viernes, 26 de agosto de 2016

La nada

Nancy Oviedo


Las noches quietas en el hotel de paso tuvieron en Noemí el efecto contrario al descanso. Cada vez al cerrar los ojos su sueño se estrellaba con la realidad.  
Desde que huyó con Efrén con la torpe y constante ilusión de que el amor todo lo puede no podía dormir, le asaltaba la incertidumbre del mañana que no era más que un callado arrepentimiento del ayer y un miedo a la soledad que la mantenía paralizada.
–¿Tons qué, te vas conmigo? –preguntó Efrén mientras jugueteaba con la flama de un encendedor.
Noemí evaluó las posibilidades que podría tener con un hombre como Efrén que al menos
no le había pegado en los cuatro meses que tenían de novios ni siquiera cuando se negó a darle tan esperada prueba de amor a la semana de conocerlo.
Pa´que vea que la quiero de verás, me aguanto –sentenció Efrén a la puerta del motel.
Todos los días representaban una rutina inalterable entre el metro y la caminata hasta la zapatería donde trabajaba como dependienta, pero ese jueves las manifestaciones de los maestros llenaron el centro de policías. Los comercios decidieron cerrar, Noemí no pensó más que en ir a su casa, un cuarto en la colonia Portales. Notó que el camino iluminado todavía por la luz del día le resultaba extraño, ella misma se sintió distinta. Al pasar por La Alameda, se detuvo a comprar un elote, se sentó frente a la fuente de Tritón, cerró los ojos, escuchó el correr del agua y recordó el río junto a su casa en la sierra de Oaxaca, el pecho se le llenó de aire apestoso a nostalgia que no pudo sacar. El sonido de unos tambores la empujó a ocupar su lugar en la realidad. A lo lejos un grupo tocaba cumbia, Noemí se acercó, miró fijamente los pies de los bailarines, le parecía que volaban, quiso participar, levantó la mirada, pero entre el montón de parejas se supo sola, se asumió invisible. Un grupo de hombres vestidos de pachucos corrió hacía la pista tirándola al suelo, el contenido de su bolsa cayó al suelo, se apresuró a recogerlo cuando unos zapatos de punta blanca se acercaron hasta ella.
–¿Está bien, señorita? –preguntó Efrén mientras le extendía la mano para ayudarla a levantar. No era la primera vez que alguien la llamaban señorita, pero sí la primera que alguien lo pronunciaba con dedicación, sin ningún rastro de menosprecio, sin intención de anularla. Noemí levantó la cabeza, el sol brillaba a las espaldas de Efrén y su imagen se convirtió en la de un santo, un salvador. Noemí reparó en las manos de Efrén: lisas, suaves, grandes, viriles.
–Gracias, señor.
Tomó su bolsa, se dio la vuelta, pero Efrén la detuvo.
–¡No, se vaya! ¿Quiere bailar?
Efrén le ofreció el brazo, Noemí sonrió y se entregó. Después de bailar, Efrén la acompañó hasta el metro, ahí se despidieron con un primer beso que sellaba una relación complice de ilusiones y mentiras.
–¿Ya tiene novio, mija? –le preguntaba su madre cada semana que hablaba con ella.
Noemí respondía que no.
–Es mejor que consigas un buen hombre porque si no, serás la nada pura.
Noemí no entendió lo que su madre quiso decir, pero sabía que si se iba con Efrén su destino sería diferente al de su madre al lado de un indio oaxaqueño prieto y bueno para nada, no ella no. Efrén era blanco tenía el cabello claro, ondulado.  Viajaron doce horas por carretera desde Toluca a Zapopan. Noemí no durmió, miró cada centímetro que avanzaba y en él dejaba un poco de su vida pasada, aquella en la que era tratada como la indita por sus marcados rasgos indígenas.
–Si te vas conmigo, te doy lo que quieras –dijo Efrén.
–Quiero operarme la nariz –respondió Noemí.
Efrén era un hombre de palabra, no se rajaría. Noemí siempre se comportó como miembro selecto de la aristocracia, pero su mal uso de la gramática, su ropa sencilla y ese incansable esfuerzo por ocultar su ascendencia indígena con maquillaje y tinte hicieron que Efrén se enamorara de ella porque a pesar de todo era lo único autentico que parecía existir en su vida, su esfuerzo por dejar de ser, ese esfuerzo que a Efrén le merecía respeto. Las mentiras de uno se cubrían, se disculpaban con las del otro, los hacía cómplices. Su pasado de presidiario y su reciente profesión como estafador lo habían llevado a la necesidad de cambiar de aires. Antes de llegar a Zapopan pararon en un restaurante modesto, Efrén bebió solo dos cerveza, Noemí pidió whisky, pero al probarlo no pudo ocultar su gesto de desagrado. En la rocola tocaba Casas de madera de Ramón Ayala, Noemí canturreaba. Media hora más tarde llegaron a Zapopan. Efrén eligió un motel en el que solo podían permanecer doce horas, lo que significaba que tenían que salir cada mañana y registrarse nuevamente por la noche. Efrén salía a trabajar, Noemí vagaba por las colonias cercanas con su maleta hasta pasadas las diez de la noche que pudieran ingresar a la habitación. Miraba las casas, se imaginaba viviendo en una de ellas, con su nariz nueva, su cabello corto corriendo hacía la reja para recibir a Efrén, todo cambiaría tan pronto Efrén tuviera trabajo, le operaría la nariz. Un día mientras  Noemí caminaba por el vecindario una señora la llamó, a través de la reja le entregó una bolsa con comida, ropa vieja y una manzana, mas que un acto de generosidad fue un recordatorio de desprecio, Noemí vació el contenido junto a la puerta y se fue. Sintió su entre pierna mojada, entró a un baño público y se dio cuenta que había pasado un mes desde que había escapado con Efrén, un mes en el que su nariz seguía ancha, deforme en su rostro, se sintió traicionada, derrotada ¿qué tenía junto a Efrén? no encontró el valor para responderse ¿y si lo dejaba? no tenía a donde ir, estaría sola, se convertiría en nada.  Fue directo al motel, pero no pudo entrar. La entraba estaba acordonada, unos paramédicos transportaban a un hombre con el estomago manchado de sangre. Noemí sintió que los ojos muertos de ese hombre se clavaban en los de ella, juzgándola, condenándola. En un rincón una chica lloraba descontrolada, estaba sola, desnuda, Noemí se miró en aquella chica ¿En qué trabajaba Efrén? ¿Por qué estaban en un motel? ¿Por qué la dejaba sola? ¿Cuál era el apellido del hombre con el que compartía la cama? ¿Qué haría si por alguna razón Efrén no volviera esa noche? Seguramente estaría como esa chica, no, esa no sería ella, nunca. Después de varias horas Efrén llegó, todo el alboroto había pasado, Noemí se quedó dormida en el sillón de la entrada. Efrén la movió con el pie para despertarla.
–¿Dónde está? –preguntó Noemí al encargado señalando el rincón.
–Pinches putas –masculló el tipo sin dar más detalles.
Efrén pagó, ambos caminaron en silencio hacía la habitación. Efrén fue directo a la regadera.
–¡Hoy nos fue chingón, chaparra! –gritó Efrén desde el baño.
Noemí recordó cómo conoció a Efrén, quiso recuperar cada detalle, no pudo. Efrén salió del baño con la toalla amarrada a la cintura y un bulto en la mano y lo puso en el bote de basura del pasillo.
–Cierra los ojos –dijo Efrén mientras colocaba en el cuello de Noemí un collar de perlas– ¿A poco no está chingón?
Noemí se levantó para mirarse en el espejo, Efrén la abrazó por detrás, apretándole los pechos, comenzó a besarla, Noemí quiso quitarse el collar.
–¡No te lo quites! –pidió Efrén borracho de pasión.
–Mi nariz –protestó Noemí.
Efrén la tomó del pelo, la besó, ahogando cualquier reclamo. Noemí cerró los ojos olvidó sus dudas, se entregó como cada noche, aunque esa noche pensaba en la imagen de la chica desnuda, el muerto, las palabras del portero del hotel: pinches putas ¿Soy una puta? se preguntó, no ellas lo hacen por dinero, yo lo quiero. Después del sexo Efrén se quedó dormido, Noemí solo cerró los ojos, pero el collar le picaba, se levantó para colocarlo en el tocador, se miró la nariz otra vez, cubrío el espejo con una toalla. Tomó la cartera de Efrén, cuidadosamente despegó el velcro para no despertarlo, la identificación con la fotografía del hombre que llevaban los paramédicos cayó al suelo, estaba manchada de sangre, se acercó a Efrén, metió despacio la mano debajo de la almohada, encontró una pistola. Decidida tomó el dinero de la cartera, el collar y abrió la puerta.
–¿A dónde vas? –preguntó Efrén adormilado.
–Por agua – respondió Noemí.
Lo miró por última vez con aquella sonrisa de lado. Se dio la vuelta, Efrén volvió a dormir. Salió a la calle, parecía tan ancha, miró en ambas direcciones, volteó hacía el mostrador, el encargado roncaba en su silla. Apretó el fajo de billetes con la esperanza de borrar de su rostro la marca de su raza. Se soltó el cabello, caminó segura de que sería puta, ladrona, sería nada pura pero no india.

jueves, 25 de agosto de 2016

Obituario

Mario César Ríos Barrientos


Edmundo Gallegos llevaba una vida tranquila al lado de Liz, su hija, en el pequeño apartamento de la avenida San Martín en Barranco. Una mañana calurosa de enero, a ella le preocupó encontrar a su padre sobresaltado con el café a medio terminar y el diario “La República” abierto sobre la mesa en la sección de obituarios, donde se leía:

El día de ayer, jueves veinticinco de enero a las 3:45 hrs., falleció Juan Pardo Ventocilla, a la edad de cincuenticinco años, rodeado del afecto de sus amigos y sus seres queridos.

Quienes lo conocimos y nos preciamos de ser amigos suyos reconocemos su destacada contribución a la comunidad como difusor de los más excelsos valores cristianos, su solidaridad con los más necesitados y su amor por Gabriela.

Los restos serán velados en el velatorio de la Iglesia “Sagrado Corazón de Jesús de La Punta Callao”, a partir de las 18:00 hrs. del 27 de febrero del 2015.
Descansa en Paz, mi buen amigo. 
Ricardo Eléspuru Benítez.

—No me avisó nada el desgraciado de tu tío Ricardo, Licita. Tengo que enterarme por los diarios —le dijo con tristeza Edmundo a su hija.

—¡Ayy pa!, pero si ustedes no se hablan al menos desde hace diez años, poco después de la muerte de mamá. Pobre don Juancito, nunca lo conocí mucho, ¿eran ustedes muy unidos, no es cierto? —preguntó Liz queriendo consolarle y acariciando su cabello.

Juan Pardo, Ricardo Eléspuru y Edmundo Gallegos se conocieron desde niños en El Callao. Ellos pertenecían a antiguas familias punteñas dedicadas a la logística portuaria y aduanera. Hacia el verano de 1980, cuando los amigos bordeaban los veinte años, a don Jorge Pardo se le ocurrió encargarle a su hijo Juan una responsabilidad administrativa de segundo orden en su almacén. Al empresario le gustó la idea de Juan de contratar a Edmundo y Ricardo, hijos de amigos y socios suyos en el Yacht Club del cual era Comodoro desde hacía una década.

Se equivocó Jorge Pardo cuando pensó que el desafío de la responsabilidad laboral conseguiría hacer madurar a su joven hijo y forjaría su carácter. Los muchachos convirtieron el almacén en poco tiempo en centro de festividades de fines de semana donde convergían fulbito, ron, música disco y sexo con prostitutas del lugar. Hasta que un día apareció Gabriela en sus vidas.

Ella era de Huánuco y llegó un día a casa de sus padres a través de Belén, la empleada doméstica cuarentona. En vacaciones de fin de año por Huánuco, la mujer conoció a Gabriela, una joven de linda cara y cabello castaño, de paso por la peluquería de Dora en Yarowilca.  

¿Me llevas a Lima madrecita? No tengo donde llegar, no conozco a nadie allí, si me llevas contigo te ayudaré en lo que me pidas, soy mujer agradecida le rogaba la jovencita a Belén quien llevaba una larga charla con Dora sobre lo increíble que era Lima.

—¿Y para qué quieres ir mi niña? ¿Qué harías tú allí? —preguntó la mujer a la graciosa jovencita.

La chica que cachueleaba transcribiendo en máquina de escribir trabajos universitarios había ido a entregar un trabajo sobre agroforestería para la hija de la peluquera. Gabriela insistió hasta convencerla. Sus padres eran un comerciante italiano y una nativa del pueblo Yanesha quienes murieron en un accidente de bus cuando viajaban a Lima a vender artesanías producidas por miembros de la comunidad. La niña consiguió educarse con las remesas de sus parientes italianos y el apoyo de sus familiares indígenas.

Belén estaba dividida entre su miedo a su historia por la saladera que podría traer la niña y el buen augurio que podría traerle un comezón en su ojo derecho que le dio en la mañana antes de ir con Dora. En Yarowilca, la gente es así de supersticiosa. Al final decidió hacerle caso a su comezón y llamó a la señora Pardo para pedirle autorización y llevarla a Lima. Su patrona accedió.

Juan y Gabriela se conocieron en la cocina de Belén. En realidad, el joven reparó tarde en ella cuando un domingo, Belén vistió a Gabriela con ropa que la patrona le donó para ir a misa: blusa blanca y falda negra ceñida que hacía resaltar sus curvas.

—¿No quieres conocer mi almacén Gabrielita? —preguntó el muchacho canchero, viéndola contonear sus caderas de un lado a otro de la cocina

—¿Y eso que es joven Juan? —contestó la huanuqueña observándolo inquieto, alborotado. A ella le gustaba el efecto que su caminar grácil y elegante producía en la libido del joven, a quien dirigía por primera vez la palabra después de algunas semanas de vivir en el cuarto de servicio.  

—Es el negocio del cual soy Gerente General y pronto seré dueño —presumió Juan— Si quieres te puedo contratar como mi secretaria y así dejas de lavar estos trastes.

—¡Ay joven, que cosas dice usted! No juegue ofreciendo cosas que no puede dar. Por si acaso le digo que tengo formación de secretaria ejecutiva en Huánuco —le dijo la huanuqueña retándolo.

—¡Vaya, caja de sorpresas la niña! ¿Por qué no vienes el fin de semana y conoces el lugar? Hacemos una fiesta y así conoces al resto del personal —le dijo el mozuelo invitándola a una fiesta de carnavales el último sábado de aquel febrero.

Ese sábado a las diez de la noche, Juan y Gabriela llegaron en el auto del señor Pardo, un moderno Fiat SuperMirafiori del año ochenta. La penumbra de la entrada del almacén contrastaba con las luces altas de neón que iluminaban el escenario de la fiesta. Se distinguían el equipo de sonido marca Pioneer 3 en 1 con tornamesa, Radio FM/AM y casetera; y los fiesteros: Edmundo y Ricardo acompañados de Victoria y Ana, dos chicas del “Day and Night”, un night club recién inaugurado en los alrededores de ENAPU reclutadas por los amigos de Juan para la fiesta.

Victoria y Ana, nombres de batalla de mujeres que te prodigaban amor por cien soles y se olvidaban de ti al día siguiente, no pueden compararse con la coquetería provinciana de Gabriela —pensó Juan quien tenía del brazo a la muchacha.

¡Qué facha la de estas mujeres! Santas no son, más bien parecen putonas, aquí no me voy a quedar mucho rato, ¿pero cómo haré para convencer al Juan de irnos? —reflexionaba Gabriela.

—¡Bien Juancho! ¡Qué belleza has traído a la fiesta! ¿Cómo estás linda? ¡Bienvenida al Castillo Pardo! —exclamó eufórico Ricardo.

—Hola, soy Edmundo, y ellas Victoria y Ana, vamos a pasarla muy bien —dijo Edmundo saludando.

La huanuqueña recibió pasmada los besos en las mejillas y abrazos de bienvenida, prácticamente en estado de shock. A los minutos, el ambiente se cargó de lujuria, las mujeres del night club empezaron a moverse insinuantes al ritmo de salsa de “El Gran Combo” bailando con los anfitriones. Victoria con Ricardo, Ana con Edmundo; al poco rato, Victoria con Edmundo, Ricardo con Ana; intercambiando parejas, rozándose los cuerpos, magreándose con las visitadoras por encima de las ropas. A ritmo de salsa, la huanuqueña estaba tomada por la cintura desde atrás por Juan, tomándose el quinto vaso de ron. Animada, ella le invitó a él a la improvisada pista de baile del almacén. Estaban solos, sus amigos habían se habían esfumado. Los sensuales movimientos de la huanuqueña excitaron al joven Pardo quien solo tenía experiencia sexual con prostitutas. La atrapó entre sus brazos bruscamente, ella se resistió, forcejearon y se separó de él empujando su pecho.

—Cholita de mierda, ¿Quién te crees que eres para rechazarme? —le gritó Juan y la tomó de los hombros sacudiéndola.

Gabriela lanzó un zarpazo arañándole la mejilla izquierda y Pardo le respondió con un empellón en el rostro que la lanzó sobre un montacargas ubicado al lado del equipo de sonido donde quedó quieta. Juan se quedó estupefacto, miró aterrado a sus amigos y a las mujeres del night club que habían salido de la oficina de despacho del almacén en paños menores por el ruido.

—¡He matado a Gabrielita! —aulló Juan.

—No seas bruto, sólo esta inconsciente, sigue respirando allí —dijo Edmundo para no preocuparlo.

Ricardo Eléspuru despachó a las muchachas y les dijo que las llamarían otro día, ahora debían encargarse de Gabriela, las mujeres se quedaron refunfuñando por la paga que al final les fue cancelada para que se vayan.  La muchacha tenía una respiración y un pulso debilísimos, la cargaron con cuidado hasta el auto de Juan y partieron velozmente hasta el Hospital Daniel Alcides Carrión del Callao.

El médico de turno ordenó que la enviarán a la unidad de cuidados intensivos (UCI) para darle la atención indispensable. En segundos la chica estaba conectada a máquinas para mantenerla con vida a través de mascarillas oronasales, un manguito para medir la presión arterial y suero endovenoso. Sobre la camilla de la UCI, Gabriela retornó a sus cinco años cuando viajaba feliz con sus padres a Arequipa, Lima y Trujillo. Se vio a sí misma en la comunidad indígena Yanesha con la abuela y tía peinándola mientras repasaba fotos de sus padres muertos y de la familia en Milán. ¿Algún día puedo ir a ese lindo lugar abuelita? Recordó a Belén negándose a llevarla inicialmente. Quizás tenía razón, no debí venir, tenía la saladera de mis papás conmigo. Luego, su mente trajo recuerdos recientes, Edmundo, Ricardo, las prostitutas riéndose de ella y Juan transformándose en demonio.  Convulsionó, la mente se fue poniendo en blanco y la vida se le fue yendo junto a los recuerdos.

—¿Familiar de Gabriela Candiotti? —exclamó la enfermera de turno.

Juan extendió el dedo índice hacia arriba y siguió a la enfermera en silencio hasta un tópico donde lo esperaba el médico. Allí mientras el doctor de emergencias le explicaba que la causa del deceso era un edema cerebral que produjo finalmente un paro cardiorrespiratorio, el muchacho veía como su vida se derrumbaba. Estaba muerto de miedo.

—Entonces debe coordinar usted la entrega del cuerpo con el doctor Juárez o el médico forense de turno en la morgue, luego de la necropsia ¿Me dijo que la señorita no tiene familia en Lima? Debe comunicarse con ellos de inmediato, ya le explicarán, buenas tardes —dijo el médico, despidiéndose.

Juan Pardo caminó como un zombie hasta el teléfono público en el hospital del piso donde se encontraba y llamó a su padre contándole groso modo los sucesos. Media hora después, Jorge Pardo llegó al hospital con el abogado Alejandro Guessi, uno de los más importantes de Lima. El joven Pardo se echó sobre el pecho del papá susurrando entre sollozos que mató sin querer a la chica.

—Shhh, ya deja de hablar idioteces, no mataste a nadie, ella se resbaló mientras bailaba en la fiesta porque estaba borracha, ¿entiendes? El doctor Guessi conversará con el médico forense y alejará a la policía de este asunto. No es bueno que se queden tú o tus amigos por aquí, menos con esa marca que tienes en la cara. Así que vete —ordenó el padre de Juan.

Jorge Pardo le pidió a Belén ubicar y traer a la tía y abuela de Gabriela Candiotti. Ellas nunca habían viajado a Lima antes de aquella ocasión. No entendían que había sucedido con la Gabrielita, lloraron todo el viaje de bus. Guessi se encargó de explicar a la familia las circunstancias de la desgracia, cómo fue que se resbaló la chica y cayó sobre el aparato en el almacén. El cadáver fue retirado y los gastos del traslado y entierro en Yarowilca fueron sufragados por los Pardo con una indemnización de dos mil soles.

La vida después de ese verano del año ochenta fue un infierno para Juan y sus amigos. Todo el año siguiente, al menos una vez a la semana Juan llamaba a sus amigos para trasladarle sus miedos. ¿Y si la familia de la indiecita se aleona y se asesora mejor y busca un buen abogado, uno mejor que Guessi? ¿Y si las putas hablan? ¿Las volviste a ver Edmundo? No se te ocurra volver a verlas ¿Y si se enteraron por algún medio y nos quieren chantajear? ¿Y si Belén sospecha? Ella ya no me habla y siempre anda mal encarada conmigo. Los muchachos salían poco de sus casas luego de ser despedidos del almacén de Jorge Pardo.

A Juan se le ocurrió hacerle una misa por el año de fallecimiento. Cómo no se me ocurrió hacerle una misa a los días de su muerte y le publicaba también un obituario en su honor. Quizás me sentiría mejor y mi vida tendría un poco de paz. Aunque quizás mi padre pensara que había enloquecido definitivamente. Creo que ya lo piensa cuando me obliga a visitar al psiquiatra que me agobia con tantas pastillas, pensaba el joven Pardo.

La misa fue un éxito, los cánticos religiosos preciosos, toda gente muy buena. Juan hasta se sintió con confianza para confesarse con el cura de la parroquia acerca de aquel confuso incidente donde falleció la empleada de sus padres luego de resbalar en el almacén y sobre lo cual se sentía responsable. El padre le dijo que no se atribule tanto por aquel accidente funesto y le concedió el perdón en nombre del señor para darle algo de paz al muchacho. Pero, ¿por qué no alcanzo a sentir mi alma llena de gracia y alegría, quizás eso viene después, con algún efecto retardado, pensaba Pardo.

—¿Vienes a la chocolatada de navidad de la parroquia? —preguntaba Juan Pardo a sus amigos al año siguiente y luego el siguiente y así, esperando un día alcanzar la gracia y alegría.

—¿Irás a la misa de Gabriela? —inquiría Juan Pardo cada fin de febrero a sus amigos sin obtener gracia o alegría. Al contrario, Edmundo y Ricardo se iban alejando más, buscando no seguir atados a ese feo recuerdo.

Los amigos hicieron sus propias vidas y se mudaron de La Punta y dejaron de comunicarse con Juan. Los años pasaron y un maduro Juan Pardo que ahora vivía de la herencia de los padres se vinculó más fuertemente a las actividades parroquiales. Además, Belén se quedó con él para recordarle a Gabriela y la misión que le dejó en la vida: El servicio al prójimo. Pero nada de eso hacía que sintiera ese estado de gracia y alegría prometido. Cuando creía que lo conseguía se instalaba a la velocidad de un rayo el recuerdo de Gabriela desplomándose sobre el montacargas impulsada por su empellón.

—Señor padre, señor padre, que Dios me perdone, yo maté a Gabrielita, yo la maté —le dijo Juan Pardo en el confesionario al cura el último sábado de febrero.

—Desvarías hijo mío, han pasado casi treintaicinco años de esa desgracia. Conozco bien la historia de boca de Belén, de tus amigos, de tus propios padres, ya déjate de hablar tonteras, no matas una mosca tú. Igual, te absuelvo de cualquier pecado que creas haber podido cometer —le dijo el sacerdote y lo santiguó.

Aquella noche, el señor Pardo juntó en un pote una treintena de pastillas de barbitúricos indicado por su psiquiatra que había dejado de ingerir. Nunca las tiraba, las acumulaba pensando que le serían útiles para poder viajar e irse con Gabriela algún día. Esto pensaba en realidad desde hace mucho, pero no compartía sus pensamientos con nadie, ni a Belén, ni a Edmundo o Ricardo, mucho menos al cura, ese no era un asunto del confesionario, era entre Gabriela y él.

Juan Pardo, llamó a Edmundo para que lo recoja el día siguiente, escribió su propio obituario, tomó calmadamente una a una las treinta pastillas, se echó boca arriba, sonrío, cruzó los brazos como abrazándose a sí mismo y durmió bien pensando en ella. 

Mea Culpa

María Elena Rodríguez


"Purifica tus talentos de todo ego y disfrútalos, luego,
no te tomes este mundo en serio”.
Kenneth Wapnick


Otro día  que se coloca en  primera fila con su automóvil justo antes de las líneas marcadas para el cruce de peatones. Llega apenas se enciende la luz roja. Por suerte esta vez no olvida situarse en el extremo derecho, igual da si se ubica en el centro, las complicaciones se presentan cuando se para al lado izquierdo,  junto al poste del que cuelga el semáforo, a la calzada donde está el policía que controla el tránsito vehicular, el voceador de periódicos, la vendedora de limones, el adolescente malabarista, el joven que limpia los parabrisas, la mujer que vende agua embotellada. Algunas veces les complace con una compra o donación, a ella no le gusta la palabra «limosna». En realidad, es algo eventual, siempre está apurada. Si la luz roja le alcanza y le toca detenerse, arregla su cabello, se maquilla o desayuna, sí, desayuna; puede ser una fruta, un trozo de pan, galletas, un yogur. De lunes a viernes, antes de llegar al trabajo esa es su rutina. Nada más tiene un inconveniente: su vida apurada y su trayecto estresante es parte de ella. El problema aparece cuando olvida ubicarse al extremo derecho, y en medio de todos esos personajes, coincide con el delgado hombre de avanzada edad que viste una vieja y ajada ropa color blanco, tiene escaso cabello, piel cobriza, rostro curtido y cansado, con muletas, sin una pierna, de perturbadora mirada fija que le escruta y amedrenta. Él permanece parado frente a ella por leves segundos mientras extiende la agrietada  palma de su mano. Ese tiempo es eterno, instante en el que ella  tiene clara conciencia de los latidos de su corazón y su respiración. Cuando se le acerca «por una donación», ella nunca abre la ventana, enseguida voltea su cabeza; para fingir que no lo mira, se pone sus gafas negras, o se coloca en la oreja izquierda el dispositivo de manos libres de su móvil para simular una conversación en solitario con exagerada gestualidad.

—«Sí claro, desde luego, vete, vete, no me mires, no tengo dinero, ya vete, ya vete…».

Maya Cardoso, usualmente llega cinco minutos antes de la hora establecida para el  ingreso a su trabajo, eso siempre registra el reloj electrónico que marcan los empleados de la compañía de software donde labora como asistente informática. Está por cumplir los veinte y dos años, a los veinte, decidió dar un pequeño salto hacia una vida independiente, o casi independiente. Primera hija entre cuatro hermanos, arrendó a sus padres una de las dos pequeñas suites que acondicionaron en la terraza de su casa con miras a tener  dinero extra fruto de los alquileres. Maya  se comprometió en pagar a sus padres por vivir ahí, pero le fue difícil honrar su palabra, vive endeudada.

—Maya, la verdad, no es el dinero lo que nos importa, eres nuestra hija, el tema es que quisiéramos que seas seria con tus obligaciones.

Siempre antes de subir a la suite, Maya pasa por el piso de sus padres, toma de la refrigeradora  porciones de comida, y deja su ropa  para  que la laven y planchen.

—Maya, sería  que le hagas una revisión a tu auto, en cualquier momento se puede quedar en la calle, nos preocupa porque sales de noche de la universidad, es peligroso.

Sus padres compraron un  carro usado para Maya, ella acordó en pagar algunas cuotas, apenas fueron dos o tres valores incompletos los que canceló;  a veces tenían que prestarle dinero para el combustible.

—Maya, tres noches seguidas que llegas muy tarde, escuchamos la voz de alguien más.

Pasa viendo películas los fines de semana en su suite. En medio de ese frenesí, existe un  leve intervalo en el  que se detiene a pensar, a estar presente en sí misma, es cuando llega al semáforo y coincide con la agobiante presencia del hombre vestido de blanco y muletas.

—«¡Alooooo... sí claro, ya estoy yendo para allá, no me mires, imbécil!»

Al curvar experimenta alivio al conectarse otra vez con su arrebato juvenil.

Camilo: Mayita preciosa, no habrá última hora de clases … te esperamos en el bar
Maya: No me espere  yo voy con ustedes ja ja ja

—«Maya, puede mejorar sus puntajes de la universidad. Sus reportes  de calificaciones le facilitarán cambiar de posición, y desde luego, incrementar su sueldo».

Eso le dice Lucía González, jefe de pagaduría de la empresa.

Es día jueves y fin de mes. Maya cobra su salario. Va al banco, cambia el cheque y como hojas volantes empieza a repartir los billetes: para la vendedora de maquillaje, para el dueño del bar, para la señora que vende zapatos, para pagar unos préstamos. Ese mes, tampoco dará nada a sus padres. Llega temprano a casa, no fue a clases y tampoco al bar con sus amigos.

Camilo: Mayaaaaa te estamos esperando vienes???
Rosalía: Maya  dnde te metiste saliste del trabajo sin decir nada debes estar con plata y no quieres gastar, enseguida cambiaste el cheque jajaa

El viernes cumple  la habitual rutina para ir al trabajo, es decir, su pequeño caos matutino. Esa mañana sale un poco más temprano, no hay mucho tráfico, disminuye la velocidad, quiere llegar justo cuando el semáforo se ponga en rojo. Con  gesto desafiante se detiene  al frente del hombre aquel. Maya abre la ventana del vehículo y extiende su mano, le entrega nada más y nada menos que un billete de cincuenta pesos, ¡cincuenta pesos!, él estira su mano y toma el dinero, el leve segundo que ella lo  mira, solo es para exhibirle una actitud de suficiencia y superioridad. Cierra la ventana y se marcha.

«¡Esto es por todas las veces que no te he dado limosna, para que no me molestes máaass!». Grita eufórica mientras  eleva  el  volumen de la radio.

«¡Ufff!... seguro no se me acercará un buen tiempo… ¡qué aliviooo!»

Es sábado, Maya se comprometió antes con una compañera de la universidad para  encontrarse y preparar  un examen, hace su habitual recorrido, como es fin de semana hay  poca gente. Llega al semáforo, están algunos de los conocidos vendedores ambulantes, pero no él, el hombre de las muletas.

«¡Ahhh!... tiene horario ejecutivo, no trabaja fin de semana…»

El domingo hace el mismo recorrido, las tareas de la universidad no las concluyó, vuelve a  la casa de su compañera. Todo se repite. La misma gente, pero no el hombre aquel. Corrobora en su mente lo mismo que pensó el día anterior con un poco de sarcasmo.

«Tiene horario ejecutivo…ja, ja, ja ».

Inicio de semana, rutina frenética, llega al semáforo, se coloca al lado izquierdo, se detiene.  Maya abre la ventana y saca la cabeza para buscarlo. El policía se molesta porque a pesar de que  ya la luz está en verde, ella no se mueve. Mira por el retrovisor y ve a todos los siempre, menos a  él.

«Tuviste una buena limosna, bien que no te aparezcas hoy, sí, ¡ para ti limosna!¡sí!»

Por varios días todo sigue igual.

«Maya no llegues tan tarde,  Maya recuerde sus reportes, su futuro es prometedor, Maya nos vamos al bar, Maya, ¿tus padres se dieron cuenta que no dormiste sola?»

Rindió exámenes, sus notas fueron  excelentes, las entregó en la empresa, finalizado el semestre, mejoró su posición y le subieron el sueldo.

Todos los días son lo mismo, a más de su atolondrada rutina de festejos, trasnochadas, parejas eventuales, reclamos de sus padres, estudios hasta el amanecer, está la descontrolada manejada hasta llegar al semáforo. No cabe duda que al principio experimentó alivio por no encontrar a ese hombre, supuso  que no se le acercaría por un tiempo, no que iba a desaparecer.

«Qué raro, tal vez fue de compras a su pueblo, seguro nunca antes vio un billete grande».

Nueva semana, otra vez al volante, está segura que el hombre aquel no se le acercará, pero en todo caso, hoy estará ahí, sí, por fin, se hace ilusiones de verlo, es extraño.

«¿Regresaría, tal vez su familia vive lejos y fue a visitarlos?»

Baja la velocidad, en su pecho se hacen evidentes los latidos de su corazón y su respiración entrecortada. Se coloca al lado izquierdo, el semáforo está en verde, recibe la señal de seguir, pero ella se queda parada, detrás los impacientes conductores no dejan de dar bocinazos, ella avanza lentamente, mira a cada lado, curva, toma la avenida. Pasan los días, Maya se vuelve sombría. Varias noches se despierta  pensando en él, llena su cabeza de ideas imaginando qué le pudo pasar después de ese viernes en que recibió los cincuenta pesos.

« ¿Se fue a otro lugar?, ¿le robaron?, tal vez vive en otra ciudad y con eso compró un boleto para visitar a su familia, le cobrarían una deuda…»

Ponerse  en el lado izquierdo junto al  semáforo era una preocupación, algo que siempre trató de evitar, ahora es una necesidad, Maya quiere encontrar al hombre de las muletas, no saber de él le aflige. En poco tiempo se vuelve  más correcta en el uso del cinturón de seguridad, en prepararse el desayuno en casa y maquillarse antes de salir. Maya sigue intrigada. Un sábado, para terminar  con sus dudas decide salir muy temprano  de su casa, eran alrededor de las seis y treinta de la mañana, con su auto se paró en el extremo izquierdo, junto al semáforo, no había vehículos que le acosen con bocinazos por no seguir, abre la ventana y llama a la vendedora de periódicos, ella se le acerca y le ofrece un ejemplar.

—No gracias, quiero hacerle una consulta: ¿podría informarme sobre el señor aquel que… lleva muletas, que no tiene una…?

Detrás de su vehículo se instaló un tráiler de carga, transporte que solo puede circular durante las primeras horas del día; impaciente empezó a hacer sonar su claxon con una fuerza abusiva, a Maya  le tocó seguir, la vendedora no alcanzó a decirle nada. Se queda intrigada, no le parece correcto darse otra vuelta y mostrar interés por él.

«Seguramente aparece y le dice que yo he preguntado por él,  Dios mío, no me quiero ni siquiera imaginar, bueno, capaz que fue a otra esquina, además, ¡no es mi problema!».

Esas cavilaciones dejaron tranquila a Maya, durante  el fin de semana se olvidó del asunto, sin embargo, el día lunes empezó a sentir otra vez la ligera molestia de nerviosismo en su estómago. Sale temprano, está completamente lista frente al volante para no distraerse cuando llegue a la esquina y poderlo buscar, espera que no haya mucho tráfico y así poderse parar antes del paso peatonal.

«... no era una limosna, nunca le había dado nada, se lo merecía, en el fondo sentí gusto por darle tanto dinero, no es usual que un mendigo, no, no era un mendigo, igual, ¡qué fea palabra!»

Maya cambia su estilo de vida, pero se anquilosa en una rutina absurda. Eficiente en el trabajo, se vuelve distante con su entorno, habla lo justo, algo  entrega  de su salario a sus padres. Fue muy cumplida a la hora de tener un presupuesto listo para gastarlo al pie del semáforo. Compra agua, periódicos, revistas, frutas; deja que limpien el parabrisas de su auto y paga al malabarista por las acrobacias, nadie deja de recibir sus caritativas «donaciones».

Día a día, al parar junto al semáforo se aproxima a ella una caravana de vendedores ambulantes que aumentan paulatinamente, todos reciben algo, es dinero seguro, pues Maya decidió que siempre que cambie el cheque de su salario a cada uno le entregaría diez pesos en billetes de a uno. Una vez por mes se queda hasta la madrugada, a media luz, hace cuentas, planifica, organiza pequeños fajos de billetes para entregarlos todas las mañanas que va al trabajo; cada paquete queda perfectamente etiquetado con papelitos de diferentes colores, marca con un sello la fecha, y la referencia de la semana correspondiente, su prolijidad es milimétrica.

La noticia se regó entre los vendedores de la zona, esa esquina se volvió concurrida, Maya miraba que la gente que se le acercaba iba en aumento, y el tráfico empezó a volverse pesado. Por recomendación de los policías encargados del lugar, el  Departamento Federal de Señalización de la ciudad, reprogramó el semáforo.

Ella hacía los cálculos aproximados de cuántas personas eran, muchos se las idearon para llevar también a sus hijos, todos querían venderle algo, independientemente de lo que era, ella siempre entregaba diez pesos, si eran una familia de cuatro integrantes, tenían un buen ingreso para solventar su economía de supervivencia, eso le hacía sentirse tranquila. Por un momento pensó que sería mejor entregarles tal vez quince pesos,  inmediatamente desistió;  ese sería siempre el valor para todos, jamás se le volverá a ocurrir dar un billete muy grande, pues en su inconsciente pensaba que al hacerlo desaparecerían sin dejar rastro, como el hombre aquel, entonces le invadía el miedo. Por varias ocasiones pidió adelantos de su remuneración en la empresa.

«¿Qué le sucedió Dios mío, qué fue de su vida, dónde estará?»

«Maya, no es necesario que compres todas las ediciones de los periódicos, Maya, ya no necesito que traigas más limones, Maya, debes comer, Maya por qué ya no quieres ir al bar, Maya me gustaría visitarte alguna noche, como antes, ¿recuerdas?».

La rutina de Maya al llegar al semáforo se volvió obsesiva, el sentido de su vida estaba ahí, el resto del día era difuso y gris. Los ambulantes se multiplicaron con sus ilimitadas ofertas, aparecieron también quienes llevaban niños en brazos; Maya, por varias ocasiones tuvo que replantear el presupuesto, sentía la obligación de siempre dar algo a todos. Al ir al banco a cambiar el cheque de su salario, solicitaba  una cierta cantidad de dinero en monedas de cincuenta centavos  para  entregar a los pequeños; si aparecían mujeres embarazadas, Maya se obligada a dar algo extra a las futuras madres.

Para los conductores que siempre transitaban por  esa vía, llegar al  semáforo se convirtió en un problema, en el momento que  Maya llegaba, una multitud de personas se acercaban a su vehículo en busca del diario y seguro ingreso. Sin importar la señal de tránsito, Maya se detiene y aparecen los ambulantes que  extienden sus manos callosas y maltratadas. Conforme reparte el dinero, ella se pierde  en su respiración entrecortada y los ansiosos   latidos del corazón, mientras por el retrovisor siempre busca al hombre de las muletas, el que vestía de blanco.

 En esa esquina ahora estaban asignados tres policías para controlar el tráfico y ordenar la presencia de informales, no pudieron hacer mayor cosa, diariamente se veían en incesantes problemas, era inmanejable la situación, algunas veces tomaban fotos con sus teléfonos celulares a  ese vehículo color azul, el automóvil de Maya.  La idea fija del hombre aquel, la esperanza de volverlo a ver, parecía desaparecer, aunque era algo que no verbalizaba, estaba en su corazón la culpa, se preguntaba qué hubiera pasado si le daba dinero antes y no le entregaba el billete de cincuenta pesos, qué pasaría con  él si siempre hubiera sido cordial, como lo era con todos. Ahora disfrutaba de su propia  generosidad, se sentía especial, admirada, no deja su rutina de adquisiciones innecesarias.

«Quépasócontigoquépascontigoquépasócontigoquépasócontigo…».

Él con cierta frecuencia paseaba por sus sueños. Los fines de semana, desocupa la cajuela de su carro que se llena de periódicoschupetesdulcesaguasjugosjugueteslibros piratasgloboscuadernosdepintar. El resto del día, de las horas, de las semanas, no tienen importancia en su vida. Una  ocasión, mirando por el retrovisor, encontró a un hombre con sombrero igual al del hombre de las muletas, no se le veía el rostro, caminaba balanceadamente como él, entonces, sintió alivio, ¡era él, era él, no cabía duda!

«¡Por fin por fin ¿dónde de metiste?!»

Su decepción fue grande cuando se paró en la vereda  y se volteó, no era él, sino un joven malabarista que caminaba dando pequeños balanceos para distraer a los conductores, quien inmediatamente pasó a ser parte de su nómina de beneficiarios.

Otro día más, Maya se detiene en el semáforo, salió un poco atrasada, no fue muy prolija esa mañana, llega al lugar, todo es extraño, nadie se le acerca, todos los ambulantes miran en la misma dirección, ella se fija por el retrovisor el cual extrañamente  está empañado, el momento  que voltea la mirada hacia a la ventana, se encuentra con los tres policías.

—Estaciónese en  la vereda —le dijo uno de ellos con mucha firmeza.

El policía que parecía el jefe, le hizo un recuento del tiempo que lleva ahí mismo interrumpiendo el tráfico causando terribles problemas en la vía, le contó que han recibido varias quejas, y que no ha sido posible decirle nada, además, ese día  se le había olvidado abrocharse el cinturón de seguridad, así que le iba a imponer una fuerte sanción, le recordó que le han dejado pasar por alto muchas faltas, y que  ya era tiempo de que por fin tenga un castigo, esa esquina se ha vuelto un mercado, y ella es la causante. Mientras le habla empieza a bajar el tono de su voz, intercambia cómplices miradas con sus compañeros, se acerca más a la ventana del vehículo y observa sobre el regazo de Maya los pequeños fajos de billetes y  varias monedas.

—Señorita, nos ha causado muchos problemas, la penalidad será un poco fuerte…

Ella se queda pensativa, segundos en los cuales recuerda al extraño hombre, en ese instante que  estuvo en su mente,  lo imagina sonreído a través de las siluetas de todos aquellos que diariamente reciben su dinero. En ese silencio solo sonaba su respiración y su pecho  latía fuerte. Maya está segura que pronto se acercarán todos los vendedores para defenderla, no permitirán que sea amonestada por los policías, está segura, pero nadie hace nada; se trasmutan en sus propias imágenes, mientras un ensordecedor ruido de bocinas,  reclamos y bulla citadina eclipsa los pálpitos de su corazón, todos fueron con sus ventas a ofrecer a cuanto conductor aparecía, no la miraron más. Como reaccionando de un elevado sueño, Maya mira a los policías, les sonríe con una frescura que parecía había perdido hace mucho tiempo.

—Está bien —dijo a los policías que quedaron sorprendidos y decepcionados, ellos esperaron un soborno.

Maya recibe la boleta, el valor es alto. El tráfico empieza a fluir, la feria de los ambulantes se dispersa. Ella da  un suspiro, mira por el retrovisor, ahora está limpio,  sobre el cristal se dibuja el hombre  de las muletas caminando de espaldas, ella vuelve sonreír,  mientras inicia su marcha, rompe los fajos de billetes y los lanza por la ventana al igual que las escasas monedas de cincuenta centavos

—¡Pagaré la multa, pagaré la multa! —grita eufórica mientras prende la radio y acelera para insertarse en la  gran avenida.

miércoles, 24 de agosto de 2016

El pescador

Julián Eduardo Cervantes Cadena


«Mijo, usted ya está en edad, es momento de que se ponga los huevos y siga con la profesión de los hombres», le decía la vieja Gladys a Jacinto, que ese día cumplía dieciséis años «no se preocupe, mijo, que el mar está en su sangre; su abuelo era pescador, su papá es pescador, sus tíos son pescadores y sus hermanos también son».
La expresión de Jacinto no cambió, su cara de tristeza y desazón demostraba que su humilde destino no era lo que él anhelaba.
El pequeño pueblo pesquero de San Cayetano era un lugar donde personas acaudaladas de la capital convivían amablemente durante las vacaciones con los humildes lugareños, que se encargaban de cuidar y dar mantenimiento a las villas veraniegas para ganar unos pesos, cuando los patrones se ausentaban durante largos periodos de tiempo.
Vivir en San Cayetano se asemejaba a estar de vacaciones, la gente era alegre, sencilla y servicial. Los pudientes ciudadanos la usaban para tratar de darle un toque de simplicidad a sus ajetreados ritmos de vida. Pequeñas calles de arena contrastaban con los lujosos autos que las transitaban, elegantes edificaciones que colindan con humildes casas de construcción artesanal, un clima veraniego durante todo el año, suaves brisas que refrescaban el intenso sol, esporádicos graznidos de las gaviotas que esperaban la llegada de los pescadores al improvisado pero antiguo muelle de madera convertían al pueblo en un paraíso terrenal.
«Yo no quiero ser pescador, quiero salir de este pueblucho, ir a la capital y hacer plata como el señor Gabriel. De seguro la casa que tiene acá la usa solo para visitar de vez en cuando», decía Jacinto mientras ayudaba a la vieja Gladys a desenredar la red que usarían esa noche para ir a altamar, en lo que sería el primer viaje de Jacinto acompañando a su padre en el trabajo con el que pudo mantenerlo a él y a sus tres hermanos y dos hermanas. «No quiero vivir siempre en una casa de caña bebiendo ron para pasar el tiempo, el mundo es tan grande y quiero explorarlo».
El Viejo Willi, como se lo conocía al padre de Jacinto, era un hombre honesto y bonachón pero con un serio problema de alcoholismo, su inteligencia lo pudo llevar más lejos que la panga que usaba cada tres días como medio de transporte para adentrarse en el cristalino mar. Su vagancia y comodidad no lo dejaba ver más allá de unas libras de pescado y una botella de ron para la noche.
¿Ya está listo para salir hoy en la noche, mijo? –Le preguntó el Viejo Willi a Jacinto, el menor de sus hijos
–Yo no quiero ir, papá –le respondió con la misma cara de desgano que muestra cualquier adolescente cuando un padre le pide hacer algo.
–Ya está en edad de empezar a trabajar, vea que yo ya soy viejo y estoy cansado de esto, ahora son ustedes los que deben traer la comida a esta casa –sentenció el Viejo Willi a quien los años bajo el incandescente sol le habían cuarteado de forma permanente su oscura piel.
Llegó el momento. Las nueve era la hora indicada para que el Viejo Willi, Jacinto y Freddy, el mayor de los hermanos, iniciaran el recorrido mar adentro. El plan era el de siempre: llegar lo suficientemente lejos para desplegar sus largas redes, extender los casi trescientos metros de longitud que tenían, recogerlas para arrastrarlas hasta la orilla y lograr sacar todo lo que el océano les podía proporcionar. Les tomaría alrededor de siete horas.
La noche estaba nublada, la luna alcanzaba a salir por entre las nubes e iluminaba el ambiente como un gran sol blanco, esto facilitaría la visión en altamar, pero llevar la panga al agua resultaría más complicado por lo movida que estaba la marea.  Las olas chocaban con la proa de la pequeña lancha azul y roja, de un solo motor llamada Gladys I, en honor a la progenitora de dos de los tripulantes, haciendo que las gotas salpicaran el interior de la embarcación que con dos tablas de madera improvisaba un par de asientos y mojando el pelo largo y ensortijado de Jacinto.
¡Eh! Psss –hizo Freddy para llamar la atención del joven pescador–, no se me duerma, que acá todo segundo cuenta, se duerme se muere.
–No sea hijueputa con su hermano –interrumpió el Viejo Willi mientras el mayor de los hermanos se sonreía al ver la expresión de miedo en el rostro del flaco adolescente–. No le haga caso, mijo, que la cosa no es tan jodida. En una media hora, cuando veamos las luces de la costa chiquititas, paramos, echamos las redes y ya.
–Pero el mar está un poco picao ¿no le da miedo papá? –preguntó Jacinto aferrándose fuertemente del estribor del bote.
–No pasa nada, al mar hay que tenerle respeto, pero no miedo –respondió el viejo marinero–. Con esto se va a hacer macho, las primeras salidas son jodidas, su hermano pasó vomitando toda la noche. Freddy volteó a mirar a su padre entrecerrando los ojos mostrando una pizca de resentimiento contra su padre. Jacinto reía de la debilidad de su hermano quince años mayor a él.
Pese a lo iluminada de la noche, la luna no lograba reflejarse en el agua por lo turbia que estaba, sin importar esto, el Viejo Willi aminoró la potencia del motor de cuarenta caballos de fuerza, y les dio la orden a sus dos hijos de empezar a botar las redes. Ninguno de los dos pudo pararse correctamente, la panga se movía de lado a lado, parecían un par de borrachos. El Viejo Willi no se descuidaba y miraba constantemente las pequeñas luces que eran su única guía de regreso a tierra firme, pero también estaba atento a la seguridad de sus dos hijos, sobre todo el más pequeño e indefenso. Arrojar las redes no fue nunca un problema, pero lograr mantenerse en pie sí.
–Papá, ¿dónde está la orilla? –preguntó Jacinto mientras giraba su cabeza para todos lados en busca de las luces en el horizonte.
–Está allá –dijo el Viejo Willi, al mismo tiempo que señalaba el lugar donde según él debía estar tierra firme. Un silencio aterrador acompañado de unos ojos abiertos dieron la terrible noticia.
–Mierda –susurró Freddy agarrándose la cabeza.
La actitud tanto de su hermano como de su padre, hizo que el corazón de Jacinto empiece a latir más rápido, sus compañeros de viaje lograban escuchar su respiración agitada y acelerada.
–Tranquilo mijo, hay que estar calmados tratar de encontrar una solución, todo va a estar bien –decía el Viejo Willi sosteniendo al menor de sus hijos de los hombros y mirándolo fijamente a los ojos.
–Papá, ¿qué hacemos ahora?, ¿agarramos para allá? –Interrumpió Freddy con la mirada fija al lugar que según él debería estar la orilla.
–Suelte el ancla para no irnos a la mierda –ordenó el viejo navegante quitándose su desgastada gorra roja del partido político que representaba el presidente.
–Sea sincero conmigo papá, ¿qué tan jodidos estamos? –preguntó Jacinto.
–Bien jodidos mijo –le respondió su padre sin perder la calma.
El silencio inundó la panga, se lograba escuchar el choque del agua contra la fibra de vidrio. Varios fueron los minutos en los que todos los tripulantes de Gladys I se quedaron callados
¿Qué hacemos ahora? –Interrumpió el largo silencio Jacinto.
–Esperar –respondió Freddy.
¿No vamos a hacer nada?, ¿nos vamos a quedar como pendejos aguantando que el mar nos lleve más lejos de la orilla? –dijo con cara de enojo el impetuoso adolescente.
–No sea cojudo –Perdió la paciencia Freddy, que a diferencia de su hermano tenía la contextura robusta de su madre y una barriga que mostraba su gusto por la cerveza– quiere que vayamos sin rumbo fijo a ver diga ¿pa’ dónde agarramos?
–Tranquilo Freddy, no se pegue con el pelao acuérdese que es la primera vez que sale con nosotros, hay que enseñarlo no mandarlo pal carajo– interrumpió el Viejo Willi– vea Jacinto, ya soltamos el ancla y no sabemos para dónde coger, tenemos que esperar a que amanezca para ver por dónde sale el sol, eso nos dará la dirección a tierra firme, lo más seguro es que se fue la luz en el pueblo y por eso no podemos verlo.
Las horas pasaron, Freddy ya aburrido por espera, estaba tranquilamente acostado tomando una siesta en la proa, el Viejo Willi sentado en popa de la panga, con su mano en el motor apagado, buscando con atención en el horizonte algún indicio de tierra firme, mientras tanto Jacinto tenía sus brazos cruzados sobre estribor con la mirada perdida en la oscuridad del mar.
–Papá, ¿por qué tengo que ser pescador? –dijo Jacinto sin despegar su ojos del agua.
–Usted puede ser lo que quiera mijo, pero lo único que yo le puedo enseñar es a pescar.
–Mi mamá me dijo que yo tenía que seguir la tradición de la familia.
–Nosotros no tenemos ninguna tradición, lo que pasa es que pescar es lo que sabemos hacer.
–Yo quiero aprender a hacer otras cosas, quiero ir a la capital y hacer billete para conocer el mundo ­–dijo Jacinto girando su cuerpo para poder ver a su padre a la cara.
–Dígame, mijo, ¿dónde va a aprender?
–Para eso voy al colegio papá.
–En el colegio enseñan lo básico, los que viven en la capital son malos, no les importa la gente y peor los pobres como nosotros, de gana se va a ir tan lejos para que esos tipos se aprovechen de usted.
–Pero vea el señor Gabriel, él es bueno con nosotros, es un buen tipo.
Él es bueno con nosotros porque hacemos cosas por él, es como cualquier trabajo, además, ¿cómo va a hacer plata mijo?
–Trabajando, como todo el mundo.
–No sea menso, claro que trabajando, pero en qué.
–No sé, en lo que sea –respondió Jacinto con una expresión de vergüenza por lo sarcástico de su respuesta.
–Para trabajar en algo, debe saber qué es lo que tiene que hacer, no es así de fácil mijo –el Viejo Willi suspiró profundamente– yo era igual que usted mijo, yo sí me fui a la ciudad a intentar salir de la pobreza, pero la cosa no es tan fácil.
–Papá, no sabía eso
–Nadie lo sabe, ni siquiera su vieja
¿Por qué nunca nos ha contado eso?
–Nunca he tenido la necesidad de contarlo. Usted es el primero que se ha querido ir.
¿Y cómo le fue en la ciudad? ¿Es linda la ciudad?
–La ciudad, claro que si mijo, no tanto como el pueblo; pero la gente es una mierda.
–Pero mire al señor Gabriel, es buena gente
–No es como cuando vienen acá que están de vacaciones, allá solo piensan en ellos, si tienen que pisarte para llegar a donde quieran, lo hacen, les importa un carajo –En ese momento la cara del Viejo Willi cambió, su sonrisa acostumbrada se transformó en ceño fruncido–. Mijo páseme la botella de ron que está en la popa.
–Pero estamos en altamar, no sea irresponsable.
–Es verdad mijo. Perdón, cada vez que me acuerdo de la ciudad me da por tomar, cuando regresé de la ciudad fue que empecé con ese vicio de mierda.
¿Tan mal le fue?
–Me cambió la vida. Para mal.
¿Qué le pasó que fue tan grave?
El Viejo Willi llenó de aire sus pulmones, cerro los ojos y soltó un profundo suspiro para tomar el valor y contar su trágica historia.
–Llevaba como dos meses en la ciudad, todo me había salido mal, encontré un par de trabajos esporádicos cargando cosas en el mercado.
–Pero así se empieza, poco a poco –interrumpió Jacinto.
–Conocí a un tipo, era un señor que tenía un par de camiones que llevaban frutas a la ciudad, se llamaba Pedro, me hice amigo, me invitaba a tomar de vez en cuando, siempre nos íbamos a una cantina cerca del mercado que se llamaba la rocola, y me daba trabajo cuando llegaban sus camiones. Creí que la cosa mejoraba, pero no era así, un día cuando estaba yo bajando la fruta de uno los camiones, llegó la policía y encontró que la fruta estaba llena de droga, y ese hijueputa les dijo que todo eso era mío. Claro como yo no conocía a nadie, ni tenía un centavo para defenderme, me comí cinco años en la cárcel y el tipo ese nunca volvió a aparecer.
La historia de su padre hacía que Jacinto se sienta desilusionado, agachó la cabeza y se puso a meditar en lo que su padre le contó. Pareciera que sus sueños se convertirían en un sufrimiento, algo evitable si se quedaba en su pueblo natal. Su mente se situó en un posible futuro en el que al igual que toda su ascendencia se prepararía cada tres días para ir al mar, arrastrar una red por horas para poder ganar unas pocas monedas, así tener para su botella de caña mientras echado en una hamaca se olvidaba de la ausencia de lujos, de su falta de ambición y cómo unos años atrás soñó inocentemente que el mundo era pequeño, que podía salir a conquistarlo, hacerlo suyo, viajar, subir montañas comer algo más que pescado y plátano frito.
–Freddy despierte –ordenó el Viejo Willi­– mire Jacinto, ya está amaneciendo, dígale al pendejo de su hermano que levante el ancla.
El menor de los hermanos aprovechó para echarle un baldazo de agua en la cara al mayor mayor y burlarse de él.
¡Jueputa! –exclamó Freddy cuando esto sucedió.
Las risas tanto del padre como de Jacinto no se hicieron esperar.
–Flaco cabrón, esta me la paga –dijo Freddy con falso resentimiento aceptando la chanza que su pequeño hermano le había hecho.
El viaje de regreso a tierra firme fue tranquilo y silencioso. Jacinto miraba con admiración a su padre y a su hermano. Ser pescador no era su sueño pero ellos dos eran felices, eso indicaba algo; tal vez no tener sueños era mejor de lo que creía, después de todo es una forma de evitar las decepciones que puede dar la vida, por eso debe de ser que los turistas vienen a San Cayetano, para olvidar sus frustraciones, dejar atrás sus fracasos y problemas. Ser pescador es una forma de vivir la vida, dejar que pase, sin preocupaciones, sin líos, trabajar un par de días a la semana, disfrutar de este lindo clima, del mar cristalino y del amor de una buena mujer con quien tener hijos. Una posibilidad que ya no le sonaba como una vida llena de fracasos.