jueves, 26 de enero de 2017

El día de la cobra dorada

Luis Fernando Elizeche Doliveira


Los alumnos de la carrera de antropología ingresan al museo de la ciudad. Llegan a la sección de muñecos de cera con figuras de tres asesinos en tamaños reales. Las estatuas  hurgaban espanto, parecían estar quietas esperando a las víctimas para una  estocada fatal.

La guía los describía como psicópatas famosos, parte de la historia criminal de Cervantes cuando aún era un pueblo campesino a mediados del siglo veinte. El primero fue nombrado como el Payaso Ambulante, de dos metros de estatura, vestido con piyama de colores, zapatos ridículamente largos, el rostro pintado de blanco, nariz roja y redonda, su mirada y sonrisa siniestra acompañada con el llamando del  dedo índice de la mano izquierda, y en la derecha sujetaba un gran escalpelo que ocultaba tras la espalda. Mataba gente a la salida de las ferias, era hábil y veloz con el cuchillo; una joven que corría de él llegó a una comisaría ocultándose tras la espalda de un solitario guardia con pistola en mano, el payaso degolló al uniformado de un giro rápido, y perforó el abdomen a la chica. Los policías lo balearon en mil novecientos cuarenta y dos.

La Cebolla Sangrienta, un hombre jorobado, petiso con cara deforme, exhibía en su sonrisa una dentadura fea, poseía un traje grande para su talla, una trenza hasta la nuca en medio de la calvicie y una pequeña hacha en la mano. Acogido por las religiosas en el orfanato, descubre en la cocina la facilidad de matar siendo la primera víctima una monja, todo el orfanato se convirtió en sangre y cadáveres. Se ocultó por los bosques, salía de noche. A pesar de su joroba corría con velocidad alcanzando a las víctimas. El pueblo lo buscó para capturarlo en mil novecientos treinta y dos, cuando lo rodearon, la cebolla rio, parecía creer que se trataba de un juego, le dispararon.

La Araña Cuatrera, la mujer de cuatro piernas, tenía dos de ellas en medio de las normales por desperfecto. El vestido largo marrón tapaba sus rodillas. Sujetaba con las manos las tijeras de podar. Atravesadas en sus cuchillas, penes y testículos cortados. Su familia la ocultó en el sótano de la casa. Al pasar el tiempo un odio fue acrecentándose en ella. Una noche la madre organizó una fiesta social. Parece ser que la araña escapó del sótano y colocó somníferos en las bebidas antes del acontecimiento. Todos durmieron, a las mujeres las mató enseguida; a los hombres les desnudó, les cortó los genitales, y murieron desangrados mientras dormían. Tiempos después casi cuarenta hombres muertos fueron encontrados sin genitales. Le clavaron un machete en la cabeza en mil novecientos cuarenta y nueve.  En las cuchillas de su  tijera de podar se encontraron penes y testículos mutilados. Estos criminales fueron sepultados uno al lado de otro en el cementerio de la ciudad.

A la salida del museo, Gabriel se dirige a su apartamento caminando. Su trayecto se obstaculiza en la plaza con la presencia de los “veintiún justicia”; una pandilla de jóvenes que fumaba tranquilamente marihuana liderado por Anacleto; un prepotente que comete delitos a su antojo. La cuadrilla está uniformada de remera negra con la figura del número veintiuno. Una amiga de Gabriel lo visitó en Cervantes, bailaron en una discoteca, Anacleto y toda la pandilla estaban presentes. El jefe soberbio quiso bailar con la señorita, al negarse ella, le cortaron el cabello con navaja, golpearon a Gabriel, y un disparo al aire de un guardia impidió que lo maten. Por eso Anacleto decidió que Gabriel le debía dinero, y le hostigarán hasta que pague. Al no ser visto, el estudiante tomó otro camino para evitar el encontronazo. Penetró en una extensa vegetación al lado del parque, la misma era el residuo de la antigua Cervantes que no fue arrasada por la modernidad.

En el bosque se detiene frente a una vieja casa de un piso, rodeada de una muralla con un pequeño patio sin portón. El césped seco indicaba que alguna vez fue un bello jardín. «Esta casa debió de pertenecer a una familia de alta clase social cuando Cervantes aún era un campesinado». A cinco metros de la puerta estaban tres árboles secos uno al lado de otro. El primer piso lucía con cuatro ventanas de vidrios. Gabriel entra a la casa.

La ausencia de muebles, telarañas abundantes y pedazos caídos de pared, eran señal de que nadie la habitaba desde hacía tiempo, se tapó la nariz por el olor a orina de algún animal. «Pronto será oscuro, debo salir de aquí ».Sube las escaleras al primer piso. Entra en una habitación grande. En el suelo están una cámara filmadora vieja y rota, una videocasete, una figurilla de cobra dorada en metal con su lengua de dos puntas y colmillos y un sobre de papel grande. Una pared estaba pintada con signos y dibujos en rojo. Alza la cobra de metal, la videocasete y los pone en el sobre. Ignora la filmadora. Saca del bolsillo su celular móvil y fotografía los signos dibujados en la pared. En la oscuridad sale de la casa. Regresa a la zona urbana, toma un taxi y se dirige a su apartamento.

Saca de un armario una videocasetera después de casi veinte años sin usarla, la conecta a su televisor reemplazando el bluray. Quita del sobre el videocasete, la cobra dorada de metal, y papeles ajetreados que tenían escrituras en símbolos. «No entiendo nada de lo escrito, ¿en qué idioma estará?». Sostiene la cobra dorada de metal entre sus dedos.

Coloca la videocasete en la videocasetera. En la pantalla del televisor se empezó a ver una filmación casera. En la parte inferior la fecha abreviada era del veinticinco de octubre de mil novecientos ochenta y cinco con un horario de 3:14 de la madrugada. Una chica con camisilla negra, cabellos enrulados, fornida, visualizaba de la cabeza hasta el busto aparecía sentada observando a la cámara. Primero miraba seria, luego sonrió, y en empezó a hablar en una lengua incomprensible. Innova un gesto de sacar la lengua y ríe. Sigue hablando, da un grito de furia, despotrica y carcajea. Tras ella, se encuentra una pared con signos escritos, el muchacho presiona el botón de pausa de la videocasetera. Examina la foto que tomó de su celular, y son los mismos signos. «Esta filmación fue en esa casa, ¿quién filma, o ella se filmó sola?». El video prosiguió, la chica en medio de su hablar extraño hace un gesto de fuerza para exhibir la musculatura de bíceps. Gabriel tembló al ver que frente a su moldeado brazo derecho, el izquierdo lo tenía amputado. Después del gesto la chica ríe y grita de furia. El muchacho adelanta la cinta unos minutos, y ella está con la boca empapada de sangre comiendo el torso decapitado de un hombre negro. Apaga la imagen del televisor. «No quiero seguir viendo esto».

En el cementerio oscuro el viento agitaba los árboles, una estatuilla de cobra dorada se desplazaba con movimientos temblorosos. Aceleró hacia una rata que corría destrozándole y penetrándole en la cara. El roedor empezó a adquirir una nueva figura, creciendo metamórficamente hasta convertirse en una moza fornida. La chica caminó hasta tres tumbas que se encontraban una al lado de otra, y que eran la del payaso, la cebolla sangrienta y la araña cuatrera. Con la mano derecha se arranca el brazo izquierdo, las cataratas de sangre culminaron cerrándole la herida. Ese mismo brazo amputado empezó a crecer a lo largo, hasta adquirir la forma de una cobra gigante. El reptil, mordiendo con fuerza de derecha a izquierda, fue desenterrado los cuerpos de los criminales, y de un jalón con los colmillos los tiró sobre el hombro de la moza. Como si los cadáveres bastantes descompuestos no pesasen nada, la muchacha los cargaba. La cobra la seguía como una mascota hasta la casa del bosque. La chica dejó caer los cuerpos, su acompañante reptil los enrolló velozmente  incinerándolos, hasta convertirlos en cenizas, en este acto la cobra desaparece con el fuego. La chica descarga cada montículo de cenizas en tres pequeños pozos frente a la casa colocando en ellos una semilla. Se dirige al interior de la casa. En la habitación del primer piso hay una cámara de filmar y cuatro hombres negros muertos, descuartizados y ensangrentados. Mancha de sangre mulata el dedo índice del brazo que tiene entero, y escribe unos símbolos en la pared. Come como galletitas los cuerpos y huesos con prontitud  hasta devorarlos todo. En posición de perro con ligereza lame toda la sangre limpiando el suelo totalmente. Acomoda la cámara frente a ella, presiona el botón y habla. Gabriel despierta sudoroso y asustado siendo aún de madrugada.

En un pasillo de la universidad Gabriel miraba con atención. Se acerca un hombre alto, sesentón, con calvicie. Traía en su mano derecha el sobre grande de papel.

—Profesor Scandiuzzi, lo estaba esperando —dijo estrechándole la mano.

—Hola Gabriel, me urge hablar contigo.

Caminaron hasta la sala de profesores. El profesor Scandiuzzi, un profesor italiano, plurilingüe dominante de treinta idiomas. Ocuparon un escritorio. Descargó el sobre.

—Hablo en treinta idiomas y el de la señorita no lo sé, no es inglés, francés, portugués, italiano, alemán, ruso, sueco, ucraniano, polaco, turco, árabe, danés. Tomé fotos a las escrituras en papel, la estatuilla, y publiqué en una página de fenómenos extraños de internet. Un haitiano especialista en vudú me contactó. Conversamos por Skype. Le envié copias del video, de la foto que tomaste y le comenté tu experiencia y sueño. Esa chica aparece en sueños de aquel que tenga la cobra de metal cerca. Jamás fue vista, si la vieron tal vez no vivieron para contarlo. Es la primera vez que se la ve en una filmación. El Día de la Cobra Dorada está cerca. Aléjate de este metal— dijo el señor tocando la estatuilla.

—¡El Día de la Cobra Dorada! —Se altera Gabriel—  ¿Qué es eso?

—Según el haitiano, el día de la cobra dorada se inicia los primeros minutos del veinticinco de octubre cada cuarenta o sesenta años, dependiendo de fenómenos astronómicos, y los espíritus malignos capturados en esta cobra de metal, se materializan y necesitan comer carne fresca y beber sangre para aliviar la ira en su limitada liberación. Tu sueño parece coincidir con esto, aquellos árboles surgieron de las cenizas de esos criminales cuyas figuras se muestran en el museo. Voy a traducirte lo que dijo este haitiano. —Scandiuzzi inició su relato—.  La cobra de metal, tiene siglos de antigüedad; fue esculpida posiblemente por miembros de la etnia Kabye practicantes de vudú en África occidental para maldecir a colonizadores ingleses que los traficaban como esclavos. Fue usada en ceremonias de vudú macabro por siglos; tiene entes y espíritus malignos encarcelados en ella. La noche del veinticuatro de octubre de mil quinientos dieciséis, unos esclavos estaban bajo la custodia de soldados ingleses, uno de ellos sustrajo la cobra de metal a un negro, al día siguiente tanto los esclavos como los soldados desaparecieron. En el lugar se encontraron dos cobras: la de metal y otra disecada que se convirtió en polvo ante los ojos de muchos. La estatuilla se usó en Haití, Jamaica, y nunca se encontraron personas cerca de ella, solamente una cobra disecada que desaparece en forma de polvo; ella sería como un cuerpo que encontró alivio después de mucha tensión. El video de la chica podría relacionarse con un grupo de haitianos desparecidos. Posiblemente se escondieron en la casa del bosque, llevaron la cámara para filmar la ceremonia vudú en la noche del veinticuatro de octubre del ochenta y cinco. Una vez que estos han muerto, la chica se coloca la cámara enfrente y se auto filma dando el mensaje. Los espíritus malignos capturados en la cobra son inofensivos cuando no es la fecha de veinticinco de octubre y si no hay  movimientos de los astros. Entonces solo envían mensajes mediante sueños de cosas que a ellos les hicieron, sin causar daño al que tenga cerca la cobra de metal. El lenguaje de la chica era demoniaco. Hablaba del Día de la Cobra Dorada, un ente que se corporiza en la materia viva que esté cerca de la cobra de metal minutos antes del veinticinco de octubre y los astros se ubiquen cerca de Júpiter y tres de ellos bordeen la Tierra. Ese demonio consigue aliados materializando almas despiadadas, de los cuales ya se apoderó de sus cuerpos, los incineró hasta convertirlos en cenizas, y planta en ellos una semilla de la cual brotarán árboles que se secarán. Esto ocurrió el último día de la cobra dorada, y esta chica iría al cementerio a hacer lo mismo.

En la mayor parte del relato Gabriel demostraba susto y a veces se tapaba la cara.

—¿Cómo el haitiano sabe todo esto? —pregunta el joven suspirando—. ¿Cómo supo que los árboles son restos de esos criminales, y tiene la certeza de que la chica demonio irá al cementerio a buscar otros cuerpos para cultivarlos?

—Él es un brujo de vudú, conoce secretos ancestrales. Lo de los árboles lo indujo por tu sueño y porque la estatuilla estaba cerca de ti. Que la chica es un ente que hace eso, es una deducción hecha hace siglos por el vudú, que no puede comprobarse por las discrepancias de la ubicación de la cobra de metal y la falta de seguridad de los fenómenos astronómicos en un veinticinco de octubre. En esa fecha se repitieron las desapariciones de personas por siglos y en el lugar donde estaban se encontraban la efigie de metal y la cobra disecada.

—¿Pasaría esto si los fenómenos astronómicos no ocurriesen? —pregunta secándose el sudor de la frente.

—Si es esa fecha, y no hay movimientos de los astros, no pasa nada. Pero tuviste la mala suerte de encontrarlas justo cuando mañana es veinticinco de octubre, y los astros estarán sobre júpiter y la tierra, el día de la cobra dorada se vendrá después de más de cuarenta años según el haitiano. Por eso, ve a dejar estas cosas ahora en esa casa.

Gabriel se dirige al bosque, antes de llegar es interceptado por los “veintiún justicia”.

—¡Ustedes no, por favor, necesito hacer algo urgente antes de que llegue la media noche!

—Aún son las cuatro de la tarde, primero saldarás tu cuenta con nosotros — dice Anacleto.

Un policía intervino con megáfono. Gabriel aprovecha para correr. En el bosque, trepa un árbol frondoso para ocultarse de los pandilleros que pasaron sin verlo. Atemorizado se abrazó a las altas ramas por horas. “Debo regresar esto de inmediato”. Su reloj del teléfono móvil marcaba las once y media de la noche”.

Alumbrando los caminos oscuros con la linterna del celular se detiene ante los tres árboles frente a la casa. Linternas potentes a sus espaldas alumbran la oscuridad. Los pandilleros sonreían maquiavélicamente exhibiendo pistolas en las cinturas.

—¡Todos corremos peligro si no regreso estas cosas adentro, debemos salir de aquí porque estamos cerca de media noche! —exclamó Gabriel mostrándoles el sobre.

—Nos somos estúpidos —Insinuó Anacleto—, ¡ahora no tienes escapatoria!

Corre a la casa perseguido por diez pandilleros, once quedan cerca de los arboles orinando y diciendo groserías. En la pieza del primer piso al lado de la filmadora arroja la estatuilla, la videocasete, y el sobre con papeles. Los pandilleros lo aferran contra la pared.

—¡Tenemos que salir de aquí, pronto será media noche podemos morir! —grita Gabriel sostenido y exhibido en la ventana del primer piso a los que quedaron abajo.

—Tú tienes cuentas con nosotros ahora vas a pagarnos —dice Anacleto soberbio.

Un fuerte relámpago asustó a todos, ráfagas de vientos sacudieron la pieza, la vieja filmadora del suelo sube por el aire, y violentamente choca contra la pared, cerca de donde sostenían a Gabriel. Se olvidaron de él y quisieron huir. La puerta se cierra violentamente. La cobra de metal sube por el aire y da vueltas rápidas formando un ciclón.

Un miembro de la pandilla es subido en el aire cayendo fuertemente al suelo, la cobra de metal desciende penetrándole por la boca, litros de sangre se derraman del orificio bucal. Es elevado hacia arriba contactando contra el techo y cayendo a los pies de los presentes. Las heridas eran múltiples, su rostro de la agonía pasa a la ironía, exhibiendo su dentadura rota. Su cuerpo sufre inversiones rápidas formando el de la chica del video con ambos brazos. Con un semblante de sarcasmo se acerca a los jóvenes gritando palabras en lengua oscura, y con una fuerza insondable se arranca el brazo izquierdo arrojándolo al suelo, la herida cesa rápidamente dejando en el piso un lago de sangre. El brazo arrancado se convierte en una cobra multicolor gigante, la chica le toma del cuello tirándola por la ventana al patio. El resto de la pandilla baladró. Quisieron huir, pero la cobra con rapidez les obstaculizó.

La amputada murmura palabras en el dialecto, gira en dirección a la ventana y de un salto por el umbral cae de pie al patio entre los pandilleros que quedaron abajo. Los curiosos de arriba observan desde la ventana de vidrio. Un pandillero moribundo estaba siendo devorado por la cobra, la chica gritaba palabras con voz histérica. Los árboles destruidos se movían y empezaban a disminuir sus tamaños convirtiéndose en los asesinos que en el siglo pasado intimidaron al pueblo de Cervantes: el Payaso Ambulante, la Cebolla Sangrienta, y la Araña Cuatrera. La cobra bailaba con su cuerpo largo y convirtiéndose en una llama de fuego se disuelve. Los sonidos de disparos cesaron por el acabamiento de las balas. Los tres asesinos se acercaban a los pandilleros, el Payaso con su cuchillo en la mano daba giros agiles y rápidos estocándolos, la Cebolla Sangrienta con una hacha en miniatura decapitaba sonriendo. La Araña Cuatrera con las tijeras de podar caminando lentamente clavaba con rapidez en dirección a los testículos. En poco tiempo los diez pandilleros se convirtieron en cadáveres ensangrentados. La chica con los tres espantosos miran en dirección a la ventana, donde Gabriel y el resto de la pandilla atestiguaron a través del vidrio con temor. Los cuatro malignos caminan hacia la casa.

Los jóvenes caminaron dispersos. Gabriel se escondió en un armario al percibir que la Cebolla Sangrienta se acercaba arrastrando los pies; por un  pequeño agujero contempla  el aciago rostro y defectuosa sonrisa con la pequeña hacha en mano. Pasa sin detenerse. Ensordecedores ruidos de disparos y griteríos incrementaron sus violencias.

Abandona el escondite. En el oscuro pasillo camina lentamente hacia él: la araña Cuatrera. El muchacho lo apunta con la luz de la linterna del celular al rostro. Gabriel retrocede tropezando con un palo grueso, lo agarra y le destina un porrazo a  las tijeras volándolas, le proporciona golpes a las manos, piernas, torso y a la cara.  Cansado porque sus bastonazos no tuvieron efecto, corrió con el palo en mano. La araña cuatrera inmutablemente siguió avanzando. En un sector de su huida, el Payaso de dos metros de estatura con dos cuchillas tenía colgados del abdomen a dos sujetos muertos en cada mano. Este se lanzó en su persecución. El joven en su camino encuentra a la cebolla sangrienta abriendo un cuerpo en el suelo con su pequeña hacha, le aplica golpes brutales con el palo, el anómalo ríe, el payaso sigue su persecución caminando. Gabriel rosando al deforme continúa corriendo. Una mano lo jala a una habitación. Eran Anacleto y tres más con palos en las manos.

—Somos los únicos sobrevivientes, tenemos que intentar salir, disparamos nuestras balas sobre ellos y no les hace nada —dijo Anacleto.

La puerta se abrió, el corpulento Payaso circula hacia ellos, se lanzan sobre él golpeándolo con palos, logran derribarlo, el bufón vapuleado saca la lengua con los pulgares en la cien moviendo los demás dedos. Lo dejan desvanecido. Se acercan la Cebolla y la Araña.

—¡No le tengan miedo, sobre ellos! —exclamó el jefe de pandilla.

Golpean a los anómalos con palos gruesos. Sangran al caer aparentemente muertos. La chica de un salto ingresa de afuera de la ventana rompiendo el vidrio. Gabriel le emplea un palazo a la cara, la extraña le vuela el palo con la mano derecha. El joven le aplica patadas y golpes de puño hasta cansarse. La inaudita habla en su lengua oscura y empuja a Gabriel contra las paredes. Los otros la golpean con las vigas. Con la palma abierta les vuela el palo a todos. Pronto la apuñalan continuadamente. A pesar de la sangre, la chica estaba rígidamente parada. Con el brazo que le quedaba, cerrando el puño gira fuerte en forma de una gran circunferencia decapitando a los cuatro pandilleros. Sus cabezas rodaron dejando a cada paso líneas rojas anchas.

Los anómalos se  levantan y agrupan al lado de la chica. Gabriel intenta ponerse de pie. Lo rodean. La del  brazo amputado está frente a él a cinco metros enfilada con los tres engendros. El horrible cuarteto masticaba las cabezas decapitadas manchándose de sangre los mentones y partes de la cara.

La amputada recita en su lengua. Un viento fuerte invade la habitación. La ropa del joven se rompe quedando desnudo; grita de dolor porque su pene se  alarga a más de dos metros transformándose en una viviente cobra dorada en el cual la chica le agarra del cuello y le besa en la lengua puntiaguda. Lo mismo hacen el Payaso, la Cebolla y la Araña. La amputada le hace una reverencia hablando en su inentendible lengua. La cobra de metal escapa del cuerpo de la chica, rompiendo el plexo solar, volando rápidamente entre los vidrios de la ventana. El Payaso le arranca la rubia cabeza con las manos y la mastica, mientras su cuerpo cae abajo. La Araña devora los cuerpos. La Cebolla se agacha y lame los charcos de sangre del suelo. La cobra dorada voltea hacia Gabriel, le clava sus incisivos al  hombro y no tarda en morir.

La cobra de metal fue volando kilometrajes hasta caer en el cementerio, los vientos sacudían los árboles, la estatuilla se inserta en una ardilla que se disponía a trepar una floresta. La estatuilla ocasionó una sangrienta metamorfosis.

Una mañana, unos mochileros pasan por la casa, la curiosidad los conduce al patio. Los tres árboles secos frente a la puerta se exhibían lúgubremente, el aroma a humedad, armas de fuegos y cuchillas en la arena generaban incertidumbre. En uno de los troncos se colgaba una larga cobra paralizada. Al lado de los mismos hay tres pequeños pozos taponados con tierra, aparentemente se sembraron semillas para el crecimiento de tres nuevos árboles. Ante los ojos de los visitantes, la cobra colgada desaparece convirtiéndose en polvo. 

martes, 24 de enero de 2017

Como el amor de una madre

Maira Delgado


Mary se enamoró de Esteban el mismo día que lo vio entrar a su oficina. En una casona vieja, cuyas habitaciones habían sido restauradas por don Francisco después de heredarla de sus padres, los señores Rodríguez; en pequeños cubículos trabajaban un número de once personas con diferentes cargos administrativos. El apuesto joven de facciones delicadas y sonrisa cautivadora sería el nuevo supervisor del área de recursos humanos, una cara fresca en estas cuatro paredes. Allí, varios funcionarios se encargaban de todo lo relacionado con la contratación en la fábrica textil más importante de Ríonegro, ubicada desde hace muchos años en el centro de la ciudad.

Su conexión inmediata los llevó a convertirse en excelentes compañeros de trabajo. Él sería su llave en la organización de documentos de los empleados y su seguridad social. El sitio se prestaba para la camaradería; sus espacios adaptados de una manera moderna le ofrecían a cada trabajador un escritorio, un computador y una silla separada de su compañero por un vidrio que hacía las veces de pared. De esta manera pasaban muchas horas juntos, salían a almorzar al restaurante de la esquina, atendido por su propietario y sin ser un lugar lujoso, ofrecía a sus clientes un menú variado y la excelente sazón de Manuel, el cocinero; experto en salsas y ensaladas. Algunas veces continuaban de largo hasta las cinco, y luego salían a cenar con otros amigos hablando de temas variados, siempre divertidos. Esto resultaba encantador para Mary: poder reírse sin parar mientras permanecía a su lado.

—Cuando estoy contigo, me río demasiado.

—¿Y eso te encanta?

—Me hace sentir bien, eres muy divertido.

—¿Es solo eso, o quieres negarme que te gusto? —Esteban no desaprovechaba oportunidad para coquetearle.

—Y presumido a la vez, eres un personaje; lo acepto. Pero un «No» rotundo a las relaciones en la empresa.

—Siempre tan cortante, eso me fascina. Debes hacerlo para seducirme, vamos a ver cuánto te aguanta  la fortaleza, no hay piedra tan dura que una insistente gota de agua no penetre.

—No apuestes. Hablo en serio.

—No aseveres. Hablo en serio.

La amistad avanzó a un flirteo y poco a poco se transformó en una relación amorosa, la cual los llevó a casi vivir juntos varios meses, algunas veces en la pequeña y acogedora casa pagada con esfuerzo por Mary, decorada de manera sobria como se caracterizaba su dueña. Los fines de semana solían ir al apartamento de Esteban, un espacio más moderno y con el toque descomplicado del hombre. Dormir juntos se les hizo costumbre, además de cocinar, salir a trotar antes de ir al trabajo o disfrutar pequeños viajes fue parte de su itinerario romántico.

Esto se repitió durante seis meses, mientras a ella le picó el bicho del compromiso y él se tornó resbaladizo; conocerlo más a fondo fue descubrir a un joven inmaduro, inseguro, a quien la vida no había tratado muy bien. Su madre falleció cuando apenas tenía cuatro años y su padre trabajaba todo el tiempo, dejando su cuidado a la niñera de turno. Recordando la dureza de algunas, sus ojos se tornaban lagrimosos y se sonrojaba al evitar hablar del tema.

—No creo necesario casarme con alguien para demostrar mi amor por ella.

—Siempre he soñado con casarme en una capilla pequeña, llena de flores y colocar esa foto en la sala de nuestra casa sobre la chimenea.

—Eso suena a cuento de hadas o película romántica de sábado por la tarde.

—No hablo de hacerlo ya, pero tú ni siquiera consideras la posibilidad.

Esa y otras diferencias, iban poco a poco derrumbando el sueño de estar juntos. Esteban era en realidad un conquistador innato, le encantaba el juego de la seducción, en su celular aparecían mensajes esporádicos de otras chicas, según él solo eran amigas, pero su deseo de aventura y diversión contrarrestaba las ilusiones de Mary; forjando un muro, cuyas piedras, una a una los separaba más. Sospechar de una infidelidad fue el acabose para ella y sin dar lugar a contemplaciones decidió echar todo por la borda, terminando esta relación; al principio trató de manejar las cosas en la oficina pero el ambiente se tornó insostenible, el joven amable y cordial se volvió pedante y altanero, ella por su parte sufría y lloraba a escondidas al verlo coquetear a propósito con otras mujeres y divertirse con ellas cada semana, parecía haberse transformado en un ser dispuesto a convertir su vida en un infierno de celos y decepciones.

—Lo siento, jefe, lo he pensado mucho y debo irme de este lugar.

—Conoces los estatutos de la empresa. Las relaciones amorosas no son permitidas, ahora no solo pierdo a una de mis mejores empleadas, sino tu ascenso se ve frustrado por esta situación.

—Lo sé y lo asumo, mas debo salir; cuanto antes mejor. Esteban parece odiarme y hace todo por molestarme, además no puedo seguir así sufriendo por un amor perdido.

—Hablaré con mis amigos y veré que puedo hacer por ti, para ayudarte a encontrar pronto un nuevo empleo, no deseo verte hundida en la depresión; te aprecio y sé cuan valiosa eres como mujer y profesional.

—Gracias, ya he enviado varias hojas de vida y espero respuesta, me ayudaría mucho tu recomendación; por favor no le hables a nadie aún acerca de mi salida repentina. No quiero comentarios malintencionados.

Al salir de esta oficina, se sentía hecha pedazos, solo miraba el largo pasillo y luego los escritorios de las personas a quienes por años se había acostumbrado. Todo parecía venirse encima, una semana más sería interminable para ella, no obstante, era necesario para dejar en orden su puesto y entregar todo a su reemplazo. Ese viernes se quedó un poco más de las seis, el lunes no vendría a trabajar y el rumor era inevitable, sin embargo ella prefería mantenerse hermética; no quería despedidas ni lágrimas al dejarlo todo.

—Al parecer, Mary nos deja. ¿Sabías algo, Esteban?; —Maribel se atrevió a romper el silencio.

—No. Aunque si es su decisión. La respeto.

—¿No te importa acaso?

—Me importa mi trabajo y no tengo más nada que decir, cada uno maneja su vida como se le antoje.

—Lástima, realmente creí que se amaban y me encantaban como pareja, pero mira tú... lo engañoso del corazón. —comentó con sarcasmo la joven, en realidad quien le habló de frente acerca del incidente.

A él parecía no afectarle la situación y mantenía una actitud cerrada frente a los demás, el tema se volvió intocable y con los días las cosas tornaron a la normalidad. Mary ya había dejado su puesto y Esteban continuaba su vida ajeno a los comentarios, aunque entre sus compañeros se oían rumores de su sufrimiento silencioso; bebía los fines de semana y salía con varias mujeres, nada en serio obvio, solo trataba de borrar el recuerdo de alguien que marcó su vida.

Mary ya hacía seis meses trabajaba en una prestigiosa fábrica de bordados, al otro lado de la ciudad. Su carisma e inteligencia le ayudaron a ubicarse pronto en un buen cargo, con mejor salario. Encargada de la oficina de personal de madres cabeza de hogar cuyo valioso trabajo era bordar a mano finas prendas distribuidas muy bien en toda Colombia y en el extranjero; allí conoció a Rafael, un prestigioso comerciante, cliente número uno y divorciado hace varios años; al verla quedó preso de su sencillez y belleza genuina.

—Eres encantadoramente hermosa, Mary; una mujer como tú siempre deja un buen aroma al pasar.

—Siempre tan galante y amable, Rafael; ¿cómo puede un hombre así, estar divorciado?

—Bueno, no a todas las mujeres les gusta que las traten bien, algunas prefieren a los fanfarrones.

Todo tembló en su interior. Tal vez ella en el fondo era una de esas, no lograba olvidar a Esteban y cada día era más triste su soledad; aun así, la insistencia de Rafael logró abrir una ventana en su alma y tres meses más tarde formalizaron una relación de noviazgo con intenciones de matrimonio. Él pasaba los cuarenta años y deseaba restablecer un hogar, ella diez años menor, mas parecía llenar todas sus expectativas; le encantaba mimarla y era su centro de atención. Un año después las cosas estaban listas para casarse, todo se daba tan natural entre ellos, empero, el corazón de Mary no estaba del todo convencido y le dolía no sentir lo mismo por este maravilloso ser, insistente en tratarla como una reina. Y la frase: «Algunas prefieren a los fanfarrones» seguía dando vueltas en su cabeza.

Una mañana antes de ir a la oficina, decidió buscar a Ezequiel, su antiguo profesor y entrañable amigo de la universidad; este reconocido psicólogo, había sido en numerosas ocasiones su confidente. Hace tanto no lo veía, pero sabía donde encontrarlo y debía consultarle el sentimiento de inseguridad que la embargaba ante un paso tan definitivo. De pie frente a ese elegante edificio, pensaba mil cosas antes de entrar y anunciarse con la recepcionista, la misma dama seguía ocupando ese cargo desde hace varios años. Usaba lentes grandes y tras el escritorio de madera sonreía amablemente a todos los pacientes. Nada había cambiado en la última década, la decoración parecía conservarse con el paso del tiempo; todavía estaba ese hermoso mural abstracto, dibujando rostros femeninos de distintas edades.

—Buenos días. Tu secretaria me permitió pasar porque no estabas ocupado aún. ¡Ojalá la primera consulta te traiga suerte!

—¡Oh, muñeca!; qué bueno verte, no podía empezar mejor hoy. Pasa, este café sabe mejor con tu compañía.

Se abrazaron como los grandes amigos de otros tiempos. Ella estaba emocionada de encontrarlo; sabía que solo con él podría hablar de todo y su ayuda sería fundamental para desenredar el nudo tejido en su cabeza.

—La verdad, necesito una vez más de tu sabiduría. Han pasado los años y sigo siendo la misma niña perdida enamorada del amor como solías llamarme; estoy en la puerta de la iglesia mirando a un hombre maravilloso esperando por mí en el altar y no me atrevo a entrar.

—Suele pasar —comentó sonriendo—. Eres de esas chicas cuya alma es tan sincera que sin importar quien es el príncipe, su corazón ya es un castillo.

Empezó de esta manera a contarle su historia fallida con Esteban y como había conocido a Rafael, lo quería, era un buen hombre, mas no lograba olvidar a un fanfarrón que se había escondido en su castillo y no hallaba la forma de sacarlo.

Durante varias semanas ella lo visitó y él fue descubriendo al personaje del cual ella tanto hablaba; era uno de sus nuevos pacientes. Esteban había buscado su ayuda profesional porque estaba desesperado, había perdido al amor de su vida por su inmadurez y orgullo; hoy se encontraba sumergido en la tristeza, el alcohol y la promiscuidad; mas nada de esto lo hacía feliz. Hace meses no sabía nada de Mary, aunque su soledad seguía llamándola a gritos, sin embargo la odiaba por haberlo dejado sin ninguna consideración.

Y cuando para ayudar a un amigo debes romper algunas reglas, empiezas a preguntarte: Si acaso avanzar en contravía, algunas veces puede hacerte regresar al punto donde te perdiste y encontrar la salida.

—Mi niña, debo contarte algo: tu adorado tormento es uno de mis pacientes más complicados, este es el típico caso del «Síndrome del niño huérfano». Esteban llegó hace meses a este consultorio destrozado en realidad, padece de una de las afecciones más dolorosas que puede sufrir el ser humano, perder a su madre a temprana edad y crecer bajo el cuidado de personas duras interesadas nada más en el pago, lo convirtió en un niño inseguro, triste y con miedo a amar. Estos individuos temen querer a alguien y perderlo o ser abandonados, eso los ahoga en un mundo de inseguridades y terminan alejando a todo aquel que se acerque demasiado por la aprensión de terminar solos otra vez.

 —¿No es contradictorio, Ezequiel?; no puedes amar a alguien y alejarlo de tu lado por miedo a perderlo —Mary no podía salir de su asombro—. Es increíble. Su sufrimiento es producto de una propia conducta malsana.

—Así es, mi niña, y si lo amas debes tomar una decisión definitiva y reorientar tu rumbo; o inicias un nuevo camino con Rafael y te resignas a una buena vida así no lo ames, o luchas de manera desesperada por salvarlo y convertir su vida en un hermoso jardín donde tú siembres, cuides y haga florecer los más bellos sentimientos.

—¿Cómo puedo hacer eso si él me rechaza?

—No es un trabajo fácil, pero no hay piedra tan dura, la cual una gota insistente de agua no pueda penetrar.

—Eso lo decía él.

—Lo sé. Hablaba por él, no por ti.

—Lo amo y quiero luchar por él. Dime qué debo hacer y ayúdanos por favor.

Las siguientes semanas no fueron nada fácil, terminar con Rafael era de las cosas más complicadas; no quería dañar a quien le había ofrecido su amor incondicional, no obstante, continuar era asegurarle otro fracaso y romper el compromiso era también partirle el corazón en mil pedazos.

Mientras, Ezequiel preparaba a Esteban para el encuentro inesperado con Mary, varias sesiones las dedicaron a hablar de sus traumas de infancia y su inseguridad disfrazada de indiferencia y deseos de libertad.

—Debes aceptar tu amor por ella y anhelar su regreso. Esta vez dispuesto a dejarte amar sin miedo a perderla, todos debemos enfrentar este sentimiento viviendo con él, nadie es eterno y algún día se puede ir para siempre; aun si ocurriese, no podemos negarnos la posibilidad de disfrutar a plenitud su presencia.

Y para Mary el consejo era diferente, parecía absurdo y la idea era alocada. Ezequiel le dijo: «Tu amor por él debe ser como el amor de una madre». Los ojos de Mary expresaban su asombro, no comprendía las palabras escuchadas, no era un hijo precisamente a quien andaba buscando sino a un hombre para amar y ser amada.

—Lo que trato de decir es: Debes convertirte en el único ser indispensable para su corazón de niño. Esteban no pudo disfrutar el más puro sentimiento experimentado por una persona, nadie te ama como lo hace una mamá, de manera tan incondicional y sacrificada, puedes encontrar muchas mujeres en tu vida, pero, terminarás al lado de quien te recuerde a tu madre, te acepte como eres y viva para hacerte feliz. Los hombres somos más frágiles de lo aparentado y si logras reconstruir en él esa imagen del amor más fiel y verdadero que pueda existir, lograrás hacerlo permanecer a tu lado como un gatito abandonado en busca de un hogar donde pasar cada noche fría.

—Sin duda, es asombroso oírte hablar así, y en el fondo te creo; el amor de una madre desmorona el más duro de los caparazones, solo frente a mamá eres tú, sin mentiras porque: «¿Quién te conoce mejor que mamá?».

—Aguarda un poco y recuerda, no es un trabajo fácil. «¿Quién sufre más por ti que mamá?».

Ese día llegó. En ese consultorio eran dos los pacientes quienes al reencuentro, no pudieron evitar abrazarse y llorar, terminaron mezclando sus lágrimas con el más dulce beso jamás sentido en sus bocas.

Sin la ayuda de Ezequiel nada de esto habría sido posible, lo había hecho una vez más, convencer a dos corazones de empezar de nuevo sin afanes, sin condiciones, solo dispuestos a dar amor, no fue tarea fácil. Sin embargo al salir de allí, sus palabras para ellos fueron: «Si viven sus vidas para hacer feliz al otro, terminarán siendo felices los dos porque solo cosechamos aquello que sembramos».

jueves, 19 de enero de 2017

Caída libre

Rocío Ávila


Todo final tiene un inicio y el de ella parecía ser este. Con la reciente noticia de sufrir una grave enfermedad su mundo se tornó gris y sin esperanza. Le parece increíble el contraste entre el paisaje que tiene frente a sí y las emociones que está sintiendo. En ese lugar se respira paz, el cauce del río, semejantes al sistema circulatorio llevan agua clara de tonalidades verdes y azules en matices fuertes para dar vida a esos árboles dorados con rojo tan típicos del otoño. Son colores que solo ha visto en el mar. Nada en el horizonte es tímido. Los árboles ubicados a pocos metros del arroyo se mueven suavemente por la brisa, la tierra que se interpone entre estos dos elementos no es suave, pero tiene un color dorado muy agradable y no parece limitar a los campistas que pese a la no tan agradable temperatura se atreven a zambullirse en él. En medio de la arbolada se aprecia un claro que alberga coloridas casas de campaña. Algunas rojas, azules, verdes, naranjas, todas juntas dan un toque alegre al entorno. El paisaje, desde el área donde se acampa se ve enmarcado por un puente que, con sus cuarenta y cinco metros de altura, no alcanza a hacer honor al paisaje, pero a ella parece no importarle. Ahí, en el punto más alto del puente se encuentra ella. Siente la brisa fresca en su cara, el frío le pone la piel de gallina, el sonido de las hojas la arrullan un poco antes de cerrar los ojos, inhalar, levantar los brazos y saltar al vacío que se presenta tan tentador para ella.

Médico estúpido si creía que iba a sentarme a aguardar que la muerte llegara por mí cuando nunca he tenido la paciencia de esperar nada como decía mi papá mi pobre padre que supo siempre que yo no tenía tiempo para nada ni tenía paciencia con nadie como con Iván que por más que me suplicó nunca fui capaz de entender su amor por mí ni los planes que me proponía para vivir juntos ni siquiera sé cómo reaccionaría él ahora que mi final está tan cerca creo que lloraría sí lo haría más de lo que yo lo he hecho porque en mi estúpida valentía ni siquiera me he sentado a desahogarme pero cómo con qué razón si nada en mi vida tiene sentido si mi papá no me engendró ni mi mamá me dio a luz ni esa tontería de la que todos hablan con tanta espiritualidad que para colmo de males me vengo a enterar son mentiras pero lo peor no es eso sino que nunca sospeché nada maldito lunar del que siempre me enorgullecí por ser idéntico al que mi madre tenía una perra coincidencia que se ríe de mí y para broma pesada tener que necesitar a esa gente odiosa que me abandonó y no le importó mi suerte que gracias a Dios fue buena porque pude haber acabado mendingando como las protagonistas de las novelas baratas que salen en la televisión pero qué maldición que mi existencia dependa de unos desconocidos que ni siquiera sé dónde empezar a buscar.

Cuando sintió la primera elongación cerró y abrió los ojos de manera instintiva y aunque sabía que ese movimiento era parte del proceso no pudo evitar gritar desde lo más profundo de su ser. Para quienes la escucharon fue un alarido de dolor profundo. El ambiente bullicioso quedó en silencio y nadie supo qué hacer. El tiempo transcurrido fue menos de un minuto desde que ella se hubiera lanzado en caída libre. Un par de alargamientos más y todo fue volviendo a la calma. A la distancia se observaba su delgado cuerpo suelto, como sin vida pero todavía respiraba y algo debió de haberse sacudido dentro de ella porque su expresión era otra. Su mirada triste y su tez pálida hacían pensar que había perdido la batalla.

—¡Avísame cuando estés lista! —Se escuchó un grito mientras todos corrían al parapeto a ver lo que sucedía.

Luz solo alcanzó a levantar un brazo en señal de confirmación. Siguió las sencillas instrucciones del encargado y estirándose lo más que pudo se abrazó a una esfera de color naranja que colgaba de un cable cercano a ella. Repitió la señal y el instructor fue enrollando el cable para hacerla subir. Cuando regresó a su lugar de origen el mismo hombre la ayudó a quitarse el arnés y a recuperarse. Apenas había alzado la cabeza para buscar a su amiga cuando sintió que alguien se le echaba encima.

—¿Estás bien? Has gritado horrible. ¡Sabía que no tenía que haberte hecho caso! Vamos, te llevaré a tu casa.

El entierro tuvo lugar nueve días antes. Estaba bastante triste, lo cual era normal tras enterrar al hombre que fue su marido por los últimos quince años. Ella, Alejandra, había sido una buena esposa pero se sentía muy inquieta. Desde que Rubén murió solo pensaba en Teodoro. Le inquietaba saber qué había sido de él en los últimos veinticinco años. Todavía lo recordaba con su cara ovalada, amplia sonrisa, ojos color café de mirada brillante y su hermoso cabello castaño, era muy delgado y siempre vestía con colores alegres. La última vez que lo vio a solas llevaba una playera azul cobalto con las mangas remangadas y unos pantalones de mezclilla. También recordaba perfectamente cómo, con su mochila negra al hombro, se aleja de ella con la cabeza gacha y los hombros caídos, dejándola con sus sueños rotos.

Eso fue cuando le dijo que estaba embarazada. Él la miró primero con incredulidad y después con tristeza. Teodoro siempre la vio como lo chica más bella del lugar. Se enamoró de sus ojos verdes que contrastaban con su tez morena clara. No era una chica flaca, ni de rasgos bruscos, tenía un aire distinguido que brotaba de manera natural en ella. Si lo que venía en camino era una niña esperaba que se pareciera a ella. Tras esta idea suspiró profundamente. Fue extraño porque no gritó ni se enojó ni le reclamó. Simplemente se levantó, tomó su mochila y le dijo que él no podría hacerse responsable del bebé ni de ella, que hiciera lo que considerara mejor. Los padres de Alejandra no lo tomaron con tanta calma. A los diecisiete años había roto todas las esperanzas que tenían sobre ella. Ya no eran los tiempos en que las madres solteras eran expulsadas de la familia pero la suya era conservadora y no les satisfizo la conducta de la hija. Los papás de Teodoro escucharon todos los reclamos pero tranquilamente se negaron a dar cualquier atención al suceso. Tras tres reuniones entre los respectivos padres lo único que se ganó fue que la familia del chico se mudara del pueblo sin dejar noticia alguna de su paradero. Si en ese entonces hubieran existido los medios de comunicación que hoy tienen los jóvenes la separación no hubiera sido tan radical como lo fue entonces. 

Cuando Luz despertó al día siguiente se sintió sorpresivamente bien. Siendo una controladora sin remedio no sorprende a nadie que nunca fuera impulsiva pero después de todo ir a saltar en bungee no resultó tan mal. Fue lo primero que se le ocurrió hacer como medida de escape. Al principio lo vio como una prueba de valentía y de pie frente al vacío, viendo el cauce del río, pensó que el suicidio podría ser una opción. Al final esta actividad inesperada resultó de mucha ayuda ya que contra toda expectativa le ayudó a poner sus ideas en orden. A sus veinticinco años necesita a unos padres que no conocía porque según el médico ellos eran su única posibilidad de salvación. Necesita un transplante de médula ósea y por ahora podía hacer una rutina más menos normal, sin embargo el tiempo no se detiene y las enfermedades tampoco. Dentro de poco empezará a decaer y por más que lo detestara ellos serían su mejor opción. Luz había tomado una decisión. Buscaría a sus progenitores costara lo que costara mediante un servicio de investigación. Siempre había sido independiente y orgullosa así que tener que depender de alguien de la manera en que lo hacía ahora no le gustaba pero no podía controlar la situación. Esta forzada humildad que la llevaba a pedir ayuda a unos extraños le hacía recordar las muchas veces que criticó a la que creía su madre por ser una mujer sencilla y amorosa con la gente que la rodeaba. Aunque hubo infinidad de detalles que demostraban la diferencia de caracteres ni en su peor pesadilla imaginó ser adoptada. Odiaba la incertidumbre, sentirse débil y en desventaja, mientras que sus padres aceptaban todo como parte de un plan divino que ella nunca entendió. Ya había superado el primer impacto de la enfermedad y tras pensarlo con más calma estaba segura de que sus padres estarían felices de encontrarla y de salvarle la vida.

La habitación se encuentra oscura. Ha anochecido pero Alejandra no se ha dado cuenta, sus pensamientos están a kilometros de ahí. Está sentada en su sillón favorito. Su casa huele a perfume, una rara manía que heredó de su madre: rociar las habitaciones con su aroma favorito. Es una casa cálida y cómoda donde todos los detalles están perfectamente cuidados y al tacto no hay nada que pueda resultar incómodo. Antes era una casa llena de música pero ahora el silencio se ha apoderado de ella. Una vez acabado el novenario dedicado a su difunto esposo contrató a un detective para que buscara a Teodoro. No quería contactarlo pero quería saber qué había sido de él. Ahora, después de seis meses, sabía que había perdido a los dos hombres de su vida. El deceso de su primer amor le causaba un dolor mayor que cuando su marido falleció. No se reconocía a sí misma llorando por el novio imberbe como si hubiera convivido con él por décadas. Lo único que quería era volver a manejar su vida como siempre lo hacía y seguir adelante. No tenía hijos, quizá ese era su destino. Nunca los evitó pero el destino solo le dio una hija que nunca conoció. La tranquilidad de la noche se vió interrumpida por el timbre del teléfono.

—¿Sí? Diga.

—¿Es usted Alejandra Vallejo? —preguntó una voz insegura tras unos segundos de silencio.

—Sí, ¿quién es usted?

—Soy Luz González y necesito decirle algo muy importante.

Sin esperar respuesta Luz se apresura a explicarle quién es, sus planes de llevarla al hospital, realizarse estudios, lo feliz que estaría de salvarle la vida y cómo, después de algún modo tratará de pagarle el favor. Luz lo trató como un intercambio con el que su verdadera madre debería sentirse agradecida. Lo dijo con una seguridad y un dominio de sí misma que dejó fría a su interlocutora. «Diablos», pensó Alejandra con un poco de sarcasmo, «esta chica habla con tanta seguridad y control de sí que no puedo dudar el parentesco».

Quedaron en reunirse después de que Luz le mandara a Alejandra toda la información que había obtenido a través del investigador y una copia de su expediente médico. No podían esperar mucho más tiempo porque Luz se había rehusado a recibir cualquier otro tratamiento. Su orgullo estaba en su momento más alto pero su salud se deterioraba cada día más. Nunca se detuvo a pensar siquiera en la posibilidad de que su madre no fuera compatible con ella y estuviera perdiendo tiempo valioso. No, esas cosas le pasaban a otros, no a ella. Ella consideraba que saldría victoriosa de todo el proceso por el simple hecho de desearlo. Alejandra revisó toda la información que recibió y no esper a que Luz le llamara. Le marcó ella primero para invitarla a su casa al día siguiente. Todo parecía indicar que podría contar con ella. Vivían en pueblos cercanos y sería un viaje relativamente corto. Luz irradiaba autosatisfacción, todo iba conforme a sus planes.

El papá adoptivo de Luz la llevó en auto a casa de su verdadera madre. No se apreciaba como un lugar grande pero su fachada revelaba un cuidado meticuloso y hacía pensar que su interior era elegante. Luz tocó el timbre sin dudar mientras su padre se alejaba. Había quedado en regresar por ella tan pronto le llamara a su teléfono móvil. Desesperada por lo que ella consideraba una tardanza volvió a tocar el timbre. Alejandra estaba bastante nerviosa, todo pasó tan rápido que no tuvo tiempo de analizar muchos detalles pero ahora, con su hija frente a ella podría aclarar algunas dudas. Cuando abrió la puerta lo hizo con su mejor sonrisa pero esta se congeló en cuanto observó a la chica. Ahí estaba con su cara ovalada, amplia sonrisa, ojos castaños de mirada brillante y su hermoso cabello castaño. Estaba muy delgada lo cual era lógico pero su vestimenta era en tonos alegres. Ahí estaba con ropa cómoda y una mochila negra echada sobre su hombro derecho. Los gestos de Alejandra se transformaron en una expresión de dolor. La mujer parecía que había recibido la peor noticia de su historia.


Luz no esperó a que la invitara a entrar. Cruzó el umbral y cerró la puerta aguardando a que su madre reaccionara. Caminaron hasta la sala y se sentaron de manera automática. Ninguna de las dos habló pero Alejandra rompió en llanto. Luz era la viva imagen de su padre y se sentía fatal porque sabía que era su hija pero no sentía nada por ella. Sus lágrimas estaban destinadas al chico que había amado siendo adolescente. Ya lo había perdido una vez y viendo a su hija era como encontrarlo de nuevo. Las probabilidades de que ella fuera útil a su hija eran mínimas y no quería perder el dominio de la situación ni quería volver a perder a Teodoro o lo que quedaba de él en el mundo. Ahí estaban, frente a frente sin dirigirse la palabra. La chica se dedicó a observar a su progenitora. Comprobó que mantenía una buena figura, su cabello mediante algunas canas anunciaba el olvido del tinte y su piel reflejaba un buen cuidado a través de los años. Era de estatura media y tenía buen porte. Seguro que todavía atraía la mirada de algún caballero. Tras un rato de espera fue Luz la que tomó la palabra. «Esperaba una respuesta afirmativa a mi petición», dijo evitando que la voz se le quebrara, «pero viéndote ahí me parece que me he equivocado. ¿Ha sido así?». Silencio, nada más que silencio.

Jade

Paulina Pérez


Marielis no se acordaba de los tiempos que en Montañita solo se escuchaba el ruido del mar. Ahora era un poblado que crecía rápidamente por donde podía gracias a la importante cantidad de turistas que recibía todo el año. Siendo ideal para el surf, se podía encontrar gente joven de todas partes del mundo. Hubo quienes quedaron tan impactados por la belleza de cada paisaje y sus gigantes olas que regresaron para quedarse.

Marielis trabajaba en un restaurante ubicado frente al mar, todo abierto, con apenas una pared alta que servía para colocar todo el menaje necesario, ollas, platos, cubiertos, etcétera. Estaba construido con madera de la zona al igual que todo el mobiliario. Uno de sus atractivos era la cocina; totalmente rústica, un fogón de piedra, y las cacerolas con los alimentos colgando sobre él, enseguida el horno para las pizzas y el pan artesanal y un lavadero de platos hecho de barro con una especie de canaleta de caña guadua por donde salía el agua. Ella se encargaba de los jugos, batidos, ensaladas de frutas, granizados, raspados de coco, toda una serie de refrescantes delicias.

Marielis era todo un misterio, tenía la apariencia de una mujer de entre veinticinco y treinta años, nadie podía imaginar que se acercaba a los cuarenta. No se le conocía un novio o pretendiente ni alguna amiga cercana, saludaba a todos sin intimar con nadie, no aceptaba visitas y si alguien intentaba cortejarla le quitaba todas las ganas de hacerlo. Su intrigante manera de ser y su exótica belleza llamaban mucho la atención de los hombres. Difícil no sentirse atraído por un cabello largo y brilloso sobre una piel bronceada que ondeaba al ritmo del caminar de un cuerpo delgado, bien formado y unos ojos, grandes, profundos rodeados por unas leves ojeras que los hacían aún más hermosos.

Trabajaba desde las diez de la mañana hasta las seis de la tarde de martes a domingo. Vivía en uno de los cuartos de servicio de un hostal en el que ayudaba al dueño con los desayunos para sus clientes. Una cama de una plaza, la mesita de noche, un pequeño escritorio con su silla, unos ganchos en la pared para colgar su escaso vestuario y un baúl de madera cerrado con un gran candado.

Marielis seguía con su rutina, sin cambiar ni de vereda para llegar al trabajo o al hostal. Una mañana en que la playa estaba repleta de gente gracias a un feriado nacional de tres días, preparaba un gran pedido de ensaladas de frutas y batidos para servirlos en la playa, dos hombres maduros se sentaron en la barra del restaurante y pidieron un par de piñas coladas. Marielis les sirvió el pedido y regreso a lo suyo.

Mientras picaba las frutas escuchó la historia que uno de ellos, un hombre bastante atractivo sin ser muy agraciado de pelo entrecano, contaba:

—¿Seguro te llegó el chisme de que me perdí por culpa de una mujerzuela? —preguntó.

—Sí, algo de eso comentaron entre otras cosas, como que huiste por deudas o te perdiste en las drogas y el alcohol.

—Pues nada de eso es cierto, te voy a contar: una noche fuimos con gente del trabajo a un bar, un club nocturno más bien, había un escenario, el ambiente era bastante denso por la cantidad de fumadores y personas ebrias. La gente hablaba a gritos pese a no ser necesario, el volumen de la música solo se elevaba cuando comenzaba el show. Un estruendo musical llamó mi atención y la vi; bailaba como una diosa, quedé sumamente impresionado tanto con su danza como con su belleza. Así que volvía cada vez que podía. Tenía que disimular, si mi esposa me pillaba en esas me botaba a la calle.

Cada día que pasaba sin verla era un tormento, inventaba mil pretextos para tener la excusa de llegar tarde a casa por motivos de trabajo.

Una noche estaba en el bar aquel y ella se me acercó, la invité a una copa, nos hicimos amigos, conversamos algo sobre su danza. Tenía una sonrisa muy cautivadora y su mirada parecía hipnotizarte. ¡Una diosa!

No podía trabajar en paz y los fines de semana en casa se volvían interminables, mi mujer empezaba a reclamarme mi mal humor, mi frialdad y mis ausencias; entonces se me ocurrió el pretexto de problemas en el trabajo y el riesgo de perderlo. Logré convencerla de que debía trabajar el doble e incluso hacer horas extra sin cobrar para no dar pretextos a quienes querían despedirme. Eso me ayudó a ver más a mi bailarina. Llegaba a la empresa temprano, no tomaba la hora del almuerzo para llegar al club antes de la hora de apertura y poder estar con ella. Su camerino se volvió nuestro nido de amor. Nos perdíamos el uno en el otro, era una locura.

Cada vez me costaba más esperar a que terminara el espectáculo. La miraba bailar y me provocaba arrancarle el vestido y hacerla mía ahí mismo. Era como una droga. Su cabello, la piel suave y fresca, el perfume que emanaba de su cuerpo, se habían grabado en mi memoria y en mis poros.

Pasaron varios meses de este amor clandestino, intenso y ella un día me dijo que viviéramos juntos. Ya no quería trabajar en ese lugar donde un montón de viejos babosos la miraban y peor tener que acompañarlos en sus mesas y oír obscenidades.

Me confesó su amor, quería iniciar una nueva vida conmigo. Esa propuesta me despertó.

Yo no podía dejar a mi esposa, mi familia nunca iba a perdonarme el que cambiara a una mujer de familia por una bailarina de cabaret, era impensable.

Me sentía acorralado, no quería perderla. Le dije que esperáramos un poco para ganar algo de tiempo. Empecé a frecuentarla cada vez menos.

Extrañaba el satín de los velos de sus vestidos, su entrega apasionada, las caricias y los besos, el perderme en sus caderas y sus pechos. Hacía grandes esfuerzos por apartarla de mi mente pero la llevaba clavada en el alma.

Una noche llegué al club y el show ya había iniciado, esperé en su camerino y apenas me vio rompió en llanto. Estaba embarazada, lloraba de alegría. Para qué esperar, debíamos partir lejos y ser felices. No pude contestarle nada. En ese momento me di cuenta de que ninguno de los dos sabía nada del otro. Nuestros cuerpos se encontraron y fue todo.

Ni siquiera conocía su nombre real, la llamaba Jade que era su alias y ella sabía que yo era Sebas pero nada más. Jamás hablamos de nuestra familia, o de mi lugar de trabajo. Nos dejamos llevar por una pasión desmedida y las consecuencias estaban ahí.

Le dije que tenía que salir y que la buscaría al día siguiente para analizar las cosas y tomar una decisión. Pero no volví.

Un par de semanas después, le pedí a un amigo que fuera al bar y se fijara si ella seguía bailando. Jade ya no estaba. Dejé pasar un par de meses y volví una noche. Una de las meseras me reconoció y se acercó para entregarme un paquete que Jade me había dejado.

Subí a mi auto, mis manos temblaban tanto que me costó abrirlo, en el interior había una carta y una parte de uno de los vestidos que usaba para su danza.

La carta decía que no le fue difícil entender mi desaparición, leyó en mi rostro la decepción que me causó saber que estaba embarazada. Para desgracia o felicidad perdió el bebé de manera espontánea y decidió que esa era una advertencia que la vida le hacía para empezar en otro lado de nuevo. Se iba muy lejos.

No la volví a ver. Decidí dejar  a mi esposa y buscarla pero es difícil cuando alguien no quiere ser encontrado. Solo me quedó el dolor de saberme amado intensamente y haber huido.

—¿Y dices que solo sabías su nombre artístico? ¿Jade? —preguntó su amigo.

—Sí Jade, Jade —lo dijo casi gritando.

Marielis regresó la mirada hacia aquellos hombres por un segundo y se cortó un dedo, dio un grito y al ver que ellos se le acercaban salió corriendo.


Llegó al hostal donde vivía y abrió su baúl. Sacó un pequeño botiquín, desinfectó la herida y se puso un par de venditas. Al querer poner las cosas en su sitio se dio cuenta de que había manchado una ropa que tenía acomodada, sacó una a una las piezas de un ajuar de bebé y un gran vestido de satín de colores cálidos y muy suaves al que le faltaba una parte.