miércoles, 27 de enero de 2016

Apariencias

Eliana Argote Saavedra


Leo estaba en la terminal esperando el bus que lo trasladaría a Huancavelica. Tras la muerte repentina de un tío abuelo soltero al que no veía jamás, se requería la presencia de los dos únicos sobrinos nietos para la lectura del testamento, él era uno de ellos. Una curvilínea muchacha de piel canela pasó delante de él, tenía el cabello lacio a la altura de la cintura y caminaba con extremo cuidado pues llevaba unos tacones finísimos y muy altos, la vio tambalearse, señorita, ¿está usted bien? Preguntó. La muchacha le sonrió apenada, son estos zapatos, dijo en tono confidencial y se apoyó sobre un brazo del asiento de Leo que disfrutó algo sorprendido de la generosa imagen del escote que quedó a escasos centímetros de sus ojos. Una luz potente lo hizo parpadear pero con la muchacha tan cerca, no le dio importancia. Disculpe, le susurró ella al oído, no piense que estoy coqueteando con usted, es que si no me agarro del asiento, termino en el suelo. La desconocida se sentó junto a Leo, está haciendo mucho frío, le dijo en tono quejoso, mientras él se preguntaba cómo podía estar tan desabrigada en pleno invierno. Hoy todo está tan lento, agregó ella, iba por un café, soy Lisa, ¿me acompaña?; Leo se extrañó por la invitación, acababa de conocerla, temo perder el viaje, dijo, llevo más de media hora aquí y no anuncian la salida del bus; ya, lo que sucede es que ha habido un accidente y la carretera está interrumpida, comentó ella, no va a salir ningún transporte por lo menos en una hora. Caminaron hasta la cafetería, el olor dulce a panqueques se hacía más fuerte a medida que avanzaban. Ella aspiró el aire con complacencia, se colgó del brazo de Leo y le susurró al oído: son los mejores, no te vas a arrepentir. 

A esa hora, en la penumbra de su habitación, Carolina observaba incesantemente el móvil, qué extraño, se dijo, por qué no llama, aún hay tiempo, ¿y si le escribo y le confieso todo?… ¿Y si es cierto? Era Hugo quien le había enseñado las fotos de la supuesta “amante”, ¿por qué iba a mentirle? Encendió el móvil, en la carpeta de imágenes aparecía la foto de una morena con expresión coqueta, en la siguiente foto, la misma chica con un bikini turquesa, tenía una expresión juguetona. En ese instante las palabras de Leo comenzaron a resonar en su cabeza: “Para qué casarnos, cuál es la necesidad”.
  
Tres semanas antes

El matrimonio siempre estuvo en los planes de Carolina, la idea sobre la realización femenina que le inculcaron desde pequeña se fue acentuando cuando sus amigas comenzaron a casarse y a preguntarle, y tú, ¿cuándo? Eran doce años en los que su relación con Leo había cambiado, los detalles, y los momentos apasionados se adormecieron bajo los horarios y las responsabilidades. La rotunda y ya recurrente negativa de Leo, su rostro de inconformidad, las razones que esbozó y con las cuales ella siempre dijo estar de acuerdo, ahora eran como pequeños puñales clavándose en su ego de mujer, la “vida perfecta” que imaginó se caía a pedazos, ¿estás seguro? Preguntó intentando restarle dramatismo al asunto, ¿por qué tanta insistencia Carolina? ¿Crees que no me he dado cuenta de tus indirectas?, sabes que no me gusta que me presionen, siempre te dejas llevar por lo que dicen tus amigas, si tú lo permites, es tu problema pero yo no voy a caer en ese juego… ya deja ese asunto por favor, así estamos bien, no hay necesidad de casarnos, respondió él, con su habitual hermetismo, no nos arruinemos el día por una tontería. Ella cambió de tema, no quería demostrar cuánto le importaba, aunque sentía unas ganas inmensas de reclamarle, pero no debía mostrar debilidad, no ante un hecho así, se fue con cualquier pretexto y buscó a sus amigas, estaba rabiosa, necesitas distraerte, le dijeron, si él no sabe apreciarte es su problema, la convencieron de que un cambio de imagen le vendría bien. Al día siguiente, en compañía de sus amigas fue a teñirse el cabello de rubio, se hizo colocar lentes cosméticos azulados y renovó su vestuario. Los días siguientes, la reacción de la gente ante su cambio, le proporcionó una sensación de seguridad, de pronto se descubrió caminando con paso firme y respondiendo con coquetería alguna de las miradas con las que tropezaba; se sentía admirada y comenzó a saborear un concepto desconocido hasta entonces: la independencia. 

La mañana en que Carolina ingresaba a la peluquería acompañada de sus amigas, Hugo, el mejor amigo y primo de Leo, regresaba de viaje luego de nueve años de vivir en el extranjero. Cuando su madre le avisó de la muerte del tío abuelo y el asunto de la herencia, dijo con voz triste que recordaba con mucho cariño a aquel anciano solitario, que cómo no le avisaron que estaba enfermo, hubiese dejado todo por pasar junto a él sus últimos días, no tenía sentido regresar ahora por un asunto estrictamente económico, enfatizó; pero, en fin, era la última voluntad del viejo. Durante el tiempo que permaneció fuera solo mantuvo correspondencia con sus padres, fue a través de ellos que Leo y Carolina se enteraron que había recibido una invitación para trabajar en la Bolsa de valores de Nueva York donde se encontraba haciendo sus prácticas, la compra del departamento, el auto… incluso nos ha convencido de invertir dinero, había comentado llena de orgullo, Rosaura, madre de Hugo en una visita que hizo a casa de Leo, quien aún vivía con sus padres.

Los tres habían estudiado juntos en el colegio, cuando Hugo partió a los diecisiete años, era un muchacho atractivo, alto, con los ojos verdosos y ese carisma tan especial que lo hacía el centro de atención de las chicas. Leo era un joven espigado, formal, de mirada soñadora y vivía enamorado de Carolina; la muchacha, con aquellos gruesos anteojos, el cabello negro siempre atado y sus atuendos poco femeninos, era su confidente, y después de tantos intentos por fin había aceptado ser su enamorada. 

Hugo acababa de entrar a la sala de espera, dejó la maleta en el suelo y se sentó. Desde donde estaba podía contemplarlo todo: maletas deslizándose sobre sus pequeñas ruedas, gritos emocionados. De pronto su mirada se estacionó en la imagen de una muchacha que acababa de llegar con las mejillas sonrojadas y el cabello rubio alborotado, algo en ella despertó su interés aunque no lograba definir qué, ella observó la sala de espera pero su celular sonó, y luego de responder se alejó a toda prisa, llevaba un vestido lila, el abrigo apoyado en el brazo y unas botas, era delgada pero su figura armoniosa se revelaba en los pliegues de la tela al caminar, se parecía tanto a…

Aquel lunes por la tarde, Hugo se encontraba en la notaría pues debía regularizar sus documentos, estaba esperando ser atendido cuando alguien lo empujó al pasar, volteó dispuesto a reclamar pero al hacerlo, vio a una muchacha rubia que se alejaba envuelta en un vestido corto ceñido, observó su caminar estilizado y la vio perderse en los últimos peldaños de la escalera. El abogado que debía asesorarlo había pedido permiso para el resto de la tarde, le anunciaron, y un gesto de contrariedad se plasmó en su rostro, en ese instante una llamada ingresó a su celular, ¿Hugo?, qué suerte, por fin conseguí tu número, ¿Carolina? Respondió emocionado, pensé que irían a recogerme al aeropuerto, estuve esperando… pero fui, interrumpió ella, solo que debí regresar a la oficina, pero dime, dónde estás. Estoy saliendo de la notaría, respondió él. ¿Dónde?, por la avenida Javier Prado, entonces estamos cerca, dame la dirección que paso a buscarte, tengo tantas ganas de verte, él le dio la dirección y ella estalló en risas, ¿en la notaría Bramonte? Sí, ¿la conoces?, yo trabajo allí, espera que te alcanzo. Él regresó sobre sus pasos y se quedó al pie de los amplios escalones invadidos por la hiedra, unos minutos después descubrió con sorpresa a la misma muchacha que había capturado su atención en el aeropuerto, casi flotando sobre los peldaños, con una sonrisa enorme. Al verlo, se arrojó en sus brazos, qué alegría verte, dijo, estampándole un beso en la mejilla y embriagándolo con su perfume pero también con su cercanía; la observó de pies a cabeza, ¿eres tú?, estás hermosa… ella continuó sonriendo con una seguridad desconocida para él, sí, ya no uso anteojos… sí, claro, son los anteojos, interrumpió él. Ya, basta, vamos a tomar un café, hoy me tomo la tarde libre en honor al reencuentro.

Subieron a un taxi y llegaron a un café; allí, con la suave música de fondo se animaron a pedir un trago. Luego de algunas copas, las cosas no andan bien entre Leo y yo, manifestó la muchacha, temo que esté con alguien más, me ha dejado muy claro que no quiere casarse. Hugo escuchaba atento las confesiones de Carolina y un sentimiento extraño comenzó a inquietarlo, se vía tan hermosa y desvalida… En ese instante el problema que lo angustiaba desde hacía tiempo volvió a su mente, hizo creer a todos que era exitoso pero realmente estaba urgido de dinero, su vida era un cúmulo de mentiras, derrochó hasta el último centavo que le enviaron sus padres para que estudie, y seguía viviendo a expensas de ellos con el cuento de la rentabilidad de las inversiones, la oportunidad de heredar había aparecido como un rayo de luz, sería tan fácil quedarse con todo, la condición para heredar era que los aspirantes estuvieran presentes… si pudiera impedir que Leo acuda… La mañana siguiente Hugo pidió un préstamo de dinero a su padre, “salí con tanta prisa que no calculé bien mis gastos, viejo”, el padre estaba tan feliz de verlo que no tuvo reparo en extenderle un cheque en blanco; con ello podría conseguir al detective, necesitaba también a una chica linda, ambiciosa y con pocos escrúpulos; un coqueteo y la promesa de un viaje al extranjero, o una sesión de fotos con algún profesional de pasarelas bastaría; todo quedó pactado a la medida de sus necesidades, solo faltaba alejar a Leo de Huancavelica, ella podría serle útil, necesitaba convencerla. A partir de ese día buscó a Carolina cada tarde, ella se mostraba encantada con sus coqueteos, él la convenció de que no merecía que la traten así, que debía darse la oportunidad de vivir nuevas experiencias y darle una lección a Leo. Una tarde, cuando Hugo fue en busca de Carolina, se veía bastante afligido, es difícil decirte esto, dijo colocando el celular en sus manos, las apretó entre las suyas, tal vez no debí inmiscuirme pero no soportaba la idea de que te estuvieran engañando, contraté un detective, es amigo mío, tu sospecha tiene fundamento. Ella sentía que sus latidos la ahogaban, se apartó y encendió el aparato, había un mensaje con un archivo adjunto, lo abrió llena de rabia y vio las fotos de Lisa, ¿es ella? Preguntó. Sí, dejemos atrás este asunto, voy a cancelar los servicios del detective, insistir en esto solo te lastimaría. ¿A qué te refieres? Preguntó ella con urgencia, déjalo flaca, no vale la pena, interrumpió él ¡No! Necesito saber, qué más ha averiguado ese detective, son más fotos, respondió Hugo moviendo la cabeza mientras bajaba la mirada, la gente cambia Carolina, se ha dado cuenta que necesita otras cosas, quiere divertirse, conocer lugares, gente, antes de enfrascarse en un matrimonio. Tú tampoco conoces otro tipo de vida más que el que llevas, no sabes lo que puedes estar perdiéndote, agregó acortando la distancia entre ellos y acariciando suavemente su barbilla. El resto de la tarde estuvieron en el malecón, allí, lejos de los ojos de los curiosos, compartiendo algunas botellas de vino y el morir de la tarde, ella lloró de rabia en sus brazos, los besos que él le daba en la frente fueron a humedecerse en las lágrimas en una muestra de consuelo, ella se sintió comprendida, consolada, levantó el rostro y su boca se estremeció con la respiración de Hugo, se acercaron y aquel beso que fue una caricia se convirtió luego en una mezcla de furia y deseo. 

Leo y Lisa habían retornado a la terminal, él se sentía mareado, algo le habría caído mal, pensó, pero solo tomó café, ella misma fue a traerlo cuando tardaban en atenderlos en la cafetería e insistió en que se recostara, se durmió. Cuando despertó, los pasajeros descendían del bus, hemos llegado, decía una voz por un parlante, bienvenidos. No recordaba cómo había subido, gotas gruesas resbalaban por el vidrio de la ventana, se asomó y no pudo reconocer el lugar, en ese instante notó que hacía mucho calor a pesar de la lluvia, estaba en la selva. Revisó el billete en su bolsillo y descubrió que no era el que había comprado, buscó a Lisa pero no estaba, nadie la conocía, no trabaja para la línea. Comenzó a deambular porque el bus de regreso no salía hasta el día siguiente, luego de caminar un poco llegó a una plazuela iluminada donde había varios negocios abiertos, necesitaba buscar un lugar donde pasar la noche. Cómo llegó este ticket a mis manos, se preguntó e intentó llamar a Carolina pero la batería se había agotado, debe estar disgustada por mi desaparición, pensó. Entró a un hotel y se dirigió al bar, allí, con un resto de adormecimiento en los músculos comenzó a recordar su último encuentro con Carolina.

Luego de la discusión ella no respondía el teléfono, él debió viajar fuera de Lima por temas de trabajo, de allí se embarcaría para atender el asunto de la herencia pero se sentía preocupado, quería aclarar las cosas. Faltaba un día aún para concluir con su labor cuando recibió un mensaje de Carolina, “ven a verme antes de tu viaje a Huancavelica, necesitamos hablar, es urgente”. Las cosas se arreglarían por fin, pensó, “espérame mañana en el departamento” respondió en un mensaje de texto. Cuando llegó, la sala lucía en penumbras, solo una tenue luz se filtraba por la rendija de la puerta, caminó de puntillas pues pensó que ella estaría dormida, pero al girar la manija de la puerta quedó en shock… En la cama había una mujer completamente diferente a la que él conocía, estaba recostada con una pequeña camisa de dormir que dejaba al descubierto parte de su anatomía, ¿Carolina?, alcanzó a decir y ella volteó sonriéndole con una mirada penetrante, se dejó llevar por aquel juego y se fue acercando, ella se levantó con actitud felina sin dejar de mirarlo, le quitó la camisa y fue a colocarse tras él, bajó la luz de la lámpara y metió una mano en el bolsillo trasero de Leo mientras lo besaba, acto que repitió varias veces. Finalmente lo empujó a la cama y terminaron aquella extraña jornada. Cuando Leo despertó, ella casi terminaba de vestirse, lo miró con actitud desafiante y dijo: ¿sabes? Tienes razón, hay muchas cosas que nos falta explorar antes de pensar en un matrimonio. Que tengas buen viaje… De pronto recordó que aquella noche llevaba el ticket en el bolsillo de su pantalón, al día siguiente salía de viaje y no tuvo tiempo de cambiarse porque era tarde, se dio un duchazo rápido y volvió a colocarse la misma ropa, ¿acaso ella...?, pero ¿Por qué?

La mañana siguiente consiguió un teléfono público y llamó a casa, la voz de su madre sonaba alterada, ¿dónde estás?, la lectura del testamento fue ayer. Lo sé, he tenido un inconveniente, ¿sabes algo de Carolina? No la he visto, respondió la madre pero tus tíos me han contado que ha pasado toda la semana con Hugo, que está muy cambiada, él sí acudió a la lectura del testamento… está bien mamá, debo colgar, hablamos.


A esa misma hora el primo de Leo preparaba su viaje de regreso a Nueva York, sus problemas financieros estaban resueltos, Carolina, en su habitación, observaba las fotos que Hugo le había enviado antes de marcharse: Leo del brazo de una muchacha, Leo embobado en el escote de la misma chica que le susurraba algo al oído, Leo dormido sobre el pecho de la chica. Entonces era cierto, se dijo apagando el celular mientras recordaba su encuentro con Hugo, cuando embriagada de ira por todo lo que este le dijo de su novio, aceptó cambiar el ticket de viaje, aquella tarde en que se permitió hacer caso solamente a sus instintos y se dejó dominar por la pasión que las caricias de Hugo despertaban en su piel. Se había vengado de Leo, él se lo merecía.

lunes, 18 de enero de 2016

Un atentado al amor

Héctor Luna


En el recinto sonaba a todo volumen la canción I only want you de la banda estadounidense Eagles of Death Metal, los gritos de la gente y la emoción de estar en el concierto de su grupo favorito, era el inicio de una noche perfecta que tenía planeada Alessia quien habría comprado los boletos apenas se enteró que estarían de gira por Europa. Iba acompañada de su mejor amiga Camille.

Terminando el concierto se encontraría con su novio Abdul-Aziam Arafat, de origen Sirio. A él no le gustaba ese tipo de música por lo que prefirió verla a la salida y así tener todo listo para una velada romántica.

A pesar de no tener un gusto común por la música, sí lo tenían por la pintura. A ambos les encantaba pintar, eran amateurs pero disciplinados. Cada uno, por su parte, se había inscrito en la “École nationale supérieure des beaux-arts”. Desde el primer semestre fueron compañeros del mismo salón aunque no se hablaban.

Diez minutos —un mensaje de Jamal Azim aparecía en la pantalla del iPhone de Abdul-Aziam.

En cuanto vio el mensaje intentó llamarle al remitente del mismo pero no tuvo suerte, el celular estaba apagado.

Con cara de preocupación, desesperación y las manos temblorosas, Abdul-Aziam intentaba comunicarse con su novia, Alessia pero entre tanto ruido y gritos, Alessia no escuchaba el timbre de su celular.

El novio sirio miró su reloj y sin pensar salió corriendo por una de las avenidas de París. Todo tipo de imágenes le venían a la cabeza. Comenzó a sudar. Tenía la esperanza de llegar a tiempo. Hizo una pausa y escribió: Amor, salgan el concierto, problemas graves, las veo a fuera. Es urgente, te amo.

¡Pum! ¡Puuum! ¡Trtrtrtrtrtrtr! Ruidos de armas empezaron a sonar dentro del centro de espectáculos pero no todos alcanzaban a escucharlos por tanto ruido que había en el interior.

Algunos pensaban que eran problemas de sonido, la gente no sabía qué estaba pasando.

Camille y Alessia se encontraban en uno de los palcos, vieron que los integrantes del grupo salieron del escenario, empezaron a ver personas muertas y los disparos cada vez se escuchaban más fuertes.

—¿Qué está pasando? —preguntó Camille.

—¡No lo sé! ¡No lo sé! —respondió nerviosa y a punto de llorar Alessia.

¡Pum! ¡Puuum! ¡Trtrtrtrtrtrtr!

Alessia y Camille miraron que un grupo de gentese arrastraba por un pasillo detrás de los palcos y los siguieron. Llegaron hasta una parte en la que ayudados unos por otros lograban alcanzar un hoyo en el techo y salir.

¡Pum! ¡Puuum! ¡Trtrtrtrtrtrtr!

—¡Corran todo el techo hasta aquella ventana del vecino! —gritaba uno de los muchachos que ayudaba a la gente a salir del edificio.

Mientras tanto en 50 Boulevard Voltaire, las personas que estaban por ahí corrían, gritaban. Era un clima de confusión.

Al ver ese panorama, Abdul-Aziam, cayó de rodillas, puso sus manos sobre el rostro y comenzó a llorar, a lamentarse, a maldecir. No había llegado a tiempo. Su corazón estaba destrozado.

—¡Hola! Soy Abdul-Aziam. Sin afán de ofenderte me gustaría obsequiarte esto. Abdul le entrego un regalo que medía aproximadamente sesenta por setenta centímetros y que iba envuelto en papel periódico y un moño hecho de papel triturado.

—¡Hola! Yo soy Alessia —respondió ella sonrojada por el regalo y sin saber qué más decir. Era la hija rebelde de una de las familias más importantes y poderosas de Francia, no estaba bien visto que platicara con desconocidos y mucho menos con personas de la religión de él. Por el nombre y su fisonomía ella imagino que Abdul practicaba el Islam.

A ella no le importó esto y abrió el presente, se sorprendió mucho al ver lo que había dentro de ese original envoltorio que le había sacado una sonrisa.

Era una pintura de ella. Abdul la había imaginado recostada sobre la arena en un hermoso atardecer.

Alessia a pesar de ser rebelde y rockera, amaba los atardeceres en la playa. Con una gran sonrisa y un abrazo le agradeció el detalle y fue el inicio de una linda amistad.

¡Pum! ¡Puuum! ¡Trtrtrtrtrtrtr!

Abdul empezó a tener imágenes de su relación con Alessi, como él la llamaba de cariño, tomó fuerzas, se levantó y entre la histeria de la gente, los ruidos de los balazos, las sirenas de las patrullas y ambulancias que empezaban a llegar, corrió con todas sus fuerzas hacia la entrada del Bataclan.

Más de cincuenta personas lograron entrar en una habitación de la casa vecina. El espacio no era muy grande pero cupieron, el techo era alto, las paredes verdes pistache, el suelo lleno de polvo, había un par de ventanas grandes que daban al jardín de la casa. El dueño de aquella casa utilizaba ese cuarto como su taller. Los ruidos de las metralletas y granadas se escuchaban cerca y el olor a pólvora incrementaba su nerviosismo. El temor corría por cada uno de ellos. Era complicado respirar entre tanta gente, por sus mentes pasaba todo.

Cerraron las ventanas, acostados uno a lado del otro, con miedo y ganas de llorar pero aguantando para no ser descubiertos, así pasaron alrededor de tres horas, hasta que la policía tomó el control del lugar y pudo sacarlos.

Recostada a lado de su amiga Camille, tomadas de la mano, cada una en su mente recordóflas todo lo que habían pasado juntas desde el primer día en que se conocieron.

Alessia, tuvo flashazos de su vida, de sus papás, sus abuelos, sus hermanos. Recordó cuando conoció a Abdul, de cómo fue creciendo su amistad hasta que un día…

—Te voy a dar una sorpresa, cierra los ojos —ordenó él mientras se los vendaba.

—¿Qué es? Dime, anda —insistía ella con una sensación de adrenalina y excitación.

Abdul le iba dando instrucciones, tales como camina hacia tu derecha tres pasos, luego para la izquierda veinte pasos, etc. En cada punto que ella paraba, él le daba a probar una fresa con chocolate, las favoritas de ella. Empezaron en una explanada, luego pasaron por una de las calles cercanas y finalmente subieron unos cuarenta escalones.

Después de media hora de instrucciones y tareas que tenía que realizar en cada punto con los ojos vendados, llegó a la estación final.

La colocó unos diez pasos frente a la ventana principal y puso música clásica de fondo a bajo volumen.

—¿Lista?

—¡Siiii! —respondió entre nerviosa y emocionada.

Le quitó la venda de los ojos con mucho cuidado.

De frente a ella un enorme ramo de rosas rojas, un letrero “Tu veux êntre ma petit amie?” y de fondo la magnífica vista de la Torre Eiffel.

—”Oui, biensur” —contestó inmediatamente y le dio un beso.

No sabía si volvería ver a su novio.

¡Pum! ¡Puuum! ¡Trtrtrtrtrtrtr!

Los balazos adentro del lugar seguían escuchándose.

Abdul trataba de entrar al lugar pero no podía, mientras lo intentaba su mente le seguía recordando momentos con su amada.

—¡No! ¡No! ¡Eres tremenda! —le decía Abdul a Alessia mientras pintaban cada uno en su lienzo y ella le dejaba algunas pinceladas en el rostro.

—Te ves más sexy, guapo y atractivo Abu con esa mancha roja en la mejilla —respondía ella sonriendo sin dejar de pintarle.

Cuando eso sucedía, Abdul la tomaba de la cintura y le plantaba un beso, le fascinaba verla reír.

A veces cuando decidían practicar, lo hacían en el departamento de él. Y cuando ella empezaba de juguetona a pintarle, la escena no terminaba con el beso, más bien ese era el principio de unas horas de pasión.

A pesar de sus diferencias en religión, Alessia católica y Abdul musulmán, tenían una excelente relación, buena comunicación y el amor podía por sobre todo lo demás. No eran practicantes ortodoxos, de hecho, como muchos jóvenes en la actualidad, ya no le daban tanta importancia al culto.

Tres policías tomaron por descuidado a Abdul y lo subieron a la patrulla que inmediatamente lo llevó a la estación.
Él intentó zafarse pero su fuerza no fue suficiente y finalmente entre los tres lo sometieron.

El cuerpo policiaco tenía como sospechoso a un grupo islamita, así que empezaron a aprehender a todo aquel que pareciera del tipo. Ya en el cuartel investigarían.

Después de tres horas de espera, las personas escondidas fueron rescatadas por la policía.

Camille y Alessia sobrevivieron junto con otros cincuenta y tantos. Jacques Lombrad, papá de Alessia, mandó por su hija y finalmente estuvo a salvo en su casa.

En el trayecto a su hogar quiso comunicarse con Abdul pero todos los intentos fueron fallidos.

“El atentado de esta noche ha dejado más de cien muertos en París“
“La guerre en plein Paris”
“La policía tiene ya capturados a varios sospechosos”
“L’horreur”
“ISIS se adjudica el acto terrorista”
“Carnages a Paris”
“Viernes 13 negro en París”

Así lucían los titulares de los periódicos más importantes en Francia y en el mundo.

En la portada del diario Le Parisien se colaba una fotografía del momento de la captura de Abdul-Aziam a quien investigaban por su presunta relación y participación con el grupo terrorista ISIS.

Cuando Alessia vio aquella imagen soltó el llanto y corrió a platicarlo con su papá.

—¡Él es inocente! —suplicaba Ale a su papá para que con sus influencias pudiera hacer algo y liberar a su novio.

Al señor Lombard se le hizo un nudo en la garganta al ver a su hija así, siempre peleaban por la forma de ser de Alessia.  Nunca estaba de acuerdo con él, ella incluso, dejó por un tiempo la escuela para hacer enojar a su padre.  Ella nunca le había pedido un favor y tal vez era la oportunidad para arreglar su relación.

—Voy a ver qué puedo hacer pero no te prometo nada. Anoche cuando lo capturaron me avisaron que encontraron en su celular un mensaje de Jamal Azim, miembro de ISIS y al parecer es hermano de tu novio.

—Eso no puede ser papá, su familia murió hace años en uno de los bombardeos a su país, vino a Francia como refugiado y estudió una carrera, se hizo un hombre de bien —Alessia lo defendía mientras seguía llorando.

El celular del señor Jacques Lobard empezó a sonar.

—Messieur Lombard…

El papá tomó su iPhone para hablar y Alessia se pegó a su padre para tratar de escuchar con lágrimas en los ojos.

—Sí él habla, ¿qué sucede con el asunto que les encargué de Abdul?

Del otro lado de la línea se escuchaba el bullicio y sirenas de policía y ambulancias.

—Por eso le llamamos, encontramos que Abdul-Azim Arafat es

jueves, 14 de enero de 2016

La mujer de la montaña

Teresa Kohrs


Ambar despertó desorientada. Un minúsculo rayo de sol le acariciaba la punta del pie iluminando tenuemente el pequeño espacio cavernoso en el que había pasado la noche. El peligro a ser descubierta por los suyos iba disminuyendo conforme la luminosidad se expandía. Había poca humedad cerca de la superficie y su lengua se sentía seca. Si su abuela la viera ahora, escondida dentro de la zona prohibida, seguramente le gritaría hasta quedar ronca. Pero eso ya nunca sucedería pues ella había quedado en el pasado. Su futuro estaría muy lejos de la comunidad en la que había nacido.

Una media sonrisa apareció lentamente en su rostro. Sentía miedo a lo desconocido pero la naciente euforia al saberse libre se hacía presente brillando con determinación en esos grandes ojos color ámbar, los cuales le habían dado su nombre. Apenas podía creerlo. Cuando decidió huir nunca pensó que la seguirían.

Los seres de la noche vivían encerrados dentro de la montaña. No soportaban la luz. Ellos nacían, crecían y morían inmersos en una fría oscuridad absoluta. La más mínima iluminación podía quemarles la piel o dejarles ciegos.

Un doloroso recuerdo ahogó la creciente sensación de libertad. Volvió a sentir esa presión en el pecho con la que se había acostumbrado a vivir. Al cumplir los dieciséis años ella y Pedro, su mejor amigo, quien ya tenía dieciocho, pudieron por fin formalizar los planes de integrar una unidad familiar. La tradición indica que cuando el hombre llega a la mayoría de edad elegirá a su primera mujer. Durante la ceremonia, él deberá marcarla a través de una dolorosa mordida sobre la vena del cuello, succionando con fuerza el líquido escarlata, para luego sellar las perforaciones con el agente coagulante contenida en la saliva, formando así la marca de la posesión, dejándola a la vista de todos. Con el paso del tiempo, la pareja obtendría permiso de elegir más mujeres con las cuales también procrear fortaleciendo así el poderío de la nueva familia. El hombre tendría varias mujeres, pero ella sólo podía servir a un solo hombre. Con él se reproducía, le ofrecía sangre para su placer y atendía todas sus necesidades. Ambar siempre pensó que Pedro en verdad la quería. Se hicieron muy buenos amigos desde temprana edad y se habían ayudado mutuamente en varias ocasiones. El dolor de su rechazo fue brutal.

La bóveda principal en donde se encontraban ahora para la ceremonia era un gran espacio de altos techos. Sorprendentes estalactitas adornaban el salón, contrastando con las pequeñas cuevas en la que tenían que dormir pegados unos a otros. Al centro, sobre un monolito, se erguía una figura femenina burdamente esculpida, la cual representaba a la deidad de la noche, traída por los primeros habitantes, únicos sobrevivientes del gran cataclismo. Dos enormes gemas de un amarillo obscuro en lugar de ojos resaltaban en su rostro y una tercera finamente tallada predominaba al centro de su frente. Alrededor de la base distintos nichos le ofrecían alimentos, objetos personales, oraciones especiales y penitencias a cambio de sus favores. Debajo de cada nicho se colocaba una vasija de piedra porosa con carbón el cual se encendía durante las ocasiones especiales. Era labor de las mujeres ancianas agregar a los sahumadores distintos elementos que enrarecían y calentaban el ambiente con un aroma penetrante.

En este lugar, ante la presencia de todos los jefes y sus primeras mujeres, Ambar y Pedro se colocaron uno frente al otro para completar el rito de inicio de unidad. Su querido amigo la tomó de la mano y se acercó a ella observándola con anticipación, erizando su piel. Desde que eran chicos él la veía siempre con esa intensidad. Cuando niños, la primera vez que se le acercó, la miró directamente estudiando minuciosamente sus ojos.

—Son del color de la diosa de la noche —dijo asombrado, para después sonreírle e invitarla a jugar junto con sus hermanos.

Su amistad fue creciendo y ella comenzó a admirar su fortaleza. A diferencia de los otros, a él no le importaba el aspecto de su piel o de su cabello. El tono de sus “ojos de diosa” lo atraía inexplicablemente.

Antes de morderla, recorrió con la lengua el pulso en la zona que seguramente latía visiblemente a causa de los nervios. Conectó con su mirada y sin despegarla hincó fuertemente los afilados colmillos. Ella se cimbró por el agudo dolor cerrando con fuerza los ojos, apretando sus nudillos. Sin embargo, al primer contacto del líquido vital en la lengua del joven, un gesto de indigestión le hizo torcer su cara enrojecida. Frunciendo el entrecejo del asco selló la herida para después escupir una y otra vez en el suelo rocoso. Las expresiones de asombro no se dejaron esperar. Al terminar de expulsar hasta la última gota, con enojo, recriminación y sospecha en su mirada la rechazó delante de todos.

¡Su sangre está podrida! gritó Pedro a todos los presentes.

Ambar desconcertada, sintiéndose traicionada, no pudo evitar las lágrimas. Su amigo la había marcado, pero también la repudió públicamente. De un segundo a otro se había convertido de primera mujer a intocable. Ya no dormiría junto a su abuela en la cueva de la familia, ni tampoco tendría un espacio nuevo junto a Pedro. Ahora viviría en las zonas más húmedas y frías, sumergida en la inmundicia junto con los demás intocables, con poco acceso al pozo de agua, raciones reducidas de alimento, realizando las labores más detestables: limpiar los desechos, despellejar los murciélagos, serpientes y otros animales rastreros, preparar cadáveres para ser enterrados y atender a los enfermos incurables.

Desde niña ella se sabía diferente. No veía bien por lo que constantemente tropezaba pareciendo ser torpe. Su piel era más delgada y suave que la de los demás. Con cada caída estrenaba un raspón. La abuela le decía que era débil, tonta y enfermiza. Su madre murió cuando ella tenía siete años. Era la única persona que la tocaba y acariciaba con frecuencia, la única que la hacía sentir verdaderamente valiosa. Entre ellas tenían un secreto. Cuando nadie se daba cuenta, la llevaba hacia la superficie entre pequeños pasadizos hasta la zona prohibida, aquella donde la roca era más porosa, había aire dulce, grietas y en ciertos momentos del día, luz. Su madre la esperaba en la oscuridad mientras Ambar se regocijaba con aquellos rayos de sol, absorbiendo el calor necesario que le permitiría vivir en lo profundo de la montaña hasta la siguiente ocasión en la que pudieran escapar. Esos viajes constituían los mejores recuerdos de la infancia. Después de su muerte, ella continuó haciéndolos pues era la única manera de evitar la enfermedad que la atacaba cuando estaba demasiado tiempo en penumbra. Sabía el riesgo que corría si alguien la descubría, pero también era consciente que nadie podía seguirla una vez que la claridad aparecía. En esos instantes se alegraba de ser distinta.

Más de tres años después de la humillante escena a la que fue sometida, emprendió uno de esos viajes clandestinos atreviéndose a ir por caminos nuevos. En sus recorridos aprovechaba para recolectar diversas raíces que le servirían para alimentarse en secreto. Se sorprendió al encontrar dentro de un socavón un conjunto de metales lisos y circulares colocados sobre un nicho incrustado en una pared con abundancia de cuarzo. Parecía un altar. Su madre conservaba uno de esos metales, decía que había pertenecido a su padre. Se agachó para tocarlos con las puntas de los dedos cuando un ruido la sobresaltó lo que hizo que se golpeara la cabeza. Sobándose se acercó sigilosamente hacia el sonido que parecía provenir del otro lado de la cueva. Su corazón comenzó a palpitar fuertemente. Eran voces de personas desconocidas. Haciéndose chiquita se escurrió entre dos rocas planas para acercarse y escuchar mejor. Casi todas las palabras eran conocidas aunque la pronunciación sonaba tan diferente que tardó en reconocerlas.

—¡No veo, tengo miedo! —exclamó un pequeño.

—¡Ven! —dijo el padre— aquí está tu lámpara.

—No te preocupes hijo —comentó la mamá cariñosamente— es normal que un niño le tema a la oscuridad.

—El problema es cuando un adulto le teme a la luz —dijo el padre murmurando para sí mismo.

—¿Ya estamos todos? —gritó otra persona con autoridad.

Otras voces se escucharon confirmando la presencia de todo el grupo.

—¿Ven esa apertura entre aquellas rocas? —dijo esa misma voz masculina— hace años un minero quedó atrapado cien metros abajo.

Murmullos de asombro y exclamaciones se oyeron a su alrededor.

—¿Lo salvaron? —preguntó una voz suave.

—Es usted muy joven y a lo mejor no lo recuerda —dijo el hombre queriendo halagar a la mujer— pero salió en las noticias. El minero fue liberado con vida después de haber permanecido en aquel derrumbe por más de veinte días. El equipo de rescate había perdido las esperanzas y temían encontrarse un cuerpo sin vida.

—¡Veinte días! —exclamó alguien más— ¿cómo pudo ser posible?

—Nadie se lo explica —contestó la persona que parecía ser el guía— se dice que salió de ahí sucio, mal oliente pero por otro lado se encontraba bien alimentado e hidratado, aunque aparentemente con problemas mentales.

—¿Cómo lo sabe? —inquirió otra voz— después de tantos años la historia verdadera se pudo haber perdido.

—Es cierto —contestó el guía— sin embargo, lo que se dice es que el hombre salió tapándose los ojos debido al exceso de iluminación en el exterior y que al sentir la caricia de su esposa en la mejilla, en vez de recibirla con gusto, la empujó. Las lágrimas que de emoción había derramado se convirtieron en unas de tristeza, pero el hombre ni cuenta se dio.

—¡Mi sombra!, ¡mi sombra! —gritaba a todo pulmón entre toses y flemas— no me dejes mi ángel… no me dejes.

—No lo entiendo —dijo otra persona— ¿estaba loco?

—Bueno… —dijo el guía— en los días siguientes el minero explicó que al quedar atrapado pensó que moriría. Grandes piedras habían caído en sus piernas rompiendo uno de sus tobillos. Decía que el dolor era insoportable y estaba tan oscuro que no podía ver ni su propio dedo al colocarlo frente a la cara. Dice haberse sentido cada vez más débil. La sed y el hambre lo hacían pensar que deliraba pues por momentos escuchaba el canto de una mujer. Más adelante se dio cuenta que la mujer era real ya que apareció en la forma de una sombra quien poco a poco comenzó a comunicarse con él. Sonreía al relatar que a diferencia de la dulzura en su voz, el tacto de esta mujer era rasposo y brusco. Lo curó del tobillo, le llevaba agua, algo de comer, platicaba con él y se le iluminaban los ojos al decir cómo ella lo mordía.

—¿Lo mordía? —preguntó alguien más.

—Sí. Eso decía. Al parecer —dijo pícaramente el guía —también le ayudaba con otras necesidades pues se supo que su esposa terminó por abandonarlo acusándolo de infidelidad. Parece que el minero se enamoró de su imaginario ángel de la oscuridad a la que llamaba “mi sombra”.

Ambar escuchó la historia con fascinación. Su madre, una mujer de bajo nivel dentro de la unidad familiar, no era notable. Cuando dio a luz a una niña aparentemente defectuosa, nadie le dio importancia pues todos pensaban que moriría pronto. Más adelante, la niña de ojos extraños fue renuentemente aceptada por la comunidad. Esto les salvó la vida a ambas y con el tiempo hasta consiguieron cierto grado de libertad. Se imaginó la bella voz de su madre cantándole al minero, con esa curiosidad que la caracterizaba, probando su sangre, acariciando la textura tan diferente de la piel. Curándolo y hablando con él, atendiendo sus necesidades físicas. Un escalofrío la recorrió. Ahora entendía mejor quién era ella y el por qué había tantas diferencias con el resto de la comunidad. Su padre no era de la montaña, no era un ser de la noche sino un hombre de la luz.

¿El minero vive todavía? preguntó una mujer.

Por unos segundos Ambar dejó de respirar. Exhaló despacio esperando ávidamente la respuesta, mientras limpiaba sus lágrimas con el dorso de la mano dejando surcos en su polvosa cara.

—Sí —dijo triunfante el guía— Don Claudio es su nombre. Desde que su mujer lo dejó se volvió un ermitaño. No habla con nadie y dicen que solamente se dedica a pintar una y otra vez la silueta de una mujer de largos cabellos negros. Tal vez hayan visto sus cuadros pues son muy famosos.

¡Pintar! ¿Cómo será eso? Se preguntó Ambar.

—¡Claro! —exclamó otra voz— los cuadros del ángel negro, si están por toda la ciudad. ¡Son maravillosos! ¿Dónde cree usted que podamos conocer más de esta historia?

Ambar también quería saber lo mismo. Las personas comenzaron a caminar y entre el ruido de la ropa, otras conversaciones y el eco de las pisadas solo alcanzó a oír dos palabras: libro y periodista.

Apretó los labios y cerró los ojos para evitar gruñir de la frustración. No quería ser descubierta. Su padre vivía. Con esta revelación en mente se forzó a sí misma a recorrer el largo camino de regreso a la comunidad. Llegó tan tarde que su abuela la recibió con un golpe en el oído para evitar que otros la castigaran más fuertemente intentando a su manera protegerla. La mandó luego a limpiar cadáveres y prepararlos para el entierro. Ambar aceptó su penitencia de forma sumisa pues tenía la cabeza llena de ideas. Mecánicamente realizó las tareas, echando agua a las rocas calientes cuyo vapor purificaría los cuerpos para después cubrirlos con polvo negro del carbón, mientras un plan se formaba en su mente. Ya nada la detenía. Pedro la había despreciado, no formaría jamás una unidad familiar y su abuela, quien le tenía cierto cariño, estaría mejor sin el estigma de una nieta intocable.

El miedo la paralizó por un instante. Vivir en la oscuridad le era conocido a pesar de ser repudiada. ¿Se atrevería a salir al exterior? ¿Cómo sería afuera? ¿Se vería también rechazada por ser diferente? Su padre vivía y esa sola idea le daba valor. No debió haber regresado, después del retraso de hoy la tendrían más vigilada. El supervisor, un hombre mayor de larga nariz y joroba pronunciada, se dio cuenta de su parálisis y con sus ásperas manos la golpeó fuertemente en la cabeza.

¡A trabajar! —le escupió con rabia— no solo tu sangre está contaminada sino que además no sirves para nada.

La mano del mismo hombre le acarició bruscamente bajo el tejido de retazos que la cubría entre las piernas.

¡Bah! —dijo echando baba en sus pies— hasta tu piel es asquerosa. Suave como la de uno de esos animales rastreros.

Aguantándose las ganas de vomitar y sintiéndose ultrajada, cerró la quijada con fuerza conteniendo el enojo. Apretó los puños para no reaccionar. Decidida más que nunca a escapar de ese lugar agachó la mirada y soportó los golpes del supervisor para evitar llamar la atención.

Días después puso en acción el plan. Su habitual ruta de salida estaba temporalmente tapada pues recientemente la habían utilizado para almacenar pesadas piezas de roca caliza. El único otro camino resultaba más complicado. Ya no había tiempo, el supervisor sospechaba algo. Necesitaba hallar la manera de entrar al angosto túnel que llevaba al pozo de agua. Por generaciones, una cierta familia y todos sus descendientes, tenían la responsabilidad de encontrar, cuidar y distribuir el preciado líquido. El manejo del vital recurso les daba rango y autoridad. Pedro provenía de esa poderosa familia.

Recordando las enseñanzas de su madre, se agachó para tomar una pequeña piedra la cual tiraría a lo lejos con el fin de distraer al guardia en turno y colarse dentro.

¡Maldita mi suerte! murmuró.

Su idea se vino abajo cuando reconoció al cuidador. El estómago se le contrajo y la poca comida que tenía dentro amenazó con salir. Se tomó unos segundos para respirar y pensar. No podría distraerlo tan fácilmente pues Pedro conocía bien todos sus trucos. Había logrado eludir al supervisor y si regresaba el castigo sería brutal. No le quedaba más que encarar a su antiguo amigo de una forma o de otra. Una mezcla de rabia y desesperación la hicieron avanzar. Se echó el cabello a la cara, encorvó su figura hasta casi caminar en cuatro patas, asumiendo un balanceo débil, gimiendo con cada paso.

De porte erguido, músculos definidos y vestido con un fino tejido de piel de serpiente, Pedro la vio acercarse tensando visiblemente su postura. Como todos los hombres de su especie, era de estatura baja, tenía la piel áspera color ceniza, cabello negro y escaso. Con ojos negros de pequeñas pestañas tupidas y pupilas dilatadas, observó cada detalle de la mujer. Caminaba torpemente, golpeándose en las paredes, mostrando un cuerpo delicado marcado con cicatrices. En otro tiempo la había querido para él y por unos instantes buscó el resplandor de sus misteriosos ojos, sintiendo esa antigua atracción, pero la profunda decepción que albergaba apagó cualquier recuerdo. ¡No! Ambar no era la enviada de la diosa que él había imaginado sino una abominación y como tal debía ser tratada. Endureció su rostro.

¡Vete mujer! le dijo con firmeza sabes que no puedes pasar.

Sólo unos minutos, voy a curar mis heridas dijo sonando lastimera girándose para mostrar los cortes laterales que el látigo le había causado.

Mientras lo hacía se fue retirando el pelo de la cara recorriéndolo con la intención de mostrar la marca en el cuello que él mismo le había hecho. Ambar siempre la tenía escondida. Odiaba lo que ésta representaba, el recuerdo constante de todo lo que había perdido. Sin embargo, en ese momento constituía su mejor arma. No dudó en utilizarla.

Algo básico y primitivo se removió dentro del joven al verla. Esta mujer debió haber sido suya, solo que ahora mostraba un aspecto deplorable, delgada hasta los huesos, lastimada y sin fuerzas. Por primera vez desde que la mordió se sintió culpable. Cerró los ojos, gruñó apretando los puños y se hizo a un lado. Ella no esperó, avanzó con cuidado al principio, corriendo por su vida al final. Debía ser rápida. Pocos conocían la grieta detrás de la gran roca al costado del pozo cuyo peligroso camino se elevaba hacia la superficie. Su madre era una de ellas. La otra persona era Pedro. Él ya tenía otra mujer y en los últimos años parecía no querer saber nada de la que fue su amiga, como si el traicionado hubiera sido él. La debilidad que mostró al dejarla pasar indicaba que todavía existía cierta conexión entre ellos. No tardaría en darse cuenta de su error. Bajó la guardia y ella escapó. Todos en la comunidad se enterarían y la humillación sería grande. Dejó a un lado la satisfacción que ese pensamiento le produjo. Hubiera sido preferible ascender sin tener que cuidarse las espaldas, sin embargo nadie había explorado tanto como ella y aunque varias veces estuvo cerca de encontrarla, al final logró evadirlo.

Así fue como, unos días después, escapando milagrosamente de la persecución del único hombre que podría localizarla, se encontraba ahora en este lugar donde había sol y por lo tanto era intocable, no por su estatus, como en la comunidad, sino debido a que la gente de la montaña jamás se atrevería a llegar hasta aquí. En ese instante Ambar se dio cuenta que se hallaba suspendida entre dos mundos: el de la oscuridad y el de la luz. Dos universos de los cuales ella era parte. Unos cuantos pasos más hacia la superficie y toda su vida cambiaría para siempre. Temblando ligeramente continuó escalando hasta llegar al punto de no retorno. Una mano afuera, luego otra. Lentamente se estiró balanceando el peso de su cuerpo que por primera vez se ve asaltado por la fuerza del viento. Le cuesta trabajo respirar. El sol la ciega momentáneamente y utiliza su dedos para filtrar el resplandor. La figura desnuda de una delgada joven, de ojos ambarinos, cabello largo y piel grisácea aparece sin aviso ante la mirada atónita de un grupo de turistas.

¡Mira papá! —exclama la voz aguda de una niña pequeña¡una muñeca de tierra!


A través de los años, en aquel pueblo minero, dos leyendas se entrelazaron: la del ángel oscuro y la de la mujer de la montaña, a la que rescataron una mañana saliendo del tiro de una antigua mina.

miércoles, 13 de enero de 2016

La isla

Bernardo Alonso


–¡Adelaida!, muchacha sucia, no se debe mezclar la basura ¡Coño! Sabéis que el cabello va en un cesto y la basura común en otro, ¡sois una cerda! –doña Balbina solía insultar y maltratar a la joven Adelaida por ser despistada y no atender sus obsesivos requerimientos de limpieza en la peluquería.

–Sí doña Balbina, no volverá a suceder –Adelaida, sin mirarla a la cara y viendo sus propios zapatos, se disculpó restregando las manchadas manos en el delantal beige que contrastaba con sus oscuros rizos.

–Pensé que de dónde habéis venido os han enseñado un poco de las labores de limpieza ¿qué, en esas épocas vuestros padres no os enseñaron a separar la basura? ¿O a ser más responsables? –el tono era amenazador y contenía mucho desdén.

–Sí señora, disculpe –Adelaida no tenía más remedio que humillarse y rebajarse a pedir perdón siempre ante las arbitrariedades y caprichos de su obesa patrona sí es que pretendía tener acceso a su porción de la dotación comunal de esta.

Súbitamente fueron interrumpidas por la campanilla que al abrirse la puerta de la impecable peluquería anunciaba un nuevo cliente. Ambas se volvieron para ver quien entraba. Resultó ser Duncan Hay quien como todos los domingos venía a delinear su canosa barba y a afeitar la calva para dejarla brillante.

–Buen día Duncan ¿Cómo está el día de hoy? ¿Qué tal la cosecha de este año? –saludó con gentileza artificial doña Balbina llamando inmediatamente a Karun para atender al cliente.

–Gracias doña Balbina, todo muy bien, como siempre quemar el campo antes de sembrar rinde frutos al cosechar, eso lo aprendí de mis siervos allá en Escocia, usted siempre al tanto de la cosecha doña Balbina, no se preocupe, como cada mes recibirá su dotación comunal  –con voz ronca y el rancio e inconfundible acento escocés contestó Duncan cuando un joven moreno y delgado con ropas holgadas y sandalias entró directamente a reverenciarse frente al cliente. Sin mediar palabra colocó un delantal en el pecho del escocés quien se encontraba sentado en la única silla del establecimiento, reclinando posteriormente la silla a la altura de su cintura para comenzar a aplicarle sobre la pelona espuma de jabón que previamente batió en una taza vieja.

–Doña Balbina –comenzó la plática Duncan– ¿se ha enterado de la nueva llegada a la Isla?

–He oído rumores de un marino con ropas extrañas –respondió doña Balbina.

–Así es, un marino de lo que usted conoce como Alemania –aclaraba Duncan mientras un curioso peinado con la espuma estaba delineado y Karun a media afeitada limpiaba la navaja.

–Pues me son extrañas las personas que recién llegan, ¿qué hostias sucederá? antes nos entendíamos mejor, la ventaja es que podéis aprender los idiomas de los que llegan a lo largo de nuestra estancia en la Isla, pero los nuevos habitantes son bastante singulares, muy acelerados y con ideas poco usuales, ¿no os parece? –con extrañeza decía doña Balbina dándole la espalda a Duncan mientras acomodaba toallas en el armario de madera al fondo de la peluquería.

Al escuchar Adelaida la conversación sintió curiosidad por conocer al nuevo habitante.

– ¡You fucking bastard! –Gritó Duncan cuando Karun, distraído por la charla lo cortó en la nuca con la navaja haciendo una incisión del grueso de un ojal– ¡I am bleeding you idiot! –soltó el encabritado escocés mientras se tocaba la nuca levantándose rápidamente de la silla observando su mano ensangrentada ante la mirada de asombro y enojo de doña Balbina.

–Es de curarse rápido Duncan, con una compresa de alcohol, ahora veréis –se disculpaba doña Balbina tratando de aplacar la ira del leal cliente y amigo mientras alejaba con un brazo al joven indio que nervioso y espantado soltaba la navaja viendo su error.

Adelaida aprovechó el incidente para salir de la peluquería con los cestos de basura ordenados como su jefa le exigió, dejándolos en la esquina de la calle al momento que decidió recorrer la avenida principal empedrada y flanqueada por idénticos edificios de no más de tres plantas de adobe marrón. Una desvencijada carreta a dos caballos pasó a su lado con tres jóvenes negros ataviados con taparrabos de tela de manta hablando un extraño lenguaje y un par de niños orientales togados corrían y jugueteaban en la acera de enfrente. Se encaminó hacia la playa a donde pensaba que podría estar el nuevo habitante. Al cabo de diez minutos de recorrer la tranquila avenida bajo un cielo nublado, un aire cálido y húmedo mientras aumentaba el sonoro oleaje y conforme caminaba disfrutando del cada vez más perceptible olor a mar dio en la cuenta de haber llegado a la playa cuando sus pies toparon con la arena que podía confundirse con talco entorpeciendo sus pasos.

Caminó hacia el viejo e inservible faro y pudo ver a lo lejos la figura de una persona forcejeando con una balsa, al acercarse divisó un fornido joven con uniforme militar color azul marino y una insignia dorada de águila bordada en el pecho de la casaca castrense. Sin ser musculoso era atlético y de un color pálido, cabello rubio con pecas en la cara. El marino arrastraba una pequeña barca de madera de forma desesperada con poco éxito cuando Adelaida lo interrumpió en su labor saludándolo amablemente como era su carácter. A lo que el alemán respondió sorprendido al ver a la pequeña y muy morena puberta descalza con una cándida mirada y amable gesto percibiendo su frágil e inofensiva figura. No le resultó extraño el lenguaje de la joven ya que Jürgen Hoppenhaus oficial de tercera de la Kriegsmarine entendía el castellano al haberse criado en Berlín con una institutriz madrileña, quien lo ayudó a comprender el saludo y plática superficial de Adelaida.

–Soy Jürgen –dijo con timidez– estoy muy asustado y quiero irme de aquí –con temor y temblorosa voz en un castellano con acento.

–No se puede, nunca nadie ha podido, dicen todos. Han llegado desde hace mucho tiempo y seguimos aquí todos sin que nadie haya querido escapar. A ti ¿qué te pasó? –era contundente y no tenía duda alguna Adelaida del dicho de los demás como si de un dogma se tratara.

–Estábamos persiguiendo un carguero inglés en el Canal de la Mancha cuando mi comandante hizo sonar la alarma del submarino U-40 que tripulábamos, oí un par de explosiones y a la tercera solo sentí una bocanada de agua salada en mi garganta, luego arena en mi rostro despertando ahí donde están esas rocas, todo fue en un solo instante –el muchacho estaba absolutamente conmovido y a la vez confundido, se tapaba la cara mientras se sentaba por debilidad en las piernas en la orilla de la barca soltando un llanto, sabía lo que había sucedido, era negación, deseaba que sólo fuera una pesadilla, sin embargo al sentir con sus cinco sentidos toda la escena desde que llegó a la playa era imposible un sueño tan real –luego llegaron personas extrañas con vestimentas antiguas, un hombre con armadura medieval y cota de malla me arrastró hasta la calle de allá, me cuestionó una señora obesa en toga, trataban de explicarme todo y aun no comprendo nada. Llevo dos noches aquí, mismas que no he podido dormir por no saber dónde estoy ni qué pasó, nadie me ha ordenado hacer nada, todos me ayudan pero tengo que volver a casa.

–Mira Jürgen, yo llevo más de cien años viviendo en la Isla, doña Balbina mi patrona otros cien más, Duncan el escocés otros cien más y así todos, aquí venimos después de haber muerto en el mar, eso es lo único en común entre todos. Está Uk, el que vive en la cueva de aquel peñasco, se viste con piel de animal y no se sabe nada más de él porque no habla, solo repite el sonido uk uk y no entiende razón. También está Rorman el númida que al ser remero esclavo de un trirreme romano se hundió en una batalla cerca de Nápoles. Yo soy de Costa Rica y una marejada en la playa de Jacó me trajo hasta aquí, mis padres eran simples pescadores de la costa, mi vida valía poco si lo quieres ver así, no como la de doña Balbina quien fue noble y rica, si la conocieras aún mantiene esa soberbia y superioridad aunque sea la dueña de la peluquería de la Isla, ella se ahogó cuando su basto peso rompió el tablón de un muelle en el que se celebraba la boda de su hijo en algún puerto gallego –Adelaida trataba de explicar la trascendencia de los habitantes de la Isla. Podría ser un sueño o fantasía pero ahí estaban todos sin saber dónde se encontraban y que sucedería, en una aparente vida eterna en la que se habían organizado en un pueblo con personas de distinta era y procedencia.

            El novato alemán trataba de comprender primero que estaba muerto y luego que una inmortalidad lo esperaba en un lugar extraño con personas desconocidas y raras salidas de un cuento de los que su abuela le contaba de niño, pero con una historia en la que el mar había causado la muerte como naufragios, ahogamientos, inundaciones, marejadas, etcétera. A Jürgen se le revolvía el estómago al ritmo de su cabeza cuando escuchaba la explicación.

Pasaron unos minutos en silencio y Jürgen sentía mayor tranquilidad teniendo a Adelaida junto a él cuando ella le dijo:

–Mira ahí viene Karun, mi compañero de trabajo, es buena persona pero muy callado y tímido –le informaba Adelaida mientras ambos, sentados en la orilla de la barca veían al delgado y moreno mozo acercarse a lo lejos.

–Y a él, ¿qué le pasó? –preguntó con morbo Jürgen aprovechando que la distancia de Karun era suficiente para saber más de él sin que se enterara este. A Jürgen le nació la curiosidad de conocer las historias tan remotas y lejanas de los moradores de la Isla.

–Es distinto con Karun, él mismo me lo contó hace ya varios años. Lo reclutaron a la marina imperial cerca de Calcuta pero no soportó la férrea disciplina británica, se amarró una piedra al cuello y se dejó caer al mar desde la popa de un barco militar. Pero no comentes que te conté eso, tan solo el recordarlo lo deprime mucho –la mirada de Adelaida estaba en los pasos de Karun quien caminaba cabizbajo.

–¡Oh, por Dios! –sorprendido y consternado expresó Jürgen.

            Adelaida presentó a Jürgen y Karun contándole a este último de la llegada del alemán, estos se saludaron con la mirada viendo sus diferencias físicas y de vestimenta. Sin mediar palabra alguna Jürgen se levantó y se quedó viendo al mar, las dos hileras de olas reventaban en la playa esparciendo la espuma que era absorbida por la arena, era la tarde y el sol estaba entre el cenit y la puesta. Jürgen dejó de sentir el miedo que lo había inundado los últimos días. Inspirado por el paisaje del azul del cielo fundido con el del mar en el vacío horizonte volteó a ver a los otros dos para decirles con la razón evitando los sentimentalismos:

–No es posible que lleven décadas y décadas sin cuestionarse su existencia aquí ¿Qué hay más allá del mar? ¡Ya están muertos! No les puede pasar nada más. Conviven con muertos como si estuvieran en su propia vida –decía con valentía mirando a Adelaida principalmente con ademanes firmes y claros –desde niña te habrán dicho que después de morir irías al cielo como lo describe el apocalipsis con piedras preciosas y oro o vivirías eternamente en un estado de gloria con plena felicidad entre tus familiares muertos, bueno, eso también nos decía el pastor de la iglesia –refiriéndose a Adelaida que se veía convencida –y seguro a ti te prometían reencarnar en otro ser –le decía a Karun –pero nada de eso sucedió, están en una isla con cavernícolas, caballeros medievales y gente de toda época sobreviviendo a la muerte en un destino incierto por cientos de años, yo llevo un par de días y veo lo absurdo de las amenazas y promesas de los clérigos, eran simples mentiras. Dime Karun, ¿por tu suicidio reencarnaste en un gusano? –reaccionó incómodo Karun viendo a Adelaida ante la indiscreción pero permaneciendo callado –o tú niña ¿vives en el cielo sin sufrimiento viviendo gozo y paz eterna? todo eso eran simples cuentos, nadie sabía qué pasaría, ninguna persona ha regresado de la muerte porque quizás todos se quedan tan conformes como ustedes en su Isla alabando ciegamente la fe impuesta.

            Mientras Jürgen hablaba y entonaba cada vez más fuerte, Adelaida y Karun se destaparon de sus creencias convencidos o por lo menos consideraban las dudas que el marino les hacía y Adelaida preguntó:

–¿Y qué hacemos?

–No lo sé, pero no pienso estar en esta isla por siglos, vamos, ayúdenme a llevar esta barca al mar –ordenó Jürgen y los otros dos obedecieron exaltados por sus palabras.

Se metieron a la pequeña embarcación, Karun tomó el primer turno de remar logrando sortear las olas saliendo al mar abierto. El sol avanzaba en el firmamento y las aguas se calmaban conforme se alejaban de la Isla. Al cabo de unos minutos de estar en silencio, contemplar el enorme mar y viendo como el confín devoraba la pequeña isla se encontraron en otro ambiente completamente solos y verdaderamente aislados sin rumbo fijo. Pasaron varios turnos de remo cuando cayó el sol y los últimos rayos de luz asomaban.

–Y ¿adónde llegaremos? –preguntó Adelaida.

–No lo sé, dónde sea es mejor que de dónde venimos, y si no nos gusta, pues a otro lado –respondió sinceramente Jürgen viendo el horizonte remando con armonía y sin descanso.

No había nada más que agua y cielo. Ni una nube asomaba. La noche fue calmada, y así a la deriva lograron conciliar el sueño en paz con el vaivén de la barca y el rítmico crujir de los viejos tablones de madera blanca despintada.

Despertó Adelaida descansada y con la mente clara, seguía sin ver nada más que agua, sin embargo notó que el cielo estaba más oscuro. Eran enormes nubes que cerraban la bóveda celeste. De reojo vio un destello de luz y en unos momentos escuchó el trueno rugir a lo lejos seguido de la clásica brisa que anuncia una tormenta. Espantada despertó a los demás advirtiéndoles de la tempestad.

–¡Despierten! ¡Es una tormenta! –Adelaida alertó a los dos tripulantes.

Se despertaron desorientados pero al ver la lóbrega atmósfera sintieron terror. Karun tomó los remos y en un absurdo intento remó despavoridamente tratando de huir. Los otros no se percataron de la inútil tentativa del indio.

–Es enorme –decía Jürgen con su rubia cabellera ondulando por los fuertes vientos– nunca he visto algo igual.

A cada momento aumentaba el oleaje y empezaron a sentir las primeras gotas caer humedeciendo y enfriando su piel. De un instante a otro se encontraron con un aguacero seguido de vientos poderosos que hacían virar la endeble balsa, se torcía con cada subir y bajar de la marea golpeando. Todos se encontraban en estado de desesperación ante el monstruo que los iba a devorar bramando despavoridamente.

Al cabo de un lapso aumentaba sin tregua el temporal brutalmente y ya no se escuchaban los gritos de los aterrorizados náufragos, todo eran truenos y olas azotando la embarcación y sus cuerpos. Jürgen desde el frente del barco tirado en el piso de este levantó la cabeza y vio a Adelaida envuelta en espanto con las manos en posición de rezo, tratando de hincarse implorando sordamente mientras el agua a chorros la sacudía y tumbaba. Karun simplemente se hizo bola en el piso con la cara hacia abajo aferrándose fuertemente de un extremo de la lancha. El propio marino podría creerse que estaría en calma después de haber sobrevivido batallas en altamar, sin embargo el miedo lo estremeció y no dejaba de pedir perdón y llorar.

Era una escena de verdadero terror en la que los jóvenes se asían no sólo de las endebles vigas de madera sino de sus creencias. Coincidía el sentimiento entre los tres de castigo y penitencia por el desafío a su destino cuando la más enorme ola se precipitó sobre ellos reventando huesos, madera y todo lo que abordo se encontraba. Ahora sí, todo era silencio.

Adelaida sintió el salobre trago de agua y sus oídos se taparon en la oscura profundidad. Escuchó el suave oleaje esparcirse por una tersa playa, el cálido sol en su mejilla derecha y una tierna brisa en su cuerpo. Tomó fuerzas y se levantó a la vez que abrió los ojos al resplandor de un bello amanecer. Todo era muy extraño, no era la Isla, sí era una playa, pero una distinta en la que había estado por un siglo. Pudo enfocar con mayor precisión, unas sencillas construcciones de palma estimularon su memoria, algo le era familiar de todo esto, no soñaba, sus ropas eran las mismas que vestía en la barca, era muy real. Avanzó caminando con cierto sentimiento de asombro y perplejidad sin saber su exacta ubicación. De pronto apareció una mujer adulta a unos pocos metros, se quedaron viendo mutuamente y esta le abrió los brazos mostrando una entrañable sonrisa a la vez que le oyó decir: Adelaida, hija mía.