miércoles, 26 de marzo de 2014

La criatura

Marco Absalón Haro Sánchez


Una mañana de abril de cierto año desaparecieron dos niños dentro de la boca del metro de Madrid. Los testigos que los vieron por última vez aseguraban que tendrían aproximadamente unos doce años, y eran un niño y una niña. Sus padres corroboraron estas relaciones, añadiendo sus nombres: Ana y Mario. Eran mellizos y estaban a punto de concluir la escuela primaria. En medio de mortal angustia desplegaron una búsqueda sin cesar y empapelaron la ciudad con afiches de sus fotografías, pero nadie les daba razón de su paradero.

Mientras que bajo la superficie, a decenas de metros, brillaban unas lámparas alimentadas con aceite de pescado. Y en lo que parecía ser unas catacumbas o algo parecido se movían unas criaturas que transitaban como autómatas programados por algún ser superior a ellos. Luego entraron dos de esas figuras subnormales portando entre sus brazos a dos críos que parecían dormidos, y les depositaron en una mesa grande del centro de la sala. Todos murmuraban un lenguaje ininteligible cuando rodeaban al par de durmientes. El color viscoso de su piel gris oscuro era contrastado por su extraña forma. Su cabeza alargada y cilíndrica llevaba antenas en cuyos extremos brillaban sendas pupilas. Dos agujeros sobre los labios de iguana daban a entender que eran sus fosas nasales. Y parecían tener varias extremidades superiores, no así las piernas y pies que eran solo dos. Asimismo de su trasero salía una cola que no llegaba al suelo. Por cobertura gruesas escamas de rústica piel. Los residuos del combustible de las lámparas se mezclaba con un extraño hedor de animales y humedad.

Luego de examinar cuidadosamente los cuerpos inertes de Ana y Mario, uno de ellos que parecía llevar un rango superior les habló y les hizo señas, y se los llevaron hacia otra sala más pequeña. Les colocaron por separado en una urna de cristal para cada uno. Pero antes se acercó personal especializado y extrajo sangre de sus venas en varios tubos de ensayo. Luego de unos instantes accionaron un botón de un tablero fuera de las urnas, y éstas se fueron llenando de un gas blanquecino que hizo que los críos se despertaran del sueño. Cuando abrieron los ojos lentamente se sorprendieron de hallarse en aquel lugar, rodeados de penumbra la cual no era mayor que la que existe en un antro de diversiones cuando quitan las luces principales. De un salto se pusieron sobre sus pies, y el lecho donde estuvieron acostados desapareció por la pared lateral de la urna. Mario como un resorte quiso acercarse rápidamente a Ana, pero fue imposible porque la urna se lo impidió. Habría entre ellos una distancia de tres a cinco metros. Lo propio ocurrió con Ana que no adelantaba nada para acercarse a su hermano. Y creían no ser vistos pero decenas de ojos los contemplaban desde la oscuridad, y sobre todo las miradas de una pareja cuyos rasgos no diferían tanto de los humanos, salvo que llevaban escamas de colores por todo el cuerpo y sus pupilas eran de serpiente, pero eran diferentes a los seres que describimos primero. Mario tomó viada y se estrelló contra la pared oblonga de la urna intentando atravesarla pero ésta apenas se movió como los árboles cuando los azota un fuerte vendaval. E imaginó que si lo hacía con mayor vigor lograría hacer que la urna se volcase y se acercara a la de Ana. Y así lo hizo. Se estrelló con mayor fuerza por el lado que daba de frente a la de Ana, y la urna se viró y bamboleó un par de vueltas hasta quedar junto a la de su hermana. Y a través de los cristales el par de críos levantaban sus brazos e intentaban tocar sus manos.  

No lejos del sitio los tubos de ensayo con sus  hematíes eran analizados por especialistas en el laboratorio. Y sacaron como conclusión que no podrían valerse de ella ya que era caliente y ellos por lo general la tenían fría. También experimentaron a ver qué pasaba si mezclaban la una con la otra. Pero sucedió que las células de la sangre caliente se devoraban a las de la sangre fría con la consecuente defunción del viviente que por error o por negligencia médica tuviera dicha mezcla en sus venas. Así es que descartaron el proyecto de alimentarse de sangre humana; aunque podían multiplicar su cantidad diez veces por una, pero tenían que realizar una transfusión total a cada una de las criaturas. Este experimento estaba por probarse tomando como conejillos a Ana y Mario.

Pasaron las primeras veinticuatro horas de la desaparición del par de chicos y la policía o sus padres y familiares no adelantaban nada para encontrarlos sanos y salvos. De momento nadie sospechaba de un sucio mendigo que pedía el auxilio de sus semejantes en la boca del metro por donde desaparecieron los críos. Él era un hombre mayor que tenía un aspecto descuidado y nauseabundo. Tenía varios amigos o conocidos que le llevaban barras de pan y lonchas de jamón o tocino, tanto como las botellas de agua. Dichos alimentos nunca los devoraba en su totalidad, sino que echaba a unos vivientes de la oscuridad, los cuales más tardaban en alargar sus manos para tomarlos que en desaparecer entre la penumbra interna de la boca del metro. Juan se llamaba este mendicante que había trabado amistad con varios niños, cuya edad oscilaba entre los doce y catorce años: Pablo, el mayor; María, la mediana; y Vicente, Ana y Mario, los últimos. Ese día le visitaron intempestivamente los tres primeros, con la idea de asustarle, y se quedaron detrás de un quiosco de la Once que estaba en la calle. Y con mucho sigilo extendieron sus cabezas para ver qué hacía Juan. Pero todo parecía normal. Él masticaba sus alimentos y extendió su mano con una loncha de jamón hacia la oscuridad de la pared interior de la boca del metro. Y María pudo notar que algo o alguien de la oscuridad tomaban dicho alimento. Enseguida lo comentó con sus compañeros:

-A que no sabéis lo que he visto.

-Hum –repuso Pablo con una mueca de ironía-. Lo de siempre. Comer o beber a Juan.

-No –agregó inmediatamente María-. Miren, miren hacia la penumbra del lado derecho de Juan.

Les hizo notar a Pablo y a Vicente que él compartía con alguien de la oscuridad su alimento, sobre todo las lonchas de jamón o tocino fresco.

-Verdad –asintió Pablo lleno de interés por lo que acababa de ser testigo-. ¿Qué coño será eso? Acerquémonos para ver mejor –ordenó.

Y bajaron corriendo las gradas de la boca del metro procurando no llamar la atención de Juan. Sus ojos tuvieron que ajustarse a la oscuridad del interior para intentar seguir la pista de aquel ser viviente que les pareció escurrirse entre las paredes internas de la estación.

Pablo planeó usar a Juan como carnada con el objeto de tener noticias claras de lo que era eso que emergía de la oscuridad y atrapaba el jamón que él lo echaba.

-Compremos para este mendigo gran cantidad de lonchas de jamón y tocino para coma hasta que reviente.

-¿Y? –propuso María.

-Pues nada –continuó Pablo- al tener de sobra y comer poco, lo demás echará al interior del metro y…

-Tomarán las manos desde la oscuridad –completó un atento Vicente-. Entonces lo pillaremos.

-Eso es, chaval –atajó Pablo tocando el hombro de Vicente.

-¿Pero si nos hace daño esa cosa? –temió María.

-Pues, no creo que nos cause daño alguno -dedujo Pablo-, porque desde que tengo uso de razón he visto que este mendigo lleva viviendo un montón de tiempo en el mismo sitio, y nada le ha pasado, a pesar de alimentar a esa criatura que emerge de la oscuridad.

-Oye -terció Vicente-. ¿No será que ese o esos desconocidos que toman el jamón de Juan tienen algo que ver con la desaparición de Ana y Mario?

-Psch, eso mismo queremos averiguarlo, chaval –apostilló resueltamente Pablo mientras le palmeaba a Vicente que sonreía complacido.

-¿No será mejor dar parte a la policía? -opinó María, temerosa.

-No. No creo que sea buena idea –denegó Pablo-. Además no parece ser para tanto. En marcha. A ver colaboren para comprar el jamón y el tocino.

Cada uno puso cinco euros mientras se acercaban a un mercado a comprarlos. Una vez con ellos en una bolsa partieron a toda prisa hacia el piso de Pablo para recoger unas linternas porque creían que les haría falta. Su padre era aficionado a la espeleología y tenía muchas. Por el camino Pablo se acercó a una tienda y se proveyó de un par de petardos de alto poder ante las miradas de incógnita de sus compañeros. Y volvieron al encuentro de Juan, que estuvo a punto de devorar un nuevo bocadillo que hubo preparado de antemano.
-Hola, Juan -dijeron los niños al unísono.

-Hola, muchachos -repuso el mendigo-. ¿Qué los trae por aquí de nuevo?

-Mira, toma -ofreció Pablo al tiempo que le entregaba las lonchas frescas de jamón y el tocino.

-Gracias -repuso Juan y lo iba a guardar en una de sus maletas que tenía a su alrededor, pero al parecerle de excelente calidad extrajo una loncha para probarlo-. Mmmm, sabe bien. 

Y empezó a quitar las lonchas que tenía colocadas dentro del pan y colocaba la de paleta de Ibérico que le llevaron los chicos, uno de los mejores jamones de España. Iba a dar buena cuenta del bocadillo cuando le importunó Pablo al decir:

-¿Qué harás con el jamón que has quitado del pan?

-Ay -reprochó Juan-, lo tiraré.

-Haznos un favor, Juan -rogó Pablo.

-Dime -repuso el mendigo mordisqueando su bocadillo.

-Cuando veas que hemos llegado al andén inferior del metro tiras el jamón que has quitado al lugar de siempre, ¿vale?

-Vale -repuso mientras masticaba deliciosamente el aperitivo.

«¿En qué andarán metidos estos chavales? Pero igual les haré el favor. Algo quieren comprobar», pensó el mendigo.

En contados minutos los chiquillos le hacían señas desde abajo, y Juan tomó las lonchas de jamón que no iba a comer y echó a la oscuridad que caía al andén donde estaban los muchachos. Justo ese momento un par de policías prendía a Juan y le llevaba detenido para interrogarle. Pero los muchachos dieron mayor importancia a quienes recibieron las lonchas en la oscuridad. Enseguida encendieron las linternas portadas por Pablo y dejó una a cada uno. Cuando alumbraron pudieron notar que varias criaturas se movían a ras de la pared rocosa y desaparecieron hacia el interior. Les pareció que tuvieran ventosas o algo parecido en sus extremidades que les servía para mantenerse adheridos. Entonces Pablo, María y Vicente aprovecharon que casi no había gente en el andén para tomar una escalera que los llevara bajo el mismo, con destino a los rieles del metro. Bajaron con cuidado pero pronto antes de que viniera el metro. Y a unos cinco o siete pasos hallaron una puerta que conducía hacia una escalinata descendente y empezaron a bajar con tiento, pero ésta cedió como si tuviese unas bisagras en el extremo superior y les dejó caer. Era como un gigantesco tobogán que los trasladó a muchos metros bajo tierra. En pocos minutos cayeron dando gritos en una especie de fosa de arena repasada sin sufrir más que unos simples rasguños. Allí reinaba la oscuridad más intensa. En la caída Ana extravió su linterna, pero la recuperó en el foso y no quedó inservible. Tenían con qué alumbrarse, aunque no fuese a mucha distancia y no corrían peligro de caer en algún agujero o algo parecido. Había una infinidad de cavernas que se comunicaban unas con otras y al azar empezaron a andar por una larga que les pareció más asequible que las demás.

Habían pasado cuarenta y ocho horas desde que perdieron la pista al par de niños que supuestamente entraron en la boca del metro para no volver a aparecer jamás. La policía investigaba a Juan, el cual se convirtió en sospechoso número uno, y él no entendía el porqué de su arresto si a la edad que llevaba nunca cometió agravio alguno al prójimo. Su único delito consistía en compartir su comida con las criaturas del interior de la boca del metro; aunque como un relámpago acudía a su memoria la dulce vida que llevó en sus tiempos de abundancia. Hasta los padres de los niños desestimaron la implicación del mendigo en su desaparición. Y no creían conveniente tenerle detenido por más tiempo. Pero la policía manejaba sus hipótesis que abarcaban la vida cotidiana de Juan. En las grabaciones de las cámaras del metro no había nada que pudiera ayudarles en el caso. Ni siquiera ahondaban la implicación del mendigo.

En tanto Mario y Ana seguían dentro de las urnas como conejillos de indias. Pero en la habitación contigua un grupo de criaturas deliberaba sobre la suerte de los chicos. Los que presidían el mismo eran el hombre y la mujer con escamas y pupilas de serpiente. Ante los cuales se presentaron los especialistas que trataron los hematíes extraídos de los niños, y expusieron su teoría. La cual no convenció a la pareja de infrahumanos, a los cuales llamaremos Serpe y Serpa. De sus pupilas parecían salir unos rayos de maldad porque no estaban de acuerdo con el veredicto que les exponían. Pero sus rostros dejaron la tensión cuando escucharon el plan de realizar una transfusión total de la sangre de los niños con la de ellos, respectivamente, para recobrar su fisiología normal. La pareja dio una orden y enseguida fue cumplida al enviar un gas plomizo dentro de las urnas de Mario y Ana. Volvieron a quedarse dormidos. Hecho que aprovecharon para sacarles de su respectiva urna y llevarles de nuevo a la sala grande. Luego de depositarlos sobre la mesa preparada para el efecto los desvistieron y les dejaron tal como Dios los trajo al mundo. Pero esta vez una cantidad impresionante de aparatos quirúrgicos indicaba que iban a ser intervenidos. La muchedumbre de criaturas se acercó de nuevo alrededor del cristal que separaba a la mesa. Esta escena ya estuvo al alcance de Pablo, María y Vicente, los que de tanto andar de caverna en caverna dieron con la enorme catacumba donde estaban reunidas las criaturas que mi lector conoce.

-Ay -exhaló María cuando vio a sus amigos tendidos sobre la mesa y rodeados por aquellos extraños seres vivientes-. Pablo. Ayúdalos a escapar, por favor.
-Shhh -le reprendió llevando su dedo a los labios-. No hagas ningún ruido, no sea que nos descubran, y ahí sí que estaremos perdidos.

-¿Pero qué les van a hacer a Mario y Ana? -susurró Vicente.

-De momento -murmuró Pablo con voz casi ininteligible-, sólo les observan. Ya vamos a ingeniarnos la manera de liberarlos. 

Ese instante entró un grupo de especialistas vestidos con ropas claras y equipados debidamente para trabajar con los cuerpos de Ana y Mario. Iban a vaciar la sangre de los dos niños a la vez, en recipientes especiales. Luego harían lo propio con Serpe y Serpa para finalmente llenar sus venas con la sangre de los primeros. Realizaron los últimos ajustes para dicha labor y los que dirigían la misma extendieron su mano pidiendo un instrumento. Enseguida los asistentes colocaron sendas jeringas en las manos de los que iban a llevar a cabo esta operación.

Pablo tiró un petardo para llamar la atención de las criaturas que rodeaban a los especialistas que iban a operar. Todos se asustaron de la explosión y se acercaban en masa a perseguir a los tres niños, pero fueron tiroteados con balas sommíferas por los hombres bien armados que la Policía envió para seguirlos y entrar en acción cuando la situación así lo exigiese. Mientras eran inmovilizadas las criaturas: Pablo, María y Vicente, se acercaron rápidamente a la mesa donde yacían dormidos Mario y Ana, se apoderaron de sus cuerpos e intentaron huir del sitio sin lograrlo, porque Serpe y Serpa que, aunque estaban preparados para ser intervenidos, les cerraron el paso. Ese momento dos proyectiles zumbaron en la oscuridad e hirieron a cada subhumano que quedó fuera de combate. Entonces tomó el control de la situación el cuerpo policial. Éste vino acompañado de Juan que en su juventud había sido médico neurólogo aficionado a la espeleología, el mismo que había enviudado cuando tuvo dos hijos varón y hembra; y cuando ellos estudiaron en la universidad, se especializaron en medicina neurobiológica y partieron a trabajar en el extranjero, se dedicó a la bebida y quebró. Pero nunca más volvió a tener noticias de ellos. 

En la superficie recibieron enhorabuenas de toda la muchedumbre que se congregó alrededor de la boca del metro para recibir a los rescatados junto a sus héroes y el cuerpo policial que los escoltaba. Hubo abrazos y lágrimas entre los padres, hijos y familiares de los niños encontrados. Y en los días sucesivos los adolescentes Pablo, María y Vicente fueron condecorados por el Ilustre Municipio de Madrid. 

Y cuando despertaron Serpe y Serpa en la UCI del hospital adonde fueron trasladados, quienes resultaron ser los hijos perdidos de Juan, el mendicante, estaban fuertemente custodiados por elementos armados. Ya que este par de jóvenes de apariencia inofensiva habían experimentado al margen de la ley con sueros antiofídicos en personas. Y ellos mismos se inyectaron la pócima para inmunizarse pero acabaron convirtiéndose en seres humanos con grandes rasgos de serpiente. Pero como vieron que la mutación fisiológica era irreversible decidieron crear una raza de seres vivientes en las cavernas de la Tierra, tomando como respiraderos las bocas de metro o los túneles subterráneos. Así mismo debieron secuestrar a hombres, mujeres y niños para experimentar con ellos y convertirlos en las criaturas de la oscuridad. Y esta pareja las comandaba. Gracias al valor indomable de los tres niños, la intervención oportuna de la policía junto a la medicina moderna, muchos desaparecidos años atrás volvieron a aparecer y a abrazarse con sus familiares. 

Juan se alegró mucho te verlos después de tantos años, y les prometió visitarles a menudo en la cárcel, cuando hayan sido juzgados por los delitos que cometieron contra la integridad física de las personas.

Estos hechos se dieron cuando era presidente del país Zapatero, y aún no entraba de lleno la crisis que azota hasta hoy todas las economías del mundo.

jueves, 13 de marzo de 2014

¿Por qué a mí?

Nelly Jácome Villalva


Apenas sonó el despertador abrí mis ojos y aún soñolienta me levanté a recorrer las cortinas, ¡qué espléndido día pintaba!, el sol radiante en medio de un azul claro que aún permitía delinear la semicurva de la luna, invadía el ambiente un delicioso olor a jazmín y otras flores que me deleitaban con sus matices,  hacia el sur el coloso Cotopaxi, cubierto de nieve, silenciosamente majestuoso, me dio la energía requerida para emprender mi día.

El segundo llamado de la alarma obligó a retirarme de la ventana e iniciar mi práctica matutina, no tenía mucha prisa, y el llegar tarde la verdad, no sé por qué, no era importante en ese momento. Luego de arreglarme, desayuné, salí del departamento hacia la estación del metro que me llevaría, como todos los días, al trabajo. 

Una vez en la parada sentí la mirada penetrante de un hombre joven, delgado, con rizos pequeños que venía apresurado hacia donde me encontraba,  tuve la sensación que iba a tropezar conmigo e instintivamente retrocedí, pero pasó de largo, me llamó la atención su forma de vestir, una camiseta con algunos agujeros grandes en el pecho, un jean desgastado que dejaba entrever su interior y unas zapatillas Nike blancas, limpísimas, pero lo que más atrajo mi atención fueron sus ojos marrones profundos rodeados de sus largas y risadas pestañas.  Se abrió paso a empujones entre las personas que esperábamos el metro, lo seguí con la mirada y me pareció que alguien lo perseguía porque regresaba constantemente a ver hacia atrás.

Decidí hacer una observación más exhaustiva alrededor de este sujeto, lo vi detenerse en uno de los quioscos más adelante, creo que se estaba escondiendo, empecé a buscar a alguna persona sospechosa que estuviera buscándolo, vi a una mujer con un ceño fruncido que la proyectaba como posible sospechosa, pero la descarté cuando salió de la estación; luego vi a un hombre ya maduro que miraba incansablemente a su alrededor,  -debe estar buscándolo –pensé mientras seguía con la mirada su caminar. Tampoco fue a quien buscaba, saludó cariñosamente a quien seguramente era su nieta y juntos siguieron su camino.

Seguía buscando, de pronto recordé que ya no estaba en mi mira el joven de rizos pequeños, no quería quedarme a mitad de mi pesquisa, así que caminé un poco más hacia donde lo vi por última vez, y para mi sorpresa se había sentado en una banqueta que estaba justo detrás de mí, volvió a mirarme profundamente,  me abochorné al sentirme descubierta.  Regresé a mi lugar en la parada, traté de no perderlo de vista, algo ocurría, estaba segura, sus gestos lo delataban e incentivaba mi curiosidad.

En cuestión de segundos en que preguntaba la hora a otro pasajero, escuchamos un ruido poco común, - ¡eso fue un disparo! –grité con seguridad, aunque nunca antes lo había oído tenía la sensación de que así se escuchaba un disparo.   Todas las personas entre dubitativas y temerosas se dispersaron, yo me quedé parada lívida sin movimiento, el sujeto desconocido se encontraba en la parada pidiéndome ayuda, en tanto sangraba abundantemente. Al fin pude reaccionar tan solo para preguntar qué le pasó,  -me dispararon, me quieren dar el vire, lléveme a esta dirección, por favor señito –dijo con dificultad.  Tenía que saber qué pasó, entonces realmente alguien lo estaba persiguiendo, lo llevé hacia donde me indicó, entramos por una puerta vieja de madera y caminamos a lo largo de un pasillo iluminado tan solo con un foco que colgaba en una esquina, ingresamos a la primera habitación de la derecha,  que tenía una pequeña ventana que estaba abierta y dejaba entrever un patio con ropa colgada y algunos cartones alrededor, donde se encontraba una señora gorda, de rostro bonachón y cabello blanco, -¿qué vienes a buscar? –le dijo agriamente. –Solo mi ropa y me voy.

Le insistí en llevarlo a un centro de salud para que revisen su herida, pero me dijo en secreto que no era nada, que esa no era su sangre. No entendía lo que estaba pasando, no era posible que hasta lo haya acompañado y no sepa qué está ocurriendo, tenía que contármelo. – ¿Qué misterio se trae hombre? ¿No me dijo que le dispararon y que lo quieren matar?

¡Jajaja! ¡Vaya si es tonta! La sangre es del man que despaché y cómo usted andaba  de metiche me sirvió para salir bien parado de ese lugar –me dijo entre risas y burlas. Mientras se reía con gana, perturbada por la situación, le increpé porqué entonces buscó ayuda donde su madre. Lo que motivó más ironías de este sujeto, -¿mi madre?, ¡Jajaja!

En tanto trataba de reponerme, escuché el sonido de las sirenas policiales, el hombre de rizos dejó de reír y…

Desperté en horas de la noche en una cama pequeña de hierro y con una aguja en mi brazo, en el techo solo vi unos aparatos con sueros, mangueras, y a mi izquierda había una persiana que cubría la ventana, una lámpara de luz blanca intensa alumbraba toda la habitación, a mi lado estaba una enfermera escribiendo algo, -¿Dónde,   dónde  estoy?  Sonriente me respondió pidiendo que no me mueva y preguntándome cómo me sentía. –Bien, bien –le dije desconcertada e insistiendo -¿qué me pasó?

Ahora recuerdo, ese hombre, sí,  ese hombre desconocido a quien acompañé pensando que estaba herido, me golpeó en la cabeza.  –Buenos días señorita –me saludó un agente de policía y agregó ¿Se siente bien? Lo suyo fue un susto con felicidad, porque a este hombre lo estábamos buscando, es un asesino y violador contumaz, actúa siempre con el mismo patrón, engatusa a sus víctimas con cualquier cuento,  pero usted se salvó porque la policía que estaba detrás de “Lolo” lo persiguió hasta allá, por eso se asustó, robó su billetera y escapó luego de golpearla.


¡No lo puedo creer!, nunca me sentí tan vulnerable, tan fácil de engañar, ¡Vaya si es tonta! –me lo dijo, me avisó y no me di cuenta.   Regresé a mi departamento pensando que debo escuchar a mi yo interno. – ¿Qué raro?  La cortina de la sala la dejé recorrida. –Hola señito.

lunes, 10 de marzo de 2014

Una luz en la oscuridad

Karina Bendezú


Sus padres habían comprado la casa antes que Luna y sus hermanos nacieran. La antigua casona de techos altos, grandes ventanales y largos pasillos, contaba con un extenso jardín interior y habitaciones amplias. La propiedad se encontraba frente a un inmenso parque poblado de frondosos árboles y gran variedad de flores silvestres. Villa del Parque sería el lugar perfecto para criar a sus hijos y verlos crecer. Marta y Felipe, los padres de Luna, habían dedicado mucha energía y paciencia a ambientar su hogar y convertirlo así en un espacio agradable y armonioso para vivir. Con el correr de los años, los niños crecieron vigorosos y felices disfrutando de su hermosa casa y del esplendoroso verdor de la zona.

Marta entra a la habitación de Luna.

-¡Buenos días pequeña dormilona, despierta que es hora de desayunar! –le dice su madre corriéndole las sábanas que la cubrían.

-¿Qué hora es mami? –pregunta Luna.

-Son las ocho de la mañana y te estamos esperando abajo.

Luna desciende por las escaleras y entra estrepitosamente a la cocina comedor. Saluda a sus  padres con un beso en la mejilla y a sus pequeños hermanos que devoraban el desayuno, los saluda despeinándoles.

-¡No me esperaron pequeños hambrientos! –les reclama Luna.

Luna se sienta a la mesa.

-¡Qué delicia haz preparado hoy domingo mamá?

-Huevos revueltos y salchichas –contesta Marta.

-Qué rico mami. ¡Hay si les cuento lo de ayer!

-Escuché ruidos por la madrugada, ¿eras tú? –preguntó Felipe.

-Sí papá, tuve una mala noche... pero eso no fue todo. Desde el balcón de casa vi a un extraño anciano caminar en el parque, me miró fijamente, tanto así, que no me quitaba la mirada de encima y de pronto, me sonrió, me asusté tanto que corrí a esconderme a mi habitación –relataba Luna exaltada.

A tempranas horas de la madrugada, Luna se sienta en la cama algo angustia. Sus largos cabellos rojizos estaban todos revueltos como si fuera un gran nido de pájaros. Luna se levanta tambaleándose y apoyando sus manos sobre la pared para no caer, intenta abrirse paso en medio de su ropa y accesorios regados por el piso de su habitación. La noche anterior había tenido una fiesta de cumpleaños y llegó tarde a casa. Prende el interruptor de la luz del baño que ciega de golpe sus grandes ojos verdes. Se lava la cara con agua fría para despertar del todo y camina descalza por el largo pasillo hacia el balcón de la casa, desde allí podía contemplar el inmenso parque.

Apoyada en la baranda, Luna observa un movimiento extraño entre las sombras. ¿Quién podría ser a esas horas de la madrugada? La silueta se iba acercando cada vez más hacia la luz del antiguo poste. Al parecer era una persona mayor que caminaba lentamente y algo encorvado. El anciano avanzaba apoyado sobre un extraño bastón que en su mango llevaba una gran roca que brillaba iluminándose cada vez más a medida que se acercaba hacia la luz. De pronto, el anciano levantó su rostro y la miró fijamente. ¿Cómo pudo darse cuenta que lo estaban observando? Aterrada, su corazón empezó a palpitar velozmente llevando sus dos manos al pecho intentando apaciguar el ruido que producían sus latidos, como si el extraño del parque fuera a escucharlos... El anciano no le quitaba la mirada de encima, unos segundos después, el viejo le sonrió y siguió su rumbo perdiéndose entre los árboles. Luna regresó a toda prisa corriendo a su habitación, se metió debajo de las sábanas cubriéndose por completo obligándose a dormir para no despertar hasta unas horas después. 

Luna era una jovencita encantadora y risueña, amaba a su familia por sobre todas las cosas y adoraba especialmente a sus pequeños hermanos, Joaquín y Matías, un par de chicos revoltosos que le hacían las mil travesuras. Sus hermanos jugaban a la pelota y buscaban a Luna insistiéndole a unirse al juego, pero a pesar de sus esfuerzos no lo conseguían. Luna vivía en su propio mundo de fantasías, escuchando a las aves, saludándolas e imitando su canto, eran sus amigas decía, ¡desearía poder volar como ellas y ver todo desde las alturas extendiendo mis brazos! -pensaba Luna. A Luna le gustaba mucho cantar y lo hacía al aire libre, caminando o paseando. En el parque libreta en mano, la joven niña pasaba las tardes dibujando a sus amigas las aves pintándolas de muchos colores, su pasatiempo favorito.

Al día siguiente iniciaban las clases del nuevo año escolar. Luna se reencontraría con sus compañeros de curso. Al llegar a la institución, Luna se acercó a sus amigos de siempre y los saludó afectuosamente. El sábado había visto a algunos de ellos en el cumpleaños de Karen, su compañera de estudios. Luna saludó con un beso a su amiga Raquel. Raquel la esquivó y se alejó de su lado hacia otro grupo de estudiantes. Luna no entendía su actitud, la llamó por su nombre pero Raquel le dio la espalda alejándose aún más de ella. Luna se acercó a sus compañeras Karen y Marisa.

-Chicas, ¿qué le sucede a Raquel? ¿Por qué se comporta así? –preguntó Luna entristecida.

-Ambas discutieron en la fiesta ¿lo recuerdas? –preguntó Karen.

-¡Sí, delante de todos, no sé que le sucedió, pero pensé que había pasado! –contestó Luna.

-Ustedes andaban todo el tiempo juntas, parece que se aburrió, tal vez sus diferencias de caracteres, ¡no sé qué decirte!, no le des importancia a ello Luna –minimizó Marisa.

Luna escuchaba cada palabra de lo que las chicas le decían. En su interior sabía que Raquel no era una chica feliz. Sin embargo su abuela y su tía, eran unas mujeres encantadoras, ellas se alegraban mucho cada vez que Luna iba a visitarlas. Pero Luna se preguntaba -¿por qué del cambio tan abrupto? Luna tenía un alma compasiva por los que sufrían y deseaba contagiar con su alegría a aquel que la necesitara. El resto del día Luna no hizo ningún comentario al respecto. Al finalizar las clases se dirigió a su casa tratando de entender. Al menos su mejor amigo Charly la hacía reír con sus ocurrencias y olvidarse del mal rato. Pero lo peor de todo no había pasado aún.

Al día siguiente, el profesor de francés, Alfred, había otorgado los últimos quince minutos libres para que sus alumnos hicieran lo que quisieran. Y así lo hicieron. Minutos antes de terminar la hora de estudios, de repente, las voces de un grupo de muchachos causaron un gran alboroto pasándose entre ellos un misterioso cuaderno, lo cual inmediatamente llamó  la atención de Alfred. El profesor se acerca al grupo y pide que le entreguen el cuaderno, lee su contenido unos segundos haciendo cambiar bruscamente la expresión de su rosto. Enojado, llama severamente la atención al grupo revoltoso, ¿qué habría en su interior?... Horas más tarde corrieron los rumores… el mejor amigo de Luna, Charly y otros chicos habían dibujado en el cuaderno obscenidades sobre ella. Luna era una chica muy llamativa y a medida que crecía se iba convirtiendo en toda una joven mujer, haciéndola aun más bella y radiante. Charly trató de disculparse con su mejor amiga por lo sucedido pero Luna entristecida se alejó de él, borrando su presencia por el resto del día.

Sus dos amigos, con quienes Luna pasaba más tiempo juntos, ya no lo eran. El lazo que los unía se había roto, Luna se sentía desolada. Los días siguientes, la joven adolescente pasaba las tardes en el parque, en soledad, rodeada de sus amigas las aves. Cientos de tordos, golondrinas, gorriones, petirrojos, canarios y colibríes cantaban sin cesar en las copas de los frondosos árboles y aquel canto la tranquilizaba. Los padres de Luna notaban que su hija se encontraba distante, pero Luna cambiaba la expresión de su rostro y les regalaba una sonrisa, no quería preocuparlos. Sus hermanos la seguían buscando para jugar, esta vez Luna sí accedía a sus juegos, quizás para olvidarse de todo lo sucedido y no pensar, pero en el fondo nada podía sacarla de su tristeza.

Sentada en la fresca yerba, concentrada en sus dibujos, de pronto se le aparece junto a ella el extraño anciano que noches atrás había visto salir de las sombras. Lo reconoció por el singular bastón. Sin poder moverse, respiró hondo, levantó la mirada y esta vez pudo ver  su rostro de cerca.

-¡Veo que dibujas muy bien! –exclamó el anciano.

Las palabras del misterioso señor eran suaves como el viento, contrariamente al aspecto que mostraba. Al escucharlo, Luna se tranquilizó.

-Gracias –contestó Luna.

El anciano llevaba un largo tapado de lino color beige algo viejo y rotoso que lo cubría por completo, su rostro tenía apenas unos cuantos surcos en la piel signos del paso de los años. Por su aspecto, Luna podía imaginar que el viejo tendría ochenta años. El bastón seguía pareciendo particular, pero más misteriosa aún era la hermosa piedra que llevaba en el mango atada con unas cintas de cuero. La piedra era de un color morado oscuro brillante y su luz producía un efecto especial sobre Luna.

-¡Qué linda piedra lleva en su bastón! –exclamó Luna.

-Muchas gracias jovencita, es una amatista.

El anciano, sujetando su bastón con firmeza, se acomoda lentamente junto a Luna.

-Es una piedra que alivia las penas y ayuda a perdonar, pero sobretodo, devuelve la alegría y la paz al corazón –continuó diciendo el extraño.

¿Cómo sabía el abuelo por lo que ella estaba pasando? ¿Era tan evidente la expresión de su rostro como para que el anciano le dijera esas palabras? Luna quería salir corriendo de allí.

-No temas Luna, he venido a ayudarte.

-¿Quién eres? –le preguntó Luna.

-Pon tus manos sobre la piedra y cierra tus ojos, no los abras, -enfatizó el anciano- así podrás saber quién soy.


Luna obediente hizo lo que le anciano le dijo, agarró la bella amatista con ambas manos, cerró sus grandes ojos verdes y miles de luces multicolores empezaron a invadir su mente. Fascinada pudo ver quién era realmente el misterioso anciano, vio mundos jamás antes vistos y mucho más, sintió elevarse y volar por los cielos como lo hacían sus amigas las pequeñas avecillas y por último como por arte de magia, la pena que sentía por sus dos amigos había desaparecido por completo. Retiró las manos de la piedra y abrió sus ojos. Luna miró por todos lados, el anciano había desaparecido, ¿habría sido todo un producto de su imaginación? pero no, junto a ella yacía la preciada amatista. Luna agarró la piedra y corrió rápidamente a su casa. Al llegar, se dirigió en busca de sus padres, les enseñó la hermosa amatista y contó detalle por detalle lo que había visto.

jueves, 6 de marzo de 2014

Amor a primera vista

Elena Villafuerte


Sentado en un sillón de respaldo alto, Máximo Cano de Velasco revisaba los libros de contabilidad y se aburría enormemente. Miró hacia el ventanal, por el que se colaba un rayo de sol en el que flotaba una multitud de partículas. Se imaginó ser una de ellas, cayendo despacio hacia el piso de cerámica, para reunirse con otras muchas motas de polvo que al día siguiente la criada barrería hacia la calle. Escuchó el ladrido de uno de los perros, al cual contestó otro, y unas pisadas aproximándose, hasta que se abrió de golpe la puerta del despacho.

- Hola, primito – lo saludó Abel, de veintidós años, dándole un manazo en el hombro. – ¿Qué haces? ¿Aburrido como de costumbre? Deja eso y ven. Vamos a conocer a las primas de Lucas.

Máximo enarcó las cejas, dudoso. Era el mayor por tres años, así que veía con aparente desdén los juveniles arranques y la despreocupación de su primo hermano. Abel era más alegre, y siempre intentaba sacarlo de sus casillas, cosa por otra parte muy fácil de conseguir, porque Máximo tenía el genio demasiado vivo.

- ¿Cuáles primas, tú? No sabía que tenía primas.

- Creo que son sus primas segundas o terceras, que acaban de llegar ayer de Tampico. Dice que están guapas.

- Eso mismo dijo de las del mes pasado, y no es por nada pero estaban para los tigres.

- Triste Máximo, qué exigente. Vamos. No te vas a casar con ellas, nomás vamos a verlas. ¿Quién quita y conoces al amor de tu vida? – soltó la carcajada. – Uno nunca sabe, a lo mejor lo que dicen del amor a primera vista sea cierto. Yo ya me estoy cansando de darle vueltas al parque todas las tardes, a ver si alguna de las que pasan me gusta, pero si el río suena…

Era domingo, día de visitas, y encontraron por el camino multitud de conocidos. El centro estaba pletórico de gente, por lo que tuvieron que esquivar paseantes de todo tipo antes de llegar a una casa de cantera rosa, con balcones y rejas de hierro forjado.

- Quiubo – los recibió Lucas, un muchacho alto y flaco cuya principal cualidad era la longitud de su nariz.- Pasen, por favor. Pasen, pasen – continuó, empujándolos del recibidor a la sala. – Ya saben que están en su casa. ¿Algo de tomar? ¿Agua? ¿Un café, té, chocolate?

Una vez cumplidos los requisitos de la cortesía y del buen gusto, los tres jóvenes pasaron al tema de interés.

- Y entonces, ¿a qué hora bajan?

- Qué impaciencia – se sonrió Lucas. – Ya saben que las damas pueden tardarse lo que quieran, y probablemente lo harán. Así que relájate, Máximo.

- ¿Yo? – se recargó en el brazo del sillón, tapizado en terciopelo y bastante incómodo. – Estoy tan relajado que si tardan diez minutos más me quedo dormido.

- Espero que no, Máximo- se escuchó desde la puerta que se abría, y los jóvenes brincaron al entrar en la habitación la tía Cecilia, madre de Lucas, seguida por tres muchachas. – Sería una pena que estas señoritas no le conocieran en la plenitud de su simpatía.

Máximo se apresuró a disculparse, deseando sobre todo desaparecer. ¡Qué vergüenza! ¡Él y su imprudente lengua! Hubiera querido huir de la sala, ser una mosca y trepar por las paredes hasta las sombras del altísimo techo. A duras penas consiguió balbucear algo durante las presentaciones, y pasó la siguiente media hora completamente ofuscado, demasiado mortificado como para ver que una de las chicas lo miraba furtivamente.

Adela, a sus veinte años, era una muchacha de hermosas manos blancas con largos dedos de pianista, ojos oscuros y pelo lacio que le caía recto hasta los lóbulos de las orejas. No era una mujer bella, pero sí atractiva. Sin embargo y pese a los esfuerzos de todas sus parientes, aún no se había casado y ni siquiera novio formal tenía. La fama de su carácter se había extendido por toda la región. Había rechazado a varios pretendientes, y por más visitas que hacía con su madre, tías y primas a casas, fiestas y reuniones donde hubiera jóvenes prospectos, ninguno llamaba su atención.

Esa tarde, por casualidad, había ido a saludar a Carmen y a Eutimia, sin saber que ellas pensaban recibir visitas masculinas. Una vez que supo quiénes irían quiso regresar a su casa, pero su tía Cecilia prácticamente la obligó a quedarse.

- No, hija, tú no vas a ninguna parte.

- ¡Pero tía! ¿Para qué quiere usted que me quede? Yo no voy a conocer a nadie…

- No conoces a Máximo.

- Sí que lo conozco, Abel lleva años diciéndome que es su primo favorito y que es taaaan buen partido, taaaaan inteligente, taaaan honrado…

- No lo conoces, Adela, nunca lo has visto.

- ¿Y cómo lo voy a ver? El señor, taaaaan honesto, taaaaan sutil, le dijo a Abel que ni se le ocurra presentarnos, porque con mi genio que me aguanten en mi casa. – Adela estaba indignada. – Dice que él quiere una mujer dulce y no una arpía saca ojos.

- Y ahí va el imprudente de Abel y te lo dice. Ay, Dios mío. – suspiró la tía Cecilia – Se parece tanto a su tío abuelo, mi suegro, que en paz descanse. Siempre diciendo lo que no debe a quien no debe.

- Pues sí, tía, pero el hecho es que me voy. ¿A qué me quedo? ¿A ver si me sigue insultando un hombre que tiene esos modos y con esos comentarios impropios?

- Hija, – respondió la tía Ceci, paciente – hazme caso. Tu mamá, mi prima, era igual de terca que tú, hasta que me escuchó y empezó a leer las cartas de tu papá. Y ya los ves, tan felices.

- Está bien, – resopló Adela- me quedo. Pero sólo porque usted me lo pide. Y sé que no me va a gustar ese señor.

Ahora que tenía delante al monstruo, Adela reconsideraba. Alto y delgado, recio, con porte, esas cejas negras tan pobladas, los labios gruesos… no estaba nada mal. Discretamente, aprovechando que las primas de Lucas estaban luciendo su habilidad en el piano, se acercó a su tía Cecilia y se sentó a su lado.

- Oiga, tía Ceci – susurró - ¿se verá muy evidente si le ofrezco algo más a Máximo?

La tía Cecilia, con los ojos pegados a la pianista en turno, aplaudió con todas sus fuerzas mientras hablaba por la comisura de los labios, del lado izquierdo.

- No te apures – dijo. – Yo me encargo. Pues qué bien tocas, Lichita – felicitó a la artista, que complacida se ruborizó decentemente. – Mi hermana Alicia me había dicho que estudiabas piano, pero nunca que fueras tan talentosa. Pero bueno, ¿qué ya se acabó el café? ¡Braulia! ¿Dónde estará esa muchacha? – Doña Cecilia sabía perfectamente que Braulia estaba en ese momento rumbo a la tienda de dulces del otro lado de la plaza. – Nunca está cuando una la necesita. Adela, hija, no seas mala, sírvele algo más a Máximo, tiene la taza vacía.

Al levantar Máximo los ojos para agradecer a quien le servía más café se tropezó con otros, del tono exacto al de los chocolates Constanzo que tanto le gustaban.

La boda se realizó en marzo, pasado el seco frío del invierno. Máximo estaba guapísimo, con corbata de seda gris, traje negro y zapatos de charol. Adela, a la última moda con un larguísimo velo de tul cubriéndole el cabello corto, largos collares de perlas y guantes arriba del codo, la viva imagen del glamour.

La pareja recibió primero a una niña, Sagrario, y después a un niño, Bernardo. Pero aunque Adela estaba feliz en su papel de madre y señora Cano de Velasco, Máximo estaba angustiado. Lo cierto era que las cuentas ya no salían. Sus padres habían sido ricos, pero tras el paso de los revolucionarios y después, los agraristas, la familia entera había quedado muy mal parada. El rancho se había perdido, y Máximo, que había sido el responsable de llevar los números, había encontrado empleo en la capital del estado como contador de una de las varias empresas de minería. Pero ahora, con el cierre de cada vez más minas y el crecimiento de la familia, Máximo veía el panorama francamente negro. Su hermano mayor Cosme, que primero había sido jefe de un grupo de rebeldes insurgentes y luego vio truncadas sus aspiraciones militares, había vuelto a San Luis y presionaba a Máximo para que le pasara una “ayudadita”. Ayuda que en la realidad significaba la manutención de un hombre juerguista, empistolado y con malas compañías.

De forma que cuando la mina cerró, Máximo tomó la decisión de buscar empleo lejos de la ciudad, donde la situación general se ponía cada vez más complicada, tanto por la escasez de empleo como por el regreso de Cosme. Tras unos meses muy difíciles, en los que estiraba lo más que podía los pocos ahorros que le quedaban, le ofrecieron trabajo en la Huasteca Petroleum Company. Máximo empacó el menaje de casa, a sus dos hijos y a una muy renuente y embarazada Adela, y se trasladó al clima húmedo, caluroso y selvático de Veracruz.

La casa era de madera, pintada color de rosa, con techo rojo y ubicada estratégicamente dentro de un campo de petróleo lleno de árboles: plátanos, mangos, naranjos, copites, palo de rosa, yuca, palma de coco… pasto por todas partes, arbustos donde no, y caminos de tierra. Se levantaba sobre pilares que la separaban del suelo más o menos un metro, primero, para refrescarla, y segundo, para evitar que las alimañas entraran tan fácilmente. Lo que no era decir mucho, porque había cucarachas, tarántulas, moscas, mosquitos, ciempiés, avispas, serpientes y alacranes al por mayor, y muchas de ellas acababan dentro de la casa, buscando escapar del calor. Diariamente había que mover los muebles y pasar el trapeador, empapado en petróleo, para desalentar a los nefastos visitantes; con tres niños y una bebé, Adela no podía arriesgarse a que se colara una víbora. Mucho menos cuando Máximo salía temprano a recoger los envíos de monedas de oro para pagar la nómina. Adela padecía cada quincena, cuando él se trasladaba armado de la casa hacia Tuxpam, acompañado por dos sujetos con escopetas, a buscar la bolsa de dinero que dejaba caer el avión de la Compañía Mexicana de Transportación Aérea, CMTA para abreviar. Se imaginaba a su marido a caballo por la selva, arriesgando la vida, con las bolsas de monedas en las alforjas y la pistola en el cinto, a merced de cualquiera de los delincuentes que vivían a salto de mata esperando precisamente esos envíos.

Adela se quedaba sola con los cuatro niños, Sagrario de siete años, Bernardo de cinco y medio, Emiliano de cuatro y Lita de ocho meses. Había días en los que no quería ni levantarse, presa de una profunda tristeza, una desesperación que le hacía sentir que se ahogaba entre las cuatro paredes de la casa. Soñaba con tener noticias de San Luis, pero ¡el correo tardaba tanto! Para cuando ella se enteraba de las “últimas” tendencias de la moda, ya habían pasado seis meses o hasta un año. Se sentía aislada, como vivir en una isla desierta. La única diversión de este campo era sentarse en el corredor a ver pasar las arañas, cuando Adela estaba habituada a las tardes de té y chocolate, de pastas finas, en las que se hablaba de moda y se veía a la gente paseando por la Plaza de Armas, y tal vez hasta uno que otro automóvil por la calle de Zaragoza.

Y así, Adela comenzó a adelgazar. Casi no comía, y el doctor le indicó que probablemente padeciera anemia, porque además sufría de un cansancio extremo. Cada vez más Adela se la pasaba en cama, mientras sus hijos iban a la escuela y su marido se ausentaba. Ella no quería preocupar a Máximo, pero otra razón por la que le resultaba tan difícil levantarse era por el intenso dolor de espalda que tenía. Él lo achacaba a su falta de ánimo, y le prometía que próximamente harían un viaje a San Luis, que podría ir a visitar a su familia, ver a sus amigas.

Hasta el día en que el médico, tras una revisión, pidió hablar a solas con Máximo.

- Señor Cano de Velasco – empezó, con un tono que hizo que a Máximo se le paralizara el corazón en el pecho. – Me temo que le tengo malas noticias. Muy malas.

- ¿Qué pasa, doctor?

- Doña Adela, pues verá, hace tiempo que sufre de cansancio y ya ve usted que ha adelgazado mucho…

- Sí, sí. – Máximo lo interrumpió impaciente. - No me describa lo que ya conozco. Suéltelo sin anestesia, doctor. ¿Qué le pasa?

- Pensábamos que era anemia, o la simple tristeza de estar lejos de su tierra, pero mucho me temo que estábamos equivocados. Doña Adela tiene cáncer, Don Máximo, y muy avanzado. Lo siento.

La enterraron en Tampico, una tarde de lluvia torrencial que hacía ríos por en medio de las calles. Caminando junto a la carroza fúnebre, Máximo no veía nada, no pensaba en nada, no sentía nada. No podía permitirse sentir. Su amada esposa, su Adela, su amor a primera vista estaba muerta, dejándolo solo con cuatro hijos, la mayor de diez, la menor de dos. Si se permitiera sentir, gritaría al Cielo su rabia y dolor, se dejaría morir junto a la tumba.

- Adela, -  susurró, de rodillas en la losa, tragándose las lágrimas – no se vale. ¿Por qué, Adela, por qué? ¡No es justo! ¿Qué se supone que haga ahora? ¿Cuidar yo solo a cuatro criaturas? ¿Por qué te fuiste, Adela, por qué? ¿Qué te hice? ¿Qué más pude haber hecho? Ya nunca irás a San Luis, ya nunca te veré bailar, ya no te enojarás conmigo por haberte metido en un lodazal en plena selva… ¿Y ahora qué hago? Habías prometido envejecer conmigo, mi amor, mi Adela, y me has dejado solo.

Después de un largo rato, se levantó, se puso el sombrero y empezó a caminar por entre las tumbas. Los niños lo esperaban en casa de sus parientes. La vida tenía que seguir.

Dos semanas después del entierro, empezó la primera carta.


Señorita Josefa.

El día de hoy ha cruzado su recuerdo por mi mente y me atrevo a escribirle, esperando acepte usted estas líneas que escribo con el corazón en la mano.

Como probablemente sepa ya, mi esposa Adela ha fallecido. Aunque aún albergo un gran dolor, no me siento capaz de enfrentar la vida solo, y hoy al recordarla a usted mi corazón ha latido nuevamente con ilusión. Es usted quien puede regresar el calor a mi hogar, que ha quedado tan frío y huérfano de amor.

Ofrezco a usted, Josefa, un nombre sin tacha, y la promesa de una familia que espera con angustia su respuesta, pues ella ha de hundirme en la más negra desesperación o bien, como apenas me atrevo a soñar, dejarme entrever la esperanza de una vida dichosa a su lado.

Espero con ansiedad unas líneas de su amable mano.

Máximo Cano de Velasco


Máximo dejó el manguillo sobre el escritorio y se cubrió el rostro con las manos. Por sus dedos escurrían ardientes lágrimas.