miércoles, 26 de marzo de 2014

La criatura

Marco Absalón Haro Sánchez


Una mañana de abril de cierto año desaparecieron dos niños dentro de la boca del metro de Madrid. Los testigos que los vieron por última vez aseguraban que tendrían aproximadamente unos doce años, y eran un niño y una niña. Sus padres corroboraron estas relaciones, añadiendo sus nombres: Ana y Mario. Eran mellizos y estaban a punto de concluir la escuela primaria. En medio de mortal angustia desplegaron una búsqueda sin cesar y empapelaron la ciudad con afiches de sus fotografías, pero nadie les daba razón de su paradero.

Mientras que bajo la superficie, a decenas de metros, brillaban unas lámparas alimentadas con aceite de pescado. Y en lo que parecía ser unas catacumbas o algo parecido se movían unas criaturas que transitaban como autómatas programados por algún ser superior a ellos. Luego entraron dos de esas figuras subnormales portando entre sus brazos a dos críos que parecían dormidos, y les depositaron en una mesa grande del centro de la sala. Todos murmuraban un lenguaje ininteligible cuando rodeaban al par de durmientes. El color viscoso de su piel gris oscuro era contrastado por su extraña forma. Su cabeza alargada y cilíndrica llevaba antenas en cuyos extremos brillaban sendas pupilas. Dos agujeros sobre los labios de iguana daban a entender que eran sus fosas nasales. Y parecían tener varias extremidades superiores, no así las piernas y pies que eran solo dos. Asimismo de su trasero salía una cola que no llegaba al suelo. Por cobertura gruesas escamas de rústica piel. Los residuos del combustible de las lámparas se mezclaba con un extraño hedor de animales y humedad.

Luego de examinar cuidadosamente los cuerpos inertes de Ana y Mario, uno de ellos que parecía llevar un rango superior les habló y les hizo señas, y se los llevaron hacia otra sala más pequeña. Les colocaron por separado en una urna de cristal para cada uno. Pero antes se acercó personal especializado y extrajo sangre de sus venas en varios tubos de ensayo. Luego de unos instantes accionaron un botón de un tablero fuera de las urnas, y éstas se fueron llenando de un gas blanquecino que hizo que los críos se despertaran del sueño. Cuando abrieron los ojos lentamente se sorprendieron de hallarse en aquel lugar, rodeados de penumbra la cual no era mayor que la que existe en un antro de diversiones cuando quitan las luces principales. De un salto se pusieron sobre sus pies, y el lecho donde estuvieron acostados desapareció por la pared lateral de la urna. Mario como un resorte quiso acercarse rápidamente a Ana, pero fue imposible porque la urna se lo impidió. Habría entre ellos una distancia de tres a cinco metros. Lo propio ocurrió con Ana que no adelantaba nada para acercarse a su hermano. Y creían no ser vistos pero decenas de ojos los contemplaban desde la oscuridad, y sobre todo las miradas de una pareja cuyos rasgos no diferían tanto de los humanos, salvo que llevaban escamas de colores por todo el cuerpo y sus pupilas eran de serpiente, pero eran diferentes a los seres que describimos primero. Mario tomó viada y se estrelló contra la pared oblonga de la urna intentando atravesarla pero ésta apenas se movió como los árboles cuando los azota un fuerte vendaval. E imaginó que si lo hacía con mayor vigor lograría hacer que la urna se volcase y se acercara a la de Ana. Y así lo hizo. Se estrelló con mayor fuerza por el lado que daba de frente a la de Ana, y la urna se viró y bamboleó un par de vueltas hasta quedar junto a la de su hermana. Y a través de los cristales el par de críos levantaban sus brazos e intentaban tocar sus manos.  

No lejos del sitio los tubos de ensayo con sus  hematíes eran analizados por especialistas en el laboratorio. Y sacaron como conclusión que no podrían valerse de ella ya que era caliente y ellos por lo general la tenían fría. También experimentaron a ver qué pasaba si mezclaban la una con la otra. Pero sucedió que las células de la sangre caliente se devoraban a las de la sangre fría con la consecuente defunción del viviente que por error o por negligencia médica tuviera dicha mezcla en sus venas. Así es que descartaron el proyecto de alimentarse de sangre humana; aunque podían multiplicar su cantidad diez veces por una, pero tenían que realizar una transfusión total a cada una de las criaturas. Este experimento estaba por probarse tomando como conejillos a Ana y Mario.

Pasaron las primeras veinticuatro horas de la desaparición del par de chicos y la policía o sus padres y familiares no adelantaban nada para encontrarlos sanos y salvos. De momento nadie sospechaba de un sucio mendigo que pedía el auxilio de sus semejantes en la boca del metro por donde desaparecieron los críos. Él era un hombre mayor que tenía un aspecto descuidado y nauseabundo. Tenía varios amigos o conocidos que le llevaban barras de pan y lonchas de jamón o tocino, tanto como las botellas de agua. Dichos alimentos nunca los devoraba en su totalidad, sino que echaba a unos vivientes de la oscuridad, los cuales más tardaban en alargar sus manos para tomarlos que en desaparecer entre la penumbra interna de la boca del metro. Juan se llamaba este mendicante que había trabado amistad con varios niños, cuya edad oscilaba entre los doce y catorce años: Pablo, el mayor; María, la mediana; y Vicente, Ana y Mario, los últimos. Ese día le visitaron intempestivamente los tres primeros, con la idea de asustarle, y se quedaron detrás de un quiosco de la Once que estaba en la calle. Y con mucho sigilo extendieron sus cabezas para ver qué hacía Juan. Pero todo parecía normal. Él masticaba sus alimentos y extendió su mano con una loncha de jamón hacia la oscuridad de la pared interior de la boca del metro. Y María pudo notar que algo o alguien de la oscuridad tomaban dicho alimento. Enseguida lo comentó con sus compañeros:

-A que no sabéis lo que he visto.

-Hum –repuso Pablo con una mueca de ironía-. Lo de siempre. Comer o beber a Juan.

-No –agregó inmediatamente María-. Miren, miren hacia la penumbra del lado derecho de Juan.

Les hizo notar a Pablo y a Vicente que él compartía con alguien de la oscuridad su alimento, sobre todo las lonchas de jamón o tocino fresco.

-Verdad –asintió Pablo lleno de interés por lo que acababa de ser testigo-. ¿Qué coño será eso? Acerquémonos para ver mejor –ordenó.

Y bajaron corriendo las gradas de la boca del metro procurando no llamar la atención de Juan. Sus ojos tuvieron que ajustarse a la oscuridad del interior para intentar seguir la pista de aquel ser viviente que les pareció escurrirse entre las paredes internas de la estación.

Pablo planeó usar a Juan como carnada con el objeto de tener noticias claras de lo que era eso que emergía de la oscuridad y atrapaba el jamón que él lo echaba.

-Compremos para este mendigo gran cantidad de lonchas de jamón y tocino para coma hasta que reviente.

-¿Y? –propuso María.

-Pues nada –continuó Pablo- al tener de sobra y comer poco, lo demás echará al interior del metro y…

-Tomarán las manos desde la oscuridad –completó un atento Vicente-. Entonces lo pillaremos.

-Eso es, chaval –atajó Pablo tocando el hombro de Vicente.

-¿Pero si nos hace daño esa cosa? –temió María.

-Pues, no creo que nos cause daño alguno -dedujo Pablo-, porque desde que tengo uso de razón he visto que este mendigo lleva viviendo un montón de tiempo en el mismo sitio, y nada le ha pasado, a pesar de alimentar a esa criatura que emerge de la oscuridad.

-Oye -terció Vicente-. ¿No será que ese o esos desconocidos que toman el jamón de Juan tienen algo que ver con la desaparición de Ana y Mario?

-Psch, eso mismo queremos averiguarlo, chaval –apostilló resueltamente Pablo mientras le palmeaba a Vicente que sonreía complacido.

-¿No será mejor dar parte a la policía? -opinó María, temerosa.

-No. No creo que sea buena idea –denegó Pablo-. Además no parece ser para tanto. En marcha. A ver colaboren para comprar el jamón y el tocino.

Cada uno puso cinco euros mientras se acercaban a un mercado a comprarlos. Una vez con ellos en una bolsa partieron a toda prisa hacia el piso de Pablo para recoger unas linternas porque creían que les haría falta. Su padre era aficionado a la espeleología y tenía muchas. Por el camino Pablo se acercó a una tienda y se proveyó de un par de petardos de alto poder ante las miradas de incógnita de sus compañeros. Y volvieron al encuentro de Juan, que estuvo a punto de devorar un nuevo bocadillo que hubo preparado de antemano.
-Hola, Juan -dijeron los niños al unísono.

-Hola, muchachos -repuso el mendigo-. ¿Qué los trae por aquí de nuevo?

-Mira, toma -ofreció Pablo al tiempo que le entregaba las lonchas frescas de jamón y el tocino.

-Gracias -repuso Juan y lo iba a guardar en una de sus maletas que tenía a su alrededor, pero al parecerle de excelente calidad extrajo una loncha para probarlo-. Mmmm, sabe bien. 

Y empezó a quitar las lonchas que tenía colocadas dentro del pan y colocaba la de paleta de Ibérico que le llevaron los chicos, uno de los mejores jamones de España. Iba a dar buena cuenta del bocadillo cuando le importunó Pablo al decir:

-¿Qué harás con el jamón que has quitado del pan?

-Ay -reprochó Juan-, lo tiraré.

-Haznos un favor, Juan -rogó Pablo.

-Dime -repuso el mendigo mordisqueando su bocadillo.

-Cuando veas que hemos llegado al andén inferior del metro tiras el jamón que has quitado al lugar de siempre, ¿vale?

-Vale -repuso mientras masticaba deliciosamente el aperitivo.

«¿En qué andarán metidos estos chavales? Pero igual les haré el favor. Algo quieren comprobar», pensó el mendigo.

En contados minutos los chiquillos le hacían señas desde abajo, y Juan tomó las lonchas de jamón que no iba a comer y echó a la oscuridad que caía al andén donde estaban los muchachos. Justo ese momento un par de policías prendía a Juan y le llevaba detenido para interrogarle. Pero los muchachos dieron mayor importancia a quienes recibieron las lonchas en la oscuridad. Enseguida encendieron las linternas portadas por Pablo y dejó una a cada uno. Cuando alumbraron pudieron notar que varias criaturas se movían a ras de la pared rocosa y desaparecieron hacia el interior. Les pareció que tuvieran ventosas o algo parecido en sus extremidades que les servía para mantenerse adheridos. Entonces Pablo, María y Vicente aprovecharon que casi no había gente en el andén para tomar una escalera que los llevara bajo el mismo, con destino a los rieles del metro. Bajaron con cuidado pero pronto antes de que viniera el metro. Y a unos cinco o siete pasos hallaron una puerta que conducía hacia una escalinata descendente y empezaron a bajar con tiento, pero ésta cedió como si tuviese unas bisagras en el extremo superior y les dejó caer. Era como un gigantesco tobogán que los trasladó a muchos metros bajo tierra. En pocos minutos cayeron dando gritos en una especie de fosa de arena repasada sin sufrir más que unos simples rasguños. Allí reinaba la oscuridad más intensa. En la caída Ana extravió su linterna, pero la recuperó en el foso y no quedó inservible. Tenían con qué alumbrarse, aunque no fuese a mucha distancia y no corrían peligro de caer en algún agujero o algo parecido. Había una infinidad de cavernas que se comunicaban unas con otras y al azar empezaron a andar por una larga que les pareció más asequible que las demás.

Habían pasado cuarenta y ocho horas desde que perdieron la pista al par de niños que supuestamente entraron en la boca del metro para no volver a aparecer jamás. La policía investigaba a Juan, el cual se convirtió en sospechoso número uno, y él no entendía el porqué de su arresto si a la edad que llevaba nunca cometió agravio alguno al prójimo. Su único delito consistía en compartir su comida con las criaturas del interior de la boca del metro; aunque como un relámpago acudía a su memoria la dulce vida que llevó en sus tiempos de abundancia. Hasta los padres de los niños desestimaron la implicación del mendigo en su desaparición. Y no creían conveniente tenerle detenido por más tiempo. Pero la policía manejaba sus hipótesis que abarcaban la vida cotidiana de Juan. En las grabaciones de las cámaras del metro no había nada que pudiera ayudarles en el caso. Ni siquiera ahondaban la implicación del mendigo.

En tanto Mario y Ana seguían dentro de las urnas como conejillos de indias. Pero en la habitación contigua un grupo de criaturas deliberaba sobre la suerte de los chicos. Los que presidían el mismo eran el hombre y la mujer con escamas y pupilas de serpiente. Ante los cuales se presentaron los especialistas que trataron los hematíes extraídos de los niños, y expusieron su teoría. La cual no convenció a la pareja de infrahumanos, a los cuales llamaremos Serpe y Serpa. De sus pupilas parecían salir unos rayos de maldad porque no estaban de acuerdo con el veredicto que les exponían. Pero sus rostros dejaron la tensión cuando escucharon el plan de realizar una transfusión total de la sangre de los niños con la de ellos, respectivamente, para recobrar su fisiología normal. La pareja dio una orden y enseguida fue cumplida al enviar un gas plomizo dentro de las urnas de Mario y Ana. Volvieron a quedarse dormidos. Hecho que aprovecharon para sacarles de su respectiva urna y llevarles de nuevo a la sala grande. Luego de depositarlos sobre la mesa preparada para el efecto los desvistieron y les dejaron tal como Dios los trajo al mundo. Pero esta vez una cantidad impresionante de aparatos quirúrgicos indicaba que iban a ser intervenidos. La muchedumbre de criaturas se acercó de nuevo alrededor del cristal que separaba a la mesa. Esta escena ya estuvo al alcance de Pablo, María y Vicente, los que de tanto andar de caverna en caverna dieron con la enorme catacumba donde estaban reunidas las criaturas que mi lector conoce.

-Ay -exhaló María cuando vio a sus amigos tendidos sobre la mesa y rodeados por aquellos extraños seres vivientes-. Pablo. Ayúdalos a escapar, por favor.
-Shhh -le reprendió llevando su dedo a los labios-. No hagas ningún ruido, no sea que nos descubran, y ahí sí que estaremos perdidos.

-¿Pero qué les van a hacer a Mario y Ana? -susurró Vicente.

-De momento -murmuró Pablo con voz casi ininteligible-, sólo les observan. Ya vamos a ingeniarnos la manera de liberarlos. 

Ese instante entró un grupo de especialistas vestidos con ropas claras y equipados debidamente para trabajar con los cuerpos de Ana y Mario. Iban a vaciar la sangre de los dos niños a la vez, en recipientes especiales. Luego harían lo propio con Serpe y Serpa para finalmente llenar sus venas con la sangre de los primeros. Realizaron los últimos ajustes para dicha labor y los que dirigían la misma extendieron su mano pidiendo un instrumento. Enseguida los asistentes colocaron sendas jeringas en las manos de los que iban a llevar a cabo esta operación.

Pablo tiró un petardo para llamar la atención de las criaturas que rodeaban a los especialistas que iban a operar. Todos se asustaron de la explosión y se acercaban en masa a perseguir a los tres niños, pero fueron tiroteados con balas sommíferas por los hombres bien armados que la Policía envió para seguirlos y entrar en acción cuando la situación así lo exigiese. Mientras eran inmovilizadas las criaturas: Pablo, María y Vicente, se acercaron rápidamente a la mesa donde yacían dormidos Mario y Ana, se apoderaron de sus cuerpos e intentaron huir del sitio sin lograrlo, porque Serpe y Serpa que, aunque estaban preparados para ser intervenidos, les cerraron el paso. Ese momento dos proyectiles zumbaron en la oscuridad e hirieron a cada subhumano que quedó fuera de combate. Entonces tomó el control de la situación el cuerpo policial. Éste vino acompañado de Juan que en su juventud había sido médico neurólogo aficionado a la espeleología, el mismo que había enviudado cuando tuvo dos hijos varón y hembra; y cuando ellos estudiaron en la universidad, se especializaron en medicina neurobiológica y partieron a trabajar en el extranjero, se dedicó a la bebida y quebró. Pero nunca más volvió a tener noticias de ellos. 

En la superficie recibieron enhorabuenas de toda la muchedumbre que se congregó alrededor de la boca del metro para recibir a los rescatados junto a sus héroes y el cuerpo policial que los escoltaba. Hubo abrazos y lágrimas entre los padres, hijos y familiares de los niños encontrados. Y en los días sucesivos los adolescentes Pablo, María y Vicente fueron condecorados por el Ilustre Municipio de Madrid. 

Y cuando despertaron Serpe y Serpa en la UCI del hospital adonde fueron trasladados, quienes resultaron ser los hijos perdidos de Juan, el mendicante, estaban fuertemente custodiados por elementos armados. Ya que este par de jóvenes de apariencia inofensiva habían experimentado al margen de la ley con sueros antiofídicos en personas. Y ellos mismos se inyectaron la pócima para inmunizarse pero acabaron convirtiéndose en seres humanos con grandes rasgos de serpiente. Pero como vieron que la mutación fisiológica era irreversible decidieron crear una raza de seres vivientes en las cavernas de la Tierra, tomando como respiraderos las bocas de metro o los túneles subterráneos. Así mismo debieron secuestrar a hombres, mujeres y niños para experimentar con ellos y convertirlos en las criaturas de la oscuridad. Y esta pareja las comandaba. Gracias al valor indomable de los tres niños, la intervención oportuna de la policía junto a la medicina moderna, muchos desaparecidos años atrás volvieron a aparecer y a abrazarse con sus familiares. 

Juan se alegró mucho te verlos después de tantos años, y les prometió visitarles a menudo en la cárcel, cuando hayan sido juzgados por los delitos que cometieron contra la integridad física de las personas.

Estos hechos se dieron cuando era presidente del país Zapatero, y aún no entraba de lleno la crisis que azota hasta hoy todas las economías del mundo.

1 comentario:

  1. Está perfecto gracias a la sabia orientación de usted, José Alejandro.

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    Gracias, amig@s por leerlo y dejar sus comentarios.

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