Néstor Caballero
Elías despertó sobresaltado.
De inmediato examinó el lado izquierdo
de la cama: una almohada rosada, sábanas blancas arrugadas…
Si bien el aroma a café negro y
tostadas evidenciaba la presencia de Sara en la cocina, todavía le resultaba
difícil sacudirse esa molesta sensación de vivir con ella un sueño del que tendría
que despertar veinte meses atrás, en un espacio mucho más amplio y cómodo que
compartía con su esposa Celeste, a quien esa mañana contemplaba con una mezcla
de ternura y pena mientras dormía plácidamente sin saber que cuando despertara,
su esposo le anunciaría que había encontrado al amor de su vida, razón por la
cual ya no podrían vivir juntos, aunque le garantizaba todos los gastos de
manutención de sus dos hijos, gesto que Celeste consideraría inútil, por ganar
ella casi lo mismo gracias a sus holgados honorarios de escribana pública, pero
un hombre que deja a su esposa inevitablemente debe largarle un verso como ése,
pretendiendo con ello atenuar un poco el golpe.
Además, no estaba del todo sorprendida
con lo que le estaba sucediendo, ya que siempre tuvo el presentimiento de que
nunca llegarían juntos a la vejez, tal vez por los apuros bajo los cuales se
casaron (estaba embarazada de su primer hijo), o más bien porque desde el
inicio había comprendido que ese complicado ser humano con el que compartía su
lecho jamás podría llegar a ser verdaderamente feliz dentro de esa vida de
confort enlatado en la que él actuaba en el papel de médico exitoso, atendiendo
con diligencia a pacientes que nunca hubieran podido imaginar que lo único que
su doctor ansiaba hacer cuando dejaba el consultorio era entrar en su garaje, cambiar
su disfraz de galeno respestable por una camiseta ajada de Led Zeppelin, encender el Marshall a un volumen casi
ensordecedor y rasgar las seis cuerdas de su Gibson Les Paul hasta que le
sangraran las yemas de los dedos.
Celeste jamás lo interrumpía cuando
estaba en ese trance porque esa estridencia insensata que llegaba a sus oídos
no era otra cosa que la válvula de escape de Elías, que con el paso de los años
y el aumento de las obligaciones familiares y profesionales, se tornaría muy
angosta para hacer pasar todas la ansias de liberación de su marido, y entonces
llegaría la mañana de esta última, incómoda y lastimera conversación como esposos,
en la que sin embargo, lo que más llamaría su atención sería el bosquejo que Elías
hacía de su reemplazante.
Sara no encajaba en el papel de
jovencita bohemia, amante de la pintura y de la poesía, con la que ella siempre
había imaginado que su marido eventualmente terminaría, sino que, muy por el
contrario, era una célebre abogada especializada en Derecho Bancario, casada
con un rico industrial, madre de dos hijas ya adolescentes, y por lo tanto mayor
que Elías.
En realidad, cuando habló con ella por
primera vez, un año y medio antes de esa última conversación con Celeste, Elías
pensó que Sara era la mujer menos proclive al arte que había conocido en su
vida. Durante toda la primera sesión del taller de narrativa contemporánea al
que ambos asistían –él, para ver si aprendía algo útil que le ayudara a
escribir sus canciones; ella, para acompañar a su mejor amiga que no se atrevía
a ir sola– se había pasado bostezando y mirando en dirección a la puerta con
ojos ansiosos. Sin embargo su actitud mejoró notablemente cuando el profesor requirió
a los alumnos que escribieran algún recuerdo de su infancia. Una hora y media
después, cuando el profesor les solicitó que entregaran sus trabajos, Sara concluía
la sexta página de su memoria infantil, y según le comentó al profesor, todavía
le faltaban como diez páginas más, por lo que se le permitió llevar el trabajo
a casa y presentarlo en la próxima sesión del taller. En esa oportunidad, con
voz firme y segura, Sara leyó a todos sus compañeros la anécdota de su padre
llevándola al zoológico cuando tenía nueve años. Mientras veían aves exóticas,
tigres y jirafas, le contó que estaba enfermo y que ya no podría jugar con ella.
Al llegar a este punto del relato, a casi todas las mujeres del taller les
corrían las lágrimas, así como a un par de compañeros, aunque estos últimos lo
disimulaban evitando levantar la mirada del suelo.
Entonces Sara describió el modo en que
su padre, tras su lacrimógena declaración, se lanzó sin previo aviso al foso en
el que descansaban los leones, quienes al encontrarse con un inesperado bocado,
procedieron a devorarlo sin dejar más que su sombrero. Fin.
El estupor fue tremendo. Las mujeres
que estaban llorando la contemplaban con los ojos muy abiertos sin entender
bien qué había sucedido, hasta que una de ellas le gritó que estaba loca por
jugar así con los sentimientos de la gente. Las demás compañeras se unieron al
reclamo general, tildándola de sádica,
demente, monstruosa.
El profesor tuvo que intervenir cuando
uno de los compañeros que había dejado caer algunas lágrimas, se levantó
furioso, exigiendo a la narradora que modifique el final porque su propio padre
había muerto de alguna enfermedad rara y eso no era ninguna broma ¡esquizofrénica hija de mil putas!
Elías no podía parar de reírse.
Cuando terminó la sesión, la invitó a
merendar sin tener esperanza alguna de que su compañera aceptara. Sara no sólo
aceptó gustosa la invitación sino que le devolvió el gesto, y desde ese momento,
durante los meses siguientes, entre meriendas y almuerzos (escapándose ambos de
sus respectivas oficinas) y en especial gracias a la mensajería instantánea
instalada en sus computadoras y celulares, se contaron la historia de sus
vidas, los éxitos y frustraciones, y sobre todo pudieron reconocer en el otro
esa sensación de que “siempre falta algo más”, que muchas veces los mantenía en
vela durante toda la noche. A Elías le cautivaba la melancolía que emanaba de
su compañera. A veces, sobre todo cuando comparaba la vida que había soñado
cuando era más joven con la que terminó viviendo, a Sara se le hacía un nudo en
la garganta.
No
es que tenga una vida mala, muy por el contrario. Tengo dinero, respeto
profesional y un esposo que, si bien no está presente siempre, me quiere a su
manera. Y por supuesto tengo a mis hijas. Elías, te juro que ellas lo son todo
para mí. Bueno, casi todo, porque aún cuando las veo y el alma se me llena de
una alegría a la que las palabras no le pueden hacer justicia, al poco rato me
vuelve esa sensación de la que te hablé, esa asfixiante impresión de vacío, de
que estoy viviendo una mentira, de que no soy real…
Sara tenía una sed cultural tremenda.
Su mente engullía los discos y libros que le prestaba Elías cada vez con mayor
asiduidad. Y lo mejor de todo era que prefería lo complejo a lo pasatista. Sí,
es cierto, le gustaban Lionel Ritchie y John Grisham pero estaba enamorada de Morrisey, Murakami y sobre todo de Roger Waters
y Javier Marías. Y su lado oscuro se regocijaba con Bret Easton Ellis.
Por su parte, a Sara le gustaba la apertura
mental de Elías, el modo en que podía escuchar algo truculento como por ejemplo
el relato de sus infidelidades sin asomo de desprecio ni de juicios morales.
También le enternecía cómo hablaba de sus hijos, lo mucho que los amaba, y lo
mal que se sentía por no ser lo suficientemente feliz a pesar de tenerlos sanos
y contentos. Asimismo, le sorprendía el respeto y la admiración que sentía por
su esposa, aunque por debajo de esa deferencia advertía un solemne
distanciamiento, que la hacía parecer casi un personaje unidimensional.
Y a los dos les gustaba lo que el otro
le hacía en la cama.
A los seis meses de haber conocido a Elías,
Sara dejó marido, hijas, trabajo, y se recluyó en un departamento minúsculo donde
pasaría las horas escribiendo, leyendo, escuchando buena música, y aguardando a
que Elías reuniera el coraje suficiente para dar el mismo salto, lo que ocurrió
un año después, el mismo día que Sara enviaba el tercer borrador de su primera
novela al Concurso Nacional de Novela de Terror.
El día de la ceremonia de premiación, Sara
se levantó muy temprano para arreglar el departamento y preparar algo especial
para el desayuno. Mientras ponía en el minicomponente el primer disco de Elías —que a pesar de haber
sido un fracaso comercial, cosechó muy buenas críticas— se sorprendió al ver a
este contemplándola de un modo muy intenso.
Como a estas alturas prácticamente
podían leerse el pensamiento, Sara apaciguó el temor de Elías, rodeándolo con
los brazos y rozando la punta de su nariz con la de él, quien al sentir esto,
cerró los ojos y sonrió agradecido de ser ateo, porque no podía imaginar otro
cielo mejor que aquel en el que estaba viviendo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario