Julián Eduardo Cervantes Cadena
«Mijo, usted ya está en edad, es momento de que se ponga los
huevos y siga con la profesión de los hombres», le decía la vieja Gladys a Jacinto, que ese día cumplía dieciséis años «no se preocupe, mijo, que el mar está en su
sangre; su abuelo era pescador, su papá es
pescador, sus tíos son pescadores y sus hermanos también son».
La expresión de Jacinto no cambió, su cara de tristeza y desazón demostraba
que su humilde destino no era lo que él anhelaba.
El pequeño pueblo pesquero de San Cayetano era un
lugar donde personas acaudaladas de la capital convivían
amablemente durante las vacaciones con los humildes lugareños, que se encargaban de cuidar y dar mantenimiento a las villas
veraniegas para ganar unos pesos, cuando los patrones se ausentaban durante
largos periodos de tiempo.
Vivir en San Cayetano se asemejaba a estar de vacaciones, la gente
era alegre, sencilla y servicial. Los pudientes ciudadanos la usaban para
tratar de darle un toque de simplicidad a sus ajetreados ritmos de vida. Pequeñas calles de arena contrastaban con los lujosos autos que las
transitaban, elegantes edificaciones que colindan con humildes casas de
construcción artesanal, un clima veraniego durante todo el año, suaves brisas que refrescaban el intenso sol, esporádicos graznidos de las gaviotas que esperaban la llegada de los
pescadores al improvisado pero antiguo muelle de madera convertían al pueblo en un paraíso terrenal.
«Yo no quiero ser pescador, quiero salir de este pueblucho, ir a la
capital y hacer plata como el señor Gabriel. De seguro la casa que tiene acá la usa solo para visitar de vez en cuando», decía Jacinto mientras ayudaba a la vieja Gladys a desenredar la red
que usarían esa noche para ir a altamar, en lo que sería el primer viaje de Jacinto acompañando a su
padre en el trabajo con el que pudo mantenerlo a él y a sus
tres hermanos y dos hermanas. «No quiero vivir
siempre en una casa de caña bebiendo ron para pasar el tiempo, el
mundo es tan grande y quiero explorarlo».
El Viejo Willi, como se lo conocía al padre
de Jacinto, era un hombre honesto y bonachón pero con
un serio problema de alcoholismo, su inteligencia lo pudo llevar más lejos que la panga que usaba cada tres días como medio de transporte para adentrarse en el cristalino mar.
Su vagancia y comodidad no lo dejaba ver más allá de unas libras de pescado y una botella de ron para la noche.
–¿Ya está listo para salir hoy en la noche, mijo?
–Le preguntó el Viejo Willi a Jacinto, el menor de sus hijos
–Yo no quiero ir, papá –le respondió con la
misma cara de desgano que muestra cualquier adolescente cuando un padre le pide
hacer algo.
–Ya está en edad de empezar a trabajar, vea que yo
ya soy viejo y estoy cansado de esto, ahora son ustedes los que deben traer la comida
a esta casa –sentenció el Viejo Willi a quien los años bajo el incandescente sol le habían cuarteado
de forma permanente su oscura piel.
Llegó el momento. Las nueve era la hora indicada para que el Viejo
Willi, Jacinto y Freddy, el mayor de los hermanos, iniciaran el recorrido mar
adentro. El plan era el de siempre: llegar lo suficientemente lejos para
desplegar sus largas redes, extender los casi trescientos metros de longitud
que tenían, recogerlas para arrastrarlas hasta la orilla y lograr sacar
todo lo que el océano les podía proporcionar. Les tomaría alrededor de siete horas.
La noche estaba nublada, la luna alcanzaba a salir por entre las
nubes e iluminaba el ambiente como un gran sol blanco, esto facilitaría la visión en altamar, pero llevar la panga al agua
resultaría más complicado por lo movida que estaba la marea. Las olas chocaban con la proa de la pequeña lancha azul y roja, de un solo motor llamada Gladys I, en honor
a la progenitora de dos de los tripulantes, haciendo que las gotas salpicaran
el interior de la embarcación que con dos tablas de madera improvisaba un
par de asientos y mojando el pelo largo y ensortijado de Jacinto.
–¡Eh! Psss –hizo Freddy para llamar la atención del joven pescador–, no se me duerma, que acá todo segundo cuenta, se duerme… se muere.
–No sea hijueputa con su hermano –interrumpió el Viejo Willi mientras el mayor de los hermanos se sonreía al ver la expresión de miedo en el rostro del flaco adolescente–.
No le haga caso, mijo, que la cosa no es tan jodida. En una media hora, cuando
veamos las luces de la costa chiquititas, paramos, echamos las redes y ya.
–Pero el mar está un poco picao ¿no le da miedo papá? –preguntó Jacinto aferrándose
fuertemente del estribor del bote.
–No pasa nada, al mar hay que tenerle respeto, pero no miedo
–respondió el viejo marinero–. Con esto se va a hacer macho, las primeras
salidas son jodidas, su hermano pasó vomitando toda la noche. Freddy volteó a mirar a su padre entrecerrando los ojos mostrando una pizca de
resentimiento contra su padre. Jacinto reía de la
debilidad de su hermano quince años mayor a él.
Pese a lo iluminada de la noche, la luna no lograba reflejarse en
el agua por lo turbia que estaba, sin importar esto, el Viejo Willi aminoró la potencia del motor de cuarenta caballos de fuerza, y les dio
la orden a sus dos hijos de empezar a botar las redes. Ninguno de los dos pudo
pararse correctamente, la panga se movía de lado a
lado, parecían un par de borrachos. El Viejo Willi no se descuidaba y miraba
constantemente las pequeñas luces que eran su única guía de regreso a tierra firme, pero también estaba atento a la seguridad de sus dos hijos, sobre todo el más pequeño e indefenso. Arrojar las redes no fue
nunca un problema, pero lograr mantenerse en pie sí.
–Papá, ¿dónde está la orilla? –preguntó Jacinto mientras giraba su cabeza para todos lados en busca de
las luces en el horizonte.
–Está allá –dijo el Viejo Willi, al mismo tiempo que señalaba el lugar donde según él debía estar tierra firme. Un silencio aterrador
acompañado de unos ojos abiertos dieron la terrible noticia.
–Mierda –susurró Freddy agarrándose la
cabeza.
La actitud tanto de su hermano como de su padre, hizo que el corazón de Jacinto empiece a latir más rápido, sus compañeros de viaje lograban escuchar su
respiración agitada y acelerada.
–Tranquilo mijo, hay que estar calmados tratar de encontrar una solución, todo va a estar bien –decía el Viejo
Willi sosteniendo al menor de sus hijos de los hombros y mirándolo fijamente a los ojos.
–Papá, ¿qué hacemos ahora?, ¿agarramos para allá? –Interrumpió Freddy con la mirada fija al lugar que según él debería estar la orilla.
–Suelte el ancla para no irnos a la mierda –ordenó el viejo navegante quitándose su
desgastada gorra roja del partido político que
representaba el presidente.
–Sea sincero conmigo papá, ¿qué tan jodidos estamos? –preguntó Jacinto.
–Bien jodidos mijo –le respondió su padre
sin perder la calma.
El silencio inundó la panga, se lograba escuchar el choque
del agua contra la fibra de vidrio. Varios fueron los minutos en los que todos
los tripulantes de Gladys I se quedaron callados
–¿Qué hacemos ahora? –Interrumpió el largo
silencio Jacinto.
–Esperar –respondió Freddy.
–¿No vamos a hacer nada?, ¿nos vamos a
quedar como pendejos aguantando que el mar nos lleve más lejos de la orilla? –dijo con cara de enojo el impetuoso
adolescente.
–No sea cojudo –Perdió la paciencia Freddy, que a diferencia de
su hermano tenía la contextura robusta de su madre y una barriga que mostraba su
gusto por la cerveza– quiere que vayamos sin rumbo fijo… a ver diga ¿pa’ dónde agarramos?
–Tranquilo Freddy, no se pegue con el pelao acuérdese que es la primera vez que sale con
nosotros, hay que enseñarlo no mandarlo pal carajo– interrumpió el Viejo Willi– vea Jacinto, ya soltamos el ancla y no sabemos
para dónde coger, tenemos que esperar a que amanezca para ver por dónde sale el sol, eso nos dará la dirección a tierra firme, lo más seguro es que se fue la luz en el pueblo
y por eso no podemos verlo.
Las horas pasaron, Freddy ya aburrido por espera, estaba
tranquilamente acostado tomando una siesta en la proa, el Viejo Willi sentado
en popa de la panga, con su mano en el motor apagado, buscando con atención en el horizonte algún indicio de tierra firme, mientras tanto
Jacinto tenía sus brazos cruzados sobre estribor con la mirada perdida en la
oscuridad del mar.
–Papá, ¿por qué tengo que ser pescador? –dijo Jacinto sin
despegar su ojos del agua.
–Usted puede ser lo que quiera mijo, pero lo único que yo le puedo enseñar es a
pescar.
–Mi mamá me dijo que yo tenía que seguir la tradición de la familia.
–Nosotros no tenemos ninguna tradición, lo que
pasa es que pescar es lo que sabemos hacer.
–Yo quiero aprender a hacer otras cosas, quiero ir a la capital y
hacer billete para conocer el mundo –dijo Jacinto girando su cuerpo para poder
ver a su padre a la cara.
–Dígame, mijo, ¿dónde va a
aprender?
–Para eso voy al colegio papá.
–En el colegio enseñan lo básico, los
que viven en la capital son malos, no les importa la gente y peor los pobres
como nosotros, de gana se va a ir tan lejos para que esos tipos se aprovechen
de usted.
–Pero vea el señor Gabriel, él es bueno
con nosotros, es un buen tipo.
–Él es bueno con nosotros porque hacemos cosas por él, es como cualquier trabajo, además, ¿cómo va a hacer plata mijo?
–Trabajando, como todo el mundo.
–No sea menso, claro que trabajando, pero en qué.
–No sé, en lo que sea –respondió Jacinto con una expresión de vergüenza por lo sarcástico de su respuesta.
–Para trabajar en algo, debe saber qué es lo que
tiene que hacer, no es así de fácil mijo –el
Viejo Willi suspiró profundamente– yo era igual que usted
mijo, yo sí me fui a la ciudad a intentar salir de la pobreza, pero la cosa
no es tan fácil.
–Papá, no sabía eso
–Nadie lo sabe, ni siquiera su vieja
–¿Por qué nunca nos ha contado eso?
–Nunca he tenido la necesidad de contarlo. Usted es el primero que
se ha querido ir.
–¿Y cómo le fue en la ciudad? ¿Es linda la
ciudad?
–La ciudad, claro que si mijo, no tanto como el pueblo; pero la
gente es una mierda.
–Pero mire al señor Gabriel, es buena gente
–No es como cuando vienen acá que están de vacaciones, allá solo piensan en ellos, si tienen que
pisarte para llegar a donde quieran, lo hacen, les importa un carajo –En ese
momento la cara del Viejo Willi cambió, su sonrisa
acostumbrada se transformó en ceño fruncido–.
Mijo páseme la botella de ron que está en la popa.
–Pero estamos en altamar, no sea irresponsable.
–Es verdad mijo. Perdón, cada vez que me acuerdo de la ciudad me
da por tomar, cuando regresé de la ciudad fue que empecé con ese vicio de mierda.
–¿Tan mal le fue?
–Me cambió la vida. Para mal.
–¿Qué le pasó que fue tan grave?
El Viejo Willi llenó de aire sus pulmones, cerro los ojos y
soltó un profundo suspiro para tomar el valor y contar su trágica historia.
–Llevaba como dos meses en la ciudad, todo me había salido mal, encontré un par de trabajos esporádicos cargando cosas en el mercado.
–Pero así se empieza, poco a poco –interrumpió Jacinto.
–Conocí a un tipo, era un señor que tenía un par de camiones que llevaban frutas a
la ciudad, se llamaba Pedro, me hice amigo, me invitaba a tomar de vez en
cuando, siempre nos íbamos a una cantina cerca del mercado que
se llamaba la rocola, y me daba
trabajo cuando llegaban sus camiones. Creí que la cosa
mejoraba, pero no era así, un día cuando
estaba yo bajando la fruta de uno los camiones, llegó la policía y encontró que la fruta estaba llena de droga, y ese hijueputa les dijo que todo eso era mío. Claro como yo no conocía a nadie,
ni tenía un centavo para defenderme, me comí cinco años en la cárcel y el tipo ese nunca volvió a aparecer.
La historia de su padre hacía que
Jacinto se sienta desilusionado, agachó la cabeza y
se puso a meditar en lo que su padre le contó. Pareciera
que sus sueños se convertirían en un sufrimiento, algo evitable si se
quedaba en su pueblo natal. Su mente se situó en un
posible futuro en el que al igual que toda su ascendencia se prepararía cada tres días para ir al mar, arrastrar una red por
horas para poder ganar unas pocas monedas, así tener para
su botella de caña mientras echado en una hamaca se olvidaba de la ausencia de
lujos, de su falta de ambición y cómo unos años atrás soñó
inocentemente que el mundo era pequeño, que podía salir a
conquistarlo, hacerlo suyo, viajar, subir montañas comer
algo más que pescado y plátano frito.
–Freddy despierte –ordenó el Viejo
Willi– mire Jacinto, ya está amaneciendo, dígale al
pendejo de su hermano que levante el ancla.
El menor de los hermanos aprovechó para echarle
un baldazo de agua en la cara al mayor mayor y burlarse de él.
–¡Jueputa! –exclamó Freddy cuando esto sucedió.
Las risas tanto del padre como de Jacinto no se hicieron esperar.
–Flaco cabrón, esta me la paga –dijo Freddy con falso
resentimiento aceptando la chanza que su pequeño hermano le
había hecho.
El viaje de regreso a tierra firme fue tranquilo y silencioso.
Jacinto miraba con admiración a su padre y a su hermano. Ser pescador
no era su sueño pero ellos dos eran felices, eso indicaba algo; tal vez no tener
sueños era mejor de lo que creía, después de todo es una forma de evitar las decepciones que puede dar la
vida, por eso debe de ser que los turistas vienen a San Cayetano, para olvidar
sus frustraciones, dejar atrás sus fracasos y problemas. Ser pescador es
una forma de vivir la vida, dejar que pase, sin preocupaciones, sin líos, trabajar un par de días a la
semana, disfrutar de este lindo clima, del mar cristalino y del amor de una buena
mujer con quien tener hijos. Una posibilidad que ya no le sonaba como una vida
llena de fracasos.
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