Mario César Ríos Barrientos
Edmundo Gallegos llevaba una vida tranquila al lado de Liz, su hija, en
el pequeño apartamento de la avenida San Martín en Barranco. Una mañana
calurosa de enero, a ella le preocupó encontrar a su padre sobresaltado con el
café a medio terminar y el diario “La República” abierto sobre la mesa en la
sección de obituarios, donde se leía:
El día de ayer, jueves veinticinco de enero a las
3:45 hrs., falleció Juan Pardo Ventocilla, a la edad de cincuenticinco años, rodeado
del afecto de sus amigos y sus seres queridos.
Quienes lo conocimos y nos preciamos de ser
amigos suyos reconocemos su destacada contribución a la comunidad como difusor
de los más excelsos valores cristianos, su solidaridad con los más necesitados
y su amor por Gabriela.
Los restos serán velados en el velatorio de la
Iglesia “Sagrado Corazón de Jesús de La Punta Callao”, a partir de las 18:00
hrs. del 27 de febrero del 2015.
Descansa en Paz, mi buen amigo.
Ricardo Eléspuru Benítez.
—No me avisó nada
el desgraciado de tu tío Ricardo, Licita. Tengo que enterarme por los diarios —le dijo con tristeza Edmundo a su hija.
—¡Ayy pa!, pero si ustedes no se hablan al menos desde hace diez años,
poco después de la muerte de mamá. Pobre don Juancito, nunca lo conocí mucho,
¿eran ustedes muy unidos, no es cierto? —preguntó Liz queriendo consolarle y
acariciando su cabello.
Juan Pardo, Ricardo Eléspuru y Edmundo Gallegos se conocieron desde
niños en El Callao. Ellos pertenecían a antiguas familias punteñas dedicadas a la
logística portuaria y aduanera. Hacia el verano de 1980, cuando los amigos
bordeaban los veinte años, a don Jorge Pardo se le ocurrió encargarle a su hijo
Juan una responsabilidad administrativa de segundo orden en su almacén. Al
empresario le gustó la idea de Juan de contratar a Edmundo y Ricardo, hijos de amigos
y socios suyos en el Yacht Club del cual era Comodoro desde hacía una década.
Se equivocó Jorge Pardo cuando pensó que el desafío de la
responsabilidad laboral conseguiría hacer madurar a su joven hijo y forjaría su
carácter. Los muchachos convirtieron el almacén en poco tiempo en centro de
festividades de fines de semana donde convergían fulbito, ron, música disco y
sexo con prostitutas del lugar. Hasta que un día apareció Gabriela en sus
vidas.
Ella era de Huánuco y llegó un día a casa de sus padres a través de
Belén, la empleada doméstica cuarentona. En vacaciones de fin de año por
Huánuco, la mujer conoció a Gabriela, una joven de linda cara y cabello castaño,
de paso por la peluquería de Dora en Yarowilca.
—¿Me llevas a Lima madrecita? No tengo donde
llegar, no conozco a nadie allí, si me llevas contigo te ayudaré en lo que me
pidas, soy mujer agradecida —le rogaba la jovencita a Belén quien llevaba una
larga charla con Dora sobre lo increíble que era Lima.
—¿Y para qué quieres ir mi niña? ¿Qué harías tú allí? —preguntó la mujer
a la graciosa jovencita.
La chica que cachueleaba transcribiendo en máquina de escribir trabajos
universitarios había ido a entregar un trabajo sobre agroforestería para la
hija de la peluquera. Gabriela insistió hasta convencerla. Sus padres eran un comerciante
italiano y una nativa del pueblo Yanesha quienes murieron en un accidente de
bus cuando viajaban a Lima a vender artesanías producidas por miembros de la
comunidad. La niña consiguió educarse con las remesas de sus parientes
italianos y el apoyo de sus familiares indígenas.
Belén estaba dividida entre su miedo a su historia por la saladera que podría
traer la niña y el buen augurio que podría traerle un comezón en su ojo derecho
que le dio en la mañana antes de ir con Dora. En Yarowilca, la gente es así de supersticiosa.
Al final decidió hacerle caso a su comezón y llamó a la señora Pardo para
pedirle autorización y llevarla a Lima. Su patrona accedió.
Juan y Gabriela se conocieron en la cocina de Belén. En realidad, el
joven reparó tarde en ella cuando un domingo, Belén vistió a Gabriela con ropa
que la patrona le donó para ir a misa: blusa blanca y falda negra ceñida que hacía
resaltar sus curvas.
—¿No quieres conocer mi almacén Gabrielita? —preguntó el muchacho canchero,
viéndola contonear sus caderas de un lado a otro de la cocina
—¿Y eso que es joven Juan? —contestó la huanuqueña observándolo
inquieto, alborotado. A ella le gustaba el efecto que su caminar grácil y
elegante producía en la libido del joven, a quien dirigía por primera vez la
palabra después de algunas semanas de vivir en el cuarto de servicio.
—Es el negocio del cual soy Gerente General y pronto seré dueño —presumió
Juan— Si quieres te puedo contratar como mi secretaria y así dejas de lavar
estos trastes.
—¡Ay joven, que cosas dice usted! No juegue ofreciendo cosas que no
puede dar. Por si acaso le digo que tengo formación de secretaria ejecutiva en
Huánuco —le dijo la huanuqueña retándolo.
—¡Vaya, caja de sorpresas la niña! ¿Por qué no vienes el fin de semana y
conoces el lugar? Hacemos una fiesta y así conoces al resto del personal —le dijo
el mozuelo invitándola a una fiesta de carnavales el último sábado de aquel febrero.
Ese sábado a las diez de la noche, Juan y Gabriela llegaron en el auto
del señor Pardo, un moderno Fiat
SuperMirafiori del año ochenta. La
penumbra de la entrada del almacén contrastaba con las luces altas de neón que
iluminaban el escenario de la fiesta. Se distinguían el equipo de sonido marca Pioneer
3 en 1 con tornamesa, Radio FM/AM y casetera; y los fiesteros: Edmundo y
Ricardo acompañados de Victoria y Ana, dos chicas del “Day and Night”, un night
club recién inaugurado en los alrededores de ENAPU reclutadas por los amigos de
Juan para la fiesta.
Victoria y Ana, nombres de batalla de mujeres que te prodigaban amor por
cien soles y se olvidaban de ti al día siguiente, no pueden compararse con la
coquetería provinciana de Gabriela —pensó Juan quien tenía del brazo a la
muchacha.
¡Qué facha la de estas mujeres! Santas no son, más bien parecen putonas,
aquí no me voy a quedar mucho rato, ¿pero cómo haré para convencer al Juan de irnos?
—reflexionaba Gabriela.
—¡Bien Juancho! ¡Qué belleza has traído a la fiesta! ¿Cómo estás linda?
¡Bienvenida al Castillo Pardo! —exclamó eufórico Ricardo.
—Hola, soy Edmundo, y ellas Victoria y Ana, vamos a pasarla muy bien —dijo
Edmundo saludando.
La huanuqueña recibió pasmada los besos en las mejillas y abrazos de
bienvenida, prácticamente en estado de shock. A los minutos, el ambiente se
cargó de lujuria, las mujeres del night club empezaron a moverse insinuantes al
ritmo de salsa de “El Gran Combo” bailando con los anfitriones. Victoria con
Ricardo, Ana con Edmundo; al poco rato, Victoria con Edmundo, Ricardo con Ana; intercambiando
parejas, rozándose los cuerpos, magreándose con las visitadoras por encima de
las ropas. A ritmo de salsa, la huanuqueña estaba tomada por la cintura desde
atrás por Juan, tomándose el quinto vaso de ron. Animada, ella le invitó a él a
la improvisada pista de baile del almacén. Estaban solos, sus amigos habían se
habían esfumado. Los sensuales movimientos de la huanuqueña excitaron al joven
Pardo quien solo tenía experiencia sexual con prostitutas. La atrapó entre sus
brazos bruscamente, ella se resistió, forcejearon y se separó de él empujando
su pecho.
—Cholita de mierda, ¿Quién te crees que eres para rechazarme? —le gritó
Juan y la tomó de los hombros sacudiéndola.
Gabriela lanzó un zarpazo arañándole la mejilla izquierda y Pardo le
respondió con un empellón en el rostro que la lanzó sobre un montacargas
ubicado al lado del equipo de sonido donde quedó quieta. Juan se quedó
estupefacto, miró aterrado a sus amigos y a las mujeres del night club que
habían salido de la oficina de despacho del almacén en paños menores por el
ruido.
—¡He matado a Gabrielita! —aulló Juan.
—No seas bruto, sólo esta inconsciente, sigue respirando allí —dijo
Edmundo para no preocuparlo.
Ricardo Eléspuru despachó a las muchachas y les dijo que las llamarían
otro día, ahora debían encargarse de Gabriela, las mujeres se quedaron refunfuñando
por la paga que al final les fue cancelada para que se vayan. La muchacha tenía una respiración y un pulso
debilísimos, la cargaron con cuidado hasta el auto de Juan y partieron
velozmente hasta el Hospital Daniel Alcides Carrión del Callao.
El médico de turno ordenó que la enviarán a la unidad de cuidados
intensivos (UCI) para darle la atención indispensable. En segundos la chica
estaba conectada a máquinas para mantenerla con vida a través de mascarillas
oronasales, un manguito para medir la presión arterial y suero endovenoso. Sobre
la camilla de la UCI, Gabriela retornó a sus cinco años cuando viajaba feliz
con sus padres a Arequipa, Lima y Trujillo. Se vio a sí misma en la comunidad
indígena Yanesha con la abuela y tía peinándola mientras repasaba fotos de sus
padres muertos y de la familia en Milán. ¿Algún día puedo ir a ese lindo lugar
abuelita? Recordó a Belén negándose a llevarla inicialmente. Quizás tenía
razón, no debí venir, tenía la saladera de mis papás conmigo. Luego, su mente
trajo recuerdos recientes, Edmundo, Ricardo, las prostitutas riéndose de ella y
Juan transformándose en demonio.
Convulsionó, la mente se fue poniendo en blanco y la vida se le fue
yendo junto a los recuerdos.
—¿Familiar de Gabriela Candiotti? —exclamó la enfermera de turno.
Juan extendió el dedo índice hacia arriba y siguió a la enfermera en
silencio hasta un tópico donde lo esperaba el médico. Allí mientras el doctor
de emergencias le explicaba que la causa del deceso era un edema cerebral que
produjo finalmente un paro cardiorrespiratorio, el muchacho veía como su vida
se derrumbaba. Estaba muerto de miedo.
—Entonces debe coordinar usted la entrega del cuerpo con el doctor
Juárez o el médico forense de turno en la morgue, luego de la necropsia ¿Me
dijo que la señorita no tiene familia en Lima? Debe comunicarse con ellos de
inmediato, ya le explicarán, buenas tardes —dijo el médico, despidiéndose.
Juan Pardo caminó como un zombie hasta el teléfono público en el
hospital del piso donde se encontraba y llamó a su padre contándole groso modo
los sucesos. Media hora después, Jorge Pardo llegó al hospital con el abogado
Alejandro Guessi, uno de los más importantes de Lima. El joven Pardo se echó
sobre el pecho del papá susurrando entre sollozos que mató sin querer a la
chica.
—Shhh, ya deja de hablar idioteces, no mataste a nadie, ella se resbaló mientras
bailaba en la fiesta porque estaba borracha, ¿entiendes? El doctor Guessi
conversará con el médico forense y alejará a la policía de este asunto. No es
bueno que se queden tú o tus amigos por aquí, menos con esa marca que tienes en
la cara. Así que vete —ordenó el padre de Juan.
Jorge Pardo le pidió a Belén ubicar y traer a la tía y abuela de
Gabriela Candiotti. Ellas nunca habían viajado a Lima antes de aquella ocasión.
No entendían que había sucedido con la Gabrielita, lloraron todo el viaje de
bus. Guessi se encargó de explicar a la familia las circunstancias de la
desgracia, cómo fue que se resbaló la chica y cayó sobre el aparato en el
almacén. El cadáver fue retirado y los gastos del traslado y entierro en
Yarowilca fueron sufragados por los Pardo con una indemnización de dos mil
soles.
La vida después de ese verano del año ochenta fue un infierno para Juan
y sus amigos. Todo el año siguiente, al menos una vez a la semana Juan llamaba
a sus amigos para trasladarle sus miedos. ¿Y si la familia de la indiecita se
aleona y se asesora mejor y busca un buen abogado, uno mejor que Guessi? ¿Y si
las putas hablan? ¿Las volviste a ver Edmundo? No se te ocurra volver a verlas
¿Y si se enteraron por algún medio y nos quieren chantajear? ¿Y si Belén
sospecha? Ella ya no me habla y siempre anda mal encarada conmigo. Los
muchachos salían poco de sus casas luego de ser despedidos del almacén de Jorge
Pardo.
A Juan se le ocurrió hacerle una misa por el año de fallecimiento. Cómo
no se me ocurrió hacerle una misa a los días de su muerte y le publicaba también
un obituario en su honor. Quizás me sentiría mejor y mi vida tendría un poco de
paz. Aunque quizás mi padre pensara que había enloquecido definitivamente. Creo
que ya lo piensa cuando me obliga a visitar al psiquiatra que me agobia con
tantas pastillas, pensaba el joven Pardo.
La misa fue un éxito, los cánticos religiosos preciosos, toda gente muy
buena. Juan hasta se sintió con confianza para confesarse con el cura de la
parroquia acerca de aquel confuso incidente donde falleció la empleada de sus
padres luego de resbalar en el almacén y sobre lo cual se sentía responsable.
El padre le dijo que no se atribule tanto por aquel accidente funesto y le concedió
el perdón en nombre del señor para darle algo de paz al muchacho. Pero, ¿por
qué no alcanzo a sentir mi alma llena de gracia y alegría, quizás eso viene
después, con algún efecto retardado, pensaba Pardo.
—¿Vienes a la chocolatada de navidad de la parroquia? —preguntaba Juan
Pardo a sus amigos al año siguiente y luego el siguiente y así, esperando un
día alcanzar la gracia y alegría.
—¿Irás a la misa de Gabriela? —inquiría Juan Pardo cada fin de febrero a
sus amigos sin obtener gracia o alegría. Al contrario, Edmundo y Ricardo se
iban alejando más, buscando no seguir atados a ese feo recuerdo.
Los amigos hicieron sus propias vidas y se mudaron de La Punta y dejaron
de comunicarse con Juan. Los años pasaron y un maduro Juan Pardo que ahora vivía
de la herencia de los padres se vinculó más fuertemente a las actividades
parroquiales. Además, Belén se quedó con él para recordarle a Gabriela y la
misión que le dejó en la vida: El servicio al prójimo. Pero nada de eso hacía
que sintiera ese estado de gracia y alegría prometido. Cuando creía que lo
conseguía se instalaba a la velocidad de un rayo el recuerdo de Gabriela
desplomándose sobre el montacargas impulsada por su empellón.
—Señor padre, señor padre, que Dios me perdone, yo maté a Gabrielita, yo
la maté —le dijo Juan Pardo en el confesionario al cura el último sábado de
febrero.
—Desvarías hijo mío, han pasado casi treintaicinco años de esa
desgracia. Conozco bien la historia de boca de Belén, de tus amigos, de tus
propios padres, ya déjate de hablar tonteras, no matas una mosca tú. Igual, te
absuelvo de cualquier pecado que creas haber podido cometer —le dijo el
sacerdote y lo santiguó.
Aquella noche, el señor Pardo juntó en un pote una treintena de
pastillas de barbitúricos indicado por su psiquiatra que había dejado de
ingerir. Nunca las tiraba, las acumulaba pensando que le serían útiles para
poder viajar e irse con Gabriela algún día. Esto pensaba en realidad desde hace
mucho, pero no compartía sus pensamientos con nadie, ni a Belén, ni a Edmundo o
Ricardo, mucho menos al cura, ese no era un asunto del confesionario, era entre
Gabriela y él.
Juan Pardo, llamó a Edmundo para que lo recoja el día siguiente, escribió
su propio obituario, tomó calmadamente una a una las treinta pastillas, se echó
boca arriba, sonrío, cruzó los brazos como abrazándose a sí mismo y durmió bien
pensando en ella.
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