Horacio Vargas Murga
La mañana
del 17 de marzo de 1989, Renato llegó tarde al hospital para el examen
serológico (requisito indispensable para matricularse en la universidad). Le
resultó desagradable encontrar una larga cola, mientras sus compañeros de
estudio salían de un ambiente, sujetando un algodón puesto en el pliegue del
codo. Los pasillos daban la impresión de ser un cruce peatonal, madres
alborotadas cargando a sus hijos, viejos con sondas sosteniendo un frasquito,
dos enfermeros jalando la camilla de un joven moribundo. Olía a enfermedad, a
vendas, a gasa, a heridas por cicatrizar.
—Renato,
apúrate que al último le toca la aguja más grande.
Era Diana, la más baja y estrafalaria
del salón. Lucía una blusa extremadamente larga, una falda floreada y medias
anaranjadas. Sonrió a la broma. Avanzó unos pasos y se ubicó en la cola con
desagrado. Miró de reojo a la señorita de blanco, la cual hincaba con una
naturalidad aterradora. Era baja y gordita, parecía disfrutar con lo que hacía.
Renato empezó a sudar. La impaciencia lo turbaba. «¿A
qué hora acabará todo esto?». Salió Jaime, sonriendo
como siempre. «Chau, piltrafa». «¡Qué
flaco es Jaime!». Salió Eugenio, alto y corpulento,
mostrando sus músculos bien desarrollados, a través de su polo manga cero. Tenía
de la mano a Sofía. Al ver a Renato, le obsequió un gesto de irónica burla.
—Mira,
Reni, un poco más y me dejan anémica.
—Más
de lo que estás, Sofi, no creo.
—No
seas malo.
—Vamos,
se nos hace tarde –intervino Eugenio tratando de apurar a Sofía.
—Chau
Reni, nos estamos viendo.
—Chau
Sofía, cuídate.
La vio salir por la puerta
grande, abrazada a su enamorado y luego desaparecer. Pudo apreciar como
siempre, su sedoso cabello castaño, su silueta adorada por todos, mientras la
fragancia de su delicioso perfume lo embriagaba inundando sus fosas nasales. Se
quedó meditando, dando vueltas en el recuerdo, entre una maraña de imágenes,
mientras un sabor amargo impregnaba sus labios y su lengua. «Sofía,
Eugenio, Eugenio, Sofía».
Los besos
de ambos en el jardín, los fuertes apretones y él mirando impotente, inerme,
con alergia a cada encuentro, siempre fingiendo ignorarlos.
—Joven
su turno, ¿es usted el último?
—Sí
señorita, no hay nadie más.
Renato, perdido en un
laberinto mental, no sintió la apretada liga sobre el brazo, la entrada de la
aguja, la caída de grandes gotas de sangre sobre un pequeño tubo de ensayo.
Solo se percató cuando la señorita de blanco le puso el algodón sobre la piel.
—Joven,
¿podría hacerme un favor?, si no es mucha molestia.
—Usted
dirá.
—Mire,
me han dejado con todas estas gradillas llenas de tubos, para llevarlas al
laboratorio, le agradecería si pudiera ayudarme.
—Claro,
como no.
Renato cogió una de las
gradillas y la siguió. Llegaron al laboratorio. No era grande, ni lujoso, muy
diferente a los que presentaban los documentales científicos en la televisión.
Había estantes de madera, mesas, repisas, todo repleto de materiales de vidrio
y reactivos.
—Puede
dejarla allí, sobre esa mesa.
Colocó la gradilla con
cuidado. En la mesa se encontraban otras gradillas, llenas de pequeños tubos de
ensayo, todos con muestras de sangre. La señorita de blanco abrió un cajón y
empezó a sacar algunas pipetas. La miró con disimulo, tenía el cabello castaño.
«Sofía, ¿dónde estarás ahora?». Se cansó de mirarla y se
sintió incómodo. «Maldito seas Eugenio». Le llamó la atención una
de las gradillas. Todos los tubos de esta gradilla portaban una etiqueta roja,
en la cual el nombre del paciente, escrito con plumón negro, daba la impresión
amarga de sentencia. Los tubos de las otras gradillas tenían etiquetas blancas.
—Señorita, una curiosidad,
¿por qué estos tubos tienen etiquetas rojas?
—Pertenecen a pacientes
homosexuales. Es probable que tengan SIDA.
La señorita de blanco
abandonó el laboratorio un instante. Se puso a conversar con otra compañera a
unos escasos metros. Renato se quedó solo. Miró con detenimiento cada uno de
los tubos. Aquella sangre compacta, roja; como la etiqueta, el automóvil de
Eugenio, el listón de Sofía. «Eugenio, maldito hijo de
puta».
Muy cerca, la otra gradilla y sus tubos con etiquetas blancas. Observó el suyo,
marcado con plumón verde: «RENATO MEZA ARAUJO», el de Sofía: «SOFÍA ROSI BUENDÍA». «Cuanto
te quiero».
También estaba el de Eugenio, «EUGENIO VÁSQUEZ GIL. «Si
pudiera romperte la cara». La evocación se le hizo tormenta. La señorita de
blanco tardaba. Eugenio, su risa sarcástica, su nombre, su maldito nombre en
aquel tubo de ensayo, que emergía e iba creciendo, una ola de mar a reventar.
La señorita de blanco no venía. Él seguía riendo. Una idea descabellada le
surcó el pensamiento, unos impulsos enormes de aniquilar cada segundo de risa.
Sintió frío, sin embargo empezó a sudar de rabia y de miedo. La saliva fue
inundando su boca. No lo pensó dos veces, cogió la etiqueta roja de uno de los
tubos y la pegó en el tubo de Eugenio, de la misma forma cogió la etiqueta
blanca con el nombre de Eugenio y la pegó en el tubo desprovisto de etiqueta.
Luego, cambió los tubos de gradilla. Se turbó por un momento, las manos le
temblaban, los pies querían reventar los zapatos. Sintió unas inmensas ganas de
orinar, luchó unos minutos con su vejiga.
—Disculpe,
lo dejé solo. Gracias por su ayuda.
Renato se despidió con un
rictus breve. Se quedó desconcertado, a unos pocos metros del laboratorio. La
señorita de blanco ordenaba las pipetas. La miró. Luego, ya no quiso mirarla,
ni mirar a nadie ni a nada, si era posible no abrir más los ojos, un deseo
imantado de que la tierra le jalara los pies y lo sepultara. «Dios
mío, dime que esto es un sueño». Esperó, siguió esperando. Quizás alguna idea de
remediar lo ocurrido. Agotado por la impaciencia se marchó. Se fue a casa con
una incertidumbre infinita. En el trayecto estuvo a punto de que lo
atropellaran en dos ocasiones.
Pasó cuatro noches entre
pesadillas e insomnios, despertando a grandes gritos, cayéndose casi siempre de
la cama, envuelto en una zozobra interminable, con Eugenio clamando venganza y
un verdugo que le ponía la soga al cuello. Otras veces un pelotón de
fusilamiento. «¡Basta ya!», se dijo a la quinta noche, «¡total,
él se lo tiene muy merecido!». Y es que en verdad Eugenio utilizó
todos los medios posibles para acercarse a Sofía y apartarla de Renato,
ridiculizándolo frente a ella. Le contó que Renato nunca aprendió a nadar
porque tenía miedo al agua, que jamás comía con cuchillo porque no sabía
usarlo, que bailó ebrio y en calzoncillo en la fiesta de Ernesto. «Él
es un idiota Sofía, dice que tú eres una niña ingenua y que te mueres por
él».
Renato se sonrojaba cuando
Eugenio le lanzaba frases de doble sentido. Todos celebraban sus burlas entre
sonrisas epidémicas. Sofía se fue alejando de su lado, ya no lo trataba con el
mismo afecto de antes, inclusive le enviaba indirectas con frecuencia. «No
Reni, no vayas a la playa con nosotros, ahora están escasos los salvavidas». Se enteró de las intrigas
de Eugenio a través de terceros. «Imbécil
de mierda».
Eugenio, no era un santo,
tenía anécdotas interesantes. Cierta vez salió ebrio de una cantina y eyaculó
en una maceta, se orinó en el parabrisas de un carro y ahogó a un perro
queriéndolo embriagar con cerveza. Renato estaba enterado de todo, pero nunca
le contó nada a Sofía. Él no era de los que iban con chismes. Callado soportó
la vergüenza y la derrota. «No entiendo por qué siempre
tienen que ganar los canallas».
A la semana de empezadas
las clases, Renato encontró llorando a Sofía, en un rincón del jardín, detrás
de un árbol.
—¿Qué pasa Sofía?, ¿por qué
lloras?
—Renato, me quiero morir.
Eugenio no se ha matriculado, no está en la lista de su año. Llamé a su casa,
no me dieron razón. Tuve que ir a buscarlo. Su papá me dijo que se encontraba
muy enfermo, que no podía recibir visitas. Además dijo que nunca más lo vería,
que me olvidara de él, ¿por qué Renato?, ¿por qué?, ¿por qué?
Empezó a llorar desesperada,
Renato tuvo que darle un remezón para que reaccionara. «Si
supieras Sofía».
Cuando Eugenio se enteró
del resultado de la prueba, no lo podía creer. Había acudido a prostíbulos con
cierta frecuencia, pero jamás pensó en la posibilidad de adquirir tan terrible
mal. Recordaba vagamente una relación sexual con un travesti, cuando estaba
ebrio, dentro del auto de un amigo. «Maldición, ¿por qué a mí?». Sus padres dolidos por el
problema y ante la posibilidad de la vergüenza pública, decidieron llevárselo
al extranjero, sin dar explicaciones a nadie. En la universidad todos
comentaban su ausencia.
Renato trató de acercarse
poco a poco a Sofía. Siempre la veía triste y él estaba allí para consolarla;
sabía que era difícil arrancarle el recuerdo de Eugenio, pero lucharía con
todas sus fuerzas para lograrlo. Volvió a acompañarla hasta el paradero del
microbús, como lo hacía antes de que estuviera con Eugenio, inclusive la invitó
a salir varias veces y aceptó. Un día tuvo un impulso muy grande y la besó en
los labios. Ella lo miró confundida. Seguía amando a Eugenio. «Paciencia
Renato, paciencia».
—Reni,
has sido muy bueno conmigo, me consolaste siempre, desde que Eugenio se fue
sin darme ninguna explicación. Tú me gustas. Estoy dispuesta a aceptar tu
proposición, pero te pido que seas tolerante, aún no logro olvidarlo del todo.
Renato se sintió bañado por
un torrente de alegría. La besó con gran ímpetu. Sofía lo hizo con algo de
desgano. Con el transcurrir de los días, las citas amorosas fueron más
constantes. Sofía fue acostumbrándose a sus besos, a sus caricias, a caminar de
la mano por el parque, acurrucarse en su pecho durante una tarde de invierno.
Cada vez más cerca de él, un poco más lejos de Eugenio. Y así pasaron dos
meses. Renato vivía embriagado por una pasión incontrolable. Un día cuando se
abrazaban envueltos en un clima de intenso frenesí, él le tocó suavemente la
pierna.
—No Renato, aún tenemos poco
tiempo de enamorados.
—Yo te amo Sofía,
necesito...
—No insistas, hay mucho
tiempo por delante.
Renato trató de convencerla
evitando ser cargoso o imprudente. La llenó de regalos, elogios y flores. Nada.
Decidió dejar de insistir por un tiempo.
Por instantes Sofía sentía
que el deseo imperaba sobre la voluntad, ansiaba brindarse en cuerpo y alma a
Renato. El placer iba minando cada uno de sus pensamientos. Se miraba al
espejo, cerraba los ojos y miles de manos la tocaban hasta hacerla estremecer.
Pero se mantenía firme en su decisión. Además aun el recuerdo de Eugenio la
aprisionaba.
En cierta ocasión, cuando
bailaba una balada con Renato en una discoteca, apagaron las luces. Él le
empezó a tocar la cintura suavemente. Sintió desvanecerse. Quería apartarlo y
una fuerza salvaje la dominaba. La seguía tocando cada vez con más ganas,
apretándola contra su pecho, deslizando su pierna sobre la suya y ella con la
respiración acelerada. Fueron a un hotel. Se besaron con vehemencia sobre la
cama. Renato le fue quitando la ropa de a pocos, mientras vibraban piel a piel,
tacto a tacto. Sofía sumergida en una mezcla de miedo y éxtasis, se dejaba
llevar por el instinto. Labios furibundos, caricias estremecedoras. Le bajó el
cierre de la falda y la noche cayó sobre dos sombras tenues que se agitaban
sobre la cama.
Terminaron las clases,
ambos aprobaron los cursos de milagro. Estaban a mediados de febrero. Sofía
decidió viajar a Trujillo, donde se encontraban sus padres, volvería en marzo
para la matrícula. Renato no se opuso, consideró que necesitaban unas
vacaciones, él también aprovecharía para irse al Cuzco. Quedaron en escribirse.
Dos días antes de partir, Sofía recibió una postal de España. Después de leerla
quedó envuelta en un tumulto de indecisiones. Le empezó a doler la cabeza. Pero
el viaje ya estaba arreglado y viajó.
Renato envió varias cartas a
Sofía durante su estadía en el Cuzco, pero ninguna fue contestada. Esto le
generó mucha preocupación. Pensó enviar un telegrama, pero se acordó y miró el
calendario. «Si, nos toca matricularnos, ella debe estar en Lima». Todavía le faltaba
visitar algunos lugares. «Me quedaré unos días más, me
matricularé en extemporáneo». Pensó mandar una carta a Lima, para Sofía. «No,
para qué, ya hablaré con ella después». Viajó a la semana siguiente. Al
llegar a su casa la llamó por teléfono a la pensión. Le dijeron que allí ya no
vivía. «Qué raro, nunca me dijo que se mudaría, ¿dónde
estará ahora?».
Renato
se
matriculó pero no llegó a pasar los exámenes médicos. Esperó el primer día de
clases. Ella no apareció. Tampoco el segundo día ni el tercero. Indagó por todas
partes. Jaime la había visto matricularse e inclusive la vio pasar todos los
exámenes médicos.
—¿Dónde estará? ¿Por qué no
me ha dicho nada?
—Ya aparecerá hombre, no te
preocupes. Ah, sabes, ha salido un aviso en la vitrina de la Facultad. Tienes
que ir urgente a pasar los exámenes médicos, si no te anulan la matrícula.
—Es verdad, me había
olvidado, gracias por recordármelo.
Jaime sacó un cigarro y
empezó a fumar.
—¿Sabes la última chifladura
de Diana?
—No Jaime, dímela.
—Jura haber visto a Eugenio
salir de la biblioteca de la universidad.
—¿Qué dices? ¡Eugenio!
—Así como lo oyes, pero ¿quién
le va a creer a esa loca? Todos saben que le encanta inventar cosas. Para mí
que Eugenio desapareció porque encontró mejor vida en otra parte. Ese compadre
ya no regresa.
Renato quedó confundido. El
rostro con la sonrisa burlona empezó a aparecérsele en la calle. Comenzaron
otra vez las mortificaciones, las noches de pesadilla e insomnio, la
intranquilidad pesando toneladas. «Sofía, ¿dónde estarás?
Eugenio, MALDITO SEAS EUGENIO».
Después de pasar el examen
psiquiátrico, médico, odontológico y otros adicionales, Renato fue al hospital
para el examen serológico. Al igual que el año pasado, envuelto con el
pensamiento en Sofía y Eugenio, no sintió liga, aguja, ni algodón sobre el
brazo. «Sofía, ¿dónde andas Sofía?».
—Joven, usted es mi
salvación, otra vez voy a molestarlo con estas gradillas, ¿puede ayudarme por
favor?
—Sí, como no.
La siguió. Un aire de
familiaridad absurda lo envolvió en el pasillo. Todo sabía a repetido. Sólo él
era diferente, con la barba a medio crecer y la misma ropa de hace dos semanas:
pero no, no era del todo diferente. El torbellino del recuerdo fue dándole
vueltas en la cabeza. Eugenio, Sofía, Sofía, Eugenio, los besos, los apretones,
las caricias, Jaime, Diana, biblioteca. «¿Dónde
estás Sofía?».
Sintió retroceder en el pasado. Miró a la señorita de blanco, su pelo castaño. «Sofía,
¿por qué te escondes Sofía?, me estoy volviendo loco». Y allí, otra vez, la
gradilla con los tubos y sus etiquetas rojas, rojas como la sangre compacta, el
carro de Eugenio, el listón de Sofía, su angustia, su desesperación. Rojo,
rojamente rojo. Ahora está viendo el rostro de Eugenio, minúsculo, con una
sonrisa burlona, emergiendo en todos los tubos de ensayo, haciendo vibrar todas
las etiquetas, lanzándole miradas de desprecio, clavándole dagas invisibles de
ironía. Empezó a apretar los dientes, mordiendo su propia vida, su incontenible
furia atrapada en una botella. Cogió uno de los tubos con la intención de
romperlo. Miró alrededor suyo y se dio cuenta que estaba solo, que siempre lo
estuvo. Trató de tranquilizarse y otra vez la risa de Eugenio lo exasperó. No
solo reía él, sino también Sofía, Jaime, Diana, la señorita de blanco y todos
en un coro insoportable. Tumultuosas carcajadas. Clavó sus ojos en el rostro de
Eugenio, apretó con fuerza el tubo de ensayo queriendo destrozarlo. Su mirada
se enfrentó con aquellas letras a plumón negro, sobre la sanguínea etiqueta que
brillaba, leyó despacio y con asombro «SOFÍA
ROSI BUENDÍA». «¡Dios mío!» Sintió que le faltaba el
aire, quiso llorar, pero no pudo.
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