jueves, 25 de agosto de 2016

Obituario

Mario César Ríos Barrientos


Edmundo Gallegos llevaba una vida tranquila al lado de Liz, su hija, en el pequeño apartamento de la avenida San Martín en Barranco. Una mañana calurosa de enero, a ella le preocupó encontrar a su padre sobresaltado con el café a medio terminar y el diario “La República” abierto sobre la mesa en la sección de obituarios, donde se leía:

El día de ayer, jueves veinticinco de enero a las 3:45 hrs., falleció Juan Pardo Ventocilla, a la edad de cincuenticinco años, rodeado del afecto de sus amigos y sus seres queridos.

Quienes lo conocimos y nos preciamos de ser amigos suyos reconocemos su destacada contribución a la comunidad como difusor de los más excelsos valores cristianos, su solidaridad con los más necesitados y su amor por Gabriela.

Los restos serán velados en el velatorio de la Iglesia “Sagrado Corazón de Jesús de La Punta Callao”, a partir de las 18:00 hrs. del 27 de febrero del 2015.
Descansa en Paz, mi buen amigo. 
Ricardo Eléspuru Benítez.

—No me avisó nada el desgraciado de tu tío Ricardo, Licita. Tengo que enterarme por los diarios —le dijo con tristeza Edmundo a su hija.

—¡Ayy pa!, pero si ustedes no se hablan al menos desde hace diez años, poco después de la muerte de mamá. Pobre don Juancito, nunca lo conocí mucho, ¿eran ustedes muy unidos, no es cierto? —preguntó Liz queriendo consolarle y acariciando su cabello.

Juan Pardo, Ricardo Eléspuru y Edmundo Gallegos se conocieron desde niños en El Callao. Ellos pertenecían a antiguas familias punteñas dedicadas a la logística portuaria y aduanera. Hacia el verano de 1980, cuando los amigos bordeaban los veinte años, a don Jorge Pardo se le ocurrió encargarle a su hijo Juan una responsabilidad administrativa de segundo orden en su almacén. Al empresario le gustó la idea de Juan de contratar a Edmundo y Ricardo, hijos de amigos y socios suyos en el Yacht Club del cual era Comodoro desde hacía una década.

Se equivocó Jorge Pardo cuando pensó que el desafío de la responsabilidad laboral conseguiría hacer madurar a su joven hijo y forjaría su carácter. Los muchachos convirtieron el almacén en poco tiempo en centro de festividades de fines de semana donde convergían fulbito, ron, música disco y sexo con prostitutas del lugar. Hasta que un día apareció Gabriela en sus vidas.

Ella era de Huánuco y llegó un día a casa de sus padres a través de Belén, la empleada doméstica cuarentona. En vacaciones de fin de año por Huánuco, la mujer conoció a Gabriela, una joven de linda cara y cabello castaño, de paso por la peluquería de Dora en Yarowilca.  

¿Me llevas a Lima madrecita? No tengo donde llegar, no conozco a nadie allí, si me llevas contigo te ayudaré en lo que me pidas, soy mujer agradecida le rogaba la jovencita a Belén quien llevaba una larga charla con Dora sobre lo increíble que era Lima.

—¿Y para qué quieres ir mi niña? ¿Qué harías tú allí? —preguntó la mujer a la graciosa jovencita.

La chica que cachueleaba transcribiendo en máquina de escribir trabajos universitarios había ido a entregar un trabajo sobre agroforestería para la hija de la peluquera. Gabriela insistió hasta convencerla. Sus padres eran un comerciante italiano y una nativa del pueblo Yanesha quienes murieron en un accidente de bus cuando viajaban a Lima a vender artesanías producidas por miembros de la comunidad. La niña consiguió educarse con las remesas de sus parientes italianos y el apoyo de sus familiares indígenas.

Belén estaba dividida entre su miedo a su historia por la saladera que podría traer la niña y el buen augurio que podría traerle un comezón en su ojo derecho que le dio en la mañana antes de ir con Dora. En Yarowilca, la gente es así de supersticiosa. Al final decidió hacerle caso a su comezón y llamó a la señora Pardo para pedirle autorización y llevarla a Lima. Su patrona accedió.

Juan y Gabriela se conocieron en la cocina de Belén. En realidad, el joven reparó tarde en ella cuando un domingo, Belén vistió a Gabriela con ropa que la patrona le donó para ir a misa: blusa blanca y falda negra ceñida que hacía resaltar sus curvas.

—¿No quieres conocer mi almacén Gabrielita? —preguntó el muchacho canchero, viéndola contonear sus caderas de un lado a otro de la cocina

—¿Y eso que es joven Juan? —contestó la huanuqueña observándolo inquieto, alborotado. A ella le gustaba el efecto que su caminar grácil y elegante producía en la libido del joven, a quien dirigía por primera vez la palabra después de algunas semanas de vivir en el cuarto de servicio.  

—Es el negocio del cual soy Gerente General y pronto seré dueño —presumió Juan— Si quieres te puedo contratar como mi secretaria y así dejas de lavar estos trastes.

—¡Ay joven, que cosas dice usted! No juegue ofreciendo cosas que no puede dar. Por si acaso le digo que tengo formación de secretaria ejecutiva en Huánuco —le dijo la huanuqueña retándolo.

—¡Vaya, caja de sorpresas la niña! ¿Por qué no vienes el fin de semana y conoces el lugar? Hacemos una fiesta y así conoces al resto del personal —le dijo el mozuelo invitándola a una fiesta de carnavales el último sábado de aquel febrero.

Ese sábado a las diez de la noche, Juan y Gabriela llegaron en el auto del señor Pardo, un moderno Fiat SuperMirafiori del año ochenta. La penumbra de la entrada del almacén contrastaba con las luces altas de neón que iluminaban el escenario de la fiesta. Se distinguían el equipo de sonido marca Pioneer 3 en 1 con tornamesa, Radio FM/AM y casetera; y los fiesteros: Edmundo y Ricardo acompañados de Victoria y Ana, dos chicas del “Day and Night”, un night club recién inaugurado en los alrededores de ENAPU reclutadas por los amigos de Juan para la fiesta.

Victoria y Ana, nombres de batalla de mujeres que te prodigaban amor por cien soles y se olvidaban de ti al día siguiente, no pueden compararse con la coquetería provinciana de Gabriela —pensó Juan quien tenía del brazo a la muchacha.

¡Qué facha la de estas mujeres! Santas no son, más bien parecen putonas, aquí no me voy a quedar mucho rato, ¿pero cómo haré para convencer al Juan de irnos? —reflexionaba Gabriela.

—¡Bien Juancho! ¡Qué belleza has traído a la fiesta! ¿Cómo estás linda? ¡Bienvenida al Castillo Pardo! —exclamó eufórico Ricardo.

—Hola, soy Edmundo, y ellas Victoria y Ana, vamos a pasarla muy bien —dijo Edmundo saludando.

La huanuqueña recibió pasmada los besos en las mejillas y abrazos de bienvenida, prácticamente en estado de shock. A los minutos, el ambiente se cargó de lujuria, las mujeres del night club empezaron a moverse insinuantes al ritmo de salsa de “El Gran Combo” bailando con los anfitriones. Victoria con Ricardo, Ana con Edmundo; al poco rato, Victoria con Edmundo, Ricardo con Ana; intercambiando parejas, rozándose los cuerpos, magreándose con las visitadoras por encima de las ropas. A ritmo de salsa, la huanuqueña estaba tomada por la cintura desde atrás por Juan, tomándose el quinto vaso de ron. Animada, ella le invitó a él a la improvisada pista de baile del almacén. Estaban solos, sus amigos habían se habían esfumado. Los sensuales movimientos de la huanuqueña excitaron al joven Pardo quien solo tenía experiencia sexual con prostitutas. La atrapó entre sus brazos bruscamente, ella se resistió, forcejearon y se separó de él empujando su pecho.

—Cholita de mierda, ¿Quién te crees que eres para rechazarme? —le gritó Juan y la tomó de los hombros sacudiéndola.

Gabriela lanzó un zarpazo arañándole la mejilla izquierda y Pardo le respondió con un empellón en el rostro que la lanzó sobre un montacargas ubicado al lado del equipo de sonido donde quedó quieta. Juan se quedó estupefacto, miró aterrado a sus amigos y a las mujeres del night club que habían salido de la oficina de despacho del almacén en paños menores por el ruido.

—¡He matado a Gabrielita! —aulló Juan.

—No seas bruto, sólo esta inconsciente, sigue respirando allí —dijo Edmundo para no preocuparlo.

Ricardo Eléspuru despachó a las muchachas y les dijo que las llamarían otro día, ahora debían encargarse de Gabriela, las mujeres se quedaron refunfuñando por la paga que al final les fue cancelada para que se vayan.  La muchacha tenía una respiración y un pulso debilísimos, la cargaron con cuidado hasta el auto de Juan y partieron velozmente hasta el Hospital Daniel Alcides Carrión del Callao.

El médico de turno ordenó que la enviarán a la unidad de cuidados intensivos (UCI) para darle la atención indispensable. En segundos la chica estaba conectada a máquinas para mantenerla con vida a través de mascarillas oronasales, un manguito para medir la presión arterial y suero endovenoso. Sobre la camilla de la UCI, Gabriela retornó a sus cinco años cuando viajaba feliz con sus padres a Arequipa, Lima y Trujillo. Se vio a sí misma en la comunidad indígena Yanesha con la abuela y tía peinándola mientras repasaba fotos de sus padres muertos y de la familia en Milán. ¿Algún día puedo ir a ese lindo lugar abuelita? Recordó a Belén negándose a llevarla inicialmente. Quizás tenía razón, no debí venir, tenía la saladera de mis papás conmigo. Luego, su mente trajo recuerdos recientes, Edmundo, Ricardo, las prostitutas riéndose de ella y Juan transformándose en demonio.  Convulsionó, la mente se fue poniendo en blanco y la vida se le fue yendo junto a los recuerdos.

—¿Familiar de Gabriela Candiotti? —exclamó la enfermera de turno.

Juan extendió el dedo índice hacia arriba y siguió a la enfermera en silencio hasta un tópico donde lo esperaba el médico. Allí mientras el doctor de emergencias le explicaba que la causa del deceso era un edema cerebral que produjo finalmente un paro cardiorrespiratorio, el muchacho veía como su vida se derrumbaba. Estaba muerto de miedo.

—Entonces debe coordinar usted la entrega del cuerpo con el doctor Juárez o el médico forense de turno en la morgue, luego de la necropsia ¿Me dijo que la señorita no tiene familia en Lima? Debe comunicarse con ellos de inmediato, ya le explicarán, buenas tardes —dijo el médico, despidiéndose.

Juan Pardo caminó como un zombie hasta el teléfono público en el hospital del piso donde se encontraba y llamó a su padre contándole groso modo los sucesos. Media hora después, Jorge Pardo llegó al hospital con el abogado Alejandro Guessi, uno de los más importantes de Lima. El joven Pardo se echó sobre el pecho del papá susurrando entre sollozos que mató sin querer a la chica.

—Shhh, ya deja de hablar idioteces, no mataste a nadie, ella se resbaló mientras bailaba en la fiesta porque estaba borracha, ¿entiendes? El doctor Guessi conversará con el médico forense y alejará a la policía de este asunto. No es bueno que se queden tú o tus amigos por aquí, menos con esa marca que tienes en la cara. Así que vete —ordenó el padre de Juan.

Jorge Pardo le pidió a Belén ubicar y traer a la tía y abuela de Gabriela Candiotti. Ellas nunca habían viajado a Lima antes de aquella ocasión. No entendían que había sucedido con la Gabrielita, lloraron todo el viaje de bus. Guessi se encargó de explicar a la familia las circunstancias de la desgracia, cómo fue que se resbaló la chica y cayó sobre el aparato en el almacén. El cadáver fue retirado y los gastos del traslado y entierro en Yarowilca fueron sufragados por los Pardo con una indemnización de dos mil soles.

La vida después de ese verano del año ochenta fue un infierno para Juan y sus amigos. Todo el año siguiente, al menos una vez a la semana Juan llamaba a sus amigos para trasladarle sus miedos. ¿Y si la familia de la indiecita se aleona y se asesora mejor y busca un buen abogado, uno mejor que Guessi? ¿Y si las putas hablan? ¿Las volviste a ver Edmundo? No se te ocurra volver a verlas ¿Y si se enteraron por algún medio y nos quieren chantajear? ¿Y si Belén sospecha? Ella ya no me habla y siempre anda mal encarada conmigo. Los muchachos salían poco de sus casas luego de ser despedidos del almacén de Jorge Pardo.

A Juan se le ocurrió hacerle una misa por el año de fallecimiento. Cómo no se me ocurrió hacerle una misa a los días de su muerte y le publicaba también un obituario en su honor. Quizás me sentiría mejor y mi vida tendría un poco de paz. Aunque quizás mi padre pensara que había enloquecido definitivamente. Creo que ya lo piensa cuando me obliga a visitar al psiquiatra que me agobia con tantas pastillas, pensaba el joven Pardo.

La misa fue un éxito, los cánticos religiosos preciosos, toda gente muy buena. Juan hasta se sintió con confianza para confesarse con el cura de la parroquia acerca de aquel confuso incidente donde falleció la empleada de sus padres luego de resbalar en el almacén y sobre lo cual se sentía responsable. El padre le dijo que no se atribule tanto por aquel accidente funesto y le concedió el perdón en nombre del señor para darle algo de paz al muchacho. Pero, ¿por qué no alcanzo a sentir mi alma llena de gracia y alegría, quizás eso viene después, con algún efecto retardado, pensaba Pardo.

—¿Vienes a la chocolatada de navidad de la parroquia? —preguntaba Juan Pardo a sus amigos al año siguiente y luego el siguiente y así, esperando un día alcanzar la gracia y alegría.

—¿Irás a la misa de Gabriela? —inquiría Juan Pardo cada fin de febrero a sus amigos sin obtener gracia o alegría. Al contrario, Edmundo y Ricardo se iban alejando más, buscando no seguir atados a ese feo recuerdo.

Los amigos hicieron sus propias vidas y se mudaron de La Punta y dejaron de comunicarse con Juan. Los años pasaron y un maduro Juan Pardo que ahora vivía de la herencia de los padres se vinculó más fuertemente a las actividades parroquiales. Además, Belén se quedó con él para recordarle a Gabriela y la misión que le dejó en la vida: El servicio al prójimo. Pero nada de eso hacía que sintiera ese estado de gracia y alegría prometido. Cuando creía que lo conseguía se instalaba a la velocidad de un rayo el recuerdo de Gabriela desplomándose sobre el montacargas impulsada por su empellón.

—Señor padre, señor padre, que Dios me perdone, yo maté a Gabrielita, yo la maté —le dijo Juan Pardo en el confesionario al cura el último sábado de febrero.

—Desvarías hijo mío, han pasado casi treintaicinco años de esa desgracia. Conozco bien la historia de boca de Belén, de tus amigos, de tus propios padres, ya déjate de hablar tonteras, no matas una mosca tú. Igual, te absuelvo de cualquier pecado que creas haber podido cometer —le dijo el sacerdote y lo santiguó.

Aquella noche, el señor Pardo juntó en un pote una treintena de pastillas de barbitúricos indicado por su psiquiatra que había dejado de ingerir. Nunca las tiraba, las acumulaba pensando que le serían útiles para poder viajar e irse con Gabriela algún día. Esto pensaba en realidad desde hace mucho, pero no compartía sus pensamientos con nadie, ni a Belén, ni a Edmundo o Ricardo, mucho menos al cura, ese no era un asunto del confesionario, era entre Gabriela y él.

Juan Pardo, llamó a Edmundo para que lo recoja el día siguiente, escribió su propio obituario, tomó calmadamente una a una las treinta pastillas, se echó boca arriba, sonrío, cruzó los brazos como abrazándose a sí mismo y durmió bien pensando en ella. 

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