miércoles, 13 de enero de 2016

La isla

Bernardo Alonso


–¡Adelaida!, muchacha sucia, no se debe mezclar la basura ¡Coño! Sabéis que el cabello va en un cesto y la basura común en otro, ¡sois una cerda! –doña Balbina solía insultar y maltratar a la joven Adelaida por ser despistada y no atender sus obsesivos requerimientos de limpieza en la peluquería.

–Sí doña Balbina, no volverá a suceder –Adelaida, sin mirarla a la cara y viendo sus propios zapatos, se disculpó restregando las manchadas manos en el delantal beige que contrastaba con sus oscuros rizos.

–Pensé que de dónde habéis venido os han enseñado un poco de las labores de limpieza ¿qué, en esas épocas vuestros padres no os enseñaron a separar la basura? ¿O a ser más responsables? –el tono era amenazador y contenía mucho desdén.

–Sí señora, disculpe –Adelaida no tenía más remedio que humillarse y rebajarse a pedir perdón siempre ante las arbitrariedades y caprichos de su obesa patrona sí es que pretendía tener acceso a su porción de la dotación comunal de esta.

Súbitamente fueron interrumpidas por la campanilla que al abrirse la puerta de la impecable peluquería anunciaba un nuevo cliente. Ambas se volvieron para ver quien entraba. Resultó ser Duncan Hay quien como todos los domingos venía a delinear su canosa barba y a afeitar la calva para dejarla brillante.

–Buen día Duncan ¿Cómo está el día de hoy? ¿Qué tal la cosecha de este año? –saludó con gentileza artificial doña Balbina llamando inmediatamente a Karun para atender al cliente.

–Gracias doña Balbina, todo muy bien, como siempre quemar el campo antes de sembrar rinde frutos al cosechar, eso lo aprendí de mis siervos allá en Escocia, usted siempre al tanto de la cosecha doña Balbina, no se preocupe, como cada mes recibirá su dotación comunal  –con voz ronca y el rancio e inconfundible acento escocés contestó Duncan cuando un joven moreno y delgado con ropas holgadas y sandalias entró directamente a reverenciarse frente al cliente. Sin mediar palabra colocó un delantal en el pecho del escocés quien se encontraba sentado en la única silla del establecimiento, reclinando posteriormente la silla a la altura de su cintura para comenzar a aplicarle sobre la pelona espuma de jabón que previamente batió en una taza vieja.

–Doña Balbina –comenzó la plática Duncan– ¿se ha enterado de la nueva llegada a la Isla?

–He oído rumores de un marino con ropas extrañas –respondió doña Balbina.

–Así es, un marino de lo que usted conoce como Alemania –aclaraba Duncan mientras un curioso peinado con la espuma estaba delineado y Karun a media afeitada limpiaba la navaja.

–Pues me son extrañas las personas que recién llegan, ¿qué hostias sucederá? antes nos entendíamos mejor, la ventaja es que podéis aprender los idiomas de los que llegan a lo largo de nuestra estancia en la Isla, pero los nuevos habitantes son bastante singulares, muy acelerados y con ideas poco usuales, ¿no os parece? –con extrañeza decía doña Balbina dándole la espalda a Duncan mientras acomodaba toallas en el armario de madera al fondo de la peluquería.

Al escuchar Adelaida la conversación sintió curiosidad por conocer al nuevo habitante.

– ¡You fucking bastard! –Gritó Duncan cuando Karun, distraído por la charla lo cortó en la nuca con la navaja haciendo una incisión del grueso de un ojal– ¡I am bleeding you idiot! –soltó el encabritado escocés mientras se tocaba la nuca levantándose rápidamente de la silla observando su mano ensangrentada ante la mirada de asombro y enojo de doña Balbina.

–Es de curarse rápido Duncan, con una compresa de alcohol, ahora veréis –se disculpaba doña Balbina tratando de aplacar la ira del leal cliente y amigo mientras alejaba con un brazo al joven indio que nervioso y espantado soltaba la navaja viendo su error.

Adelaida aprovechó el incidente para salir de la peluquería con los cestos de basura ordenados como su jefa le exigió, dejándolos en la esquina de la calle al momento que decidió recorrer la avenida principal empedrada y flanqueada por idénticos edificios de no más de tres plantas de adobe marrón. Una desvencijada carreta a dos caballos pasó a su lado con tres jóvenes negros ataviados con taparrabos de tela de manta hablando un extraño lenguaje y un par de niños orientales togados corrían y jugueteaban en la acera de enfrente. Se encaminó hacia la playa a donde pensaba que podría estar el nuevo habitante. Al cabo de diez minutos de recorrer la tranquila avenida bajo un cielo nublado, un aire cálido y húmedo mientras aumentaba el sonoro oleaje y conforme caminaba disfrutando del cada vez más perceptible olor a mar dio en la cuenta de haber llegado a la playa cuando sus pies toparon con la arena que podía confundirse con talco entorpeciendo sus pasos.

Caminó hacia el viejo e inservible faro y pudo ver a lo lejos la figura de una persona forcejeando con una balsa, al acercarse divisó un fornido joven con uniforme militar color azul marino y una insignia dorada de águila bordada en el pecho de la casaca castrense. Sin ser musculoso era atlético y de un color pálido, cabello rubio con pecas en la cara. El marino arrastraba una pequeña barca de madera de forma desesperada con poco éxito cuando Adelaida lo interrumpió en su labor saludándolo amablemente como era su carácter. A lo que el alemán respondió sorprendido al ver a la pequeña y muy morena puberta descalza con una cándida mirada y amable gesto percibiendo su frágil e inofensiva figura. No le resultó extraño el lenguaje de la joven ya que Jürgen Hoppenhaus oficial de tercera de la Kriegsmarine entendía el castellano al haberse criado en Berlín con una institutriz madrileña, quien lo ayudó a comprender el saludo y plática superficial de Adelaida.

–Soy Jürgen –dijo con timidez– estoy muy asustado y quiero irme de aquí –con temor y temblorosa voz en un castellano con acento.

–No se puede, nunca nadie ha podido, dicen todos. Han llegado desde hace mucho tiempo y seguimos aquí todos sin que nadie haya querido escapar. A ti ¿qué te pasó? –era contundente y no tenía duda alguna Adelaida del dicho de los demás como si de un dogma se tratara.

–Estábamos persiguiendo un carguero inglés en el Canal de la Mancha cuando mi comandante hizo sonar la alarma del submarino U-40 que tripulábamos, oí un par de explosiones y a la tercera solo sentí una bocanada de agua salada en mi garganta, luego arena en mi rostro despertando ahí donde están esas rocas, todo fue en un solo instante –el muchacho estaba absolutamente conmovido y a la vez confundido, se tapaba la cara mientras se sentaba por debilidad en las piernas en la orilla de la barca soltando un llanto, sabía lo que había sucedido, era negación, deseaba que sólo fuera una pesadilla, sin embargo al sentir con sus cinco sentidos toda la escena desde que llegó a la playa era imposible un sueño tan real –luego llegaron personas extrañas con vestimentas antiguas, un hombre con armadura medieval y cota de malla me arrastró hasta la calle de allá, me cuestionó una señora obesa en toga, trataban de explicarme todo y aun no comprendo nada. Llevo dos noches aquí, mismas que no he podido dormir por no saber dónde estoy ni qué pasó, nadie me ha ordenado hacer nada, todos me ayudan pero tengo que volver a casa.

–Mira Jürgen, yo llevo más de cien años viviendo en la Isla, doña Balbina mi patrona otros cien más, Duncan el escocés otros cien más y así todos, aquí venimos después de haber muerto en el mar, eso es lo único en común entre todos. Está Uk, el que vive en la cueva de aquel peñasco, se viste con piel de animal y no se sabe nada más de él porque no habla, solo repite el sonido uk uk y no entiende razón. También está Rorman el númida que al ser remero esclavo de un trirreme romano se hundió en una batalla cerca de Nápoles. Yo soy de Costa Rica y una marejada en la playa de Jacó me trajo hasta aquí, mis padres eran simples pescadores de la costa, mi vida valía poco si lo quieres ver así, no como la de doña Balbina quien fue noble y rica, si la conocieras aún mantiene esa soberbia y superioridad aunque sea la dueña de la peluquería de la Isla, ella se ahogó cuando su basto peso rompió el tablón de un muelle en el que se celebraba la boda de su hijo en algún puerto gallego –Adelaida trataba de explicar la trascendencia de los habitantes de la Isla. Podría ser un sueño o fantasía pero ahí estaban todos sin saber dónde se encontraban y que sucedería, en una aparente vida eterna en la que se habían organizado en un pueblo con personas de distinta era y procedencia.

            El novato alemán trataba de comprender primero que estaba muerto y luego que una inmortalidad lo esperaba en un lugar extraño con personas desconocidas y raras salidas de un cuento de los que su abuela le contaba de niño, pero con una historia en la que el mar había causado la muerte como naufragios, ahogamientos, inundaciones, marejadas, etcétera. A Jürgen se le revolvía el estómago al ritmo de su cabeza cuando escuchaba la explicación.

Pasaron unos minutos en silencio y Jürgen sentía mayor tranquilidad teniendo a Adelaida junto a él cuando ella le dijo:

–Mira ahí viene Karun, mi compañero de trabajo, es buena persona pero muy callado y tímido –le informaba Adelaida mientras ambos, sentados en la orilla de la barca veían al delgado y moreno mozo acercarse a lo lejos.

–Y a él, ¿qué le pasó? –preguntó con morbo Jürgen aprovechando que la distancia de Karun era suficiente para saber más de él sin que se enterara este. A Jürgen le nació la curiosidad de conocer las historias tan remotas y lejanas de los moradores de la Isla.

–Es distinto con Karun, él mismo me lo contó hace ya varios años. Lo reclutaron a la marina imperial cerca de Calcuta pero no soportó la férrea disciplina británica, se amarró una piedra al cuello y se dejó caer al mar desde la popa de un barco militar. Pero no comentes que te conté eso, tan solo el recordarlo lo deprime mucho –la mirada de Adelaida estaba en los pasos de Karun quien caminaba cabizbajo.

–¡Oh, por Dios! –sorprendido y consternado expresó Jürgen.

            Adelaida presentó a Jürgen y Karun contándole a este último de la llegada del alemán, estos se saludaron con la mirada viendo sus diferencias físicas y de vestimenta. Sin mediar palabra alguna Jürgen se levantó y se quedó viendo al mar, las dos hileras de olas reventaban en la playa esparciendo la espuma que era absorbida por la arena, era la tarde y el sol estaba entre el cenit y la puesta. Jürgen dejó de sentir el miedo que lo había inundado los últimos días. Inspirado por el paisaje del azul del cielo fundido con el del mar en el vacío horizonte volteó a ver a los otros dos para decirles con la razón evitando los sentimentalismos:

–No es posible que lleven décadas y décadas sin cuestionarse su existencia aquí ¿Qué hay más allá del mar? ¡Ya están muertos! No les puede pasar nada más. Conviven con muertos como si estuvieran en su propia vida –decía con valentía mirando a Adelaida principalmente con ademanes firmes y claros –desde niña te habrán dicho que después de morir irías al cielo como lo describe el apocalipsis con piedras preciosas y oro o vivirías eternamente en un estado de gloria con plena felicidad entre tus familiares muertos, bueno, eso también nos decía el pastor de la iglesia –refiriéndose a Adelaida que se veía convencida –y seguro a ti te prometían reencarnar en otro ser –le decía a Karun –pero nada de eso sucedió, están en una isla con cavernícolas, caballeros medievales y gente de toda época sobreviviendo a la muerte en un destino incierto por cientos de años, yo llevo un par de días y veo lo absurdo de las amenazas y promesas de los clérigos, eran simples mentiras. Dime Karun, ¿por tu suicidio reencarnaste en un gusano? –reaccionó incómodo Karun viendo a Adelaida ante la indiscreción pero permaneciendo callado –o tú niña ¿vives en el cielo sin sufrimiento viviendo gozo y paz eterna? todo eso eran simples cuentos, nadie sabía qué pasaría, ninguna persona ha regresado de la muerte porque quizás todos se quedan tan conformes como ustedes en su Isla alabando ciegamente la fe impuesta.

            Mientras Jürgen hablaba y entonaba cada vez más fuerte, Adelaida y Karun se destaparon de sus creencias convencidos o por lo menos consideraban las dudas que el marino les hacía y Adelaida preguntó:

–¿Y qué hacemos?

–No lo sé, pero no pienso estar en esta isla por siglos, vamos, ayúdenme a llevar esta barca al mar –ordenó Jürgen y los otros dos obedecieron exaltados por sus palabras.

Se metieron a la pequeña embarcación, Karun tomó el primer turno de remar logrando sortear las olas saliendo al mar abierto. El sol avanzaba en el firmamento y las aguas se calmaban conforme se alejaban de la Isla. Al cabo de unos minutos de estar en silencio, contemplar el enorme mar y viendo como el confín devoraba la pequeña isla se encontraron en otro ambiente completamente solos y verdaderamente aislados sin rumbo fijo. Pasaron varios turnos de remo cuando cayó el sol y los últimos rayos de luz asomaban.

–Y ¿adónde llegaremos? –preguntó Adelaida.

–No lo sé, dónde sea es mejor que de dónde venimos, y si no nos gusta, pues a otro lado –respondió sinceramente Jürgen viendo el horizonte remando con armonía y sin descanso.

No había nada más que agua y cielo. Ni una nube asomaba. La noche fue calmada, y así a la deriva lograron conciliar el sueño en paz con el vaivén de la barca y el rítmico crujir de los viejos tablones de madera blanca despintada.

Despertó Adelaida descansada y con la mente clara, seguía sin ver nada más que agua, sin embargo notó que el cielo estaba más oscuro. Eran enormes nubes que cerraban la bóveda celeste. De reojo vio un destello de luz y en unos momentos escuchó el trueno rugir a lo lejos seguido de la clásica brisa que anuncia una tormenta. Espantada despertó a los demás advirtiéndoles de la tempestad.

–¡Despierten! ¡Es una tormenta! –Adelaida alertó a los dos tripulantes.

Se despertaron desorientados pero al ver la lóbrega atmósfera sintieron terror. Karun tomó los remos y en un absurdo intento remó despavoridamente tratando de huir. Los otros no se percataron de la inútil tentativa del indio.

–Es enorme –decía Jürgen con su rubia cabellera ondulando por los fuertes vientos– nunca he visto algo igual.

A cada momento aumentaba el oleaje y empezaron a sentir las primeras gotas caer humedeciendo y enfriando su piel. De un instante a otro se encontraron con un aguacero seguido de vientos poderosos que hacían virar la endeble balsa, se torcía con cada subir y bajar de la marea golpeando. Todos se encontraban en estado de desesperación ante el monstruo que los iba a devorar bramando despavoridamente.

Al cabo de un lapso aumentaba sin tregua el temporal brutalmente y ya no se escuchaban los gritos de los aterrorizados náufragos, todo eran truenos y olas azotando la embarcación y sus cuerpos. Jürgen desde el frente del barco tirado en el piso de este levantó la cabeza y vio a Adelaida envuelta en espanto con las manos en posición de rezo, tratando de hincarse implorando sordamente mientras el agua a chorros la sacudía y tumbaba. Karun simplemente se hizo bola en el piso con la cara hacia abajo aferrándose fuertemente de un extremo de la lancha. El propio marino podría creerse que estaría en calma después de haber sobrevivido batallas en altamar, sin embargo el miedo lo estremeció y no dejaba de pedir perdón y llorar.

Era una escena de verdadero terror en la que los jóvenes se asían no sólo de las endebles vigas de madera sino de sus creencias. Coincidía el sentimiento entre los tres de castigo y penitencia por el desafío a su destino cuando la más enorme ola se precipitó sobre ellos reventando huesos, madera y todo lo que abordo se encontraba. Ahora sí, todo era silencio.

Adelaida sintió el salobre trago de agua y sus oídos se taparon en la oscura profundidad. Escuchó el suave oleaje esparcirse por una tersa playa, el cálido sol en su mejilla derecha y una tierna brisa en su cuerpo. Tomó fuerzas y se levantó a la vez que abrió los ojos al resplandor de un bello amanecer. Todo era muy extraño, no era la Isla, sí era una playa, pero una distinta en la que había estado por un siglo. Pudo enfocar con mayor precisión, unas sencillas construcciones de palma estimularon su memoria, algo le era familiar de todo esto, no soñaba, sus ropas eran las mismas que vestía en la barca, era muy real. Avanzó caminando con cierto sentimiento de asombro y perplejidad sin saber su exacta ubicación. De pronto apareció una mujer adulta a unos pocos metros, se quedaron viendo mutuamente y esta le abrió los brazos mostrando una entrañable sonrisa a la vez que le oyó decir: Adelaida, hija mía.

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