Revista del Taller Internacional de Escritura Narrativa. Fundada el 4 de septiembre de 2010. www.escrituranarrativa.org
domingo, 28 de agosto de 2022
El caso de Pedro
viernes, 19 de agosto de 2022
El camino de la pandemia
Antonio Sardina Cecine
Regresando de nuestra luna de miel, me resbalo en la gasolinera y me rompo tibia y peroné; catorce operaciones en tres años y al final me amputan la pierna izquierda debajo de la rodilla. ¡Carajo!
«Esto que viví debe tener algún sentido», me dije.
Por eso he decidido hacer el camino de Santiago este marzo de dos mil veinte, así como estoy: con mi escúter, mis muletas y la afectada colateral de mi accidente, mi esposa Nadine. A pesar de los daños, sigue conmigo.
El plan era hacer la ruta portuguesa, que es la más corta, tampoco se trata de exagerar.
Decidimos ir a Lisboa, y después de ver al apóstol en su catedral, queríamos continuar con un viaje por el norte de España, tomando como centro de rutas el chalé de mi familia en el pueblo asturiano donde nació mi padre: Panes, pequeño pueblo en la ruta de los picos de Europa, donde viven no más de cien habitantes cuando no es verano, la mayoría de ellos gente mayor.
Hace dos semanas llegamos a Lisboa, nos dicen en el hotel que se ha anunciado el primer caso de coronavirus en Portugal, noticia a la que no dimos importancia.
Lisboa es una ciudad preciosa que combina un pasado glorioso de descubrimientos y conquistas con una modernidad discreta y apacible.
Visitamos en el recorrido varios pueblos de Portugal y Galicia, un poco extrañados de que conforme avanzábamos, cada vez había menos turistas y peregrinos, pero para nosotros mejor, nos atendían con más gusto y no teníamos problemas para comer donde queríamos.
Yo recorría los pueblos y ciudades con el escúter y caminaba un poco con la muleta en cada lugar, después, un transporte me llevaba al siguiente pueblo, mientras Nadine caminaba lo que podía y al cansarse el mismo transporte pasaba por ella.
A los ocho días llegamos a Santiago de Compostela y cuál sería nuestra sorpresa al encontrarnos con que en el hotel de los reyes católicos solo había dos cuartos ocupados.
Al salir a la plaza de la catedral, los únicos peregrinos éramos mi mujer, mi escúter y yo, lo que era sorprendente, ya que durante todo el año está llena a reventar de peregrinos y turistas.
Entramos a la catedral por una puerta que encontramos en una de las tiendas de recuerdos, con el objetivo de ver al santo y que Nadine pudiera abrazarlo como manda la tradición. La catedral en obras y solo nosotros y Santiago.
En ese momento tomamos conciencia de la anormalidad que estábamos viviendo y de la gravedad de la llamada pandemia, con los contagios disparados en España y en toda Europa.
Rentamos un coche adecuado para llevar mi escúter y enfilamos a Panes. En cuanto empezamos el viaje fuimos percibiendo poco a poco la sensación de alarma silenciosa presente durante todo el camino: muy pocos coches, gasolineras cerradas al igual que las tiendas de conveniencia; un ambiente que se sentía opresivo y tétrico.
Las noticias que escuchábamos sobre contagios, los cuales se incrementaban incontrolables eran cada vez más catastróficas. La tensión, el nerviosismo y un incipiente miedo, crecían en mí y sin duda contagiaba a Nadine.
No era el sentido que buscaba con este viaje.
Habíamos acordado por teléfono que al llegar nos recibiría el matrimonio encargado de cuidar la casa: Javier y Conrada, por lo que nos extrañó encontrar la casa cerrada, una aldaba con candado en la puerta y nadie que respondiera al timbre ni a la campana del portal.
A los cinco minutos apareció Javier, un hombre en sus cincuentas con ese aspecto de asturiano de campo sacado de algún folleto turístico, con boina y todo.
Sin darnos la mano y con exagerada distancia y precauciones, nos hizo saber que todo el pueblo estaba en estado de pánico por culpa del bicho ese que estaba infectando a todo dios, por lo que se acababa de implementar la orden de que todo el pueblo debía permanecer en casa y solo salir para asuntos indispensables.
Nos comentó también con gestos de enojo que todo el pueblo estaba seguro de que el foco de infección estaba en Madrid, de donde llegaba la mayoría de los veraneantes que tenían casa de vacaciones, pero se tranquilizó al saber que nosotros no habíamos llegado por esa vía; aun así, nos miraba con recelo y mal humor.
Quería solo darnos las llaves y volver a su casa, pero cuando vio mi condición, a regañadientes me ayudo a subir las escaleras para entrar a la casa y acondicionó la sala de televisión de la planta baja para que pudiera dormir ahí, pues me era imposible subir al piso superior.
Una vez instalados y después de explicarle a mi mujer los trucos de la casa nos dijo que no lo volveríamos a ver, pero que Conrada nos llevaría comida y alguna otra cosa que necesitáramos.
Al quedarnos solos comenté con Nadine que seguramente el bueno de Javier exageraba y que lo mejor es que ella saliera a dar una vuelta por el pueblo para enterarse de la verdadera situación.
En cuanto salió me dedique a encontrar los canales de televisión y a buscar señal de wifi sin éxito, pues el plan telefónico que habíamos adquirido en Santiago ya estaba por consumirse.
Al regresar, con evidente preocupación, me contó que solo había caminado una cuadra cuando la interceptó un guardia civil para interrogarla; ella le explicó quienes éramos, dónde estábamos hospedados y que solo iba a la tienda a comprar algunos víveres. El policía amable pero firmemente le dijo que solo podría salir una vez al día para asuntos urgentes y ni pensar en ocupar nuestro coche, ya que estaba prohibida la circulación.
Esa noticia nos llenó de enojo, pues no íbamos a poder hacer nuestro recorrido turístico y tendríamos que permanecer en la casa; aunque estábamos seguros de que ese mandato solo se mantendría dos o tres días.
Me molesta particularmente que no hay señal de wifi en la casa y que solo se vea un canal de noticias, en el que, por lo visto, todo el día se dedican a informar sobre el avance de la pandemia, la cual se agrava a cada momento, con hospitales rebasados, e inclusive las funerarias, por lo que han llegado a verse escenas terroríficas con muertos en las calles.
El chalé había sido construido por mi tío Cándido, que, como muchos asturianos, había ido a México a «hacer la América» en los años cincuenta, pagando el viaje después a mi padre y otros tres hermanos para que lo ayudaran en su negocio, el cual prosperó rápidamente.
En unos años volvió y decidió construir esta casa de diez habitaciones en la calle principal, como tributo al pueblo donde nació, honrando la costumbre de los llamados «indianos», que de esa manera dejaban testimonio de su éxito en el nuevo continente.
Resignados a nuestra situación, nos hemos dedicado a pasar el día jugando cartas y revisando papeles y objetos curiosos que Nadine encuentra realizando expediciones por las distintas habitaciones.
Por las tardes sale Nadine a la tienda para caminar un poco y hablar con gente del pueblo, así se entera de las noticias locales, mientras yo veo televisión y me actualizo sobre el avance de la pandemia y las medidas de emergencia que se están tomando, sin mucho éxito hasta el momento, pues los contagios crecen sin control y los muertos se cuentan por miles diariamente. Ya llevamos una semana y esto no parece que vaya a acabar pronto.
Sin duda no ha tenido el sentido deseado mi viaje al Camino de Santiago.
Al regresar antier Nadine de su caminata diaria, alarmada me dice que la situación ha cambiado drásticamente. El guardia civil la detuvo a pocos metros de salir y le informó que no podría ir a la tienda, ya que la dependienta se ha contagiado y se acababa de dar la orden de que a partir del día siguiente debíamos encerrarnos en nuestra casa y no salir; se había acordado que Conrada nos dejaría alimentos en la puerta cada tercer día, pues tampoco podría tener contacto con nosotros.
Un silencio preocupado siguió a sus palabras, pues era evidente que esa orden era solo para nosotros, ya que seguimos viendo pasar a los habitantes del pueblo por la calle.
La paranoia se había apoderado de España, pero acentuándose en particular en este pequeño pueblo, donde nosotros somos los únicos extranjeros.
La gente se cruza a la acera de enfrente antes de pasar por nuestra casa y las miradas que nos dirigen son de desconfianza y enojo sin duda.
Hoy ya estamos alarmados, tanto por escuchar las noticias nacionales y mundiales, como sintiendo que el pueblo entero nos aísla, ya que ni siquiera de las casas vecinas se asoman, cuando al llegar nos llamaban a gritos los vecinos preguntando por mi familia, a la que conocían desde siempre.
Hoy alguien ha hecho pasar un
sobre por debajo de la puerta, a la letra dice:
«Aquí están seguros de que han sido ustedes los que trajeron la pandemia. Ya han muerto dos vecinos. ¡Iros de inmediato!».
Este mensaje nos ha caído como un chorro de agua helada y decidimos arriesgarnos y salir en el coche mañana mismo, tomar dirección a Madrid y ahí esperar a que se abran los vuelos para México.
Le pedí a Nadine que saliera a donde habíamos estacionado el coche y revisara si tenía gasolina mientras yo hacía mi maleta.
Escuché el grito casi de inmediato: ¡Toño, han puesto el candado en la aldaba!
Tomé mi muleta y me dirigí a la puerta, ella estaba en la ventana con las manos en la boca. Al llegar vi hacia la calle y me sorprendió ver un grupo grande mirando a la casa. Parecía que estaba todo el pueblo.
El guardia civil llegó con un bote de gasolina en las manos, se encaminó a nuestra puerta y nos empezó a invadir el olor a madera quemada.
Pasaron unos segundos y escuchamos el crepitar de las llamas, el humo empezó a entrar por debajo de la puerta.
Nos separamos de la ventana unos metros justo a tiempo para ver como los cristales estallan y las cortinas se prenden con un fuego azul y rojo.
Nos abrazamos fuerte, muy fuerte… no era el sentido de mi viaje, chingao.
martes, 16 de agosto de 2022
El amor es sinfónico
Manuel Quezada
Pasaron muchos años, cerca de treinta y cuatro, y cuando escucho
la versión sinfónica de la canción «All You Need Is Love» de los Beatles, cada
nota de cuerda, viento o percusión, así como los melodiosos cantos abren un
hilo de remembranzas, como el impensable amor de una mujer que no se había
propuesto nada más que alegrarme a mi corta edad en las noches de feria. Ella
se alistaba al ocultarse el sol y la señal era la música que llegaba hasta
nuestra casa por medio de un ruidoso megáfono. Tomaba una ducha y se preparaba
con sus mejores ropas. Un par de horas antes había advertido a mi madre que me
llevaría a pasear. Era la temporada. Nos visitaban al barrio las «ruedas», formada
por un carrusel, juegos mecánicos de avión, y la temible ruleta «Chicago», que
tronaba con cada vuelta que completaba. Ella se tomaba su tiempo para colocar
cada prenda en su cuerpo con precisión. Acabado el rito, con un
vestido blanco nupcial dejó la casa a
las siete de la noche, pero antes dirigió unas palabras a mi madre:
—Me llevo al niño.
Ella no respondió, solo siguió con la mirada la figura de la
mujer que me llevaba de la mano. Miré su prolongado escote y su sonrisa que
denotaba una breve libertad nocturna. A penas unos pasos en la calle, llegó la
música melosa que confirmaba nuestra cita. Dos veces al año aparecía en nuestro
barrio la pequeña feria formada por tres juegos mecánicos. Alrededor de ellos
las mujeres de la custodia, mujeres de oficios domésticos, el club de las «mamas».
La voz melodiosa de Leo Dan tenía un eco en los susurros de Sara que buscaba un
objeto perdido entre la luz que salía de cada juego de diversión y la imperante
oscuridad de la zona. Lo encontró y su rostro se relajó. Yo volví a ver sus
senos porque era difícil ser advertido ante su mirada orientada al objeto
encontrado. Sin dudar, se fue a la caseta a comprar tiquet para una vuelta en
cada rueda.
—¡Súbete aquí! —me dijo, con mucha ansiedad.
Me tomó de mi mano derecha para darme un breve impulso y
colocarme sobre un caballo de madera color anaranjado. Bajó. Un pequeño motor inició
un infernal ruido y la plataforma circular de caballos comenzó a girar. La
perdí de vista. La velocidad del carrusel y la poca luz a un metro de distancia
de mi entretenimiento no permitía divisar a las «mamas», hasta que la vuelta
terminó y ella apareció para pagar una más.
Al iniciar de nuevo, mi vista se detuvo en un punto fijo,
tras una y otra vuelta… era Sara, quien se fundía en un fogonazo apretujada con
un desconocido.
Ellos me compraron varios tiquetes esa noche y las
siguientes, hasta que se retiraban las ruedas del barrio.
Cada mañana, después noches de feria, la primera prenda
lavada y expuesta al sol era el vestido blanco. Sara se levantaba muy temprano para
esa tarea. Mi madre al llegar a la zona del lavadero se percataba de la única
prenda que esperaba el sol para secarse y estar lista para la noche. Iracunda,
entraba a la casa y revisaba cada habitación hasta sacar la última ropa sucia o
medio sucia formando una montaña que debía estar limpia antes que finalizara el
día. Multiplicó las tareas de todo tipo, pero Sara sorteaba cada una, como un
río que no detiene su cauce recio bajo un temporal.
Sin fallar a las siete de la noche me tomó de la mano con la
autoridad de una «mama».
—Me llevo al niño —volvió a decir y el rostro de mi madre denotó
angustia.
Divisé al hombre que la esperaba cerca del carrusel a dos
metros de distancia donde la luz no llegaba a mostrar su rostro con claridad.
Con su mano izquierda tomó la derecha de Sara y; para mi sorpresa la mano
derecha estaba tupida de tiquetes para subir a los escasos tres juegos
mecánicos por horas, mientras ellos se entretenían en un derroche de besos y
contacto físico.
No conté las vueltas en cada juego mecánico. Fueron muchas.
Pero reconocí que los hijos de los vecinos del barrio no llegaban con sus
padres, sino con las mujeres que apoyaban las tareas de la casa, algunas con
citas acordadas en esa pequeña feria, otras viendo de reojo el amor.
Por aquellos meses en que nos visitaban el carrusel, «la
Chicago» y «los avioncitos», la productividad del trabajo de Sara crecía de
forma exponencial para lograr ver a su enamorado. Cualquier trabajo extra o no
recurrente que le asignaba mi madre lo solventaba antes de la noche. No había
obstáculo que le impidiera asistir a la cita.
Después de treinta y cuatro años visito a mi madre con mi
familia cada domingo. Veo a Sara utilizar la lavadora eléctrica para la ropa de
la casa, y vuelvo a ver una prenda blanca como aquel vestido blanco. Cuando coincidimos
en mi visita con la temporada de los juegos mecánicos que llegan al barrio, ya
de tarde, ella se prepara como cuando yo era un niño y habla con mi madre.
—Me llevo al nieto —dijo, dirigiéndose a
todos.
Todos sonreímos.
Al escuchar «All You Need Is Love» sinfónico de la Royal Philharmonic
Orchestra en Spotify, se me viene a la mente la tenacidad de Sara, la
infaltable prenda blanca, la música más triste de los juegos mecánicos en la
voz de Leo Dan y el hombre que esperaba en la oscuridad con la mano llena de boletos
para subir a cada juego.
Allá va caminando de la mano de mi hijo, con la esperanza de
encontrar el amor en una noche de feria del barrio.
viernes, 12 de agosto de 2022
Fiebre de sábado por la noche
Roberto Murcia
Corrían los años
setenta. Recién se había presentado en las salas de cine la película Fiebre
de sábado por la noche, que impulsó la música disco, convirtiéndola en un
fenómeno sociocultural que incluía una variedad de pasos de baile y una forma particular
de vestir. Alex, cuando estaba en su
habitación, disfrutaba oyendo rock y baladas románticas, aunque en casa se
escuchaba de preferencia música clásica, algo por completo comprensible pues su
madre, Casandra Fiori, era cantante profesional de ópera. Él la acompañaba con
frecuencia a sus presentaciones, las cuales observaba extasiado. Le agradaba la
reacción del público que aplaudía de pie, de manera entusiasta, por lo que se
debía abrir el telón una y otra vez para corresponder a los aplausos
incesantes, hasta que la concurrencia se daba por complacida. Luego salían a
los pasillos del teatro comentando cuánto habían disfrutado la velada.
En sus inicios,
después de graduarse del conservatorio, ella interpretó papeles secundarios en
obras de bajo perfil, que le ayudaron a sortear los años de escasez económica,
pero sin un ingreso estable, por lo que se vio obligada a recurrir a trabajos accesorios.
En más de una ocasión la excitación nerviosa la traicionó y su canto se vio
afectado, algo que mejoró con la asiduidad. Su suerte cambió cuando Andreas
Berg, el director de la ópera estatal, acudió a una presentación y le ofreció
el rol protagónico en la próxima obra a estrenarse en esa ciudad, Fidelio
de Beethoven. Tuvo una participación exitosa y recibió excelentes críticas de
la prensa especializada. Así que con el paso del tiempo había solidificado un
nombre en el difícil campo del arte. Su modelo a seguir, por quien sentía
extrema admiración, era María Callas, «La Divina». Al igual que la diva,
Casandra poseía un amplio registro vocal, por lo que le era dado representar
papeles de la tesitura soprano ligera, dramática e incluso mezzosoprano.
Alex nació como
producto de una relación ocasional que tuvo con un hombre casado y con hijos, quien
además le llevaba veinte años. No fue nada importante, un error de juventud. No
volvió a verlo ni lo deseaba, él tampoco la buscó. Al enterarse de que estaba
embarazada se alejó sin decir adiós ni volver a ver atrás. Para ella era mejor
así, criaría a su hijo sola, no tendría que darle cuentas a nadie de sus
decisiones ni pelear por una pensión alimenticia. Por fortuna, cuando el bebé vino
al mundo, ya contaba con un ingreso adecuado.
En esa época el
nombre de Casandra Fiori gozaba de reconocimiento en el ambiente artístico
nacional e internacional, un logro ganado a pulso, o, mejor dicho, a voz, con
años de esfuerzo y trabajo, cual debe hacerlo una verdadera artista. Poseía carisma
escénico, dramatismo y cualidades vocales innegables. Al igual que otras
artistas de alta performance, tenía una personalidad histriónica e
impulsiva. Si bien sus exabruptos eran efímeros, así como llegaban se iban,
rápido y sin dejar huella. Al mismo tiempo, era muy emocional y se conmovía con
facilidad. Su presencia se hacía notar en cualquier lugar al que iba y vestía
de manera un tanto extravagante. Sus relaciones de pareja no eran duraderas, pues
demandaba mucha atención y se enojaba si no la obtenía.
Alex creció en ese
ambiente tras bastidores en el que se crea la magia del espectáculo. Sabía de
memoria muchos pasajes de las óperas en que aparecía su madre, no obstante,
cada vez que las presenciaba aprendía algo nuevo, un gesto sutil, matices
inesperados, pequeños errores. Ella complacía todos sus caprichos y lo mimaba
en exceso; sin embargo, al enojarse podía ser muy grosera. Después se
arrepentía y le pedía que la disculpara. En uno de esos arrebatos le gritó: «No
sé por qué no te aborté como me aconsejaron cuando salí embarazada de ti».
En el teatro de la
ópera, Alex, se trasportaba durante unas horas al mundo mágico de los sueños,
donde no experimentaba las presiones sociales.
Esa noche su madre
al llegar a casa le confió algo que había temido:
―Hola, Alex, tenemos que hablar. Conocí a
un hombre. Es una buena persona…
―¿Otra vez, mamá? ¿Ya olvidaste lo que pasó
con tu último novio?
―Esta vez todo será distinto, estoy segura.
¡No me voy a pasar toda la vida en soledad! ¡No nací para quedarme a vestir
santos! —manifestó alzando la voz.
―A veces es mejor estar solo que mal
acompañado.
―¡Eres un egoísta! —dijo con gesto de
disgusto—. ¡Alex!, ¡Alex! —En ese momento él se había retirado hacia su
habitación.
Para el chico esa era
una mala noticia. Desde pequeño fue muy celoso con su progenitora y no deseaba
compartirla con nadie, por lo que saboteaba los intentos de esta por establecer
relaciones sentimentales. Ella tuvo algunas en el pasado y todas habían finalizado
mal. Comenzaba con un enamoramiento en que todo era color rosa, perfecto, luego
pasaba a escenas de celos, discordia e incluso agresiones físicas, al final la
aventura terminaba cuando el novio, cansado de esa situación, se marchaba. Ella
lloraba, caía en depresión, con frecuencia durante esos conflictivos noviazgos,
amenazaba con apresurar su muerte y en más de una oportunidad lo intentó, ingiriendo
sedantes con ese propósito, por lo que terminó en el hospital. A su manager
le fue difícil mantener las circunstancias de sus hospitalizaciones en secreto,
ya que la información, de alguna manera, se filtró a la prensa. Se aclaró mediante
comunicados oficiales, en cada acontecimiento, que había sido hospitalizada por
inconvenientes de salud, sin especificar la razón. Surgieron especulaciones en
los medios, algunos afirmaron que su vida corría peligro; hasta se habló de
problemas con las drogas, extremo que fue negado por su representante con
prontitud. Lo bueno es que la publicidad resultó beneficiosa a pesar del
escándalo y sus presentaciones posteriores fueron exitosas, con llenos en cada
función. Nadie parecía querer recordar los incidentes.
Esa noche llegó el
admirador de su mamá, Alberto Saravia, era de mediana estatura, delgado, sin
ser flaco; con cabello oscuro y grandes entradas en la frente que le daban un
aire intelectual. Asistía de forma asidua a las presentaciones de Casandra y se
hizo notar entre la multitud por sus envíos de enormes ramos florales. Ella le
permitió visitarla en su camerino en agradecimiento por los detalles y al verse
por primera vez, surgió una atracción mutua instantánea. Llevaban saliendo por más
de un mes. Al llegar Alberto, Alex no ocultó su desagrado, se negó a saludarlo
y se comportó de manera malcriada con el propósito de ahuyentarlo. Sin embargo,
este no mostró que eso le afectara. Su madre lo recriminó por el comportamiento
impertinente exhibido ante el invitado y le pidió que se retirara, por lo que Alex
se marchó frustrado a su habitación al ver que la estrategia no dio resultado.
Más temprano había recibido una llamada de su compañero de estudios, Leo, para
invitarlo a que asistieran a una fiesta en casa de Gina, una amiga común.
Quedaron de verse cerca de su casa, ya que eran vecinos.
Alex salió sin que
nadie lo notara, cuando Casandra se encontraba en su dormitorio con Alberto. Sabía
que Leo lo esperaba junto con un conocido llamado Edie. Este último aprendió a conducir
el automóvil de su padre y lo tomaba prestado sin su consentimiento. Alex era
el más pequeño de los tres, aunque Leo le llevaba tan solo un año, era mucho
más alto y mostraba cambios físicos propios de la pubertad que lo hacían
parecer mayor; él, en cambio, aún conservaba su apariencia infantil. El tercer joven
tenía dieciocho, de constitución alta y musculosa, tez morena, quijada grande y
cuadrada, poblada de vellos negros de tres días. Su desarrollo físico era el de
un adulto. La casa no quedaba lejos y fueron caminando. El auto estaba aparcado
en el lugar habitual. «Vamos, ―dijo Edie―. Ahora es el momento. Mi papá está fuera
de servicio. Siempre que bebe se queda dormido y ni un terremoto lo despierta».
Él había conseguido la llave que su progenitor dejaba sobre una repisa en la
puerta de entrada. Se dirigieron sin hacer ruido hacia donde los guiaba. Sacó
del carro un depósito plástico con capacidad para varios litros, una pequeña
manguera y los llevó con dirección a otro vehículo, situado más abajo,
explicándoles que debían ordeñarlo. Mostrando la habilidad que solo
podía darle la experiencia, quitó el tapón del tanque, introdujo el tubo y succionó
con su boca por un extremo hasta que la gasolina comenzó a transferirse al recipiente.
Escupió líquido que penetró en su interior al realizar la maniobra, mientras un
gesto de disgusto se dibujaba en su rostro, «¡Uugh, puta, qué feo sabe!». Cuando
hubo suficiente, colocó de nuevo la tapadera como si nada hubiera pasado e hizo
el procedimiento inverso para trasladar el carburante a su coche. Según les
dijo, de esa manera su papá no repararía en la reducción en el nivel de
combustible.
La casa de Gina
era una espaciosa vivienda antigua de estilo español en la cual ofrecía
frecuentes reuniones a las que asistían jóvenes de edad escolar. Estaba ubicada
en el centro de la ciudad, un área muy concurrida, ideal para ese tipo de
actividades. Casi todas las rutas de buses pasaban cerca, por lo que se podía
acceder desde cualquier barrio. El regreso era otra historia, se requería de un
auto a fin de retornar a sus hogares en la madrugada. La mayoría asistía, si
bien no siempre deseaban aceptarlo, con el propósito de encontrar pareja, lo
que en términos prácticos significaba besarse con alguna chica o chico, según
fuera el caso, y de ser posible, establecer una relación de noviazgo. Muchos coleccionistas
solo buscaban besar una nueva en cada velada, después se jactaban con sus
amigos sobre cuantas mujeres habían rebanado. Ellos consideraban que ese era un
signo de hombría que indicaba cuan machos eran.
Cuando llegaron a
la fiesta, los invitados bailaban en la penumbra que brindaba un poco de
intimidad. Ya que la mayoría no tenía edad para asistir a bares, colocaron
luces de colores que creaban la ilusión de estar en una discoteca. Los visitantes
se ubicaban alrededor de la sala, que funcionaba como pista de baile
improvisada, o en el patio de la casa, donde podían fumar. Algunos cargaban
botellas de bebidas alcohólicas que mezclaban con las sodas que proporcionaban
los anfitriones. Un poco de alcohol, el lubricante social ideal, no caía mal,
siempre que no bebieran en exceso, lo que adolescentes inexpertos con
frecuencia no lograban controlar.
Durante un largo tiempo
sonaban varias canciones disco en las cuales cada pareja mostraba sus
habilidades para los elaborados bailes que incluían pasos sofisticados, giros
tomados de las manos y un derroche de saltos. Cuando los asistentes estaban
cansados y el ambiente era propicio, seguía una tanda de baladas románticas, de
tempo lento, para bailar pegado. Eso les daba la oportunidad de abrazarse y, en
muchos casos, besarse. La música y el efecto mágico que se desprendía de su
melodía y ritmo los trasportaba hacia otro lugar en el que los sueños se hacían
realidad, aunque fuera por un rato.
Los mejores
bailarines llamaban la atención y eran solicitados por las asistentes. Ejercían
un poder magnético sobre el sexo opuesto que los demás envidiaban, emanaban
seguridad y daban de que hablar en las conversaciones femeninas. Alex los
miraba con un sentimiento de envidia, pues pensaba que él no era uno de ellos y
nunca lo sería. Se sentía incómodo ya que, si bien deseaba tener novia, se le
dificultaba aproximarse a las jovencitas y hablarles —estudiaba en un colegio
exclusivo para varones dirigido por sacerdotes, en consecuencia, no estaba
habituado al contacto con ellas—, así que las observaba sin atreverse a
entablar conversación. En su mayoría las chicas eran más altas que él. Con
frecuencia, estas preferían a los que mostraban un desarrollo físico de
apariencia adulta y no a los de aspecto infantil, como era su caso. Leo lo animó para que sacara a bailar a una solitaria
chica ubicada al fondo que parecía una víctima propicia. «¿Miras esa que está
sola? Ve y sácala a bailar».
Edie, quien,
aunque no quisiera aceptarlo, carecía de habilidad para el baile y eso lo hacía
sentirse inferior, había salido al patio a fumar. Discutió con uno de los
invitados y amenazaban con irse a los golpes. Ambos salieron al escuchar el
bullicio y apoyaron a su amigo en la riña que parecía el inicio de una batalla
entre bandos, por lo que la dueña de la casa les exigió a los involucrados que
abandonaran la residencia en diferentes momentos a fin de evitar un
enfrentamiento.
Una vez en el
exterior, los del grupo opositor se marcharon en un auto, animados por sus
amigos, y Edie, al advertir que no tenían perspectivas de volver a la fiesta, sugirió
que compraran algo para beber. Él era el único con edad para adquirir bebidas
alcohólicas. Les solicitó sus respectivas aportaciones y se dirigieron a un
supermercado donde él compró una botella de ron. En las afueras del
establecimiento, Edie extrajo el licor de la bolsa plástica y dijo: «Ahora
vamos a beber por turnos». Destapó el envase, lo empinó sin ceremonia y empezó
a tragar directamente de este. El vidrio trasparente permitía observar las
burbujas que subían por el fluido marrón, al mismo tiempo que su manzana de Adán
se movía de arriba hacia abajo con ritmo constante. Luego se la pasó a Leo y
Alex, quienes hicieron lo propio. Este último nunca había bebido de esa forma, solo
lo hacía si su progenitora le daba a probar cerveza o vino. Recordó cuando ella
le manifestó que consideró abortarlo y pensó que quizá sería mejor no haber
nacido. Se imaginó en el vientre de su madre donde nada podía alcanzarlo y de
pronto lo arrancaban de allí. Apuró el trago y sintió como el líquido le quemaba
la garganta, pero no quiso dar muestras de debilidad e hizo lo que juzgó haría
un hombre maduro en su lugar. A continuación, dieron otra ronda, y otra más,
hasta que se terminó. Poco después, reían y gritaban a todo pulmón.
Un vecino se asomó
a la ventana en el segundo piso de un edificio y gritó:
—¡Dejen de hacer ruido!
—¡Vete al diablo, cara de culo! —respondió
Leo, envalentonado por el alcohol.
—¡Cállense o llamaré a la policía!
—¡Nos iremos cuando queramos! ¡Tú no nos
mandas, hijo de puta! —espetó Edie.
De todos modos, se
marcharon. Mientras caminaban por una callejuela desierta, Leo se detuvo ante
un auto que estaba aparcado a la orilla de la calle.
—¡Hey!, reconozco este carro por las
calcomanías en el vidrio trasero. Es de un tipo que me cae mal. ¿Por qué no le
hacemos un cariñito? —expresó Leo haciéndoles un guiño con el ojo—. Tenga el
placer de ser el primero, camarada Edie —continuó, haciéndole una venia, con un
giro de la mano e inclinando la cabeza y el tronco, a la usanza antigua.
—Claro que sí, camarada. Gracias por su
gentileza —respondió Edie, devolviéndole el gesto con su mano, y a continuación
le lanzó una patada al retrovisor, quebrándolo en el acto.
Leo reía de placer
y comenzó a rallarlo con el borde de una lata que encontró en un basurero. Al
terminar, se detuvo a contemplarlo.
—El trabajo está hecho, muchachos. ¡Una
obra de arte! —concluyó Leo, que observaba el resultado—. Vámonos ahora antes
de que nos vean.
Mientras tanto,
Alex, quien después de lanzar una patada al otro retrovisor trastabilló y cayó
al suelo, se esforzaba por levantarse.
—Parece que el camarada Alex necesita de nuestra
ayuda —dijo Leo, al tiempo que lo tomaba por el brazo y lo ayudaba a incorporarse.
Hacía mucho viento
como presagio de tormenta. Recorrieron las calles desiertas, tenuemente
iluminadas, hasta que llegaron a una plaza peatonal a la que confluían varias vías
en la que estaban ubicados bares, cafeterías y restaurantes. Allí, grupos de jóvenes
entraban, salían de los establecimientos o permanecían fuera. Un olor a asado
podía percibirse al pasar frente a un negocio en el que se escuchaba la carne
crepitar sobre la parrilla. Un muchacho alto, delgado, que estaba acompañado
por dos más, se dirigió a Edie, quien fumaba un cigarrillo:
—¡Oye!, ¿tienes un cigarrillo que me
regales?
—Sí, tengo, pero son para mis amigos, no
para regalarle a los perros.
—¡¿A quién llamaste perro, hijo de puta?!
—respondió, mientras se acercaba y levantaba los puños. Edie hizo lo mismo y
quedaron frente a frente. Un hombre corpulento sentenció: «¡Que nadie se
meta!». Pronto, los demás concurrentes en la plaza los rodearon con el
propósito de observar la pelea. Ambos estaban parados en guardia de boxeo,
circulando alrededor del espacio libre sin decidirse a atacar. El primero en soltar
un golpe fue el alto, un bolado de derecha que Edie esquivó con un movimiento
de cabeza y luego le propinó una patada al abdomen que lo envió al piso. Aprovechando
la oportunidad, Edie se montó sobre su pecho y empezó a golpearlo en el rostro
a discreción. Los compañeros del desafortunado, al verlo en desventaja, se lo
quitaron de encima, sin que Leo, quien intentó impedir que los separaran,
pudiera evitarlo. Cuando se levantó, de su boca y nariz manaba sangre que se extendió
por la camisa. Un rictus de rabia se dibujó en su semblante y sacó una navaja del
bolsillo con la que lanzaba navajazos que Edie esquivaba moviéndose en
dirección opuesta. Muchos gritaban y la algarabía se escuchaba a lo lejos. De repente,
apareció la policía y todos corrieron en diferentes direcciones.
Edie y Leo huyeron
con rapidez, Alex, en cambio, no acertó a seguirles el paso y los perdió de
vista. Siguió por una avenida solitaria que conducía al lado de un río, volteó
hacia atrás y pudo verificar que no lo seguían. Entonces se dio cuenta de que se
había extraviado, pues no conocía esa área. Caminó por largo rato hasta que por
fin encontró la ubicación donde habían estacionado el auto y comprobó que sus
amigos y el vehículo ya no se encontraban allí. Continuó por varias cuadras más
y llegó a la base de un puente, sintiéndose cansado, se sentó. Los faroles eran
los únicos testigos mudos que lo contemplaban.
No sabía dónde
estaba ni qué rumbo tomar. Comenzó a llover, su piel se erizaba y lamentó no
haber llevado un abrigo consigo antes de dejar su casa. Pocos carros circulaban
a esa hora, algunos pasajeros lo observaban con curiosidad. Un auto se detuvo
junto a él, el conductor bajó la ventanilla y le preguntó:
—Hola, ¿qué haces allí? ¿Te puedo ayudar
en algo?
—Estoy perdido. Andaba con unos amigos,
pero me dejaron abandonado.
—¿Dónde vives?
—En residencial del Llano, calle Magnolia.
—Sube, yo te llevaré a tu casa. La mía queda
en el camino.
Se subió al carro a
la par del conductor. Este no debía tener más de treinta, la cabeza con
calvicie incipiente. Durante el trayecto le manifestó que era estudiante de
medicina y que estaba por terminar su último año de la carrera.
El auto se detuvo
y el individuo le dijo: «Este es mi apartamento, tengo algo que hacer, no
tardaré mucho. Bájate un momento». Cuando hubieron bajado, lo introdujo a una
sala pequeña que olía a moho en la que había dos sillas y un sofá. Le pidió que
se sentara y le ofreció un vaso con refresco. Luego sacó un puro de mariguana de
su bolsillo, lo encendió, le dio una chupada e invitó a Alex a probarlo. Este hizo
lo mismo, y de nuevo, hasta que terminaron. El tufillo característico del
cannabis permeaba el ambiente a medida que el humo se esparcía por el aire. Pronto
tenía la sensación de encontrarse dentro de una nube. Miraba el rostro de su
interlocutor como si se tratara de un alienígena que gesticulaba al hablar,
pero al cual no escuchaba, su cara se le antojaba extraña a la luz de la lámpara.
Se sintió mareado, débil, no estaba seguro de donde se encontraba en ese
instante, ni cómo llegó allí. Perdió la noción del tiempo y le parecía que habían
transcurrido horas en lugar de minutos. Un sudor frío recorrió su cuerpo y la desesperación
hizo presa de él, pues no lograba evitar lo que experimentaba.
Al observar que su
interlocutor no estaba bien, el extraño le expresó: «Si quieres puedes
descansar en mi dormitorio, ven», mientras tomaba al jovencito por el brazo, lo
dirigió a su habitación y lo acostó en la cama. Encendió una lámpara de noche
ubicada al lado de la cabecera, cuya mortecina luz se esparcía por la estancia
a través de la pantalla, formando un cono de luz en la parte superior. Le dijo:
«Ponte cómodo, te aflojaré el cinturón». Hizo lo que había dicho, le desabotonó
la camisa y le acarició el pecho y los pezones.
Al acostarse, a
Alex le pareció que todo daba vueltas a su alrededor como si estuviera en una
feria, montado en la rueda de Chicago. Realizó el ademán de levantarse y expulsó
sobre el hombre un chorro de vómito que así mismo se esparció por el lecho. El tipo
se incorporó, se miró los brazos y cuerpo embadurnado de escoria y con
expresión de asco gritó: «¡Cabrón, mira lo que has hecho!». Alex se sentó en el
borde del colchón y continuó arrojando sin parar. La indumentaria que reposaba en
una silla y los libros de medicina ubicados en un pequeño librero también fueron
alcanzados. El anfitrión al ver el desastre chilló: «Sal de aquí de inmediato».
Lo tomó por las axilas, lo condujo hacia la puerta y lo lanzó a la calle, de
manera que terminó encima del piso y continúo expulsando el contenido de su estómago
hasta que saboreó el gusto amargo de la bilis. Luego se paró con dificultad, caminó
en zigzag por unos metros, cayó dentro de un agujero que había en la vía y
perdió el conocimiento. Caía una fuerte tormenta en ese instante.
Horas después, se
despertó. No llovía, estaba empapado, sin embargo, no sentía frío. Salió del
sitio en que se hallaba y deambuló de forma maquinal, sin rumbo, por
callejuelas interminables. Escuchaba el sonido que producían cada una de sus
pisadas sobre las baldosas húmedas y los charcos ocasionales. El viento azotaba
su rostro, tornándolo insensible cual si fuera una máscara. Se desplazaba como sonámbulo y todo le parecía
irreal. Continuó andando sin descanso hasta que encontró un sitio conocido, por
lo que comprendió que se encontraba cerca de casa. El tiempo transcurrido le
pareció eterno.
Al llegar a la
residencia, su madre lo esperaba en la entrada de la casa, al verse, se abrazaron
sin decir nada. Las lágrimas corrían por sus mejillas. Permanecieron así por
largo rato.
Casandra se
percató de la ausencia de Alex al ir a su dormitorio con el propósito de
constatar si dormía y al darse cuenta de que no era así, llamó a sus amigos
para consultarles si lo habían visto esa noche. Después de múltiples intentos, alguien
le informó que acudió con Leo y Edie a una fiesta, luego salieron y no se supo
más de ellos. Al comunicarse con la familia de Leo, el único al que conocía, se
enteró de que este y Edie se encontraban en la comisaría, pues el primero no
tenía licencia de conducir y manejando ebrio chocó el carro de su papá contra
otro auto, dándose a la fuga, y una patrulla los detuvo. Visitó la estación de
policía junto con Alberto, los oficiales les confirmaron que Alex no estaba con
sus compañeros en el momento de la detención, aunque salió con ellos, se separaron,
por lo que se desconocía su paradero. Visitaron varios hospitales en su busca,
pero no lo encontraron.
Casandra colapsó
emocionalmente y comenzó a actuar de manera errática, amenazando con suicidarse
si algo le pasaba a Alex, por lo que le dieron un ansiolítico. Cuando se calmó
un poco Alberto la dejó al cuidado de la empleada doméstica, pues debía atender
una pista que señalaba que se encontró el cadáver de un joven dentro de una
hondonada en las afueras de la ciudad —no se lo mencionó a ella por cuanto
temía que, en caso de tratarse de Alex, esto sería demasiado para Casandra— y
decidió ir solo.
Más tarde llegó
Alberto. La empleada le abrió la puerta. Sin esperar que esta hablara, le confió
en voz baja:
—Mira, ha ocurrido una desgracia. El cuerpo
encontrado podría ser el de Alex. Me dijeron que Casandra debe ir a reconocer
los restos. ¡No sé qué hacer! ¡¿Cómo decírselo?! —Ella lo miró horrorizada y
respondió.
—La señora se fue a acostar después de que
usted partió y no ha salido desde entonces.
Entraron en la habitación. Casandra reposaba sobre la cama. Él se aproximó con cuidado y vio que en su mano izquierda sostenía un bote de somníferos vacío. Ella ya no respiraba.
viernes, 5 de agosto de 2022
¡El peso del infierno!
Joe Monroy Oyola
En la
entrevista...
Uno de los lugares
más exclusivos en la ciudad de Lima es el distrito de San Isidro. Entre otras
cosas destaca por el gran cuidado del ornato y limpieza de sus calles. Las casas
lucen bien pintadas, aunque muchos inmuebles fueron edificados a mediados del
siglo pasado, no desentonan con las construcciones modernas; más bien, todas
por igual están valorizadas en forma astronómica. El Bosque El Olivar brilla
como el corazón del distrito. Gran parte de esta historia se forjó aquí.
Un hombre de baja
estatura y contextura gruesa se detiene frente a un moderno edificio de diez
pisos ubicado en la cuadra tres de la avenida Rivera Navarrete. Esta avenida de
doble vía se llena en las mañanas de relucientes autos con rugientes motores y
el sonido de bocinas, creando el caos característico del tráfico capitalino. El
caballero recién llegado mira su teléfono celular y atisba la placa con la
dirección del inmueble. Ya parado frente a los inmensos vitrales polarizados
negros observa su reflejo, entonces, endereza su corbata roja, esta contrasta
con su terno color plomo; él siente su corbatín muy ajustado, pero sabe que así
puede disimular tener el cuello de su camisa desabotonado; luego hala la puerta
de vidrio, frente a él hay un mostrador color blanco en forma de una letra ce
invertida, que corta el paso. Dos atractivas jóvenes atienden a los visitantes
ordenados en una sola fila con la ayuda de un vigilante. El joven recién
llegado, a su turno, se registra en la recepción e intercambia su documento de
identidad por un gafete que coloca sobre el bolsillo para del pañuelo. La
puerta metálica plateada del elevador se abre dejando salir un aroma a lavanda
combinado con una suave música instrumental, entonces tira la goma de mascar
que venía saboreando en el cenicero tubular de aluminio cercano a la puerta.
Entra y presiona el botón color negro del número diez. Cuando el ascenso
termina se descorre la placa de metal, nota que esta oficina copa todo el
décimo piso. Una señorita joven, de esbelta silueta y ataviada con un vestido
azul, porta sobre el lado derecho de su pecho un prendedor dorado, con un
logotipo con el dibujo del planeta Tierra, se acerca a recibirlo invitándolo a
sentarse. En ese corto tiempo de espera el visitante escucha algunas personas
hablando, imagina que es por teléfono, las voces provienen de los diferentes
cubículos que parecieran marcar territorios de trabajo; un hombre habla en
inglés, también escucha expresarse a una dama en lo que piensa pueda ser algún
idioma oriental.
—Por favor señor Gutiérrez, sígame, el jefe lo está
esperando —le pide la recepcionista.
El visitante
agradece e ingresan juntos a la oficina gerencial. Un hombre alto de algo más
de un metro ochenta y contextura atlética mostrando un barbado rostro lo
recibe. Buenos días, por favor, tome asiento. El joven corresponde al saludo,
le agradece y se sienta en un mullido mueble individual hecho en cuero
negro.
—Estoy a sus órdenes señor... Gutiérrez —dice
mientras observa el gafete—. Recuerdo la llamada de su diario... El
Universo, ¿verdad?
—Así es señor Yazza.
Aldo Gutiérrez es mi nombre —contesta, a la vez que le entrega una tarjeta
personal—. Gracias por recibirme. Por favor, ¿me permitiría encender la grabadora?
—Claro señor
Gutiérrez, no hay inconveniente por mi parte, nomás asegúrese que esté
funcionando bien porque soy un hombre muy ocupado y solo le he separado treinta
minutos —añade, y sonríe.
—Ya revisé antes
de venir, gracias, señor Yazza. Entonces, empecemos con la entrevista. Por
favor, háblenos acerca de la investigación abierta por el Ministerio Público en
la que se le vincula con la presunta comisión de: extorsión, asesinato, tráfico
de armas, trata de mujeres...
—¡¡¡Todas esas
acusaciones son falsas!!!
—Disculpe debí
comenzar por recabar la información comercial. Háblenos acerca de las
actividades en las que se desarrollan sus compañías.
—Con todo gusto. Mi
nombre es Sem Yazza. Imagino que usted debe saber, soy fundador y oficial ejecutivo
en jefe de la compañía Multiservices Global Investments, que engloba a
diferentes empresas orientadas en múltiples ramas de negocio. Nuestra
corporación tiene sucursales extendidas alrededor de todo el planeta. Sí, aún
en los países más pobres, los cuales ofrecen un campo de gran potencial para la
producción y el comercio, donde pueda haber una ventaja mutua, tanto para
nosotros como para nuestros apreciados clientes, usted me entiende, tratamos de
llegar a los estratos sociales menos afortunados, pero, claro, invertimos
también con negocios ya establecidos que solo precisan capital, no crea que
pretendemos ser filántropos. Puedo mencionarle señor Gutiérrez, que tenemos
contratos para la exploración de recursos acuíferos, en países del Medio
Oriente al igual en África, a fin de aliviar la carencia del líquido elemento.
En el sector financiero somos opción importante de inversión en la bolsa de
valores, asimismo, nos dedicamos a impulsar a los emprendedores en los países
en desarrollo de América latina; les damos acceso a créditos rápidos; ellos son
el futuro motor de la economía en sus países, tal cual acá en Perú, por seguro
esto ya lo habrá escuchado antes señor Gutiérrez; pero, además, sobre la
construcción y corretaje de bienes inmuebles tenemos filiales dedicadas a estos
rubros. Es una necesidad general comprar o rentar desde un local comercial, una
casa, terrenos, hasta un modesto apartamento. En el área de la seguridad social
y atención de la salud, todos precisamos un adecuado cuidado, o diría yo más
bien: compromiso. Ofrecemos, por ello, desde coberturas básicas hasta las más
completas, para ciertos sensibles casos. Los seguros de vida, no nos resultan
ajenos, pues nuestra existencia física sobre este mundo es, como sabemos, solo
temporal. Nos preocupamos por los ancianos y sus últimos tiempos, de manera que
estén rodeados con los mejores cuidados, por ello procuramos soslayar toda preocupación
material. Brindamos la oportunidad de administrar las propiedades de nuestros
asociados; reinvirtiendo las rentas, por tan solo un mínimo porcentaje que lo
consideramos un justo trastrueque. Colocamos esos capitales en la bolsa de
valores, con alguna de nuestras empresas. Hemos explorado el campo del cuidado
para la belleza femenina, nada más hermoso que una mujer... «Este tipejo que
funge de ser periodista solo ha encendido su grabadora y está que fisgonea las
piernas de mi secretaria, además de eso, lo único que hace es mirar hacia los
ventanales, gordo estúpido, ni cuenta se ha dado que me he quedado callado».
Señor Gutiérrez, ¿me está prestando atención?, tal parece que más le interesa
el paisaje de los alrededores, dijo el empresario. Después de disculparse el
visitante, la entrevista prosiguió. Le decía que los productos elaborados en
nuestros laboratorios tienen un alto estándar de calidad. Ofrecemos precios
competitivos en las cremas para cutis y manos, lo mismo con los labiales y
pintura para las uñas. A pesar de que las autoridades sanitarias tienden a
crear alarma innecesaria, sobre el uso de metales pesados como: plomo,
mercurio, arsénico y antimonio en nuestra maravillosa línea cosmética
mencionándolos como elementos cancerígenos. Señor Gutiérrez, ¡ahora todo
resulta serlo!, nosotros tomamos inmenso cuidado sobre ello; por esta razón
colocamos, sobre el final de cada pequeña etiqueta, una advertencia. En nuestra
línea nutricional, para los fisicoculturistas, recomendamos nuestros cocteles
proteicos los cuales, ¡sí desarrollan los músculos!
Cualquiera puede
acceder a nuestras páginas en internet, y verán los múltiples testimonios de
agradecimiento compartidos por muchos invaluables clientes. Alrededor del mundo
damos trabajo de modo directo, a empleados registrados de manera apropiada en
planilla, pero además contratamos a terceros; lo que en global nos da una cifra
aproximada de ciento cincuenta mil trabajadores beneficiados.
—Pero, señor Yazza,
hay denuncias en sus filiales en Colombia, Ecuador, acá mismo en Perú, por
parte de pequeños comerciantes que solicitaron préstamos en sus financieras.
Afirman que estas empresas crediticias tienen bandas de matones trabajando en
los departamentos de cobranzas, quienes utilizan métodos intimidatorios,
algunos deudores afirman haber sido golpeados, hay incluso acusaciones por
ataques vandálicos en contra de ciertos locales comerciales.
—Mire señor
Gutiérrez, bien ha dicho usted que hay un gran sector de comerciantes
informales, a los que, en efecto, les damos acceso a un moderado crédito. Nunca
fueron forzados o amenazados para requerir nuestros accesibles préstamos. Pero,
en cambio, en ocasiones se niegan a honrar sus obligaciones para con nosotros.
Es probable que haya habido algún malentendido, pero de allí a poder afirmar
que se trata de grupos delincuenciales es una exageración, una falacia.
—Es que no se
trata de una sola imputación, son muchas. Es de conocimiento público la queja
interpuesta ante Indecopi, acerca de los productos para desarrollo muscular
debido al daño hepático que está produciendo su consumo.
—Usted señor
periodista, estoy seguro de que está buscando la verdad. Todos sabemos bien que
los productos farmacéuticos, las bebidas energéticas, el mismo tabaco, las
bebidas gaseosas, etcétera, también tienen probables efectos secundarios. Los
nuestros no son la excepción, pero, por igual tomamos todas las precauciones
posibles.
La charla se fue extendiendo entre el empresario y el periodista. El hombre de prensa trató de tocar, de manera infructuosa, todos los tópicos posibles en la entrevista. Y luego de los treinta minutos de la reunión, Sem Yazza se excusó pues tenía una gran carga de trabajo ese día. Aldo Gutiérrez estaba levantando sus apuntes, grabadora, celular y su tableta electrónica, cuando al volver a observar por las grandes ventanas exclamó lo bello que era San Isidro, y tanto su esposa como él tenían el sueño de vivir en el Bosque El Olivar; hubiese dado mi alma por conseguir una casa allí, pero en la compañía inmobiliaria donde fuimos nos dijeron que no había ninguna a la venta. El empresario le contestó; por qué no visita nuestra oficina de corretaje, le daré una de mis tarjetas personales. Puedo asegurarle que le brindarán un apoyo total para conseguir la casa de sus sueños, dicho esto, escribió algo al dorso de la tarjeta. Y respecto a esta entrevista señor Gutiérrez espero sea benigno, usted me entiende, así podríamos apoyarnos mutuamente. Aldo sonríe y le dice que así podría haber sido, pero eso depende del editor en jefe, yo soy un simple asistente; ojalá alguna vez me toque, ese señor ostenta el cargo por treinta años, hasta que se muera el viejo Escobedo ja, ja, ja. Bueno me retiro, gracias por su tiempo. El industrial le hizo una pregunta al periodista; dígame ¿por qué tanto interés en tener una casa en El Olivar? Aldo guardó silencio por unos segundos y le contestó: la verdad hay dos razones, una es de mi esposa, ella piensa que vivir allí nos dará el estatus de residir en uno de los mejores lugares de Lima. Sem Yazza le inquirió por el otro motivo, Aldo Gutiérrez le contestó; cuando era adolescente tuve una enamorada a la que quise mucho; aún puedo recordar que estudiábamos en la biblioteca, y después paseábamos abrazados por aquél bellísimo lugar, dábamos de comer a los peces y patos, cuando los había, la gente caminando alrededor, los jardines llenos de flores, aquellas bancas que nos acogían en nuestros momentos de romance, mientras contemplábamos los ancestrales y hermosos árboles de olivo con sus ramas que daban inmensas sombras... ¡Perdón, me fui en un lindo viaje hacia el pasado! Sem Yazza le extendió la mano; ni se preocupe.
—A la orden señor Gutiérrez. ¿Te puedo llamar Aldo?
—Claro, hasta luego señor Yazza.
—Dime Sem, a secas. Y, vamos Aldo, tú sabes..., cualquier cosa que necesites cuenta conmigo.
—¡Claro!¡Nos vemos... Sem!
El periodista va saliendo del edificio; Jessica se va a sentir muy orgullosa. Este reportaje saldrá justo para nuestro tercer aniversario de bodas.
De regreso en la oficina del periódico
Un auto sedán de
color azul, que transita por el centro de Lima, baja la velocidad al llegar a
la cuadra seis del jirón Camaná, y entra a los estacionamientos en la planta
baja del edificio El Cóndor, donde se aprecia un inmenso letrero sobre el
último piso, el octavo, que dice: Diario El Universo. Aldo pasa por la puerta
que separa el garaje con el primer piso. La corbata roja parece más una soga de
cadalso con nudo colgando a la altura de su esternón. Tira el saco sobre el
asiento trasero del auto; tiene en su mano derecha un maletín marrón, aquel que
le regaló Jessica, su esposa, antes de que se casaran; en la izquierda una
botella tamaño familiar de una bebida gaseosa, sin tapa y con el contenido por
la mitad; al llegar al elevador encuentra una nota escrita a mano pegada con
cinta aislante negra sobre la compuerta metálica que dice: ¡Ascensor
descompuesto! ¡Sírvanse pagar sus cuotas de mantenimiento! Firmado: La
administración.
¡¡¡¿Qué, tengo que
subir por las escaleras hasta el octavo piso?!!!
El señor Jorge
Escobedo, jefe de redacción, pregunta a Viviana, su secretaria, ¿qué pasó con
Aldo, no que había llegado hace veinte minutos? Ella le explica que debía de
estar subiendo por las escaleras. ¡Mire jefe, aquí viene entrando! Viviana se
acerca al recién llegado; te llama el señor Escobedo dice que vayas ahorita.
Dile que se espere, ¡no ves que traigo un pulmón en cada mano!
La hora de
almuerzo
Aldo llega casi a
rastras hasta su oficina, tira una botella vacía en el tacho junto a su
escritorio, y se arranca la corbata roja dejándola sobre un gavetero metálico,
cuando la secretaria ingresa a su oficina;
—¡Aldo, el jefe
está esperándote! Ya ha pasado casi media hora desde que llegaste al edificio.
—Nomás voy al
comedor me compro una botella de agua y regreso a verlo —dice mientras sale
presuroso de su oficina—. Dile que iré en un ratito.
—Oye se va a
enojar. Y acuérdate de tu dieta. ¡Jessica preocupada, y tú como si nada!
Aldo va por el
pasillo que lleva a la cocina de los empleados, en su rostro se observa el ceño
fruncido; y qué carajos quiere mi mujer, no me voy a morir de hambre, me puede
dar cualquier cosa qué sé yo un desmayo, a lo mejor una bajada de presión.
Bueno, ya son las once y media de la mañana. Aquí en la refrigeradora están mis
tamalitos salvavidas.
Viviana toca la
puerta del jefe avisándole que Aldo iba a entrar. ¡Señor Gutiérrez, por último,
decidió aparecer! Ya sentados conversan sobre la esperada entrevista. Cuando el
jefe presiona el botón de la grabadora para escuchar la grabación, se percata
de que solo se oye la voz de Aldo, en cambio, ninguna palabra de Sem Yazza ha
quedado registrada, en su lugar tan solo se escuchan unos sonidos extraños,
parecidos al ruido de la estática.
Entonces Gutiérrez, ¿de dónde proviene ese
ruido? ¡¡¡Usted tenía que revisar las baterías!!! Aldo apenas atina a
responder; ¡jefe, las saqué de un paquete nuevo! ¡Escuche usted, mi voz está
muy clara! Afuera del despacho solo se podía oír los desaforados gritos del
señor Escobedo. La historia hubo que
hacerla con base en lo poco que el hombre de prensa había tomado atención
durante la entrevista. El resultado devino en un mutilado artículo de prensa,
respecto a lo que debió ser un reportaje de gran relevancia. Fue desechado por
el directorio del medio informativo. Era el primer gran tropiezo en la
ascendente carrera del joven periodista. En las semanas sucesivas las cosas
fueron cambiando en la oficina del periódico. Jorge Escobedo en forma repentina
falleció de un ataque cardíaco. Lo encontraron en la sala de su casa donde
vivía solo él desde dos décadas atrás. Fue la señora que hacía la limpieza
quien lo halló exánime en su silla reclinable. Decía la dama que el occiso
mostraba los ojos desorbitados, la boca abierta como si hubiese gritado por un
inmenso dolor, dijo que la expresión de su rostro era horrorosa. El examen de
necropsia no mostró indicio de violencia alguna. Por esos días nombraban a Aldo
Gutiérrez como el nuevo jefe interino de edición. Estaba instalándose en la que
fue la oficina del señor Jorge Enciso, cuando Viviana le hizo saber que había
una llamada de la compañía Urbaniza; al contestar resultó ser la empresa
inmobiliaria recomendada por Sem Yazza, con la que en algún momento Aldo
había llegado a contactarse, quienes le confirmaban que habían encontrado una
casa en el Bosque El Olivar recién colocada en el mercado. Después de algunos
gritos eufóricos, y con el aliento recobrado, el editor en jefe interino
concertaba la cita para ir con su esposa para ir a conocer aquella propiedad
ofertada, la cita era para dentro de dos días más, el sábado a las diez de la
mañana.
En pocas semanas
se firmaron los documentos respectivos. Los Gutiérrez pudieron mudarse a su
casa en la Calle Los Olivos novecientos noventa y nueve. Lo único que no le
gustó a Jessica fue que la placa de la dirección estaba rajada, unas feas
brechas parecían formar una rústica letra te; Aldo le prometió que la
cambiaría. Al día siguiente de la mudanza Aldo recibió un mensaje de texto cuya
procedencia era de un número privado, decía ser Sem Yazza, «Fue un buen
negocio para ambas partes. Felicitaciones». Los meses pasaron, la familia Gutiérrez
disfrutaba de su nueva casa y del hermoso vecindario. Jessica, periodista de
espectáculos, siempre acicalada y teniendo cuidado con su físico, pues asistía
al gimnasio tres veces por semana; ella no aparentaba sus treinta años, él, en
cambio, descuidando su peso parecía un hombre obeso de cuarenta años.
Viviendo en el
Bosque El Olivar
Con tantas ganas
de seguir durmiendo, y tiene que sonar la alarma, ¿de qué sonríe mi esposa?
—¡Ya Aldo
levántate son las seis! —dice Jessica jalando las frazadas— Tienes que salir a
correr, al menos a caminar, siquiera hasta la esquina del parque.
Aldo se levanta y
sin decir palabra abre las cortinas blancas de las ventanas que están hacia la
derecha de la habitación; bien decía mi padre que cuando me case nunca elija el
lado de la cama cercano a la puerta del cuarto, o sería el primero en
levantarme ante cualquier pesadilla de los hijos, o cualquier emergencia
durante la noche. ¡Oh ya llegó el panadero! El viejo triciclo negro cargando el
inmenso depósito blanco donde lleva los panes, que seguramente irían dejando a
su paso el aroma de pan horneado. El joven repartidor de la panificadora le
hace una seña cómplice que Aldo entiende y asiente en forma discreta con la
cabeza: el humilde y joven repartidor le muestra los diez dedos extendidos de
sus manos, y luego le enseña dos dedos más. La docena de panes franceses son
dejados en el buzón del correo.
—Bueno, bueno,
Jessica, ya estoy en pie —contesta, a la vez que se calza sus chalupas—. Te
resulta fácil decir: ¡anda, corre, has!, al menos deberías prepararme un
sándwich, un juguito, mi calentadito. —Cariño, no puedes comer todo eso antes
de hacer ejercicios. Mira que hoy empiezas con tu rutina de dieta y aeróbicos
—afirma la esposa—, además, lo puedes vomitar; ya sabes que estás con
sobrepeso, alto nivel de colesterol y azúcar; el doctor dice que puedes tener
un ataque cardíaco.
Aldo menea la
cabeza, entra al baño y cierra la puerta con fuerza; esta mujer ya me tiene
cansado, no entiende cuánto necesito las proteínas para desarrollar mi
musculatura. Y me tiene hasta el copete con que no soy un creyente, y si me
muero estaré fuera de «la gracia de Dios». Puras babosadas. Cuando nos
conocimos, allá en la Universidad Católica todo era diferente, tan alegre ella
en la facultad, bueno, siempre vestía muy puritana, apenas se pintaba; pero no
me jodía como ahora. Mejor me visto con la ropa deportiva que me regaló en la
navidad pasada, nunca la usé. Creo que por primera vez voy a salir a correr, de
lo contrario me va a estar aburriendo con ir a la iglesia, que si me muero me
voy a ir al infierno por la eternidad, al lago de azufre. Ja, ja, ja; como les
lavan la cabeza. Aldo al terminar de miccionar, jala la palanca del inodoro y
sale del cuarto de baño.
—Jessica, solo
tengo que bajar un poquito, casi todo mi peso es por mi musculatura —afirma
mientras sume la barriga mirándose al espejo y tensa sus brazos—. Tengo bien
definidos los bíceps.
—¡Perdona gordito,
pero los únicos músculos que tienes bien formados son los de las mandíbulas!
Tus niveles de triglicéridos y colesterol tienen más dígitos que nuestra cuenta
bancaria. Debes que cuidarte mi amor, por favor.
—¡¡¡No me llames
gordito!!! —contesta y sale de la habitación—. ¡Sí voy a ir a correr!
Aldo llega a la
cocina, abre la refrigeradora, voltea el rostro hacia la puerta, entonces muy
rápido abre el cajón de verduras y remueve las bolsas que contiene choclos,
lechugas, otra con una coliflor por la mitad, y saca el último paquete, lo abre
y escoge dos tamales; pone todos los vegetales en su lugar, envuelve en papel
toalla su furtivo alimento y lo pone detrás de la refrigeradora. Al regresar a
la habitación matrimonial oye a Jessica cantando en inglés con la radio a todo
volumen. Ella escucha que golpean la puerta, cierra la regadera, se aproxima a
la radio y baja el volumen, con su mano derecha remueve el vaho que cubre el
espejo;
—Jessica, ¿dónde
está mi ropa de deporte, la que me compraste, la nueva?
—¡Vas a salir a
correr, que bueno; estoy muy orgullosa de ti! —le contesta mientras apenas se
cubre con su bata blanca—. Deja que te la paso.
Él observa a su
esposa casi trastabillando con las sandalias rojas húmedas, y entra casi
trotando al closet, luego de un par de minutos trae consigo una camiseta, al
lado un pantalón corto, y debajo de ellos, en el piso, una caja conteniendo un
par de zapatillas blancas. Aldo se toca la barriga; sí, yo creo que debo de
tener cuidado con este peso del infierno. Empieza a vestirse cuando se le oye
gritar: ¡Jessica este pantalón corto está muy apretado, no me voy a poder tirar
ni un pedo!, y esta camiseta amarilla exagera el tamaño de mi barriga, el rollo
de mi cintura parece ser un flotador de patito, pero sin cabeza. Molesto mira
hacia el cielo raso de la habitación; aún recuerdo el último día de mi papá en
el hospital. Estaba conectado a esa máquina de oxígeno, fue tan claro cuando me
dijo; que disfrutara de mi tiempo haciendo lo que yo quisiera, lo que me
gustara, pues la vida es solo una, después no hay nada, ni cielo ni infierno,
que por eso él fumó toda su vida, luego repitió por última vez que de nada se
arrepentía. Y se murió papá. ¡Bien, papá! Aldo toma las llaves de la casa y el
celular, se los pone en el apretado bolsillo, luego de recoger los panes que
fueron dejados en la caja del correo de la casa, los esconde junto a los
tamales, separando solo dos. Saca del gabinete para herramientas, junto a la
puerta que da al patio, una lata de bebida gaseosa, y sale raudo por la puerta
principal, camina por la acera hacia la derecha, cuando escucha levantándose la
puerta del garaje de su casa, es Jessica saliendo en retroceso con su auto, él
tira el fiambre con la bebida junto a unas plantas de la casa de al lado;
Jessica va apareciendo en su auto rojo en reversa, el mufle emite los gases,
Aldo suda de manera profusa;
—¡Amor vas
regresando!, está bien para empezar, al menos diez minutos —dice y extiende sus
brazos—. Dame mi beso. Te dejé en la mesa una rodaja de pan integral, algo de
atún, sin sal, y café simple en tu taza celeste.
—Sí, sí, eh..., ya
estaba regresando —contesta besándola y secándose el sudor—, y gracias por
prepararme el desayuno. Nos vemos.
Aldo entra a su
casa rescatando primero su delicioso tesoro recuperado del jardín contiguo. Va
de regreso a la cocina y mira sonriendo el desayuno sobre la mesa, camina hasta
la refrigeradora y riéndose a carcajadas observa la foto de Jessica y vocifera:
¡¡¡A mí con desayunos de supervivencia!!! Sabes qué, en el comedor de la
oficina tengo mis tamalitos por paquetes, eso para los desayunos, pizza en
porciones para los almuerzos, les quito un poquito del aceite con una
servilleta, solo poquitito sino se va el sabor, así que mamita me río de tus
dietas y ejercicios, te la creíste hoy que yo venía de correr, sonsa...,
santita te crees, hasta que conocí en el periódico a tu amiga Ana, la de tu
colegio Villa María, dice que juntas fumaron alguna vez marihuana, ¡ja!, la
risa estruendosa de Aldo se fue cortando conforme empezó a escuchar un sonido
distante, agudo; se quedó inmóvil hasta que pudo percibir bien;
—¡¡¡Aló, Aldo, te estoy escuchando por tu
celular, torpe!!! —vociferaba Jessica—. Sabes, te tengo una mala noticia y otra
buena.
Para Aldo parecía
que la tierra se abría debajo de él, se colocó el celular junto a su oreja,
Jessica continuó diciéndole que primero que nada lo había escuchado desde
cuando dijo: A mí con desayunos...; Aldo sacude de forma frenética los dedos de
su mano izquierda, y le pregunta; entonces dime cuál es la buena noticia; ella
le replica que esa fue la buena; la mala Aldo es que vamos a divorciarnos, a
menos que empieces desde ahorita a tomar tu medicina recetada, cambies tus
malos hábitos alimenticios, y desde este domingo vayas conmigo a la iglesia;
¡¡¡¿Está claro?!!! Aldo gesticula, llora, sigue hablando por teléfono, se
arrodilla, besa el celular, tiene la mano derecha levantada en formal señal de
juramento. Al darse cuenta de que su esposa cortó la llamada, se seca las
lágrimas y mocos con su camiseta amarilla. Mira su reloj y corre al baño.
Cuando termina de ducharse, se empieza a rasurar en frente del espejo; Bueno,
la dieta me va a ayudar, por otro lado, solía gustarme hacer ejercicios, pero,
la iglesia y su cantaleta de recibir la salvación: ¡eso nunca! Aunque, tal vez
cuando esté viejito, a eso de los ochenta años..., quizá, por si acaso.
Entonces abre uno de los cajones de la cómoda, luego otro, uno más. Toma su
teléfono se para a un lado de la ventana y marca; aló, Jessica, ¿dónde está mi
pantalón marrón, el nuevo, el de mi nueva talla cuarenta? Ella le inquiere en
tono firme si estaba gritándole.
—No amorcito es
que no lo encuentro.
—Aldo no eres
talla cuarenta, sino cuarenta y dos. Ayer lo usaste por primera vez y se te
descoció el fundillo, tenemos que ir a comprarte ropa urgente.
—Está bien
amorcito, solo que..., ¡¡¡ayayay mi pecho, que dolor!!! ¿Aló? ¿Jessica? ¿Aló?
¿Me cortó? ¿Quién se ha creído? Todo está oscuro... ¿Hay eclipse hoy? Esos
gritos..., ¡apesta a azufre!
Aldo avanza y
escucha una voz, ¡es su propia voz que retumba!
—«...hubiese dado
mi alma por conseguir una casa allí..., hasta que se muera el viejo...».
—¡Ese fue el trato
que refrendaste con tu boca! Estúpido, nunca te percataste que la placa de tu
casa tenía los números del registro, pero si la volteabas hubieras notado el
número: seis, seis, seis, y verías una cruz invertida, en honor a mi señor
Belcebú. Me divertí jugando contigo. Aldo, mi nombre real es de una sola
palabra: Semyazza, soy uno de los ángeles expulsados de los cielos. Yo
sirvo al príncipe del mundo, con quien acordaste un pacto, «Fue un buen negocio
para ambas partes» ¿Recuerdas? ¡¡¡Ahora es tiempo de pagar,
ven!!!
—¡No! ¡No!, por favor; me voy a poner a dieta..., haré ejercicios..., tomaré la medicina..., sí iré a la iglesia y recibiré la salvación...
Al coro sin final de horripilantes aullidos se incorporaron los gritos destemplados de Aldo Gutiérrez.