jueves, 14 de enero de 2016

La mujer de la montaña

Teresa Kohrs


Ambar despertó desorientada. Un minúsculo rayo de sol le acariciaba la punta del pie iluminando tenuemente el pequeño espacio cavernoso en el que había pasado la noche. El peligro a ser descubierta por los suyos iba disminuyendo conforme la luminosidad se expandía. Había poca humedad cerca de la superficie y su lengua se sentía seca. Si su abuela la viera ahora, escondida dentro de la zona prohibida, seguramente le gritaría hasta quedar ronca. Pero eso ya nunca sucedería pues ella había quedado en el pasado. Su futuro estaría muy lejos de la comunidad en la que había nacido.

Una media sonrisa apareció lentamente en su rostro. Sentía miedo a lo desconocido pero la naciente euforia al saberse libre se hacía presente brillando con determinación en esos grandes ojos color ámbar, los cuales le habían dado su nombre. Apenas podía creerlo. Cuando decidió huir nunca pensó que la seguirían.

Los seres de la noche vivían encerrados dentro de la montaña. No soportaban la luz. Ellos nacían, crecían y morían inmersos en una fría oscuridad absoluta. La más mínima iluminación podía quemarles la piel o dejarles ciegos.

Un doloroso recuerdo ahogó la creciente sensación de libertad. Volvió a sentir esa presión en el pecho con la que se había acostumbrado a vivir. Al cumplir los dieciséis años ella y Pedro, su mejor amigo, quien ya tenía dieciocho, pudieron por fin formalizar los planes de integrar una unidad familiar. La tradición indica que cuando el hombre llega a la mayoría de edad elegirá a su primera mujer. Durante la ceremonia, él deberá marcarla a través de una dolorosa mordida sobre la vena del cuello, succionando con fuerza el líquido escarlata, para luego sellar las perforaciones con el agente coagulante contenida en la saliva, formando así la marca de la posesión, dejándola a la vista de todos. Con el paso del tiempo, la pareja obtendría permiso de elegir más mujeres con las cuales también procrear fortaleciendo así el poderío de la nueva familia. El hombre tendría varias mujeres, pero ella sólo podía servir a un solo hombre. Con él se reproducía, le ofrecía sangre para su placer y atendía todas sus necesidades. Ambar siempre pensó que Pedro en verdad la quería. Se hicieron muy buenos amigos desde temprana edad y se habían ayudado mutuamente en varias ocasiones. El dolor de su rechazo fue brutal.

La bóveda principal en donde se encontraban ahora para la ceremonia era un gran espacio de altos techos. Sorprendentes estalactitas adornaban el salón, contrastando con las pequeñas cuevas en la que tenían que dormir pegados unos a otros. Al centro, sobre un monolito, se erguía una figura femenina burdamente esculpida, la cual representaba a la deidad de la noche, traída por los primeros habitantes, únicos sobrevivientes del gran cataclismo. Dos enormes gemas de un amarillo obscuro en lugar de ojos resaltaban en su rostro y una tercera finamente tallada predominaba al centro de su frente. Alrededor de la base distintos nichos le ofrecían alimentos, objetos personales, oraciones especiales y penitencias a cambio de sus favores. Debajo de cada nicho se colocaba una vasija de piedra porosa con carbón el cual se encendía durante las ocasiones especiales. Era labor de las mujeres ancianas agregar a los sahumadores distintos elementos que enrarecían y calentaban el ambiente con un aroma penetrante.

En este lugar, ante la presencia de todos los jefes y sus primeras mujeres, Ambar y Pedro se colocaron uno frente al otro para completar el rito de inicio de unidad. Su querido amigo la tomó de la mano y se acercó a ella observándola con anticipación, erizando su piel. Desde que eran chicos él la veía siempre con esa intensidad. Cuando niños, la primera vez que se le acercó, la miró directamente estudiando minuciosamente sus ojos.

—Son del color de la diosa de la noche —dijo asombrado, para después sonreírle e invitarla a jugar junto con sus hermanos.

Su amistad fue creciendo y ella comenzó a admirar su fortaleza. A diferencia de los otros, a él no le importaba el aspecto de su piel o de su cabello. El tono de sus “ojos de diosa” lo atraía inexplicablemente.

Antes de morderla, recorrió con la lengua el pulso en la zona que seguramente latía visiblemente a causa de los nervios. Conectó con su mirada y sin despegarla hincó fuertemente los afilados colmillos. Ella se cimbró por el agudo dolor cerrando con fuerza los ojos, apretando sus nudillos. Sin embargo, al primer contacto del líquido vital en la lengua del joven, un gesto de indigestión le hizo torcer su cara enrojecida. Frunciendo el entrecejo del asco selló la herida para después escupir una y otra vez en el suelo rocoso. Las expresiones de asombro no se dejaron esperar. Al terminar de expulsar hasta la última gota, con enojo, recriminación y sospecha en su mirada la rechazó delante de todos.

¡Su sangre está podrida! gritó Pedro a todos los presentes.

Ambar desconcertada, sintiéndose traicionada, no pudo evitar las lágrimas. Su amigo la había marcado, pero también la repudió públicamente. De un segundo a otro se había convertido de primera mujer a intocable. Ya no dormiría junto a su abuela en la cueva de la familia, ni tampoco tendría un espacio nuevo junto a Pedro. Ahora viviría en las zonas más húmedas y frías, sumergida en la inmundicia junto con los demás intocables, con poco acceso al pozo de agua, raciones reducidas de alimento, realizando las labores más detestables: limpiar los desechos, despellejar los murciélagos, serpientes y otros animales rastreros, preparar cadáveres para ser enterrados y atender a los enfermos incurables.

Desde niña ella se sabía diferente. No veía bien por lo que constantemente tropezaba pareciendo ser torpe. Su piel era más delgada y suave que la de los demás. Con cada caída estrenaba un raspón. La abuela le decía que era débil, tonta y enfermiza. Su madre murió cuando ella tenía siete años. Era la única persona que la tocaba y acariciaba con frecuencia, la única que la hacía sentir verdaderamente valiosa. Entre ellas tenían un secreto. Cuando nadie se daba cuenta, la llevaba hacia la superficie entre pequeños pasadizos hasta la zona prohibida, aquella donde la roca era más porosa, había aire dulce, grietas y en ciertos momentos del día, luz. Su madre la esperaba en la oscuridad mientras Ambar se regocijaba con aquellos rayos de sol, absorbiendo el calor necesario que le permitiría vivir en lo profundo de la montaña hasta la siguiente ocasión en la que pudieran escapar. Esos viajes constituían los mejores recuerdos de la infancia. Después de su muerte, ella continuó haciéndolos pues era la única manera de evitar la enfermedad que la atacaba cuando estaba demasiado tiempo en penumbra. Sabía el riesgo que corría si alguien la descubría, pero también era consciente que nadie podía seguirla una vez que la claridad aparecía. En esos instantes se alegraba de ser distinta.

Más de tres años después de la humillante escena a la que fue sometida, emprendió uno de esos viajes clandestinos atreviéndose a ir por caminos nuevos. En sus recorridos aprovechaba para recolectar diversas raíces que le servirían para alimentarse en secreto. Se sorprendió al encontrar dentro de un socavón un conjunto de metales lisos y circulares colocados sobre un nicho incrustado en una pared con abundancia de cuarzo. Parecía un altar. Su madre conservaba uno de esos metales, decía que había pertenecido a su padre. Se agachó para tocarlos con las puntas de los dedos cuando un ruido la sobresaltó lo que hizo que se golpeara la cabeza. Sobándose se acercó sigilosamente hacia el sonido que parecía provenir del otro lado de la cueva. Su corazón comenzó a palpitar fuertemente. Eran voces de personas desconocidas. Haciéndose chiquita se escurrió entre dos rocas planas para acercarse y escuchar mejor. Casi todas las palabras eran conocidas aunque la pronunciación sonaba tan diferente que tardó en reconocerlas.

—¡No veo, tengo miedo! —exclamó un pequeño.

—¡Ven! —dijo el padre— aquí está tu lámpara.

—No te preocupes hijo —comentó la mamá cariñosamente— es normal que un niño le tema a la oscuridad.

—El problema es cuando un adulto le teme a la luz —dijo el padre murmurando para sí mismo.

—¿Ya estamos todos? —gritó otra persona con autoridad.

Otras voces se escucharon confirmando la presencia de todo el grupo.

—¿Ven esa apertura entre aquellas rocas? —dijo esa misma voz masculina— hace años un minero quedó atrapado cien metros abajo.

Murmullos de asombro y exclamaciones se oyeron a su alrededor.

—¿Lo salvaron? —preguntó una voz suave.

—Es usted muy joven y a lo mejor no lo recuerda —dijo el hombre queriendo halagar a la mujer— pero salió en las noticias. El minero fue liberado con vida después de haber permanecido en aquel derrumbe por más de veinte días. El equipo de rescate había perdido las esperanzas y temían encontrarse un cuerpo sin vida.

—¡Veinte días! —exclamó alguien más— ¿cómo pudo ser posible?

—Nadie se lo explica —contestó la persona que parecía ser el guía— se dice que salió de ahí sucio, mal oliente pero por otro lado se encontraba bien alimentado e hidratado, aunque aparentemente con problemas mentales.

—¿Cómo lo sabe? —inquirió otra voz— después de tantos años la historia verdadera se pudo haber perdido.

—Es cierto —contestó el guía— sin embargo, lo que se dice es que el hombre salió tapándose los ojos debido al exceso de iluminación en el exterior y que al sentir la caricia de su esposa en la mejilla, en vez de recibirla con gusto, la empujó. Las lágrimas que de emoción había derramado se convirtieron en unas de tristeza, pero el hombre ni cuenta se dio.

—¡Mi sombra!, ¡mi sombra! —gritaba a todo pulmón entre toses y flemas— no me dejes mi ángel… no me dejes.

—No lo entiendo —dijo otra persona— ¿estaba loco?

—Bueno… —dijo el guía— en los días siguientes el minero explicó que al quedar atrapado pensó que moriría. Grandes piedras habían caído en sus piernas rompiendo uno de sus tobillos. Decía que el dolor era insoportable y estaba tan oscuro que no podía ver ni su propio dedo al colocarlo frente a la cara. Dice haberse sentido cada vez más débil. La sed y el hambre lo hacían pensar que deliraba pues por momentos escuchaba el canto de una mujer. Más adelante se dio cuenta que la mujer era real ya que apareció en la forma de una sombra quien poco a poco comenzó a comunicarse con él. Sonreía al relatar que a diferencia de la dulzura en su voz, el tacto de esta mujer era rasposo y brusco. Lo curó del tobillo, le llevaba agua, algo de comer, platicaba con él y se le iluminaban los ojos al decir cómo ella lo mordía.

—¿Lo mordía? —preguntó alguien más.

—Sí. Eso decía. Al parecer —dijo pícaramente el guía —también le ayudaba con otras necesidades pues se supo que su esposa terminó por abandonarlo acusándolo de infidelidad. Parece que el minero se enamoró de su imaginario ángel de la oscuridad a la que llamaba “mi sombra”.

Ambar escuchó la historia con fascinación. Su madre, una mujer de bajo nivel dentro de la unidad familiar, no era notable. Cuando dio a luz a una niña aparentemente defectuosa, nadie le dio importancia pues todos pensaban que moriría pronto. Más adelante, la niña de ojos extraños fue renuentemente aceptada por la comunidad. Esto les salvó la vida a ambas y con el tiempo hasta consiguieron cierto grado de libertad. Se imaginó la bella voz de su madre cantándole al minero, con esa curiosidad que la caracterizaba, probando su sangre, acariciando la textura tan diferente de la piel. Curándolo y hablando con él, atendiendo sus necesidades físicas. Un escalofrío la recorrió. Ahora entendía mejor quién era ella y el por qué había tantas diferencias con el resto de la comunidad. Su padre no era de la montaña, no era un ser de la noche sino un hombre de la luz.

¿El minero vive todavía? preguntó una mujer.

Por unos segundos Ambar dejó de respirar. Exhaló despacio esperando ávidamente la respuesta, mientras limpiaba sus lágrimas con el dorso de la mano dejando surcos en su polvosa cara.

—Sí —dijo triunfante el guía— Don Claudio es su nombre. Desde que su mujer lo dejó se volvió un ermitaño. No habla con nadie y dicen que solamente se dedica a pintar una y otra vez la silueta de una mujer de largos cabellos negros. Tal vez hayan visto sus cuadros pues son muy famosos.

¡Pintar! ¿Cómo será eso? Se preguntó Ambar.

—¡Claro! —exclamó otra voz— los cuadros del ángel negro, si están por toda la ciudad. ¡Son maravillosos! ¿Dónde cree usted que podamos conocer más de esta historia?

Ambar también quería saber lo mismo. Las personas comenzaron a caminar y entre el ruido de la ropa, otras conversaciones y el eco de las pisadas solo alcanzó a oír dos palabras: libro y periodista.

Apretó los labios y cerró los ojos para evitar gruñir de la frustración. No quería ser descubierta. Su padre vivía. Con esta revelación en mente se forzó a sí misma a recorrer el largo camino de regreso a la comunidad. Llegó tan tarde que su abuela la recibió con un golpe en el oído para evitar que otros la castigaran más fuertemente intentando a su manera protegerla. La mandó luego a limpiar cadáveres y prepararlos para el entierro. Ambar aceptó su penitencia de forma sumisa pues tenía la cabeza llena de ideas. Mecánicamente realizó las tareas, echando agua a las rocas calientes cuyo vapor purificaría los cuerpos para después cubrirlos con polvo negro del carbón, mientras un plan se formaba en su mente. Ya nada la detenía. Pedro la había despreciado, no formaría jamás una unidad familiar y su abuela, quien le tenía cierto cariño, estaría mejor sin el estigma de una nieta intocable.

El miedo la paralizó por un instante. Vivir en la oscuridad le era conocido a pesar de ser repudiada. ¿Se atrevería a salir al exterior? ¿Cómo sería afuera? ¿Se vería también rechazada por ser diferente? Su padre vivía y esa sola idea le daba valor. No debió haber regresado, después del retraso de hoy la tendrían más vigilada. El supervisor, un hombre mayor de larga nariz y joroba pronunciada, se dio cuenta de su parálisis y con sus ásperas manos la golpeó fuertemente en la cabeza.

¡A trabajar! —le escupió con rabia— no solo tu sangre está contaminada sino que además no sirves para nada.

La mano del mismo hombre le acarició bruscamente bajo el tejido de retazos que la cubría entre las piernas.

¡Bah! —dijo echando baba en sus pies— hasta tu piel es asquerosa. Suave como la de uno de esos animales rastreros.

Aguantándose las ganas de vomitar y sintiéndose ultrajada, cerró la quijada con fuerza conteniendo el enojo. Apretó los puños para no reaccionar. Decidida más que nunca a escapar de ese lugar agachó la mirada y soportó los golpes del supervisor para evitar llamar la atención.

Días después puso en acción el plan. Su habitual ruta de salida estaba temporalmente tapada pues recientemente la habían utilizado para almacenar pesadas piezas de roca caliza. El único otro camino resultaba más complicado. Ya no había tiempo, el supervisor sospechaba algo. Necesitaba hallar la manera de entrar al angosto túnel que llevaba al pozo de agua. Por generaciones, una cierta familia y todos sus descendientes, tenían la responsabilidad de encontrar, cuidar y distribuir el preciado líquido. El manejo del vital recurso les daba rango y autoridad. Pedro provenía de esa poderosa familia.

Recordando las enseñanzas de su madre, se agachó para tomar una pequeña piedra la cual tiraría a lo lejos con el fin de distraer al guardia en turno y colarse dentro.

¡Maldita mi suerte! murmuró.

Su idea se vino abajo cuando reconoció al cuidador. El estómago se le contrajo y la poca comida que tenía dentro amenazó con salir. Se tomó unos segundos para respirar y pensar. No podría distraerlo tan fácilmente pues Pedro conocía bien todos sus trucos. Había logrado eludir al supervisor y si regresaba el castigo sería brutal. No le quedaba más que encarar a su antiguo amigo de una forma o de otra. Una mezcla de rabia y desesperación la hicieron avanzar. Se echó el cabello a la cara, encorvó su figura hasta casi caminar en cuatro patas, asumiendo un balanceo débil, gimiendo con cada paso.

De porte erguido, músculos definidos y vestido con un fino tejido de piel de serpiente, Pedro la vio acercarse tensando visiblemente su postura. Como todos los hombres de su especie, era de estatura baja, tenía la piel áspera color ceniza, cabello negro y escaso. Con ojos negros de pequeñas pestañas tupidas y pupilas dilatadas, observó cada detalle de la mujer. Caminaba torpemente, golpeándose en las paredes, mostrando un cuerpo delicado marcado con cicatrices. En otro tiempo la había querido para él y por unos instantes buscó el resplandor de sus misteriosos ojos, sintiendo esa antigua atracción, pero la profunda decepción que albergaba apagó cualquier recuerdo. ¡No! Ambar no era la enviada de la diosa que él había imaginado sino una abominación y como tal debía ser tratada. Endureció su rostro.

¡Vete mujer! le dijo con firmeza sabes que no puedes pasar.

Sólo unos minutos, voy a curar mis heridas dijo sonando lastimera girándose para mostrar los cortes laterales que el látigo le había causado.

Mientras lo hacía se fue retirando el pelo de la cara recorriéndolo con la intención de mostrar la marca en el cuello que él mismo le había hecho. Ambar siempre la tenía escondida. Odiaba lo que ésta representaba, el recuerdo constante de todo lo que había perdido. Sin embargo, en ese momento constituía su mejor arma. No dudó en utilizarla.

Algo básico y primitivo se removió dentro del joven al verla. Esta mujer debió haber sido suya, solo que ahora mostraba un aspecto deplorable, delgada hasta los huesos, lastimada y sin fuerzas. Por primera vez desde que la mordió se sintió culpable. Cerró los ojos, gruñó apretando los puños y se hizo a un lado. Ella no esperó, avanzó con cuidado al principio, corriendo por su vida al final. Debía ser rápida. Pocos conocían la grieta detrás de la gran roca al costado del pozo cuyo peligroso camino se elevaba hacia la superficie. Su madre era una de ellas. La otra persona era Pedro. Él ya tenía otra mujer y en los últimos años parecía no querer saber nada de la que fue su amiga, como si el traicionado hubiera sido él. La debilidad que mostró al dejarla pasar indicaba que todavía existía cierta conexión entre ellos. No tardaría en darse cuenta de su error. Bajó la guardia y ella escapó. Todos en la comunidad se enterarían y la humillación sería grande. Dejó a un lado la satisfacción que ese pensamiento le produjo. Hubiera sido preferible ascender sin tener que cuidarse las espaldas, sin embargo nadie había explorado tanto como ella y aunque varias veces estuvo cerca de encontrarla, al final logró evadirlo.

Así fue como, unos días después, escapando milagrosamente de la persecución del único hombre que podría localizarla, se encontraba ahora en este lugar donde había sol y por lo tanto era intocable, no por su estatus, como en la comunidad, sino debido a que la gente de la montaña jamás se atrevería a llegar hasta aquí. En ese instante Ambar se dio cuenta que se hallaba suspendida entre dos mundos: el de la oscuridad y el de la luz. Dos universos de los cuales ella era parte. Unos cuantos pasos más hacia la superficie y toda su vida cambiaría para siempre. Temblando ligeramente continuó escalando hasta llegar al punto de no retorno. Una mano afuera, luego otra. Lentamente se estiró balanceando el peso de su cuerpo que por primera vez se ve asaltado por la fuerza del viento. Le cuesta trabajo respirar. El sol la ciega momentáneamente y utiliza su dedos para filtrar el resplandor. La figura desnuda de una delgada joven, de ojos ambarinos, cabello largo y piel grisácea aparece sin aviso ante la mirada atónita de un grupo de turistas.

¡Mira papá! —exclama la voz aguda de una niña pequeña¡una muñeca de tierra!


A través de los años, en aquel pueblo minero, dos leyendas se entrelazaron: la del ángel oscuro y la de la mujer de la montaña, a la que rescataron una mañana saliendo del tiro de una antigua mina.

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