lunes, 15 de agosto de 2016

Femme fatale

Mario César Ríos Barrientos


Un domingo de mayo Adrián llegó al vetusto palacete en Jesús María habitado por una rancia familia limeña. La arquitectura que le impresionaba cuando niño y acudía a la piscina del Campo de Marte había perdido su encanto. Pensó que la edificación podría compararse a don Mariano, su propietario, quien durante el boom pesquero cuando gobernaba el general Velasco lucía como un príncipe medieval. El detective apartó sus recuerdos infantiles, trotó las escaleras de granito que separaban la entrada de la enorme puerta de hierro color negro y pulsó el timbre del portón.
—¿Don Mariano González de Orbegoso, se encuentra? —preguntó con aire de autoridad a una negra uniformada de vestido negro y delantal blanco quien había entreabierto la puerta.
—¿Quién pregunta por el señor? –dijo la mujer del servicio abriendo ampliamente la puerta y mostrando su robusta figura.
—Soy Adrián Venturo, Don Mariano aguarda por mí –dijo enfadado por estar dándole explicaciones a la criada que lo miraba con desprecio. La mujer agitó su regordete dedo pulgar invitándolo a pasar y Venturo desfiló por una sala de pisos pulcros y muebles estilo vintage hasta el jardín interior iluminado por pequeñas lámparas led. En el segundo piso, una mujer rubia de veintipocos observó su trayecto. Venturo ya había reparado en ella. Desde el jardín el murmullo de Mariano orientaba el recorrido hasta un espacio íntimo adornado por plantones de orquídeas en macetas colgadas y fragmentos de viejos troncos de árboles que marcaban la senda hacia el anciano quien mimaba a su gata. Adrián saludó levantado la mano y el viejo despidió a la negra con un brusco movimiento de muñeca. 
González de Orbegoso, anciano de cuerpo huesudo, amplia espalda y grandes manos. Sus rezagos de hombre fornido sentado sobre una silla de ruedas, rodeado de plantas y viejos recuerdos eran indicativos de una vida truncada súbitamente no el resultado de un sano discurrir al envejecimiento.
—Póngase cómodo Venturo, debe haber hecho un largo viaje hasta aquí, ¿Desde dónde me dijo que venía? ¿Los Olivos? ¿Y dónde coño queda eso? ¿Quiere tomarse un trago o le puedo ofrecer un refresco? —abrumó con preguntas el octogenario. El detective miró desconfiado la escenografía que el anciano había montado en su refugio: Un viejo frigobar, una vitrola sobre un mueble que alojaba ordenadamente viejos discos de vinilo y un antiguo teléfono ericcson de baquelita.
En aquél lugar Mariano gastaba sus últimos cinco años desde que se rompió la cadera luego de una discusión con sus hijas. Desde su jardín, seguía jugando al hombre poderoso, concertando reuniones con socios de empresas a punto de quebrar, daba consejos a interesados en incursionar en política, pero sobre todo, quería seguir rigiendo el destino de sus dos hijas.
—Sírvame un chilcano con tres cubos de hielo. Usted dirá don Mariano, ¿En qué puedo servirle? —preguntó Venturo, limpiándose descuidadamente el sudor de la frente con la manga de la camisa. Al sentirse escrutado por los ojos de ardilla del viejo, escondió el brazo detrás de la espalda y su cuerpo adquirió su postura recta y firme, proyectando la imagen de detective serio. Carraspeó, engoló la voz y comenzó a responder las preguntas del viejo.  
—¿Es cierto que eres el mejor detective privado de Lima, Venturo? Porque necesito a alguien discreto y confiable a quien pueda encargar un trabajo muy personal, ¿Tienes hijos Venturo? —interrogó Mariano buscando respuestas rápidas del detective.
—Tengo dos, hombre de veintiocho y mujer de veinte, el hombre ya está logrado, y la mujer, bueno, ella es una niña aún —respondió con desdén el detective.
—¿Y te llevas bien con ellos, bien de verdad, te cuentan sus cosas? ¿Eres un padre de verdad, Venturo? Yo tengo dos hijas y puedo asegurarte que no las conozco, llevan mi sangre y mis malditos genes, pero actúan como si no lo fueran. Quiero su bien y las cuido igual, por eso tenemos esta conversación.
—Muy bien, muy bien, ya está bueno Don Mariano, soy efectivo y discreto, no he venido a conversar sobre mi familia tampoco, mejor vamos al grano —respondió Adrián, convencido que el viejo lo había investigado bien.
—Tranquilo Venturo, no se incomode, solo quería evaluar sus aptitudes, soy yo quien lo empleará. Está bien, vamos al grano. Mi hija menor, Margot lleva quince días desaparecida. Su hermana Rocío, sabe algo y me lo oculta, no sé en qué lío ande pero ya estoy preocupado —relató Mariano.
—¿Rocío es la rubia buenamoza a quien vi en la sala? —curioseó Venturo.
—Pues sí, guapas son mis dos hijas. No te fíes Venturo, es un demonio con piel de ángel. Solo debes traer a la menor de vuelta a casa y te ganas diez mil dólares. El anciano extrajo un sobre de la gaveta superior del mueble sobre el que descansaba la vitrola, y le entregó la mitad por adelantado. Luego colocó un viejo LP de los éxitos de Billie Holliday en el aparato y se despidió del detective extendiéndole la mano con una mirada triste.
Adrián Venturo no contó el dinero, solo rozó el pulgar sobre los bordes de los billetes fingiendo que lo hacía e introdujo el medio pago en el bolsillo inferior izquierdo de su saco mientras recibía las últimas indicaciones de Mariano. En la sala, preguntó a la criada por Rocío. La figura de la joven se deslizó desde su habitación hacia la balaustrada que cortaba el pasadizo que conducía a las habitaciones del segundo piso. Venturo observó sus movimientos de gacela acariciando la barandilla hasta el desembarco de la escalera, saludó con un ligero movimiento de cabeza, avanzó por las gradas coqueta rozando el pasamano con un vestido de noche color nácar, dio unos pasos hacia Venturo y le extendió una mano.
—¿Y usted es…? —interrogó la rubia
—Adrián Venturo para servirlo señorita, detective privado. Quería tener una charla con usted por encargo de su padre. Es acerca de su hermana Rocío, ¿qué sabe usted de ella? —inquirió Adrián.
—¿De Maggie? No mucho, sé que se está quedando en Canta, alojada en casa de unos amigos, viviendo la vida loca, ¿Tiene problemas mi hermanita? —preguntó sin mucha convicción.
—Pensé que usted me ayudaría a saber de ella, el viejo está muy angustiado, ¿no les apena a ustedes preocuparle a su edad? —intentó resondrar Venturo.
—¿El viejo angustiado? ¿Preocupado? ¿Qué historia le ha contado ese rufián? ¿Ahora quiere pasar por buen padre? Mire detective o quien sea usted, todo está normal por aquí si se excluye el hecho de compartir esta casa con aquel viejo crápula —refunfuño la mujer.
—Ayudará mucho si me da el teléfono y la dirección del dueño de la casa en Canta, querida. No te alejes mucho de casa que volveremos a conversar pronto —dijo con galantería. A la mujer le gustó su aspecto rústico muy mal disimulado con un traje de oferta de tiendas Adams. Ella se acercó coqueta rozando su mejilla y depositando en su mano un papel con indicaciones: “Necesitamos hablar, hoy a las 17:00 en Tanta de 28 de julio”. El detective estampó un beso en la mejilla despidiéndose y salió escoltado a la salida por la criada negra quien lucía una triste expresión en su rostro.
En Tanta, Adrián releía una novela de Chandler que extrajo de su biblioteca para impresionar a la rubia. Estaba intrigado con la reunión. ¿Por qué no dijo nada en su casa? ¿Qué sucedía con esa familia realmente? Rocío llegó puntual con un traje de noche negro, la chica parecía vestir siempre como para desfile de modas. Pero esta vez tenía un rostro sombrío, preocupado, con los ojos enrojecidos. La chica había estado llorando.
—Se la llevó a Canta, Santibáñez, un operario de mi padre, hombre peligroso, mejor tome precauciones Adrián —advirtió la joven extendiéndole la mano, buscando apoyo y consuelo. El detective se conmovió, acarició el dorso de su mano, le gustó que le tuteara.
—Pierde cuidado nena, te traeré a tu hermanita sana y a salva —le tranquilizó Adrián.
La joven le contó que sospechaba del canteño y Mariano. Las hermanas tenían una póliza de seguros millonaria y Mariano planeaba reflotar su último negocio: PESCANORTE. Algo no cuadra aquí, pensó el detective quien había investigado la empresa de Mariano en registros públicos, el viejo era socio minoritario, ninguna póliza millonaria alcanza para reflotar una empresa pesquera de esta dimensión y había en ella dos jugadores más grandes. Se olvidó de los modales y le pidió explicaciones con rudeza a la mujer.
—Álvarez y Da Silva, exempleados y actualmente socios en PESCANORTE, hombres ambiciosos, les conozco bien —explicó nerviosa la mujer— Da Silva ha venido muy seguido a la casa las últimas semanas. A Álvarez no lo he visto desde el accidente del viejo –concluyó Rocío. La mujer se refería al accidente que confino a Mariano a una silla de ruedas, en una inspección al Perseo, la nave más importante de la empresa. Ese día funesto Mariano estaba acompañado de Rocío y sus dos socios. 
—Bien nena, consígueme para hoy los teléfonos de los socios y la dirección de Santibáñez. En Canta amanezco mañana, pero debo hablar con los pesqueros antes de viajar. El detective partió raudamente hacia PESCANORTE con las referencias alcanzadas por la mujer. Al llegar, los socios se encontraban en una junta de emergencia.
—¿Tardarán mucho los señores, linda? Usted me dijo al teléfono, a las 19:00 horas y ya son las 20:00 ¿Puedes preguntar de nuevo? —sonreía nervioso Adrián.
—Le dije al teléfono que la junta podría demorar —contestó una mujer mayor con cabello pelirrojo artificial.
Adrián aprovechó un descuido de la secretaria para apurar el paso e ingresar por los estrechos pasillos que conducían hacia las oficinas de la empresa alcanzando la sala de conferencias. Avanzó unos pasos hacia el lugar, giró la manija, ingresó sin pedir permiso y encontró a Álvarez y Da Silva discutiendo.
—Bueeenas nocheeees —anunció su entrada con voz estentórea para llamar la atención de los belicosos.
—¿Qué buscas aquí? ¿Quién te permitió el ingreso, hombre? Lárgate, esto no es una feria —gritó Da Silva.
—¿No ves que estamos ocupados? Salga y coordine con la secretaria cualquier cosa que haya venido hacer aquí —reforzó Álvarez.
—Alto allí señores, que no vine de excursión. Vengo por especial encargo de Don Mariano buscando a Margot —dijo Venturo solemne.
—¿Eres policía? —preguntaron al unísono los socios con expresión de preocupación.
—Mejor para ustedes dos que no lo sea. Por ahora don Mariano quiere dejar el asunto en el ámbito privado antes de hacer la denuncia a las autoridades, así que espero colaboración plena —apostilló Adrián, dueño de la situación.
El detective pudo percibir el nerviosismo de los socios. Da Silva no supo explicar la frecuencia de sus visitas a la casa de la familia González de Orbegoso cuando fue inquirido por el detective.
—Es un buen amigo al que visito para tratar temas societarios, no discuto de eso con extraños —dijo por toda explicación Da Silva.
Álvarez se mostró más bien “cooperativo” y le alcanzó una ruma enorme de estudios contables indescifrables para marear a Venturo. El detective llamó a su oficina y le pidió a su asistente que investigue el record migratorio de los socios y los pormenores del accidente de don Mariano en el “Perseo”.
Durante el viaje se quedó pensando en la mirada triste de la negra en casa de González de Orbegoso y al llegar temprano en la mañana a Canta su angustia por la negra tuvo un mal final. Pedro, su asistente, le dijo al teléfono que la negra había sido arrollada por un auto en Villa El Salvador.
Adrián buscó alojamiento en los alrededores de la Plaza de Armas en tanto preguntaba por Paul Santibáñez. Una mujer delgada de nariz aguileña que lo observaba desde hacía buen rato desde una bodega se compadeció del visitante extraviado y lo llamó agitando la mano.
—¿Qué buscas por aquí, lindo? ¿También viniste a la casa de Paul? —preguntó la mujer intuyendo la razón del deambuleo de aquel extraño en Canta.
—¿Paul Santibáñez?, sí, es el mismo que busco, ¿dónde lo encuentro guapa? —piropeó Adrián para escarbar más información.
—Hasta la mañana de ayer había gente en aquella casona blanca, a dos cuadras de aquí —señaló la mujer— pero en la madrugada salieron en estampida.
—¿Y, a dónde fueron todos preciosa? ¿Tú lo sabes o no? —inquirió el detective sacando una cajetilla de cigarros y un encendedor de su gabán beige. La mujer le sonrío, el detective le había simpatizado.
—Sí, blanquiñosa, alocada, siempre ebria, es ella —asintió la canteña observando unas fotos que le mostró el sabueso– Ellos volaron en una camioneta.
—¿Presiento que sabes dónde, o no, corazón? —dijo galante Adrián, con esa enorme sonrisa que siempre le funcionaba.
—Si me compras algunos víveres quizás te podría decir dónde queda la cabaña de Paul, guapetón —sonrió Viviana, la mujer de la tienda, echándole una mirada rápida a su mercadería.
Adrián compró panes, agua mineral y una cajetilla de cigarrillos y se adentró por senderos escarpados que limitaban con los precipicios del valle, ruta que la mujer le indicó. El relincho de unos caballos le anunció que había llegado al destino. Saltó el cerco que hacía de lindero de la propiedad de Paul. Restos de una fogata, un hombre de barba roja, y dos mujeres cubiertas con gruesas mantas sobre la espalda decoraban el paisaje a pocos metros de la cabaña. Reconoció los bucles rubios de la hija de Mariano.
—Señorita Margot González de Orbegoso, supongo, vengo a recogerla por encargo de Don Mariano —dijo en voz alta, despertándola. La joven largó una mirada ansiosa hacia la ventana desde donde se dibujaba una silueta masculina detrás de la cortina. Un hombre corpulento, cabeza cuadrada, cabello corto y rostro marcado por grandes arrugas en la frente. Podría pasar sin problemas por convicto si lo vestías con polo a rayas y le tomabas una foto, pensó Venturo.
—Papi me prohibió hablarles a desconocidos —dijo rompiendo el silencio y soltando una risa estridente la hija de Mariano.
—¿Y tú, eres Santibáñez? —interrogó al pelirrojo de la fogata quien portaba una guitarra.
—Sí soy Paul o quizás ya no, pero estoy seguro que ayer lo era —entonaba la frase rascando la guitarra, tratando de crear una melodía.
—No estoy para juegos huevón, ¿quién es el hombre en la ventana? —recriminó Venturo.
—Paul Santibáñez —interrumpió la otra chica con cabello castaño suelto hasta los hombros, quien parecía ser la más cuerda del grupo.
—Cierto, Paul es hoy el hombre en la ventana, el hombre en la ventana —siguió cantando el pelirrojo.
Adrián se desentendió del pelirrojo y caminó hacia la casa. El misterioso hombre de la ventana salió a su encuentro. Abrió la puerta desvencijada. Se observaron a apenas diez metros uno del otro. El hombre resultó más alto de lo que pensó Venturo, alrededor de 1.85, media cabeza más grande que Adrián y lucia más fornido aún que desde la ventana.
—Paul Santibáñez, me imagino —Abrió la conversación el detective.
—Imaginas bien, quien quiera que seas, que te trae por aquí, ¿te perdiste? —interrogó Paul empuñando un rifle, observando el cinto del detective, buscando algo como un arma.
—Vine por Margot man, trabajo para su padre, no me interesa discutir qué haces con tu grupete de hippies, me la llevo y esto se termina para mí, a ustedes no los he visto —indicó Adrián.
—No tan rápido, ella es mi invitada y se irá cuando le plazca. ¿Te quieres ir Maggie? —preguntó Paul a Margot.
Adrián cayó en cuenta que no obtendría nada de esa charla. Llevó su mano derecha al cinto y extrajo su revolver Smith and Weson calibre 38 y disparó al hombro de Paul obligándolo a soltar el arma y descerrajó dos tiros más contra las llantas de la camioneta. Tomó a una impávida Margot del brazo, la levantó obligándola a seguirla y caminaron hacia el pueblo de Canta a pie.
Algunas horas después, en la bodega de Viviana, Margot se tomaba el cuarto café y lloraba reclamando la presencia de Paul. A Adrián no le llamaba la atención esta relación entre víctima y secuestrador. “Síndrome de Estocolmo”, todas las huevadas que tienen estos pitucones, pensó el detective.
—Tranquila nenita, ya deja de llorar, ¿no ves que ese pastrulo te estaba jodiendo la vida?
—No entiendes nada, Paulcito me cuida —dijo la joven con mirada suplicante.
Adrián inquirió por explicaciones. Y la joven le confesó que Paul Santibáñez era en realidad Paul González de Orbegoso, su medio hermano.
—¡Carajo, que enredo de mierda! Esto ya parece novela turca —exclamó fastidiado Adrián.
—¡Abre esa puerta, Viviana! ¡Sabemos que tienes gente adentro! —se oyó la voz de Paul en medio de un griterío y varios disparos de rifle. Adrián sudó frío, empuñó su revólver, levantó el arma y quebró el vidrio de la ventana, disparando a cualquier parte para amedrentar a los pendencieros.
—Si quieres hablar, hablemos man, tu hermanita se encuentra bien —dijo el detective al reconocer al canteño quien lucía una venda que envolvía su hombro. Paul avanzó hacia un arbusto empuñando un Remington de gran potencia.
—¿Quién te ha contratado para hacernos daño? ¿El viejo? ¿La negra Gladys? ¿Porque no sales y me dices a quien sirves?, sicario conchatumadre —interrogó indignado el barbudo.
—Tranquilo man, vine en son de paz, si te hubiera querido muerto, habría disparado a matar en la cabaña. Conversemos sin fierros —dijo con voz persuasiva el detective, Paul asintió con un movimiento de cabeza, entregó el rifle al pelirrojo quien salió de los arbustos, ingresó a la bodega jaloneado por Adrián y su hermana se le lanzó afectuosa, colgándose de su cuello.  Los hermanos se sentaron uno al lado del otro sobre una banca rústica forjada a mano con árboles del lugar.
—Me advirtieron sobre ti Venturo, que vendrías a matarnos, ¿Qué te propones en realidad? Mi hermana presentía que algo malo le sucedería en casa del viejo, por eso acudió a mí —inició el diálogo Paul.
—¿Quién les previno sobre mí visita a Canta? ¿Tu hermana Rocío o la negra Gladys? —hurgó el detective.
—Por Gladys y mi viejo estamos en este embrollo, la negra inventó la historia que el accidente de mi padre en Perseo fue provocado y que los responsables venían por nosotros dos —explicó Margot.
—Ahh niños, niños, cuánta ingenuidad, el enemigo está en casa pero no es la criada, es su propia hermana, la criada está muerta ahora —les espetó Adrián a los hermanos.
El detective les dijo que haría algunas llamadas para aclararlo todo. En primer término llamó a su asistente, quien le confirmó sus sospechas sobre el record migratorio. Durante los últimos siete años Álvarez y Rocío coincidieron en sus salidas diez veces, antes y después del suceso en el Perseo; Da Silva y Rocío; coincidieron tres veces a Panamá después del hecho en Perseo. Da Silva merodeaba la casa a menudo para recoger a Rocío. Álvarez, en cambio cortejaba abiertamente a Rocío luego de entretener brevemente al viejo en el jardín. Así se lo confirmó Gladys al asistente pocos minutos antes del arrolamiento por automóvil que la terminó matando. En segundo término hablo con Mariano a quien le dijo que tenía novedades sobre su hija sin entrar en detalles y le pidió preparar una reunión mañana temprano con sus socios en la casa de Jesús María.
—¿Qué le pasó a mi hija Venturo? Te pedí que me la traigas sana y salva —reclamó el viejo Mariano.
—Cálmese don Mariano, que nada gana quejándose, su hija está bien. ¿Convocó a sus socios a esta reunión? —preguntó el detective. En tanto llegan, cuénteme, ¿Cómo se rompió la columna?
—En una inspección de rutina a mi barco, luego de una celebración, bebí demasiado, supongo —contestó incomodo el anciano.
—¿Y estaba con quien antes del accidente? —repreguntó el detective
—Con mi hija Rocío y Álvarez, si ellos dos, Gladys andaba por allí también pero me esperaba en el auto, y sólo vi a mi fiel amiga en el hospital al despertar —escarbó en sus recuerdos el viejo.
—¿Ha pensado vender sus acciones don Mariano? —continuó interpelando Adrián.
—¡Imposible! Pienso reflotar el negocio, además el 50% de las acciones pasarán a Margot cuando cumpla la mayoría de edad —reveló Mariano.
Álvarez y Da Silva ya habían ingresado al jardín conducidos por Rocío y habían escuchado la conversación bien clarita. El volumen y entonación que les daba a las preguntas Venturo tenían ese propósito, ser oídos con claridad por ellos al percatarse de su ingreso al palacete.
—Ustedes dos sabían que Mariano resolvió heredar a Margot, primero quisieron deshacerse del anciano y luego de la hija —les espetó el detective a los socios— ¿No es cierto que aceptaste le proposición de la rubia de deshacerte del viejo, Da Silva? Te enamoraste de ella pero no tuviste las agallas para tirarlo por las escaleras como hizo Álvarez. Y tu Álvarez, granuja, te querías tumbar a la hermana también como lo hiciste con la negra. ¿No sabes que existen cámaras de vigilancia en Villa El Salvador también? El carro que arrolló a Gladys pertenece a PESCANORTE, estás jodido. ¿No te das cuenta que eres un peón más de esta fiera?
El detective castañeo los dedos y cinco policías encabezados por un coronel de DIRINCRI ingresaron acompañando a los hermanos Paul y Margot González de Orbegoso. Enmarrocaron a Rocío y a los dos socios. Margot abrazó al viejo y Paul contempló la escena a distancia prudente.
Rocío pasó al costado del detective rozándole la mejilla y depositó un papel en su mano con una inscripción: Help me. Adrián permaneció inmutable.

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