Julián Eduardo Cervantes Cadena
Me despertó el teléfono. La botella vacía de
vodka barato, botada junto a mi cama, un viejo y destartalado colchón, me decía
que una vez más bebí hasta dormir. Mi forma de ahogar la soledad de una vida triste y
deprimente.
La
cabeza me daba vueltas, sentía cómo el cerebro me latía; el sabor a ceniza y
vómito impregnaban mi boca. La luz del burdel ubicado al otro lado de la calle,
alcanzaba a entrar por los huecos de la vieja cortina que se caía a pedazos; los
gritos de borrachos en el pasillo del edificio era cosa de todas las noches.
Volvió a sonar el teléfono, me incorporé con dificultad, estiré la mano y
contesté.
–Aló.
–¿Ramírez?
–dijo la voz al otro lado de aparato–. ¿Jaime Ramírez?
–Sí
–contesté.
–Habla
el teniente Ortiz.
–Qué
dice, teniente. –Me emocioné pese a mi estado actual–. ¿Qué noticias me tiene?
–Un
muerto, como siempre.
–¿Mucha
sangre?
–Para
nada –dijo de forma seca y cortante–. Pero
estoy seguro de que le va a interesar.
–¿A
cuántos otros llamó?
–Usted
es el primero.
–¿La
dirección?
–En
la quinta, edificio Montebello.
–Lindo
vecindario.
–Ni
que lo diga, mejor apúrese. Aquí lo espero.
El
teniente dio por terminada la llamada. La hora, tres de la mañana. Era mi día
libre, pero los muertos no respetan esas cosas. Mi cuerpo todavía no terminaba
de asimilar el alcohol, me sentía mareado, pero ya me dolía la cabeza por la
resaca; un limbo extraño entre la noche y la mañana.
Salí
de mi diminuto apartamento con la misma ropa de la noche anterior y me dirigí
por el largo y lúgubre pasillo adornado por viejas puertas cafés y una la alfombra
roja, vista muchos años atrás como lujosa. Un corredor que me llevaba directo a
un ascensor inservible, y a las escaleras cuyo nauseabundo olor delataba que
más de un vecino había usado sus oscuras esquinas para desahogar su necesidad
de orinar. Tomé un taxi para encaminarme hasta la quinta avenida. Al ver el lujoso
edificio caí en cuenta «los ricos nunca permiten que sus difuntos salgan
publicados de forma sensacionalista en un periódico de cuarta, como en el que
yo era reportero.»
–¡Déjelo
pasar! –gritó el teniente Ortiz desde el interior de la vivienda cuando me vio
en la puerta. El oficial de manera obediente se hizo a un lado y pasé por
debajo de la cinta amarilla que atravesaba el marco en forma de “X”.
Un
pequeño vestíbulo me recibía, tres pasos más adelante, la sala, el comedor y la
cocina se encontraban en un solo ambiente, iluminado por las luces que dejaba
entrar los grandes ventanales de doble altura que remplazaban una de las
paredes del lugar. A mi derecha estaban los pies de la víctima, su cuerpo
colgaba del cuello por una soga amarrada al barandal del segundo piso.
–Se
rompió el cuello –me dijo el forense–. ¡Bájenla!
Poco
a poco dos policías desde arriba hacían descender con sumo cuidado el cuerpo de
la mujer. La larga cabellera negra, cubría su cara, su esbelta figura ahora
yacía tendida sobre las finas baldosas de mármol negro; el forense despejó
cualquier obstáculo y por fin pude ver su rostro angelical.
–¿Se
le hace conocida? –me preguntó Ortiz. Analicé sus facciones con meticulosidad.
–Ni
idea quien será –mentí, me era tremendamente familiar, no sabía quién era, pero
en verdad, su rostro me era muy conocido.
–Venga
–me dijo Ortiz mientras se dirigía a las escaleras que nos llevaban al segundo
nivel–. Acompáñeme.
Entramos
a un pequeño estudio, estaba oscuro pero las luces de la ciudad se colaban por
la ventana y dejaban ver frente a nosotros, un lujoso escritorio de vidrio.
Mientras seguía con la mirada al teniente, vi a mi izquierda una biblioteca
llena de libros legales. Ortiz llegó a la mesa, prendió una lámpara e iluminó
el lugar, me hizo un gesto con la cabeza para que mirara a mi derecha. Un
escalofrío recorrió todo mi cuerpo varios recortes de periódico, todos de mi
autoría, estaban pegados en la pared.
–¿Por
esto me llamó? –dije con frialdad.
–Una
mujer con dinero se suicida y, ¿usted cree que van a dejar publicar su historia
en un periódico de última? –me dijo el teniente.
–Bueno,
por lo menos tengo la exclusiva –dije con sarcasmo mientras seguía viendo mis
diez años de carrera, plasmados en una macabra línea de tiempo.
–¿Tiene
alguna explicación para esto, Ramírez?
–Una
fan enamorada, me imagino.
–No
me venga con estupideces. La amistad que nos ha dado estos años entre crímenes
pasionales y planificadas venganzas, le dan un trato preferencial, pero usted no
deja de ser un sospechoso.
–Claro,
me di cuenta, esto es un interrogatorio, pero la verdad no sé cómo explicarle
este collage de mi literatura.
–¿Sabe
de alguien que lo esté demandando?
–No.
–¿Seguro
no conoce a la víctima?
–Ni
ella, ni este hermoso lugar. Usted me conoce, Ortiz, si no estoy viendo algún
muerto o escribiendo acerca de él, me encuentro en algún antro de porquería
bebiendo hasta perder la conciencia. Es más, le soy sincero, cuando usted me
llamó, tenía una botella de trago vacía a mi lado.
–Todo
esto es muy raro –sentenció el teniente–. Alguien, siguiéndolo a usted. Ni su
mamá lo quiere ver, además aparece
muerta. Nada tiene sentido
–¿Me
va a dejar ir o me va a llevar preso? –Pregunté con el afán de salir de ahí.
–¡Váyase!
–dijo Ortiz mientras me daba la espalda para poder admirar los cientos de luces
que conformaban el paisaje de la ciudad. Antes de abandonar la habitación usé
mi celular para fotografiar el altar en mi honor, construido por la bella
abogada.
En
el piso de abajo aproveché para preguntarle al forense cómo se llamaba la mujer
tendida en el suelo.
–Pamela
Vega –me respondió.
El
nombre no me dio nada, pero era un camino para empezar a investigar; por más
borracho que me encontrara, me di cuenta que sucedido era muy raro y yo era el
principal sospechoso.
El
timbre del celular me despertó, alcé mi cabeza del frío escritorio metálico. Vi
a mi alrededor, la sala de redacción, como de costumbre, estaba vacía, a esta
hora de la madrugada la gente decente duerme. El teléfono seguía sonando, abrí
la boca un par de veces para remojar mis labios con esa espesa saliva que se le
hace a uno cuando tiene la jeta cerrada por mucho tiempo.
–Aló.
–Una voz ronca salió de mí.
–Ramírez,
véngase a la Universidad Estatal. –Era la voz del teniente Ortiz–. A la
facultad de arquitectura.
Me
sorprendió su llamada, al fin y al cabo hace un par de noches me dijo que era
sospechoso de asesinato.
–¿Ahora
qué me tiene? –pregunté para ver si no me tenía planeada una emboscada.
–Un
oso de peluche –dijo con sarcasmo.
–Ya
voy para allá. –Colgué.
En
el taxi empecé a recordar el extraño sueño que tenía antes de ser despertado
por el celular.
Me encontraba en lo
que parecía una bodega, todo estaba oscuro, mi corazón iba a un ritmo acelerado
y mi respiración era agitada, como si estuviera corriendo. Tengo un cuchillo de
cocina en la mano, la hoja metálica de color blanco era el doble de grande que
la cacha negra, mi camisa blanca y el cuchillo goteaban sangre. Mi atención no está centrada en esto, busco
algo, o a alguien. Agudizo mi oído, cierro los ojos, escucho unos sollozos no
muy lejos de mí, con mucho sigilo me acerco a ellos, están detrás de unas cajas
de cartón, las rodeo lentamente y ahí está ella con cortadas en los brazos y
sangre en el rostro, intentando esconderse, sentada en el piso, las lágrimas
adornaban su mirada llena de terror, su lloriqueo se transforman en súplicas,
la vista se me nubla, veo todo rojo, la ira llena mi alma y lo único capaz de
tranquilizarme es sentir cómo el afilado metal atraviesa la piel, cómo la cuchilla
se abre paso por la grasa corporal, cómo cada fibra muscular se rompe hasta
alcanzar los órganos internos, los cuales se abren en una explosión de sangre.
Son varias veces que hago esto, por todo el obeso cuerpo de la mujer. Poco a
poco se va dando por vencida, su cuerpo se va quedando sin fuerza, sin alma,
sin vida.
–Son
cinco con cuarenta, señor. –La voz del taxista me saca del trance, el recuerdo
fue muy vívido y ni hablar del sueño.
«Tanto
tiempo trabajando con los muertos me estaba pasando factura, debo estar
volviéndome loco.» Pensé mientras le daba el billete al conductor.
Caminaba
por el campus de la universidad, un lugar grande y desolado, lleno de frondosos
árboles. La facultad de arquitectura era el más moderno de cuatro edificios que
conformaban esta parte de la gran ciudad universitaria. Líneas rectas, metal a
la vista y ventanales de piso a techo le daban ese toque lujoso y moderno tan
anhelado por los arquitectos a sus obras.
Una
gran puerta de vidrio me recibió, y un oficial de bajo rango me estaba
esperando.
–¿Ramírez?
–me preguntó el policía.
Hice
una seña afirmativa con mi cabeza.
–Sígame.
Salimos
nuevamente del edificio, lo rodeamos y me llevó por un sendero a una pequeña
construcción ubicada entre el bosque que rodeaba los edificios. «Esta debe ser
la habitación del conserje, aislada de todo para no acabar con el glamur de la
facultad» pensé. En el lugar estaba todo el departamento de criminalística,
detectives, policías, forenses y doctores. Reflectores iluminaban la zona que
en su normalidad debe ser tan oscura como la noche misma.
–Bienvenido,
Ramírez –me dijo Ortiz al verme–. ¿Está listo para ver esta obra de arte?
El
teniente no me dejó responder, se dio la vuelta y entró. El lugar era una
despensa de material de limpieza, bastante grande a decir verdad, tendría unos
sesenta metros cuadrados, anaqueles perfectamente arreglados y cajas en el
piso, se notaba tenían un orden específico. Detrás de estas, el cuerpo sin vida
de una mujer, en posición fetal y nadando en un charco de sangre, veo
salpicaduras rojas que dejaban líneas en las paredes y techo; el rubio pelo
enmarañado cubría el rostro de la mujer.
–Varias
puñaladas en el cuerpo –dijo el forense mientras con mucho cuidado movía el
cadáver–. Cortes en los brazos y rostro.
–Camila
López, treinta y ocho años, soltera –leía el ayudante del forense, al revisar
los documentos de la cartera de la difunta–. Aún tiene la plata y las tarjetas
de crédito, descartamos el robo.
–¿Qué
me dice del celular? –pregunté mientras anotaba la información en mi libreta.
–No
lo veo en ninguna parte –respondió el ayudante mientras tanteaba los bolsillos
de la víctima.
El
forense despejó su rostro, no solo me era familiar, sino que lo acababa de ver.
Era la misma mujer asesinada en mi sueño. Alcanzaba a escuchar los fuertes
latidos mi corazón, sentí ganas de vomitar, el pecho se me cerraba, el aire se
sentía denso y muy caluroso, más de lo normal.
–¿Qué
le pasa, Ramírez? –me dijo, el teniente–. Está pálido, como si nunca hubiera
visto un muerto.
–Nada
–mentí–. Debe de ser la resaca, voy afuera a tomar aire.
Mientras
salía vi a uno de los policías guardando y etiquetando el arma homicida, un
cuchillo de cocina blanco, cuya hoja metálica era el doble de grande a su
empuñadura de color negro.
No
regresé, agarré un taxi y me fui directo a mi escritorio en el diario La Noticia. Llegué y lo primero que hice
fue abrir el cajón para sacar la botella de güisqui que guardaba, pero encontré
una camisa mía, llena de sangre. «No fue una pesadilla, fue verdad, yo estaba
ahí, yo lo hice, yo soy un asesino.»
Si
yo fui quien mató a esa mujer, por qué no me acuerdo de nada. Bajo la camisa, hallé
la botella que buscaba, pero estaba vacía. «¿Será mi problema con el alcohol el
motivo?, ¿cuándo estoy borracho me vuelvo violento?» Cerré la gaveta dejando
todo adentro, tal como estaba antes, abrí mi libreta y empecé a leerla
detalladamente, vi que tanto, Pamela Vega como, Camila López, tenían treinta y
ocho años; teníamos la misma edad. Usé las pocas neuronas aún vivas para
encontrar una razón, para hacer memoria. «Camila López no era solo un nombre
familiar, yo la conocía.» Usé el internet para buscarla y encontré que ella había
estudiado en un tradicional colegio de la ciudad.
Entré
a la página web de la institución, esperando encontrar más información. Vi una
foto en la que aparecían todos los graduados, busqué su nombre en el pie de la
imagen para poder reconocerla, pero me tropecé con un nombre muy familiar,
Pamela Vega fue su compañera. Pero eso no fue lo más aterrador, yo también
estaba en esa foto, un chico idéntico a mí, pero llamado, Javier Domínguez, yo era
parte de los graduados de esa generación.
Cotejé
la lista de excompañeros con los nombres de mis reportajes, siete eran los que
coincidían, aparte de las dos últimas. Miré las fotos que había tomado del
mural construido por la abogada, efectivamente, siete recortes estaban
señalados con círculos rojos. Ella me estaba siguiendo la pista, sabía la
verdad y también la asesiné. La gran sala de redacción se iluminó de repente,
me incorporé para poder ver sobre los cubículos, en la puerta estaba Ortiz,
mirándome, con una carpeta marrón de cartón en su mano derecha. Se quedó quieto
unos segundos, no dijo nada y simplemente empezó a caminar, nunca lo perdí de
vista, lo esperé en mi escritorio. Sin detenerse, haló una silla que se
encontró en el camino, se plantó frente a mí y me pidió amablemente tomar
asiento.
–Vengo
por usted –dijo viéndome fijamente a los ojos–. Ya sabemos lo que pasó.
–Qué
bueno –le respondí sin bajar la mirada–. Así me lo puede explicar
–Se
le imputa de nueve asesinatos.
–¿Tiene
pruebas?
–Algunas.
–Aquí
le tengo otra –le dije mientras abría el cajón con la camisa ensangrentada–. Lléveme
preso, me entrego sin resistencia, solo le pido encontrar la causa a todo este
relajo.
–¿Ha
oído hablar de la esquizofrenia?
–¿Me
dice que me volví loco?
–Según
el archivo, siempre lo estuvo –afirmó mientras ponía la carpeta sobre el
escritorio–. Jaime Ramírez no existe. Dígame, ¿cuál es el recuerdo más lejano
que tiene de su vida?
La
pregunta me desconcertó, mi frágil memoria me engañaba todo el tiempo, mis
recuerdos empezaban a sonar como películas ya vistas, tan vívidas como el
terrible sueño que fue interrumpido por una llamada.
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