del segundero que acompasa en aquel gran reloj de madera. Mi muerte como una expiación, yo el cordero que lo redime en un confesionario. Dante. Una cadena sucesiva de desgarramientos me derriba, una explanada infinita repleta de botellas, vasos y cubiertos se contienen en mis ojos, alfileres en la retina y humedades que me impiden ver, el aire se cuartea, se torna irrespirable, el humo oloroso de los cigarros entre esas nubes ralas, la mesa que aguarda todo mi peso. Empuño mi revolver en el despeñadero, sus ojos rojos, siniestros, me contengo antes de disparar.

El hombre rastrilla su arma escondida en un trapo. “Aquí concluye la historia. Sin testigos, es mi regla. Me deberá usted perdonar”, replica. Aquellos ojos apagados y el rostro lívido como el de un muerto, dos revólveres debajo de la mesa, apreté el gatillo con fuerza. El trueno fiero, el mantel salpicado. Resuenan las botellas y una marejada de voces me invade y me aprisiona. El minutero apura el paso. Mientras unos hombrecitos me sujetan con fuerza, otros llevan a Arciniega a rastras, lo envuelven en una cobija azul. Así ocurrieron las cosas, debo alargar el ayuno y ser más cuidadoso con la penitencia, que esto de la condenación eterna y algunos años en la penitenciaría, usted sabe,  asumo por alguna razón que Diosito papaíto lindo me ha de socorrer. 

1 comentario:

  1. He recorrido el blog y gran parte de los trabajos. Me han parecido excelentes. Felicitaciones. Volveré seguido.

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