Mario César Ríos Barrientos
Un
domingo de mayo Adrián llegó al vetusto palacete en Jesús María habitado
por una rancia familia limeña. La arquitectura que le impresionaba cuando niño
y acudía a la piscina del Campo de Marte había perdido su encanto. Pensó que la
edificación podría compararse a don Mariano, su propietario, quien durante el
boom pesquero cuando gobernaba el general Velasco lucía como un príncipe
medieval. El detective apartó sus recuerdos infantiles, trotó las escaleras de
granito que separaban la entrada de la enorme puerta de hierro color negro y
pulsó el timbre del portón.
—¿Don
Mariano González de Orbegoso, se encuentra? —preguntó con aire de autoridad a
una negra uniformada de vestido negro y delantal blanco quien había
entreabierto la puerta.
—¿Quién
pregunta por el señor? –dijo la mujer del servicio abriendo ampliamente la
puerta y mostrando su robusta figura.
—Soy
Adrián Venturo, Don Mariano aguarda por mí –dijo enfadado por estar dándole
explicaciones a la criada que lo miraba con desprecio. La mujer agitó su
regordete dedo pulgar invitándolo a pasar y Venturo desfiló por una sala de
pisos pulcros y muebles estilo vintage hasta el jardín
interior iluminado por pequeñas lámparas led. En el segundo piso,
una mujer rubia de veintipocos observó su trayecto. Venturo ya había reparado
en ella. Desde el jardín el murmullo de Mariano orientaba el recorrido hasta un
espacio íntimo adornado por plantones de orquídeas en macetas colgadas y
fragmentos de viejos troncos de árboles que marcaban la senda hacia el anciano
quien mimaba a su gata. Adrián saludó levantado la mano y el viejo despidió a
la negra con un brusco movimiento de muñeca.
González
de Orbegoso, anciano de cuerpo huesudo, amplia espalda y grandes manos. Sus
rezagos de hombre fornido sentado sobre una silla de ruedas, rodeado de plantas
y viejos recuerdos eran indicativos de una vida truncada súbitamente no el
resultado de un sano discurrir al envejecimiento.
—Póngase
cómodo Venturo, debe haber hecho un largo viaje hasta aquí, ¿Desde dónde me
dijo que venía? ¿Los Olivos? ¿Y dónde coño queda eso? ¿Quiere tomarse un trago
o le puedo ofrecer un refresco? —abrumó con preguntas el octogenario. El
detective miró desconfiado la escenografía que el anciano había montado en su
refugio: Un viejo frigobar, una vitrola sobre un mueble que alojaba
ordenadamente viejos discos de vinilo y un antiguo teléfono ericcson de
baquelita.
En
aquél lugar Mariano gastaba sus últimos cinco años desde que se rompió la
cadera luego de una discusión con sus hijas. Desde su jardín, seguía jugando al
hombre poderoso, concertando reuniones con socios de empresas a punto de
quebrar, daba consejos a interesados en incursionar en política, pero sobre
todo, quería seguir rigiendo el destino de sus dos hijas.
—Sírvame
un chilcano con tres cubos de hielo. Usted dirá don Mariano, ¿En qué puedo
servirle? —preguntó Venturo, limpiándose descuidadamente el sudor de la frente
con la manga de la camisa. Al sentirse escrutado por los ojos de ardilla del
viejo, escondió el brazo detrás de la espalda y su cuerpo adquirió su postura recta
y firme, proyectando la imagen de detective serio. Carraspeó, engoló la voz y
comenzó a responder las preguntas del viejo.
—¿Es
cierto que eres el mejor detective privado de Lima, Venturo? Porque necesito a
alguien discreto y confiable a quien pueda encargar un trabajo muy personal,
¿Tienes hijos Venturo? —interrogó Mariano buscando respuestas rápidas del
detective.
—Tengo
dos, hombre de veintiocho y mujer de veinte, el hombre ya está logrado, y la
mujer, bueno, ella es una niña aún —respondió con desdén el detective.
—¿Y
te llevas bien con ellos, bien de verdad, te cuentan sus cosas? ¿Eres un padre
de verdad, Venturo? Yo tengo dos hijas y puedo asegurarte que no las conozco,
llevan mi sangre y mis malditos genes, pero actúan como si no lo fueran. Quiero
su bien y las cuido igual, por eso tenemos esta conversación.
—Muy
bien, muy bien, ya está bueno Don Mariano, soy efectivo y discreto, no he
venido a conversar sobre mi familia tampoco, mejor vamos al grano —respondió
Adrián, convencido que el viejo lo había investigado bien.
—Tranquilo
Venturo, no se incomode, solo quería evaluar sus aptitudes, soy yo quien lo
empleará. Está bien, vamos al grano. Mi hija menor, Margot lleva quince días
desaparecida. Su hermana Rocío, sabe algo y me lo oculta, no sé en qué lío ande
pero ya estoy preocupado —relató Mariano.
—¿Rocío
es la rubia buenamoza a quien vi en la sala? —curioseó Venturo.
—Pues
sí, guapas son mis dos hijas. No te fíes Venturo, es un demonio con piel de
ángel. Solo debes traer a la menor de vuelta a casa y te ganas diez mil
dólares. El anciano extrajo un sobre de la gaveta superior del mueble sobre el
que descansaba la vitrola, y le entregó la mitad por adelantado. Luego colocó
un viejo LP de los éxitos de Billie Holliday en el aparato y se despidió del
detective extendiéndole la mano con una mirada triste.
Adrián
Venturo no contó el dinero, solo rozó el pulgar sobre los bordes de los
billetes fingiendo que lo hacía e introdujo el medio pago en el bolsillo
inferior izquierdo de su saco mientras recibía las últimas indicaciones de
Mariano. En la sala, preguntó a la criada por Rocío. La figura de la joven se
deslizó desde su habitación hacia la balaustrada que cortaba el pasadizo que
conducía a las habitaciones del segundo piso. Venturo observó sus movimientos
de gacela acariciando la barandilla hasta el desembarco de la escalera, saludó
con un ligero movimiento de cabeza, avanzó por las gradas coqueta rozando el
pasamano con un vestido de noche color nácar, dio unos pasos hacia Venturo y le
extendió una mano.
—¿Y
usted es…? —interrogó la rubia
—Adrián
Venturo para servirlo señorita, detective privado. Quería tener una charla con
usted por encargo de su padre. Es acerca de su hermana Rocío, ¿qué sabe usted
de ella? —inquirió Adrián.
—¿De
Maggie? No mucho, sé que se está quedando en Canta, alojada en casa de unos
amigos, viviendo la vida loca, ¿Tiene problemas mi hermanita? —preguntó sin
mucha convicción.
—Pensé
que usted me ayudaría a saber de ella, el viejo está muy angustiado, ¿no les
apena a ustedes preocuparle a su edad? —intentó resondrar Venturo.
—¿El
viejo angustiado? ¿Preocupado? ¿Qué historia le ha contado ese rufián? ¿Ahora
quiere pasar por buen padre? Mire detective o quien sea usted, todo está normal
por aquí si se excluye el hecho de compartir esta casa con aquel viejo crápula
—refunfuño la mujer.
—Ayudará
mucho si me da el teléfono y la dirección del dueño de la casa en Canta,
querida. No te alejes mucho de casa que volveremos a conversar pronto —dijo con
galantería. A la mujer le gustó su aspecto rústico muy mal disimulado con un
traje de oferta de tiendas Adams. Ella se acercó coqueta rozando su mejilla y
depositando en su mano un papel con indicaciones: “Necesitamos hablar, hoy a
las 17:00 en Tanta de 28 de julio”. El detective estampó un beso en la mejilla
despidiéndose y salió escoltado a la salida por la criada negra quien lucía una
triste expresión en su rostro.
En
Tanta, Adrián releía una novela de Chandler que extrajo de su biblioteca para
impresionar a la rubia. Estaba intrigado con la reunión. ¿Por qué no dijo nada
en su casa? ¿Qué sucedía con esa familia realmente? Rocío llegó puntual con un
traje de noche negro, la chica parecía vestir siempre como para desfile de
modas. Pero esta vez tenía un rostro sombrío, preocupado, con los ojos enrojecidos.
La chica había estado llorando.
—Se
la llevó a Canta, Santibáñez, un operario de mi padre, hombre peligroso, mejor
tome precauciones Adrián —advirtió la joven extendiéndole la mano, buscando
apoyo y consuelo. El detective se conmovió, acarició el dorso de su mano, le
gustó que le tuteara.
—Pierde
cuidado nena, te traeré a tu hermanita sana y a salva —le tranquilizó Adrián.
La
joven le contó que sospechaba del canteño y Mariano. Las hermanas tenían una
póliza de seguros millonaria y Mariano planeaba reflotar su último negocio:
PESCANORTE. Algo no cuadra aquí, pensó el detective quien había investigado la
empresa de Mariano en registros públicos, el viejo era socio minoritario,
ninguna póliza millonaria alcanza para reflotar una empresa pesquera de esta
dimensión y había en ella dos jugadores más grandes. Se olvidó de los modales y
le pidió explicaciones con rudeza a la mujer.
—Álvarez
y Da Silva, exempleados y actualmente socios en PESCANORTE, hombres ambiciosos,
les conozco bien —explicó nerviosa la mujer— Da Silva ha venido muy seguido a
la casa las últimas semanas. A Álvarez no lo he visto desde el accidente del
viejo –concluyó Rocío. La mujer se refería al accidente que confino a Mariano a
una silla de ruedas, en una inspección al Perseo, la nave más importante de la
empresa. Ese día funesto Mariano estaba acompañado de Rocío y sus dos socios.
—Bien
nena, consígueme para hoy los teléfonos de los socios y la dirección de
Santibáñez. En Canta amanezco mañana, pero debo hablar con los pesqueros antes
de viajar. El detective partió raudamente hacia PESCANORTE con las referencias
alcanzadas por la mujer. Al llegar, los socios se encontraban en una junta de
emergencia.
—¿Tardarán
mucho los señores, linda? Usted me dijo al teléfono, a las 19:00 horas y ya son
las 20:00 ¿Puedes preguntar de nuevo? —sonreía nervioso Adrián.
—Le
dije al teléfono que la junta podría demorar —contestó una mujer mayor con
cabello pelirrojo artificial.
Adrián
aprovechó un descuido de la secretaria para apurar el paso e ingresar por los
estrechos pasillos que conducían hacia las oficinas de la empresa alcanzando la
sala de conferencias. Avanzó unos pasos hacia el lugar, giró la manija, ingresó
sin pedir permiso y encontró a Álvarez y Da Silva discutiendo.
—Bueeenas
nocheeees —anunció su entrada con voz estentórea para llamar la atención de los
belicosos.
—¿Qué
buscas aquí? ¿Quién te permitió el ingreso, hombre? Lárgate, esto no es una
feria —gritó Da Silva.
—¿No
ves que estamos ocupados? Salga y coordine con la secretaria cualquier cosa que
haya venido hacer aquí —reforzó Álvarez.
—Alto
allí señores, que no vine de excursión. Vengo por especial encargo de Don
Mariano buscando a Margot —dijo Venturo solemne.
—¿Eres
policía? —preguntaron al unísono los socios con expresión de preocupación.
—Mejor
para ustedes dos que no lo sea. Por ahora don Mariano quiere dejar el asunto en
el ámbito privado antes de hacer la denuncia a las autoridades, así que espero
colaboración plena —apostilló Adrián, dueño de la situación.
El
detective pudo percibir el nerviosismo de los socios. Da Silva no supo explicar
la frecuencia de sus visitas a la casa de la familia González de Orbegoso
cuando fue inquirido por el detective.
—Es
un buen amigo al que visito para tratar temas societarios, no discuto de eso
con extraños —dijo por toda explicación Da Silva.
Álvarez
se mostró más bien “cooperativo” y le alcanzó una ruma enorme de estudios
contables indescifrables para marear a Venturo. El detective llamó a su oficina
y le pidió a su asistente que investigue el record migratorio de los socios y
los pormenores del accidente de don Mariano en el “Perseo”.
Durante
el viaje se quedó pensando en la mirada triste de la negra en casa de González
de Orbegoso y al llegar temprano en la mañana a Canta su angustia por la negra
tuvo un mal final. Pedro, su asistente, le dijo al teléfono que la negra había
sido arrollada por un auto en Villa El Salvador.
Adrián
buscó alojamiento en los alrededores de la Plaza de Armas en tanto preguntaba
por Paul Santibáñez. Una mujer delgada de nariz aguileña que lo observaba desde
hacía buen rato desde una bodega se compadeció del visitante extraviado y lo
llamó agitando la mano.
—¿Qué
buscas por aquí, lindo? ¿También viniste a la casa de Paul? —preguntó la mujer
intuyendo la razón del deambuleo de aquel extraño en Canta.
—¿Paul
Santibáñez?, sí, es el mismo que busco, ¿dónde lo encuentro guapa? —piropeó
Adrián para escarbar más información.
—Hasta
la mañana de ayer había gente en aquella casona blanca, a dos cuadras de aquí
—señaló la mujer— pero en la madrugada salieron en estampida.
—¿Y,
a dónde fueron todos preciosa? ¿Tú lo sabes o no? —inquirió el detective
sacando una cajetilla de cigarros y un encendedor de su gabán beige. La mujer
le sonrío, el detective le había simpatizado.
—Sí,
blanquiñosa, alocada, siempre ebria, es ella —asintió la canteña observando
unas fotos que le mostró el sabueso– Ellos volaron en una camioneta.
—¿Presiento
que sabes dónde, o no, corazón? —dijo galante Adrián, con esa enorme sonrisa
que siempre le funcionaba.
—Si
me compras algunos víveres quizás te podría decir dónde queda la cabaña de
Paul, guapetón —sonrió Viviana, la mujer de la tienda, echándole una mirada
rápida a su mercadería.
Adrián
compró panes, agua mineral y una cajetilla de cigarrillos y se adentró por
senderos escarpados que limitaban con los precipicios del valle, ruta que la
mujer le indicó. El relincho de unos caballos le anunció que había llegado al
destino. Saltó el cerco que hacía de lindero de la propiedad de Paul. Restos de
una fogata, un hombre de barba roja, y dos mujeres cubiertas con gruesas mantas
sobre la espalda decoraban el paisaje a pocos metros de la cabaña. Reconoció
los bucles rubios de la hija de Mariano.
—Señorita
Margot González de Orbegoso, supongo, vengo a recogerla por encargo de Don
Mariano —dijo en voz alta, despertándola. La joven largó una mirada ansiosa
hacia la ventana desde donde se dibujaba una silueta masculina detrás de la
cortina. Un hombre corpulento, cabeza cuadrada, cabello corto y rostro marcado
por grandes arrugas en la frente. Podría pasar sin problemas por convicto si lo
vestías con polo a rayas y le tomabas una foto, pensó Venturo.
—Papi
me prohibió hablarles a desconocidos —dijo rompiendo el silencio y soltando una
risa estridente la hija de Mariano.
—¿Y
tú, eres Santibáñez? —interrogó al pelirrojo de la fogata quien portaba una
guitarra.
—Sí
soy Paul o quizás ya no, pero estoy seguro que ayer lo era —entonaba la frase
rascando la guitarra, tratando de crear una melodía.
—No
estoy para juegos huevón, ¿quién es el hombre en la ventana? —recriminó
Venturo.
—Paul
Santibáñez —interrumpió la otra chica con cabello castaño suelto hasta los
hombros, quien parecía ser la más cuerda del grupo.
—Cierto,
Paul es hoy el hombre en la ventana, el hombre en la ventana —siguió cantando
el pelirrojo.
Adrián
se desentendió del pelirrojo y caminó hacia la casa. El misterioso hombre de la
ventana salió a su encuentro. Abrió la puerta desvencijada. Se observaron a
apenas diez metros uno del otro. El hombre resultó más alto de lo que pensó
Venturo, alrededor de 1.85, media cabeza más grande que Adrián y lucia más fornido
aún que desde la ventana.
—Paul
Santibáñez, me imagino —Abrió la conversación el detective.
—Imaginas
bien, quien quiera que seas, que te trae por aquí, ¿te perdiste? —interrogó
Paul empuñando un rifle, observando el cinto del detective, buscando algo como
un arma.
—Vine
por Margot man, trabajo para su padre, no me interesa discutir qué haces con tu
grupete de hippies, me la llevo y esto se termina para mí, a ustedes no los he
visto —indicó Adrián.
—No
tan rápido, ella es mi invitada y se irá cuando le plazca. ¿Te quieres ir
Maggie? —preguntó Paul a Margot.
Adrián
cayó en cuenta que no obtendría nada de esa charla. Llevó su mano derecha al
cinto y extrajo su revolver Smith and Weson calibre 38 y disparó al hombro de
Paul obligándolo a soltar el arma y descerrajó dos tiros más contra las llantas
de la camioneta. Tomó a una impávida Margot del brazo, la levantó obligándola a
seguirla y caminaron hacia el pueblo de Canta a pie.
Algunas
horas después, en la bodega de Viviana, Margot se tomaba el cuarto café y
lloraba reclamando la presencia de Paul. A Adrián no le llamaba la atención
esta relación entre víctima y secuestrador. “Síndrome de Estocolmo”, todas las
huevadas que tienen estos pitucones, pensó el detective.
—Tranquila
nenita, ya deja de llorar, ¿no ves que ese pastrulo te estaba jodiendo la vida?
—No
entiendes nada, Paulcito me cuida —dijo la joven con mirada suplicante.
Adrián
inquirió por explicaciones. Y la joven le confesó que Paul Santibáñez era en
realidad Paul González de Orbegoso, su medio hermano.
—¡Carajo,
que enredo de mierda! Esto ya parece novela turca —exclamó fastidiado Adrián.
—¡Abre
esa puerta, Viviana! ¡Sabemos que tienes gente adentro! —se oyó la voz de Paul
en medio de un griterío y varios disparos de rifle. Adrián sudó frío, empuñó su
revólver, levantó el arma y quebró el vidrio de la ventana, disparando a
cualquier parte para amedrentar a los pendencieros.
—Si
quieres hablar, hablemos man, tu hermanita se encuentra bien —dijo
el detective al reconocer al canteño quien lucía una venda que envolvía su
hombro. Paul avanzó hacia un arbusto empuñando un Remington de gran potencia.
—¿Quién
te ha contratado para hacernos daño? ¿El viejo? ¿La negra Gladys? ¿Porque no
sales y me dices a quien sirves?, sicario conchatumadre —interrogó indignado el
barbudo.
—Tranquilo
man, vine en son de paz, si te hubiera querido muerto, habría disparado a matar
en la cabaña. Conversemos sin fierros —dijo con voz persuasiva el detective,
Paul asintió con un movimiento de cabeza, entregó el rifle al pelirrojo quien
salió de los arbustos, ingresó a la bodega jaloneado por Adrián y su hermana se
le lanzó afectuosa, colgándose de su cuello. Los hermanos se
sentaron uno al lado del otro sobre una banca rústica forjada a mano con
árboles del lugar.
—Me
advirtieron sobre ti Venturo, que vendrías a matarnos, ¿Qué te propones en
realidad? Mi hermana presentía que algo malo le sucedería en casa del viejo,
por eso acudió a mí —inició el diálogo Paul.
—¿Quién
les previno sobre mí visita a Canta? ¿Tu hermana Rocío o la negra Gladys?
—hurgó el detective.
—Por
Gladys y mi viejo estamos en este embrollo, la negra inventó la historia que el
accidente de mi padre en Perseo fue provocado y que los responsables venían por
nosotros dos —explicó Margot.
—Ahh
niños, niños, cuánta ingenuidad, el enemigo está en casa pero no es la criada,
es su propia hermana, la criada está muerta ahora —les espetó Adrián a los
hermanos.
El
detective les dijo que haría algunas llamadas para aclararlo todo. En primer
término llamó a su asistente, quien le confirmó sus sospechas sobre el record
migratorio. Durante los últimos siete años Álvarez y Rocío coincidieron en sus
salidas diez veces, antes y después del suceso en el Perseo; Da Silva y Rocío;
coincidieron tres veces a Panamá después del hecho en Perseo. Da Silva
merodeaba la casa a menudo para recoger a Rocío. Álvarez, en cambio cortejaba
abiertamente a Rocío luego de entretener brevemente al viejo en el jardín. Así
se lo confirmó Gladys al asistente pocos minutos antes del arrolamiento por
automóvil que la terminó matando. En segundo término hablo con Mariano a quien
le dijo que tenía novedades sobre su hija sin entrar en detalles y le pidió
preparar una reunión mañana temprano con sus socios en la casa de Jesús María.
—¿Qué
le pasó a mi hija Venturo? Te pedí que me la traigas sana y salva —reclamó el
viejo Mariano.
—Cálmese
don Mariano, que nada gana quejándose, su hija está bien. ¿Convocó a sus socios
a esta reunión? —preguntó el detective. En tanto llegan, cuénteme, ¿Cómo se
rompió la columna?
—En
una inspección de rutina a mi barco, luego de una celebración, bebí demasiado,
supongo —contestó incomodo el anciano.
—¿Y
estaba con quien antes del accidente? —repreguntó el detective
—Con
mi hija Rocío y Álvarez, si ellos dos, Gladys andaba por allí también pero me
esperaba en el auto, y sólo vi a mi fiel amiga en el hospital al despertar
—escarbó en sus recuerdos el viejo.
—¿Ha
pensado vender sus acciones don Mariano? —continuó interpelando Adrián.
—¡Imposible!
Pienso reflotar el negocio, además el 50% de las acciones pasarán a Margot
cuando cumpla la mayoría de edad —reveló Mariano.
Álvarez
y Da Silva ya habían ingresado al jardín conducidos por Rocío y habían
escuchado la conversación bien clarita. El volumen y entonación que les daba a
las preguntas Venturo tenían ese propósito, ser oídos con claridad por ellos al
percatarse de su ingreso al palacete.
—Ustedes
dos sabían que Mariano resolvió heredar a Margot, primero quisieron deshacerse
del anciano y luego de la hija —les espetó el detective a los socios— ¿No es
cierto que aceptaste le proposición de la rubia de deshacerte del viejo, Da
Silva? Te enamoraste de ella pero no tuviste las agallas para tirarlo por las
escaleras como hizo Álvarez. Y tu Álvarez, granuja, te querías tumbar a la
hermana también como lo hiciste con la negra. ¿No sabes que existen cámaras de
vigilancia en Villa El Salvador también? El carro que arrolló a Gladys
pertenece a PESCANORTE, estás jodido. ¿No te das cuenta que eres un peón más de
esta fiera?
El
detective castañeo los dedos y cinco policías encabezados por un coronel de
DIRINCRI ingresaron acompañando a los hermanos Paul y Margot González de Orbegoso.
Enmarrocaron a Rocío y a los dos socios. Margot abrazó al viejo y Paul
contempló la escena a distancia prudente.
Rocío
pasó al costado del detective rozándole la mejilla y depositó un papel en su
mano con una inscripción: Help me. Adrián permaneció inmutable.
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