jueves, 25 de agosto de 2016

Mea Culpa

María Elena Rodríguez


"Purifica tus talentos de todo ego y disfrútalos, luego,
no te tomes este mundo en serio”.
Kenneth Wapnick


Otro día  que se coloca en  primera fila con su automóvil justo antes de las líneas marcadas para el cruce de peatones. Llega apenas se enciende la luz roja. Por suerte esta vez no olvida situarse en el extremo derecho, igual da si se ubica en el centro, las complicaciones se presentan cuando se para al lado izquierdo,  junto al poste del que cuelga el semáforo, a la calzada donde está el policía que controla el tránsito vehicular, el voceador de periódicos, la vendedora de limones, el adolescente malabarista, el joven que limpia los parabrisas, la mujer que vende agua embotellada. Algunas veces les complace con una compra o donación, a ella no le gusta la palabra «limosna». En realidad, es algo eventual, siempre está apurada. Si la luz roja le alcanza y le toca detenerse, arregla su cabello, se maquilla o desayuna, sí, desayuna; puede ser una fruta, un trozo de pan, galletas, un yogur. De lunes a viernes, antes de llegar al trabajo esa es su rutina. Nada más tiene un inconveniente: su vida apurada y su trayecto estresante es parte de ella. El problema aparece cuando olvida ubicarse al extremo derecho, y en medio de todos esos personajes, coincide con el delgado hombre de avanzada edad que viste una vieja y ajada ropa color blanco, tiene escaso cabello, piel cobriza, rostro curtido y cansado, con muletas, sin una pierna, de perturbadora mirada fija que le escruta y amedrenta. Él permanece parado frente a ella por leves segundos mientras extiende la agrietada  palma de su mano. Ese tiempo es eterno, instante en el que ella  tiene clara conciencia de los latidos de su corazón y su respiración. Cuando se le acerca «por una donación», ella nunca abre la ventana, enseguida voltea su cabeza; para fingir que no lo mira, se pone sus gafas negras, o se coloca en la oreja izquierda el dispositivo de manos libres de su móvil para simular una conversación en solitario con exagerada gestualidad.

—«Sí claro, desde luego, vete, vete, no me mires, no tengo dinero, ya vete, ya vete…».

Maya Cardoso, usualmente llega cinco minutos antes de la hora establecida para el  ingreso a su trabajo, eso siempre registra el reloj electrónico que marcan los empleados de la compañía de software donde labora como asistente informática. Está por cumplir los veinte y dos años, a los veinte, decidió dar un pequeño salto hacia una vida independiente, o casi independiente. Primera hija entre cuatro hermanos, arrendó a sus padres una de las dos pequeñas suites que acondicionaron en la terraza de su casa con miras a tener  dinero extra fruto de los alquileres. Maya  se comprometió en pagar a sus padres por vivir ahí, pero le fue difícil honrar su palabra, vive endeudada.

—Maya, la verdad, no es el dinero lo que nos importa, eres nuestra hija, el tema es que quisiéramos que seas seria con tus obligaciones.

Siempre antes de subir a la suite, Maya pasa por el piso de sus padres, toma de la refrigeradora  porciones de comida, y deja su ropa  para  que la laven y planchen.

—Maya, sería  que le hagas una revisión a tu auto, en cualquier momento se puede quedar en la calle, nos preocupa porque sales de noche de la universidad, es peligroso.

Sus padres compraron un  carro usado para Maya, ella acordó en pagar algunas cuotas, apenas fueron dos o tres valores incompletos los que canceló;  a veces tenían que prestarle dinero para el combustible.

—Maya, tres noches seguidas que llegas muy tarde, escuchamos la voz de alguien más.

Pasa viendo películas los fines de semana en su suite. En medio de ese frenesí, existe un  leve intervalo en el  que se detiene a pensar, a estar presente en sí misma, es cuando llega al semáforo y coincide con la agobiante presencia del hombre vestido de blanco y muletas.

—«¡Alooooo... sí claro, ya estoy yendo para allá, no me mires, imbécil!»

Al curvar experimenta alivio al conectarse otra vez con su arrebato juvenil.

Camilo: Mayita preciosa, no habrá última hora de clases … te esperamos en el bar
Maya: No me espere  yo voy con ustedes ja ja ja

—«Maya, puede mejorar sus puntajes de la universidad. Sus reportes  de calificaciones le facilitarán cambiar de posición, y desde luego, incrementar su sueldo».

Eso le dice Lucía González, jefe de pagaduría de la empresa.

Es día jueves y fin de mes. Maya cobra su salario. Va al banco, cambia el cheque y como hojas volantes empieza a repartir los billetes: para la vendedora de maquillaje, para el dueño del bar, para la señora que vende zapatos, para pagar unos préstamos. Ese mes, tampoco dará nada a sus padres. Llega temprano a casa, no fue a clases y tampoco al bar con sus amigos.

Camilo: Mayaaaaa te estamos esperando vienes???
Rosalía: Maya  dnde te metiste saliste del trabajo sin decir nada debes estar con plata y no quieres gastar, enseguida cambiaste el cheque jajaa

El viernes cumple  la habitual rutina para ir al trabajo, es decir, su pequeño caos matutino. Esa mañana sale un poco más temprano, no hay mucho tráfico, disminuye la velocidad, quiere llegar justo cuando el semáforo se ponga en rojo. Con  gesto desafiante se detiene  al frente del hombre aquel. Maya abre la ventana del vehículo y extiende su mano, le entrega nada más y nada menos que un billete de cincuenta pesos, ¡cincuenta pesos!, él estira su mano y toma el dinero, el leve segundo que ella lo  mira, solo es para exhibirle una actitud de suficiencia y superioridad. Cierra la ventana y se marcha.

«¡Esto es por todas las veces que no te he dado limosna, para que no me molestes máaass!». Grita eufórica mientras  eleva  el  volumen de la radio.

«¡Ufff!... seguro no se me acercará un buen tiempo… ¡qué aliviooo!»

Es sábado, Maya se comprometió antes con una compañera de la universidad para  encontrarse y preparar  un examen, hace su habitual recorrido, como es fin de semana hay  poca gente. Llega al semáforo, están algunos de los conocidos vendedores ambulantes, pero no él, el hombre de las muletas.

«¡Ahhh!... tiene horario ejecutivo, no trabaja fin de semana…»

El domingo hace el mismo recorrido, las tareas de la universidad no las concluyó, vuelve a  la casa de su compañera. Todo se repite. La misma gente, pero no el hombre aquel. Corrobora en su mente lo mismo que pensó el día anterior con un poco de sarcasmo.

«Tiene horario ejecutivo…ja, ja, ja ».

Inicio de semana, rutina frenética, llega al semáforo, se coloca al lado izquierdo, se detiene.  Maya abre la ventana y saca la cabeza para buscarlo. El policía se molesta porque a pesar de que  ya la luz está en verde, ella no se mueve. Mira por el retrovisor y ve a todos los siempre, menos a  él.

«Tuviste una buena limosna, bien que no te aparezcas hoy, sí, ¡ para ti limosna!¡sí!»

Por varios días todo sigue igual.

«Maya no llegues tan tarde,  Maya recuerde sus reportes, su futuro es prometedor, Maya nos vamos al bar, Maya, ¿tus padres se dieron cuenta que no dormiste sola?»

Rindió exámenes, sus notas fueron  excelentes, las entregó en la empresa, finalizado el semestre, mejoró su posición y le subieron el sueldo.

Todos los días son lo mismo, a más de su atolondrada rutina de festejos, trasnochadas, parejas eventuales, reclamos de sus padres, estudios hasta el amanecer, está la descontrolada manejada hasta llegar al semáforo. No cabe duda que al principio experimentó alivio por no encontrar a ese hombre, supuso  que no se le acercaría por un tiempo, no que iba a desaparecer.

«Qué raro, tal vez fue de compras a su pueblo, seguro nunca antes vio un billete grande».

Nueva semana, otra vez al volante, está segura que el hombre aquel no se le acercará, pero en todo caso, hoy estará ahí, sí, por fin, se hace ilusiones de verlo, es extraño.

«¿Regresaría, tal vez su familia vive lejos y fue a visitarlos?»

Baja la velocidad, en su pecho se hacen evidentes los latidos de su corazón y su respiración entrecortada. Se coloca al lado izquierdo, el semáforo está en verde, recibe la señal de seguir, pero ella se queda parada, detrás los impacientes conductores no dejan de dar bocinazos, ella avanza lentamente, mira a cada lado, curva, toma la avenida. Pasan los días, Maya se vuelve sombría. Varias noches se despierta  pensando en él, llena su cabeza de ideas imaginando qué le pudo pasar después de ese viernes en que recibió los cincuenta pesos.

« ¿Se fue a otro lugar?, ¿le robaron?, tal vez vive en otra ciudad y con eso compró un boleto para visitar a su familia, le cobrarían una deuda…»

Ponerse  en el lado izquierdo junto al  semáforo era una preocupación, algo que siempre trató de evitar, ahora es una necesidad, Maya quiere encontrar al hombre de las muletas, no saber de él le aflige. En poco tiempo se vuelve  más correcta en el uso del cinturón de seguridad, en prepararse el desayuno en casa y maquillarse antes de salir. Maya sigue intrigada. Un sábado, para terminar  con sus dudas decide salir muy temprano  de su casa, eran alrededor de las seis y treinta de la mañana, con su auto se paró en el extremo izquierdo, junto al semáforo, no había vehículos que le acosen con bocinazos por no seguir, abre la ventana y llama a la vendedora de periódicos, ella se le acerca y le ofrece un ejemplar.

—No gracias, quiero hacerle una consulta: ¿podría informarme sobre el señor aquel que… lleva muletas, que no tiene una…?

Detrás de su vehículo se instaló un tráiler de carga, transporte que solo puede circular durante las primeras horas del día; impaciente empezó a hacer sonar su claxon con una fuerza abusiva, a Maya  le tocó seguir, la vendedora no alcanzó a decirle nada. Se queda intrigada, no le parece correcto darse otra vuelta y mostrar interés por él.

«Seguramente aparece y le dice que yo he preguntado por él,  Dios mío, no me quiero ni siquiera imaginar, bueno, capaz que fue a otra esquina, además, ¡no es mi problema!».

Esas cavilaciones dejaron tranquila a Maya, durante  el fin de semana se olvidó del asunto, sin embargo, el día lunes empezó a sentir otra vez la ligera molestia de nerviosismo en su estómago. Sale temprano, está completamente lista frente al volante para no distraerse cuando llegue a la esquina y poderlo buscar, espera que no haya mucho tráfico y así poderse parar antes del paso peatonal.

«... no era una limosna, nunca le había dado nada, se lo merecía, en el fondo sentí gusto por darle tanto dinero, no es usual que un mendigo, no, no era un mendigo, igual, ¡qué fea palabra!»

Maya cambia su estilo de vida, pero se anquilosa en una rutina absurda. Eficiente en el trabajo, se vuelve distante con su entorno, habla lo justo, algo  entrega  de su salario a sus padres. Fue muy cumplida a la hora de tener un presupuesto listo para gastarlo al pie del semáforo. Compra agua, periódicos, revistas, frutas; deja que limpien el parabrisas de su auto y paga al malabarista por las acrobacias, nadie deja de recibir sus caritativas «donaciones».

Día a día, al parar junto al semáforo se aproxima a ella una caravana de vendedores ambulantes que aumentan paulatinamente, todos reciben algo, es dinero seguro, pues Maya decidió que siempre que cambie el cheque de su salario a cada uno le entregaría diez pesos en billetes de a uno. Una vez por mes se queda hasta la madrugada, a media luz, hace cuentas, planifica, organiza pequeños fajos de billetes para entregarlos todas las mañanas que va al trabajo; cada paquete queda perfectamente etiquetado con papelitos de diferentes colores, marca con un sello la fecha, y la referencia de la semana correspondiente, su prolijidad es milimétrica.

La noticia se regó entre los vendedores de la zona, esa esquina se volvió concurrida, Maya miraba que la gente que se le acercaba iba en aumento, y el tráfico empezó a volverse pesado. Por recomendación de los policías encargados del lugar, el  Departamento Federal de Señalización de la ciudad, reprogramó el semáforo.

Ella hacía los cálculos aproximados de cuántas personas eran, muchos se las idearon para llevar también a sus hijos, todos querían venderle algo, independientemente de lo que era, ella siempre entregaba diez pesos, si eran una familia de cuatro integrantes, tenían un buen ingreso para solventar su economía de supervivencia, eso le hacía sentirse tranquila. Por un momento pensó que sería mejor entregarles tal vez quince pesos,  inmediatamente desistió;  ese sería siempre el valor para todos, jamás se le volverá a ocurrir dar un billete muy grande, pues en su inconsciente pensaba que al hacerlo desaparecerían sin dejar rastro, como el hombre aquel, entonces le invadía el miedo. Por varias ocasiones pidió adelantos de su remuneración en la empresa.

«¿Qué le sucedió Dios mío, qué fue de su vida, dónde estará?»

«Maya, no es necesario que compres todas las ediciones de los periódicos, Maya, ya no necesito que traigas más limones, Maya, debes comer, Maya por qué ya no quieres ir al bar, Maya me gustaría visitarte alguna noche, como antes, ¿recuerdas?».

La rutina de Maya al llegar al semáforo se volvió obsesiva, el sentido de su vida estaba ahí, el resto del día era difuso y gris. Los ambulantes se multiplicaron con sus ilimitadas ofertas, aparecieron también quienes llevaban niños en brazos; Maya, por varias ocasiones tuvo que replantear el presupuesto, sentía la obligación de siempre dar algo a todos. Al ir al banco a cambiar el cheque de su salario, solicitaba  una cierta cantidad de dinero en monedas de cincuenta centavos  para  entregar a los pequeños; si aparecían mujeres embarazadas, Maya se obligada a dar algo extra a las futuras madres.

Para los conductores que siempre transitaban por  esa vía, llegar al  semáforo se convirtió en un problema, en el momento que  Maya llegaba, una multitud de personas se acercaban a su vehículo en busca del diario y seguro ingreso. Sin importar la señal de tránsito, Maya se detiene y aparecen los ambulantes que  extienden sus manos callosas y maltratadas. Conforme reparte el dinero, ella se pierde  en su respiración entrecortada y los ansiosos   latidos del corazón, mientras por el retrovisor siempre busca al hombre de las muletas, el que vestía de blanco.

 En esa esquina ahora estaban asignados tres policías para controlar el tráfico y ordenar la presencia de informales, no pudieron hacer mayor cosa, diariamente se veían en incesantes problemas, era inmanejable la situación, algunas veces tomaban fotos con sus teléfonos celulares a  ese vehículo color azul, el automóvil de Maya.  La idea fija del hombre aquel, la esperanza de volverlo a ver, parecía desaparecer, aunque era algo que no verbalizaba, estaba en su corazón la culpa, se preguntaba qué hubiera pasado si le daba dinero antes y no le entregaba el billete de cincuenta pesos, qué pasaría con  él si siempre hubiera sido cordial, como lo era con todos. Ahora disfrutaba de su propia  generosidad, se sentía especial, admirada, no deja su rutina de adquisiciones innecesarias.

«Quépasócontigoquépascontigoquépasócontigoquépasócontigo…».

Él con cierta frecuencia paseaba por sus sueños. Los fines de semana, desocupa la cajuela de su carro que se llena de periódicoschupetesdulcesaguasjugosjugueteslibros piratasgloboscuadernosdepintar. El resto del día, de las horas, de las semanas, no tienen importancia en su vida. Una  ocasión, mirando por el retrovisor, encontró a un hombre con sombrero igual al del hombre de las muletas, no se le veía el rostro, caminaba balanceadamente como él, entonces, sintió alivio, ¡era él, era él, no cabía duda!

«¡Por fin por fin ¿dónde de metiste?!»

Su decepción fue grande cuando se paró en la vereda  y se volteó, no era él, sino un joven malabarista que caminaba dando pequeños balanceos para distraer a los conductores, quien inmediatamente pasó a ser parte de su nómina de beneficiarios.

Otro día más, Maya se detiene en el semáforo, salió un poco atrasada, no fue muy prolija esa mañana, llega al lugar, todo es extraño, nadie se le acerca, todos los ambulantes miran en la misma dirección, ella se fija por el retrovisor el cual extrañamente  está empañado, el momento  que voltea la mirada hacia a la ventana, se encuentra con los tres policías.

—Estaciónese en  la vereda —le dijo uno de ellos con mucha firmeza.

El policía que parecía el jefe, le hizo un recuento del tiempo que lleva ahí mismo interrumpiendo el tráfico causando terribles problemas en la vía, le contó que han recibido varias quejas, y que no ha sido posible decirle nada, además, ese día  se le había olvidado abrocharse el cinturón de seguridad, así que le iba a imponer una fuerte sanción, le recordó que le han dejado pasar por alto muchas faltas, y que  ya era tiempo de que por fin tenga un castigo, esa esquina se ha vuelto un mercado, y ella es la causante. Mientras le habla empieza a bajar el tono de su voz, intercambia cómplices miradas con sus compañeros, se acerca más a la ventana del vehículo y observa sobre el regazo de Maya los pequeños fajos de billetes y  varias monedas.

—Señorita, nos ha causado muchos problemas, la penalidad será un poco fuerte…

Ella se queda pensativa, segundos en los cuales recuerda al extraño hombre, en ese instante que  estuvo en su mente,  lo imagina sonreído a través de las siluetas de todos aquellos que diariamente reciben su dinero. En ese silencio solo sonaba su respiración y su pecho  latía fuerte. Maya está segura que pronto se acercarán todos los vendedores para defenderla, no permitirán que sea amonestada por los policías, está segura, pero nadie hace nada; se trasmutan en sus propias imágenes, mientras un ensordecedor ruido de bocinas,  reclamos y bulla citadina eclipsa los pálpitos de su corazón, todos fueron con sus ventas a ofrecer a cuanto conductor aparecía, no la miraron más. Como reaccionando de un elevado sueño, Maya mira a los policías, les sonríe con una frescura que parecía había perdido hace mucho tiempo.

—Está bien —dijo a los policías que quedaron sorprendidos y decepcionados, ellos esperaron un soborno.

Maya recibe la boleta, el valor es alto. El tráfico empieza a fluir, la feria de los ambulantes se dispersa. Ella da  un suspiro, mira por el retrovisor, ahora está limpio,  sobre el cristal se dibuja el hombre  de las muletas caminando de espaldas, ella vuelve sonreír,  mientras inicia su marcha, rompe los fajos de billetes y los lanza por la ventana al igual que las escasas monedas de cincuenta centavos

—¡Pagaré la multa, pagaré la multa! —grita eufórica mientras prende la radio y acelera para insertarse en la  gran avenida.

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