miércoles, 23 de septiembre de 2015

Interferencia

Eliana Argote Saavedra


Tenía veintiocho años, un título de ingeniero eléctrico y un nuevo cartón con mi nombre escrito “Ricardo Arnao, máster en ingeniería de sistemas”. Fui convocado, junto a un grupo de científicos e ingenieros de diversas áreas, para formar parte de un proyecto ambicioso que inició el gobierno, debido al ambiente enrarecido que se había instalado desde hacía tiempo, en esta parte del continente: La implementación de un refugio antibombas. Comenzaría en una semana.

Aquella mañana me sentía aventurero, tal vez en mucho tiempo no podría disfrutar de la simplicidad de ser una persona común y corriente. Llovía, la gente caminaba aprisa cubriéndose con sus paraguas, matices de gris dominaban los pocos kilómetros de la vía, rodeados sin embargo de tanto verde en esa pequeña y joven ciudad. Tierra, smock, polvo arrastrado por el agua a través de los cristales y mucho estrés, pero entre todo ello, tan solo a unos metros, resaltando en medio de esa escena de cine de los cincuenta estaba ella con su abrigo naranja y el cabello empapado, avancé algo curioso por su imagen y me detuve muy cerca, sus enormes ojos se cruzaron con los míos, sonreímos.

Después de dos semanas ya se nos había dotado de todos los equipos y materiales necesarios, estábamos inmersos en el trabajo cuando se sintió un estruendo, no hubo tiempo para nada, una potente luz vino de arriba y de inmediato, trozos de la estructura del techo quedaron suspendidos en el ambiente. Luego, oscuridad total. 


Veinte años después.

Un temblor en plena madrugada ha despertado a Adriana, se dirige a la cocina donde dejó la laptop la noche anterior, si mi madre estuviese despierta en este instante, estaría escuchando un sermón respecto a “no dejar los artefactos enchufados”, piensa. Un clic y ya está conectada, se abre una aplicación que no recuerda haber instalado iniciándose una video llamada con interferencia en la imagen, está preguntándose dónde demonios se ha metido mientras al otro lado de la pantalla, un hombre envuelto en un traje blanco y con una escafandra que cubre su cabeza, ha quedado atónito al ver el rostro de la muchacha, su piel canela, tersa, los ojazos curiosos y el cabello completamente alborotado… reacciona, tiene una ligera sospecha, la interferencia desaparece cuando Adriana hace intentos desesperados por desconectarse de aquel chat extraño. La imagen se estabiliza y aparece en la pantalla un muchacho de cabellos rojizos, hola, dice, ¿cómo luce tu horizonte esta mañana?, ¿eres nueva en el portal?, hace mucho tiempo no hay nuevos. Sí, claro, sí…, responde ella con cierta perturbación al recordar que apenas unos días antes lo había visto en la calle, ¿o acaso creyó hacerlo? ¡Bienvenida!, dice el pelirrojo, ¿cómo debo llamarte?; Adriana. Se produce una nueva interferencia. Es la hora del reporte del tiempo, dice el chiquillo, ¿de qué estación eres? ¿De qué estación?, interrumpe ella incrédula. Tienes que identificarte, darme tu posición, ya sabes. Pueeees, estoy en mi casa, iba a entrar al Facebook… ¡Facebook!, vuelve a interrumpir él aún más asombrado, digitando casi compulsivamente uno de los varios ordenadores que tiene alrededor, seleccionando expresiones y acoplándolas a la imagen digitalizada del rostro que lucía treinta años antes. Luego de unos segundos aparece nuevamente el pelirrojo, luce serio. Adriana, ¿podrías describir tu entorno?, mmm, pero sólo datos generales ¿eh?, mi madre me tiene podrida con eso de que no se debe dar información a través de la red, ya sabes, por el tema de la delincuencia, estoy en la cocina, no amanece todavía, espera, voy a encender el televisor. Al escuchar la última palabra el pulso del sujeto se acelera mientras ella continúa, sí, ya sé, me lo han dicho muchas veces, que no deberíamos ver televisión en el comedor, que las comidas son sagradas… ¿Podrías mostrarme tu televisor?, solicita él. Claro, quiero saber la magnitud de este temblor extraño, responde girando la PC. Al otro lado de la pantalla el pelirrojo comienza a tomar notas.

Qué bueno conocerte Adriana, soy el agente de búsqueda 400… que nick tan largo, dice la joven sonriendo. Puedes llamarme AB400, háblame de ti, cuál es tu plan para el día… ¿plan para el día? Ja, no tengo ninguno, no me digas que tú sí, pues, tengo veintidós y estoy en la universidad, ¿en qué ciudad estás tú?... ¿Qué estudias?, interrumpe él. Economía, ¿tú también estás en la universidad?, te ves más o menos como yo, ¿cuántos años tienes misterioso AB400? Pero él no contesta su pregunta, hace mucho no veía un rostro como el tuyo, dice. ¿Como el mío?, lindo dirás, responde ella con coquetería; sí, es lindo tu rostro, tu piel uniforme, tu mirada chispeante, ¿puedo pedirte que no te desconectes?, me siento feliz de haberte encontrado. El corazón de Adriana se alborota, le gusto, piensa, se inquieta, sonríe y en tono quedo, responde, yo tampoco pienso alejarme mucho de aquí, solo voy a darme un baño, hasta dentro de una hora AB400.


Desperté gritando sin entender por qué me ardía la piel. Una sensación candente me ahogaba, quise tocarme la cara y al hacerlo vi mis manos llenas de quemaduras. Los quejidos de dolor inundaban el ambiente, algunos médicos nos colocaron en camillas y nos aislaron, solo esta área ha sido dañada, dijeron, podemos salvarlos.

Un grupo de ingenieros comenzaba a revisar los daños, el refugio había sido construido a muchos metros bajo tierra, pero el material con que debió sellarse la estructura era de mala calidad, concluyeron; el responsable sin embargo, el ingeniero Márquez, estaba aquí, quién sabe por qué, sus heridas no eran graves pero se encontraba anímicamente destrozado al ver la consecuencia de sus decisiones, se resistía a cualquier tratamiento, decía que no lo merecía… ¡La radio! Enciendan la radio, dijo alguien, las novedades del exterior eran aún más confusas, todo partió de un error de cálculo decían, un error que ha desatado la guerra. Desconcierto, confusión, si alguien hubiese querido graficar estos conceptos hubiese bastado con ver el rostro de la gente esa mañana en que las noticias destruyeron sus vidas rutinarias llevándolas hasta el límite de la angustia.


La ciudad despierta, la gente camina apurada sin sospechar que quedan días contados para ver el sol que apenas asoma esa mañana de marzo. En ese preciso instante, desde su departamento en la ciudad, Gonzalo Márquez, encargado por el gobierno para culminar con las obras de recubrimiento, recibe una llamada: Ingeniero Márquez, todo está listo para la inspección… ¿tan pronto?... no se preocupe ingeniero, el material que hemos conseguido para sellar el refugio es muy parecido al que se había especificado, claro, no es tan resistente pero es barato, además, este reconocimiento es solo para usted, nadie tiene por qué enterarse de los “arreglitos” que se han hecho. Un copioso sudor comienza a resbalar por la frente de Gonzalo, señor Gómez, si se pudiera reforzar un poco… ya pues ingeniero, no se me va a poner usted con exquisiteces, el trato fue muy claro, la gente del gobierno está paranoica, el conflicto lleva años en el mismo punto y no ha pasado nada, no vamos a ser tan “suertudos” que ocurra algo justo ahora, y si sucediera, van a estar bajo tierra así que nadie le va a poder reclamar nada, mire, le doy una buena noticia para que se ponga contento, ya se hizo el depósito a su cuenta, relájese y disfrute mientras pueda. Señor Gómez, insiste Márquez, pero la comunicación se corta, respira hondo, ya no hay nada que hacer, se sirve un café cargado para controlar el cansancio pues no ha podido dormir bien desde que decidió acceder a la sugerencia del contratista que se haría cargo de la obra.

Han pasado diez minutos de la charla entre Adriana y AB400, desde un espacio alterno, en una zona perfectamente esterilizada con sensores de calor que abren los compartimentos sellados ante su paso, él contempla la secuencia de imágenes en las pantallas que limitan el ambiente a modo de paredes, varios individuos despliegan formulas referidas a la tecnología de los aparatos, otros seleccionan retazos de la proyección como si intentaran recrear una historia y uno contempla embelesado la oscuridad, a través de la ventana, apenas iluminada por un rabito de luna.

Ya es de mañana, Adriana toma un duchazo frío, cepilla su abundante cabello, ensaya varias sonrisas frente al espejo y más veloz que un rayo va a sentarse frente a la laptop. Un clic, piensa, bendito clic que me lleva al lugar deseado. Allí está él esperándola, y ¿Qué es de la vida de AB399, 398 y todos los anteriores?, dice intentando bromear. Ellos continúan con su labor de búsqueda, responde él con tono serio, este día ha sido afortunado, agrega, no tienes idea de lo que significa para mí haberte encontrado.

La voz del muchacho no corresponde a su edad pero Adriana lo atribuye a un intento de romanticismo, aún no te cambias, dice ¿no tienes clases hoy? Se produce un silencio incómodo, que tonta soy, piensa, qué me importa si se cambió o no, en ese momento, tras una nueva interferencia, aparece él con un atuendo distinto y el cabello mojado, ¿ya te bañaste?, vaya que batiste un record. Las respuestas no son inmediatas, cada intervención del muchacho es precedida por una interferencia, pero ella no lo nota, su juventud no le permite analizar las cosas que a los demás pudieran resultarle extrañas. Al otro lado de la pantalla, AB400 escoge de una serie de imágenes codificadas, la que hace juego con cada respuesta: el pelirrojo asombrado, recién bañado; lleva el rostro cubierto, como todos en aquella dimensión que por un antojo del tiempo se ha conectado con el pasado.

En sus conversaciones, él insiste en saber respecto al entorno de Adriana, ella en cambio, quiere saber más del muchacho, por qué no responde sus preguntas, por qué se siente tan atraída y por qué la voz de AB400 va tornándose cada vez más nostálgica. Mientras tanto las noticias hablan de negociaciones a nivel internacional que fallan y la amenaza que permanecía latente parece tener cabida en aquella sociedad donde se materializan los más sórdidos instintos humanos.

Ha pasado casi un mes desde que AB400 se conectara con Adriana, luego de cada charla, una junta de científicos lo entrevista, le entrega un cuestionario y la lista de tareas que debe encargar a la chica de la forma más sutil para que no sospeche nada, pero cada encuentro se hace más difícil. Ella desea conocerlo personalmente, él quiere decirle la verdad, cada mañana, antes de conectarse se quita la escafandra, observa su rostro deformado por la falta de piel, y por los injertos que le han implantado en gran parte del cuerpo, el dolor sigue siendo muy fuerte a pesar de los analgésicos, pero ella se ha convertido en un bálsamo, acaricia la imagen de la muchacha congelada en la pantalla… jamás podrá hacerlo, debe guardar silencio.

Las charlas giran en torno a los gustos y confesiones de la joven, sí, porque él responde cada pregunta con una nueva interrogante. De pronto ella le habla del concurso de pintura al que asistió, de una cita que se le quedó grabada al leer un libro, de la ansiedad que le produjo no encontrarlo durante la tarde cuando intentó conectarse… ¿estás molesta conmigo?, pregunta él al notarla triste… no tengo por qué, debes haber tenido algo importante que hacer para no conectarte… él calla, se siente impotente, ¿quieres saber qué estuve haciendo? bueno, estuve en una sesión de láser para tratar las quemaduras que tengo por toda la cara, ¿te parece importante?, piensa con una mueca de tristeza… solo estuve ocupado, dice, ¿estás celosa?... no tendría por qué estarlo, solo somos amigos. Pues yo si estaría celoso si estuvieses ocupando tu tiempo con alguien más. La joven lo escucha y su respiración comienza a agolparse en la garganta, ¿y por qué sería eso?, pregunta casi en un susurro y él responde con la voz quebrada: lo que no digo, es lo que callas, ¿acaso no es obvio?... ¡no!, no es obvio, te he dicho para conocernos pero siempre me das evasivas. Es que no es posible Adriana, hay algo que no sabes de mí… ¿algo? No sé absolutamente nada de ti.

Se produce una nueva interferencia, una muy larga, ¿por qué no pudiste quedarte callado?, se reprocha AB400, retira la escafandra de la cabeza y ve su reflejo en la pantalla, si pudieras verme, piensa, si pudiera cambiar el pasado... intenta reponerse. ¿Harías algo por mí sin hacer preguntas?... luego de un silencio largo ella acepta. Descríbeme el cielo, ¿cómo se ve hoy?... mmm está algo nublado, mejor te cuento como se veía ayer que fui a la playa… sí, haz eso. Bueno, el mar estaba picado, me senté en la arena, tenías que haber visto al sol escondiéndose, los colores del cielo que iban cambiando, naranjas, rojos, y luego… ¿estás escuchándome? Sí, claro que sí, estaba imaginándome a tu lado; me hubiera gustado que estuvieras conmigo, dice ella en tono de reproche. Él se deja llevar por las palabras de la muchacha y por su propio sentimiento que ya no puede ocultar, Adriana, dime, ¿te imaginas como sería la vida sin poder contemplar ese atardecer jamás? ¿Por qué me preguntas eso?, sin preguntas ¿recuerdas? Es que es difícil… ok, si supiera que eso fuese a ocurrir, lo único que quisiera es verte, aunque solo fuera una vez. ¿Me dices la fecha por favor? Interrumpe él. Hoy es 25 de marzo… sí, pero de qué año, insiste el chico… no me digas que no sabes en qué año estamos… me prometiste no hacer preguntas. Ella calla, está completamente confundida.

Tengo algo muy importante que decirte, continúa AB400, va a sonar absurdo, increíble, pero prométeme no solo que vas a creerme sino que vas a hacer lo que te pida. Me estás asustando, dice la joven… escúchame por favor, por alguna razón que no logro comprender nos hemos conectado ¿Qué es lo que no logras entender?, interroga ella. Estoy viviendo en el año 2024, falta poco para que estalle un conflicto en tu tiempo. Espera, qué dices, ¿2024?, estás loco; por favor Adriana, créeme, voy a darte una prueba pero debes escucharme, en el lapso de unos días los países que están sometidos al control de armas nucleares van a intensificar sus ensayos y uno de esos ensayos va a desatar una guerra. ¿De qué estás hablando?, responde la joven mientras el corazón se le alborota en el pecho y un latido comienza a azotar sus sienes… Adriana, tienes que prestar atención a lo que estoy diciendo, fue un error de cálculo que tomaron como una ofensiva, a partir de ese momento todo se vuelve confusión y caos, en tu país el gobierno viene construyendo refugios, es un proyecto secreto… En ese instante se produce una interferencia más larga que las anteriores.

Adriana está aterrada, no cree lo que ha escuchado pero quiere saber más, la comunicación vuelve. Aún estamos en el refugio, dice él con tristeza, al comienzo logramos sobrevivir con las provisiones, pero luego de un tiempo los ingenieros crearon invernaderos para producir alimentos… ¿quieres decir que estás aquí?, ¿dónde?... no estoy en tu tiempo Adriana, estoy en el año 2,024, si fueses ahora mismo, solo encontrarías el lugar construyéndose… 2,024, tantos años encerrados, ¿cómo viven?, interrumpe ella incrédula… había suficientes recursos, continúa AB400, se dotó al refugio de todo lo necesario para una larga sobrevivencia y desarrollo de tecnología, aunque ahora todo es escaso, los líquidos son tratados y purificados hasta obtener el agua que necesitamos, hemos aprendido a vivir con cantidades mínimas de oxígeno. Logramos contactarnos con los pocos que pudieron escapar por miedo a un desastre mayor, desde entonces me convertí en agente de búsqueda, he conseguido contactar a muchos sobrevivientes a través de este portal, nos comunicamos por satélite, no todo se destruyó Adriana, por eso necesito que te marches, huye de tu ciudad, sobrevive, la tierra está sanando, aun mantenemos la esperanza de volver a vivir como antes.

 En ese instante el rostro del pelirrojo desaparece y se muestra un ambiente del refugio en la pantalla, un lugar extraño y desconocido solo visto en las películas, ¿qué lugar es ese?, pregunta sorprendida. En el monitor se ve a varios sujetos cubiertos de pies a cabeza concentrados en los ordenadores, AB400 está de pie frente al ordenador. ¿Eres tú? Pregunta ella con la voz quebrada, quiero verte, insiste mientras las lágrimas se deslizan por sus mejillas; no, te horrorizarías, prefiero que me recuerdes como me has visto hasta ahora, ya no queda mucho tiempo, tienes que huir, protegerte, sobrevivir.

En su oficina del centro, el ingeniero Márquez aún tiene un sabor amargo en la boca, y no es producto de las seis tazas de café que ha tomado y que lo tienen en estado permanente de sobresalto. Desde el inmenso ventanal contempla la ciudad que parece haberse tragado sus sueños de adolescente, cuando participaba en marchas pro cuidado ambiental, antes de que la vida lo orillara al límite de la mediana moral de la gente con la que trata día tras día. Ingeniero Márquez, interrumpe la secretaria, lo busca una señorita. Él voltea algo turbado, ¿quién es?, ¿tiene cita? No, pero dice que es urgente, me ha rogado que la reciba, es la señorita Adriana Loayza; ¡no!, ¡no!, ¡no!, responde, seguro es la representante del ministerio, aún no se ha programado la inspección. No creo que sea del ministerio, interrumpe la secretaria, es una muchachita, creo que es estudiante. Bueno, responde él, yo le aviso. Ingresa al baño y queda contemplando su imagen en el espejo: el rostro ancho, las cejas abundantes, el cabello que comienza a pintar canas, las huellas de un acné persistente, se aleja y asume su habitual postura, la del ganador. Ya todo está hecho, piensa.

En la sala de espera, Adriana juega con un mechón de cabello enroscado en el dedo, lo lleva a la boca, lo suelta, mira su reloj y luego la puerta de la oficina. Un bolso de tela reposa sobre sus piernas, ¿qué voy a decirle?, piensa, va a creer que estoy loca, ¿y si fuera mentira? Ha abierto una página en la Tablet: “El ingeniero Gonzalo Márquez, reconocido como una de las personas más influyentes en el mundo empresarial” Concentrada como está en la información de la web, no nota cuando la puerta se abre. El ingeniero aparece en el umbral, y desde allí observa con curiosidad el rostro grácil y sin maquillaje de la chiquilla, sus brazos llenos de pulseras, las uñas pintadas de diferentes colores, una de las piernas que ha quedado descubierta al colocar descuidadamente el bolso sobre ella, la piel bronceada y tersa… ingeniero, no lo había visto, dice la secretaria, ¿me llamó?

En ese instante Adriana levanta la cabeza y al notar la mirada lasciva del hombre, acomoda su vestido, es un viejo verde, piensa. Ingresa a la oficina e intenta mostrar serenidad, debo hablarle de algo muy importante, dice. La escucho, responde el ingeniero, el proyecto de construcción de refugios, es del proyecto que quiero hablarle; el rostro del hombre se contrae en una mueca de incomodidad, ¿dónde has escuchado eso?... lo sé todo, interrumpe ella, sé de sus tratos sucios… mira mocosa, no sé de qué me estás hablando pero si has venido a acusarme de algo, ya puedes salir por donde entraste, dice levantándose, y lleno de ira abre la puerta indicándole la salida; el refugio no es seguro, usted lo sabe, va a haber una desgracia. Qué sabes tú del refugio, reprocha Márquez completamente sorprendido… entonces es cierto, dice Adriana; ¡Fuera de mi oficina!, ¡fuera! Y no se te ocurra hablar con nadie de esto porque no sabes con quien te estás metiendo… yo solo quiero que me lleve al refugio, pide la joven, falta poco tiempo, por favor, lléveme.

Han pasado tres días desde que Adriana confrontara al ingeniero Márquez, en un café cercano a la oficina ha esperado pacientemente cada tarde, sabe a qué hora se marcha, conoce su domicilio, sus rutinas. Los dos primeros días debe dar la vuelta luego de verlo internarse en el tráfico de la metrópoli, pero al tercero, un ojeroso Gonzalo Márquez sale de la oficina y a bordo de su camioneta se interna en la vía rápida alejándose de la ciudad. Un pequeño auto lo sigue a una distancia prudente.


Ha pasado mucho tiempo desde que los ingenieros sellaran las estructuras dañadas, hoy desperté sin dolor y al revisar mi rostro descubrí en una mezcla de alegría y confusión que solo tengo cicatrices de quemaduras leves, ¡mis manos!, no las reconozco, puedo contar uno a uno mis dedos que permanecían unidos por la piel chamuscada, no entiendo qué pasa, tal vez estoy soñando aún, ¡la ceremonia!, ahora lo recuerdo, cada año nos reunimos para examinar nuevamente las grabaciones de aquel día fatal.

Estamos revisando las cámaras, la visión apenas dura unos segundos, una luz muy fuerte llega desde el techo cubriéndolo todo, pero… ¿qué está ocurriendo? He visto este video tantas veces, ¿quién es esa muchacha?, jamás apareció en la grabación, abre violentamente la puerta y se lanza sobre mí, cubriéndome con su cuerpo, protegiéndome. Repaso nuevamente la imagen y unas lágrimas se agolpan en mi garganta… es Adriana... es ella cambiándolo todo… si pudiera regresar el tiempo… Adriana…

lunes, 21 de septiembre de 2015

De lo cotidiano… del amor

Héctor Luna


—¿Te sirvo otra igual? —me preguntó Mike, el barman del lugar.

Sabía algunas de él, me platicó que llevaba siete años trabajando ahí, empezó como ayudante y fue aprendiendo hasta que un día le ofrecieron el puesto y aceptó.  Ha sido su primer trabajo, empezó a los diecinueve años cuando tuvo que dejar su año inicial de universidad por falta de dinero y porque tenía que mantener a su mamá, enferma de cáncer, y a su hermana menor que entonces cursaba la secundaria.  

—Sí, por favor —respondí.

Era temprano aún, casi las ocho de la noche.  Todavía se escuchaba más la música que el bullicio de los clientes.  Apenas empezaba el desfile de aromas, conforme iban llegando al lugar el perfume y la loción de cada uno se mezclaban para darle un olor agradable al lugar.

“El Pata Negra” es un famoso bar en la colonia Condesa de la Ciudad de México. Entrando por la puerta principal, la barra de aproximadamente unos diez metros de largo queda de frente.  Está cubierta de madera y rodeada por treinta bancos de un lado y del otro Mike, el barman y sus dos mujeres ayudantes.  Tras de ellos hay una pared del mismo largo que la barra y en la que están empotradas varias repisas del doble o tal vez el triple de ancho, en donde ponen todas las botellas de vino, licor y demás tipo de alcoholes que sirven todas las noches.

Del techo, por encima y a lo largo de la barra, cuelgan seis lámparas de plástico en forma de medio cascarón de huevo. Siempre a media luz, dándole un toque especial y más cálido al lugar.

Desde la primera vez que entré en el bar, al principio por azar, luego así lo solicitaba, me sentaba en la esquina de la izquierda de la barra, justo donde daba la vuelta tipo escuadra para topar con la pared.  Era un espacio pequeño y atrás de mí estaba una pared angosta y una puerta grande de cristal que hacía de salida de emergencia.

—Mike, sírveme otra por favor.

—En seguida  me respondió mientras preparaba un par de perlas negras para la pareja de al lado.

—Aquí tienen sus perlas —dijo Mike.

—Muchas gracias —respondieron.

Mike volteó a verme y me dijo, ya llegará.  Mientras ponía mi cuba delante de mí.
De fondo se escuchaba “Feel what you want” de Phonique.

En los bancos tres y cuatro, llevando una numeración de izquierda a derecha estaban Luis y Paola.

—¡Salud! —dijo Luis.

—¡Salud amor! —respondió Paola— que sean muchos años más juntos.

Chocaron los vasos y ambos tomaron por completo las perlas negras.

Sonrieron y se dieron un beso en la boca.

—Han sido dos años maravillosos a tu lado, eres una mujer talentosa, guapa y estoy muy orgulloso de ti —dijo Luis mientras se quitaba el saco del traje azul marino que llevaba puesto y se aflojaba un poco la corbata de color rojo.

—Contigo he vivido cosas que nunca pensé vivir, me has hecho sentir, me has enamorado, eres un gran hombre, con muchas cualidades y nunca me gustaría perderte, ¡te amo! —respondió Paola.

—Y yo a ti —contestó Luis, la tomó por las mejillas y le dio otro beso.

—Mike, puedes traernos, para ella un Jack daniel´s con coca y para mí un whiskey con manzana por favor.

—Con gusto, ahora se los sirvo.

—Deberíamos planear un viaje de novios, ¿qué te parece irnos a París y luego a una playa? —preguntó ella.

—Estaría increíble, si lo planeamos ya, podríamos irnos en febrero.  Así nos da tiempo de buscar y ahorrar, ¿te late?

—Me encanta la idea, ¡vamos!-respondió Paola con una sonrisa pícara tomando a su novio de la mano.

—Aquí tienen sus bebidas —dijo el barman.

Ambos tomaron sus vasos para brindar.

Mike se pasó a la altura de los bancos ocho, nueve y diez.

Pedro desde hace siete meses quedó desempleado, hubo un recorte en la empresa donde colaboraba y no ha encontrado trabajo a pesar de haber ido a varias entrevistas.  Afortunadamente lo liquidaron bien y con eso ha sobrevivido este tiempo.  La situación en el país no es fácil y los trabajos son escasos y mal pagados.  Llevaba viviendo un año solo pero ha tenido que regresar a vivir a casa de sus papás quienes lo recibieron con mucho cariño.  Pero todo eso no le ha impedido salir a festejar el cumpleaños de su mejor amigo Giovanni.

Isabel, diseñadora de interiores, trabaja para una de las más prestigiosas tiendas departamentales del país, lleva un año y medio y aunque quisiera tener su propio despacho no se queja.  No le va tan mal y adquiere experiencia. Terminó hace tres meses con el novio que llevaba dos años y con el que ya vivía y tenía planes de boda.  Un día antes de terminarlo, ella salió como siempre a su trabajo pero olvidó una carpeta con los nuevos diseños que tendría que presentar, regresó al departamento y escuchó algo vibrar sobre la mesa del comedor. Era el celular de su novio que mientras se bañaba lo había puesto a cargar.  Después de leer unos mensajes se dio cuenta que su pareja le ponía el cuerno, lo demás hoy es historia.

Giovanni, licenciado en relaciones internacionales, es, de los tres, al que mejor le ha ido en lo profesional y en el amor.  Vive su vida como él quiere, no rinde cuentas a nadie.  Es consultor en la Secretaría de Relaciones Internacionales. Su papá murió hace un par de años de enfisema y su mamá cuando él tenía diez años.

Los tres salieron a festejar el cumpleaños treinta y siete de Giovanni.  

Mike, en lugar de pastel, le preparó un dragón: una mezcla de anís con licor de 43. Se le pone también Beiley´s dejando que flote encima de la mezcla. Después se le agrega un chorrito de licor triple de Larios dejando que flote sobre el Beiley´s. Una vez teniendo lista la bebida, Mike le prendió fuego con un mechero al licor triple que queda flotando, Giovanni se lo tomaba mientras con popote.

Este coctel llamó la atención de todos los que estaban en la barra, mientras la canción de fondo se estaba terminando.

En los asientos veinte y veintiuno.  En el bar se escuchaba “Sexual Healing” de Marvin Gaye.

—¿Cómo te va con tu Mauricio? —preguntó Claudia para ponerse al día debido a que por un viaje de trabajo no habían podido platicar, después le dio un trago a su mezcal.

—Bien, estamos muy contentos, me trata súper, es muy detallista. En mi familia lo quieren mucho –respondió María.

Claudia y María se hicieron amigas en la primaria y desde entonces han sido inseparables.

Además de la música, ya se empezaba a oír más el ruido de las pláticas de los clientes del lugar y el choque de los vasos y botellas a cada que brindaban.

A través de las puertas de cristal y las ventanas se podía ver la intensa lluvia y los efectos del fuerte viento.

Caminando a prisa para evitar mojarse, riendo y con sus abrigos sobre la cabeza entraron tres mujeres, de unos treinta y tantos años.  De estatura aproximada de un metro con sesenta y cinco centímetros aproximadamente, delgadas, una con cabello rubio, otra negro y la tercera de pelo castaño, todas con buen cuerpo, vestían ropa de marca e iban muy perfumadas.

—¡Son ellas! —le dije a Mike emocionado, sírveme otra por favor, tengo que agarrar valor.

—¡Seguro! —me dijo con una sonrisa.

Desde hace tres semanas Luz, Pamela y Sofía habían convertido el “Pata Negra” en su lugar de convivencia.  Todos los martes iban, se tomaban un par, platicaban y se iban a descansar.  Y por coincidencia y luego por gusto siempre pedían los bancos que estaban a la mitad de la barra.

—¿Te vas a animar ahora sí? —me preguntó riendo Mike y regalándome un shot para seguir envalentonándome.

—Me encanta —le dije mientras la veía sentarse.  La semana pasada me topé con ella afuera del bar y no supe qué decirle, me pone muy nervioso.  ¡Es la mujer de mis sueños! —pensé.

—La que ahora está riendo, ella es…—le señalé a Mike

—Ella es Sofía —respondió.

Sofía mide casi un metro con setenta, de piel apiñonada, de cabello castaño, delgada, ojos cafés y su sonrisa enamoraba a cualquiera.  Vestía pantalón negro, blusa blanca, suéter rosa, collar plateado y un reloj blanco.

—Sírveme otra por favor —dije mientras la veía embobado.

Le di un trago a mi bebida y me dirigí al baño.

Mientras me lavaba las manos, veía que mi peinado estuviera bien y que no pareciera estar tan borracho.  Saqué de mi saco una muestra de loción y me la puse.

Salí rápido del baño y de repente choqué con alguien.

—¡Mil disculpas! ¡Perdóname por favor!

—No te preocupes, yo también venía distraída.

Desde la barra Mike había visto el choque, pero no supo quiénes eran, apenas vio un suéter rosa.

—¡Hola soy Manu! —le dije titubeando y sonriendo.

—Ella con otra sonrisa me respondió: ¡Hola, yo soy…

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Renuncia

Samantha Vargas


Lunes, seis de la tarde, acabé mi jornada laboral, tomé mi auto y me marché, estaba exhausto. Poco tiempo me tomaba llegar a casa, era la única ventaja de vivir en el centro de la ciudad, estar cerca de centros corporativos y oficinas, mezcladas con los escasos edificios residenciales que no sucumbieron a la invasión comercial. Al llegar al umbral, como era habitual, oprimí el botón de control remoto desde mí coche para abrir la reja y entrar al sótano del condominio donde vivo, noté que el cajón de estacionamiento que colinda a la izquierda del mío, ya no estaba vacío, era ocupado ahora por un automóvil último modelo, compacto, color violeta metalizado. Me estacioné y al descender de mi vehículo, observé con curiosidad un par de calcomanías pegadas en la parte posterior de su cajuela, un corazón rosa, y un signo de “paz y amor”. Tomé el elevador hasta el piso siete, el último. Durante el lento ascenso, observaba el pasar de los pisos a través de la reja. Ese día me urgía ir al baño y corrí con la suerte de que el elevador no se atascó, como lo hacía frecuentemente. El pequeño sacudón y el sonido metálico me avisaban que ya había llegado a mi piso, recorrí la reja para abrirla, salí. Cinco pasos después ya estaba frente a la puerta de mi departamento. Me gustaba vivir allí. Era un viejo edificio art déco, construido en mil novecientos cuarenta y nueve, lo cual satisfacía mi gusto por lo antiguo. En esa calle todos los edificios se parecían entre sí, pero éste era imposible dejar de verlo. Una construcción cúbica de siete pisos, simétrico, pintado de color verde agua, con las cornisas y antepechos de las ventanas en amarillo canario. Tenía cuatro minúsculos departamentos por piso, dos de ellos con ventanales curvos que daban hacia el frente del edificio, el otro par de departamentos, los del ala posterior, miraban hacia la parte trasera, sólo bloques y cemento, que correspondían a un centro comercial. Para mi fortuna, mi piso daba a la calle y mi vista, aunque urbana, no dejaba de proporcionarme gozo. Ver la ciudad viva, avistar el tráfico citadino, los sonidos y luces, el smog y su dinámica frenética, encerraba en sí misma un extraño placer estético.

Entré, observé la entropía habitual que reinaba perenne, dejé el maletín de trabajo con mi computadora personal sobre la mesa, desaté la asfixiante corbata, pasé directo al baño, desalojé mi vejiga, fui a la habitación, la única, y claudiqué sobre la cama. Creo que me dormí, no sé cuánto, hasta que un ruido me alertó. Era un sonido como un chorro de agua y de platos o vasos chocando entre sí, y pensé: −¿Hay alguien en mí cocina lavando los platos?

Inmediatamente me levanté y constaté que no había nadie, seguí avanzando, siguiendo el origen del sonido y descubrí a través de la ventana que está sobre el fregadero, que, en su contraparte del departamento vecino, a menos de un metro de distancia, estaba una chica lavando sus trastes, quien en ese instante, advirtió mí mirada, y alzó su mano jabonosa, saludándome con un gesto amable y una cauta sonrisa. Extendí en alto mí mano en respuesta automática y de inmediato quedé paralizado. Sin duda era la imagen más inesperada y hermosa jamás vista por mí. Ahí estaba ella, con su rostro perfecto, piel blanca y expuesta, sin maquillaje alguno, de larga cabellera castaña muy clara con destellos rubios sobre su frente que, aunque colgaban rebeldes sobre sus ojos, dejaban ver su tono verde oliva. 

Esa noche, me preparé un bocadillo y cené invadido de curiosidad: –¿quién era esa chica?, ¿cuántos años tendrá?, ¿de dónde vendrá? –me preguntaba mientras imaginaba respuestas alternativas –¡Ah!, tal vez sea una modelo y trabaja en alguna agencia, de las muchas que hay por aquí… o tal vez es una alta ejecutiva de una empresa y la acaban de trasladar a ésta zona… o es la heredera de ese departamento cuyo dueño acaba de morir.

La mañana siguiente, al salir al estrecho pasillo del piso siete, vi con sorpresa que estaba la misteriosa mujer aguardando el elevador. Eran las siete y treinta, y, a pesar del frío otoñal, vestía con un pantalón de lycra azul índigo adaptado a su musculosa anatomía, una playera fucsia de manga corta, y zapatos deportivos. Su larga cabellera estaba sujeta por una simple coleta, que le despejaba el rostro, siendo más visibles las minúsculas pecas en los pómulos y el verde penetrante de sus ojos, podría tener unos treinta y tantos años, lo cual era conveniente para mi soltería. Sólo nos saludamos con una austera elevación de mano y acto seguido, ella desvió su mirada tratando de ver al infinito, me evadía, sentí. Me cohibí, como usualmente me sucedía ante una chica potencialmente cortejable, era la historia de mí vida, sin embargo, me consolé suponiendo que podrían gustarle los hombres morenos, de incipiente calvicie y lampiños como yo. Llegó el ascensor, rápidamente deslicé la reja plegable y la invité a entrar. Bajamos los siete pisos en absoluto silencio, algo incómodo.

Llegué a mi trabajo y permanecí durante todo el día pensando en mi nueva vecina.

Luego de acabar con mis rutinas laborales y dejar pendiente metas por cumplir, como siempre, en punto de las seis, nuevamente tomé el coche y me dirigí a casa. Tal pareciera que un día de mí existencia era un “flashback” del anterior, se repetía una y otra vez. Llegar temprano para obtener el mísero bono de puntualidad, encender el ordenador, revisar correos, contestarlos, beber café, escuchar las exigencias del jefe, juntas, beber café una vez más, solucionar problemas propios y ajenos, ver el reloj con ansiedad claustrofóbica para salir huyendo a las seis como estampida. Ese día llegué a casa, estacioné mi auto y solicité el elevador, tardó un poco más de lo habitual. Noté que se abrió la reja del garaje y entró el pequeño coche violeta, aparcó al lado del mío y descendió de él mi vecina. Ya no vestía su atuendo deportivo de la mañana, lucía un pantalón y blusa anchos, ambos beige de estampados étnicos multicolores. Nos saludamos con discreta cortesía. Llegó el elevador, abrí la reja plegable y le cedí el paso. Una vez dentro, comenzó a subir lentamente, de pronto, se detuvo bruscamente entre el cuarto y quinto piso. La chica enarcó ambas cejas y se arrinconó en una esquina del elevador, puso una de sus manos sobre su pecho, y comenzó a palidecer. Yo la observaba, entendí que estaba inquietándose por el ascensor atascado, así que traté de calmarla pretendiendo iniciar una conversación.

−No te preocupes, no tarda en llegar el conserje y destrabar el viejo motor, rápido lo echa a andar de nuevo, ya verás –dije, y ventajosamente agregué  –por cierto, ¿cómo te llamas?

−Gracias, al menos es un alivio ver a través de la reja, esto de sentirse encerrado es horrible… me llamo Isabel, mucho gusto, ¿y tú?

−Oh, cierto, no te he dicho mi nombre, me llamo Gilberto, el gusto es mío –dije asombrándome de mi mismo al notar que casi tartamudeaba al hablar, y agregué –y tú… ¿qué haces, a qué te dedicas?

−Hasta hace un mes era la directora de una empresa de publicidad para cine… –de pronto se escuchó un martilleo rítmico y fuerte, junto a pequeños sacudones de la cabina.

Alguien gritó –¿Están todos bien allí dentro?, ¡ya está listo! –y se restauró la marcha hasta llegar al séptimo piso.

−¡Oh!, qué alivio, sentirme atrapada me invade de miedo, cuando me llega a suceder en cualquier circunstancia, sólo deseo salir huyendo…¡vaya, al fin llegamos, se me hizo eterno!

Ambos descendimos del cubo metálico y cada quién se dirigió a su respectiva puerta.

−Gracias Gilberto, buenas noches –dijo ella mientras giraba la llave.

−No he hecho nada que me debas agradecer –dije con beneplácito.

−Trataste de sosegarme cuando nos quedamos atascados, me di cuenta, te conectaste de inmediato con mi pánico y trataste de calmarme… de veras, te lo agradezco… que descanses –cerró ella puerta y conversación.

Esa noche estuve un buen rato insomne, pensando en Isabel, me desconcertaba la belleza que poseía, su manera de hablar impecable, el miedo al encierro que la aterraba y su trabajo… por cierto, ¡su trabajo!, dijo que hasta hace un mes estaba en una empresa de publicidad, pero ya no acabó de contarme,  supongo que si ya no está en esa empresa, debe estar en otra, debe ser una gran ejecutiva… ¡oh!

La mañana siguiente, a la hora de salir de casa, noté que ella no estaba en el pasillo para tomar el elevador, el cual llegó y de él, salió un hombre, alto, corpulento, de barba abundante y cana, cabello al hombro y desgreñado, moreno, exhalando un extraño olor algo repulsivo, una mezcla de sudor axilar con incienso.  El hombre, interceptó mí mirada escrutadora, bajó su cabeza en ademán de saludo y tocó la puerta de Isabel. En un esfuerzo de no ser curioso, opté por subir rápido y descender en el elevador. Pasé un día laboral como todos, pegado al teclado y monitor, diciendo “si señor” y bebiendo café, pero no dejaba de pensar en ese sujeto que llegaba al departamento de mi hermosa vecina a esas horas de la mañana.

−¿Quién era? ¿Será su novio? ¿Por qué llega a esas horas? Y si fuese su pareja, ¿por qué no viven juntos? …¡qué extraño gusto tiene mi vecina!

Durante los tres días subsiguientes, vi llegar al mismo hombre y a la misma hora. Al menos me reconfortaba coincidir con Isabel en las tardes, era un delicioso aliciente post-laboral llegar a casa y compartir junto a ella los cinco minutos dentro del elevador, aunque fuese en silencio. Comenzaba a gustarme su aspecto ligero, siempre de colores claros, no usaba tacones ni aretes y el olor a agua de rosas que despedía, era un bálsamo para mis sentidos. Sencilla e impactante, sus facciones femeninas, suaves, y su simpleza, eran abrumadoras. 

El cuarto día, vi al mismo individuo por última vez, aunque sólo lo espié por la mirilla de mi puerta, era sábado.  Esa tarde, tampoco vi salir ni llegar a mi vecina, la extrañé, ya se había convertido en mi recompensa vespertina. Esa noche, noté su ausencia a través de mi ventana, ya nadie lavaba los trastes, ni un ruido escuché.

−Qué raro, ¿dónde estará mi vecina? ¿Se habrá ido para siempre? o será que huyó con su exótico amante… sería una desgracia, pues no combinan como pareja, ¡qué desperdicio!

La tarde siguiente, al llegar de mí trabajo como todos los lunes, me di una ducha y mientras lo hacía, seguía extrañando a la vecina, pensaba en cómo en una semana de haberse mudado, había logrado penetrar tanto en mi mente, en mis sentidos, al punto de anhelar verla de nuevo. Salí de la habitación y me dirigí a la cocina a prepararme una cena rápida, al acercarme a la ventana, logré percibir un olor penetrante, desagradable, sentí náusea, asomé la cabeza por mi ventana y logré notar que el olor provenía del departamento de Isabel, unas cuantas moscas enromes entraban y salían a través de su ventana. Todo permanecía en silencio y obscuridad. Una sensación de incertidumbre me sobrecogió.  Algo andaba mal.

La preocupación me secuestró el pensamiento, no podía dormir. Me venció el sueño y al despertar, lo hice con desasosiego, angustia. Ya era tarde, ya ni caso tenía correr por el bono de puntualidad. Pensé:

−Voy a bajar a estacionamiento para corroborar si está ahí su coche.

Era la primera vez que me exhibía en pijama en el edificio, el conserje me vio intrigado y me preguntó sí algo me sucedía. Le pregunté sí tenía alguna pista acerca de la ausencia de la nueva inquilina, y me dijo que no había visto ni oído nada.

Al llegar al estacionamiento, descubrí que allí permanecía su auto. Me asomé a través de una de las ventanas y vi en su interior un swéter, un libro de Krishnamurti y una que otra basura.

Subí de nuevo al piso siete, y ésta vez noté que en el pasillo se percibía el olor a putrefacción. Me invadió el miedo. Mi corazón se aceleró y me dije:

−¿Qué habrá sucedido? ¿Por qué desapareció Isabel? –me preguntaba mientras dudaba sí entrar a mí departamento o atreverme a tocar en su puerta.

−¿Será posible lo que estoy imaginando?, siempre creí que ese hombre era mayor para ella, su aspecto era intimidante, desagradable…tal vez sea un psicótico, violador o asesino en serie y se aprovechó de Isabel para seducirla y… ¡asesinarla! –hice una pausa para tratar de organizar mis ideas y decidir qué iba a hacer.

Entré a mi departamento, llamé a la policía, les solicité ayuda para investigar y sí fuese preciso, lograr penetrar a la fuerza al piso de Isabel. Me dijeron que no podían hacer un cateo sin una orden, necesitaban una denuncia.

−¿Denuncia? les estoy diciendo que se ha cometido un asesinato justo al lado de mí puerta y ¿necesitan un papel que los autoricen para que hagan su trabajo? –contesté furioso y asustado. Colgué el teléfono.

Comencé a caminar en círculos, no sabía qué hacer, me estaba quedando sin uñas de tanto llevarlas a mis dientes, hasta que, tomé la decisión.

Entraría al departamento de su vecina a la fuerza, buscaría al conserje como testigo para que encontraran el cuerpo juntos y poder hacer una declaración coherente a la policía.

−Pobre Isabel, tan bella, tan inteligente y haber acabado así. Le haré justicia.

Salí de nuevo, el conserje estaba ocupado. Lo esperé. Le pregunté si querría apoyarme en esa misión de rescate, y asintió.

De inmediato acudimos al maletero principal del edificio, sacamos un martillo de goma, un hacha y una palanca metálica.

Subimos juntos al séptimo piso. Comencé a sudar, latía fuerte mí corazón y cuando tomé un hálito de valentía decidí golpear la puerta de mí vecina. Primero con los nudillos, al no obtener respuesta, continué percutiendo con el puño cerrado al tiempo que gritaba su nombre:

−¡Isabel! ¡Isabel! ¿Estás allí?... ¡por favor, contesta!

No hubo respuesta, el conserje se asqueaba del olor a putrefacción que era cada vez más fuerte.

−Creo que ya es hora de forzar la puerta, ¡debemos entrar! –le dije al conserje, quien estuvo de acuerdo y comenzó a golpear la cerradura de la puerta varias veces, con mucho vigor, hasta que ésta cedió. De inmediato introdujo la palanca metálica entre el marco y la puerta, se escuchó el tronido de la madera.

Ambos entramos asustados, unas moscas nos recibieron, caminamos directo a la habitación y enmudecí al ver la escena.  Isabel sentada en flor de loto, pálida, con rostro apacible y ojos cerrados, vestida de blanco, recargada sobre la pared, su respiración era lenta, pausada, casi imperceptible, pero allí estaba, viva.

Me sentí perturbado, confundido, no entendía lo que estaba sucediendo. El conserje comenzó a verme con cara de burla y enojo, sólo le hice señas para que mantuviera la calma. El olor a putrefacción se sentía más intenso, seguimos caminando hasta llegar a la cocina, allí encontramos el origen. El refrigerador abierto, desconectado, sobre la mesa descansaban varios paquetes de alimentos descompuestos, eran uno de carne, otro de pollo y cuatro de pescado. Las moscas eran incontables y volaban por doquier.  La fruta que estaba en una canasta, también podrida, comenzaba a tener hongo y drenaba un líquido obscuro, maloliente.

Seguía sin entender. De pronto, el conserje con cara de sorpresa me hizo señas para que volteara detrás de mí. Ahí estaba el hombre de la barba cana, mirándome inexpresivo.

−¿Quién es usted? ¿qué hace aquí? ¿qué está sucediendo? –le increpé con altivez.

Y él, con ecuanimidad absoluta, contestó:

−Lamento que tengamos que conocernos de ésta manera, soy Santosh, maestro de meditación, kundalini, yoga y reiki –dijo el hombre con voz de tenor, mientras le tendía la mano para romper mí desconfianza, al tiempo que agregó −Veo que conoce a Isabel y se ha interesado por ella, tanto, que se ha tomado la atribución de ingresar de ésta manera a su hogar.

Hubo una pausa, un silencio corto, pero subjetivamente eterno. Decidí romper mí mutismo:

−Disculpe mí intromisión señor Santosh, pero, ¿qué está haciendo Isabel?... ¿qué relación tiene usted con ella?

−¡Caray! Luce usted muy interesado, verá, Isabel es mi pupila, comencé siendo su maestro de yoga, más tarde acudió a mí, anhelaba un escape a su saturada y demandante vida… la ayudé dándole herramientas para disociar su stress, ella me manifestaba con frecuencia que estaba cansada de la vida materialista, de trabajar catorce o dieciséis horas al día para llenar los bolsillos de otros, se sentía atrapada, asfixiada, hasta que un día, despertó en su casa vomitando sangre. Una úlcera en su estómago estaba desgarrándola por dentro, se tomó un descanso, cumplió su tratamiento, pero al salir del hospital, era otra. Se sentía disminuida, desanimada, desgastada. Durante  seis meses la ayudé y enseñé técnicas  de meditación, practicábamos casi diario, lo tomaba muy en serio. Un día, vino de nuevo en mí búsqueda para escapar del lugar donde vivía, la ayudé a conseguir éste departamento lejos de la casa de su familia, lejos de sus rumbos, anhelaba estar en silencio y jugar a ser una desconocida. Así que renunció a su trabajo y se instaló aquí.

−Entiendo, pero, ¿qué hace ella allí? Parece muerta en vida ¿se encuentra bien?

−Medita joven, ella se encuentra en estado contemplativo con su interior, ahorita mismo está lejos de aquí. Verá, Isabel me manifestaba la enorme paz que sentía después de cada sesión, así que iniciamos prácticas meditativas cada vez más profundas, largas, su meta era ausentarse del mundo, en silencio, uno, dos, tres días, lo que resistiera. Lo habíamos logrado en el taller de trabajo, las prácticas fueron intensas, fue allí cuando me dijo que se sentía lista.  En un acto de renuncia, hace pocos días decidió convertirse en vegana, sacó todos los alimentos de carne que contenía en su refrigerador y los dejó fuera para que se pudrieran, como ritual de pequeña muerte. Se sentó en el rincón mas cómodo que creó, adoptó la postura, cerró sus ojos y emprendió el viaje.  Es una valiente, una guerrera, dio un salto al vacío y soltó todo aquello que la controlaba, y ahora es libre –culminó aquel hombre sabio.

Me quedé sin palabras. De pronto me sentí absurdo, ridículo, infantil, por un momento quise huir de allí. Isabel no sólo no estaba muerta, tenía más vida, valentía y libertad que yo. Entendí en ese preciso instante que no sólo era un prisionero de mis rutinas, sino de mis prejuicios, falsas creencias, suposiciones y hasta de mis miedos.

De pronto, cual aparición, con aspecto etéreo y lento caminar, entró Isabel en la estancia, al mirarme dentro de su casa, al lado de su maestro, sin mostrar asombro alguno, esbozó una dulce sonrisa, su paz y una abrumadora sensación de certeza me inundaron.

martes, 15 de septiembre de 2015

Empatía

Teresa Kohrs


—¿A qué has venido maldito? —repetía entre golpes el agente especial Markov. Una y otra vez usaba las puntas metálicas de sus zapatos para golpear estratégicamente al hombre tirado en el suelo— ¡contesta! Pac, al riñón izquierdo. Zas, zas, al estómago.

Tosiendo y escupiendo sangre, el prisionero levantó una mano para cubrirse la cara. Alto, fornido, con cicatrices visibles, el agente encargado no podía evitar la mueca de placer que cada gruñido del caído le hacía sentir.

La doctora Petrova observaba el interrogatorio desde el otro lado del vidrio. Aunque no se podía ver desde la sala Markov sabía que ella estaba ahí. Este animal lo va a matar, pensó. Nadia no conocía bien al agente, pero las pocas veces que se había topado con él en los pasillos o el comedor, no podía evitar sentir un escalofrío. De él irradiaba violencia por cada uno de sus poros, desde su postura, hasta la forma en la que siempre parecía estar masticando las palabras.

El prisionero se veía desvalido, sangrando no sólo por la boca sino también de la cabeza donde ya había recibido un par de codazos. Pero más allá de eso, parecía que no comprendía lo que estaba sucediendo. Como si nunca hubiera visto a alguien ejerciendo tanta fuerza bruta. La sala de interrogación era un cuarto frío, iluminado con luz blanca. El aroma a óxido emanado de los pocos muebles se mezclaba con el característico olor a hierro de la sangre. La mesa y dos sillas metálicas hacía rato que habían sido pateadas con furia azotándose estruendosamente en las blancas paredes, dejándolas aún más sucias. Lo único que rompía la monotonía del cuarto era el cristal de dos vistas, detrás del cual estaba ella. El suelo gris mostraba manchas antiguas que ni el cloro pudo quitar. Evidentemente más interrogados habían dejado en ese piso parte de sí mismos. Ahí estaba aquel hombre de cabello largo, tan liso que parecía tener el rostro cubierto por finos hilos de seda negra, hecho un ovillo, tratando de hablar sin poder evitar la tremenda paliza de su inquisidor.

—¡Agente Markov! –se escuchó a sí misma hablando fuertemente por el intercomunicador— permita que el prisionero conteste.

Apenas conteniéndose, el agente se giró hacia la partición, la mirada que parecía penetrar el espejo contenía cuchillos. Aunque no era posible que la viera, hizo un esfuerzo por no estremecerse.

Tembloroso, el hombre en el piso se incorporó para quedar sentado. Con una mano en el vientre utilizó la otra moviéndose muy despacio para despegar su negra cabellera de la frente. Manteniendo los párpados caídos, se movió lentamente para sacar algo del bolsillo. Temblando visiblemente, separó uno a uno cada dedo, dejando al descubierto un objeto rectangular de madera. Markov se encontraba muy cerca del prisionero, pero el temor a que fuera un arma le hizo dar un paso atrás. Por el contrario, Petrova dio uno al frente, apoyando sus manos y nariz en la frescura del cristal, buscando acercarse para verlo mejor. El objeto parecía ser una rústica caja de madera natural, tan larga como la palma de su mano y tan ancha como tres de sus dedos. Sobre la tapa aparecían dos números grabados, seis y nueve. El trazo escarbado de manera rudimentaria los interconectaba para formar un símbolo.

Colérico por haber mostrado una debilidad, el agente pierde el control y se lanza sobre él, forcejean y la caja sale volando como un proyectil hacia la parte alta de la pared. Al contacto el pegamento que mantenía las tapas cerradas dio de sí, permitiendo que el contenido de polvo blanco casi invisible pareciera salir de la caja como lluvia de harina. La expresión del prisionero les hizo a todos entrar en acción y en un segundo varias cosas sucedieron al mismo tiempo. Se escuchó un grito por el intercomunicador dando la orden de cerrar la ventilación del edificio, el extranjero se tapó la faz con sus palmas y el general intentó regresar a los golpes, sólo que al primer contacto de la punta del pie con la rodilla del intruso, el dolor que siente el prisionero se ve reflejado en sí mismo. Sorprendido se queda unos instantes paralizado pues no entiende qué es lo que sucede. El hombre no se ha movido y sin embargo, sintió fuertemente el daño en su propia rodilla. Pierde nuevamente el control, saca de la funda el arma y dispara. El hombre se mueve con sorprendente agilidad y la bala sólo roza el hombro pero la lesión es tan aguda que vuelve a caer protegiéndose en posición fetal, presionando la herida. Al mismo tiempo el general estruja instintivamente la suya propia, viendo con incredulidad sangre sobre su hombro.

El tiempo se detiene, nadie se mueve. Como si hubieran entrado en una zona de silencio. Lo único que lo rompe son los gemidos de ambos. Cuando el general levanta la mirada, parece finalmente haber entendido. Cualquier daño que infrinja sobre el prisionero, se manifestará en sí mismo.

—¿Qué clase de brujería es esta? —grita desesperado, empuñando sus manos a los lados del cuerpo, sin atreverse a mover un solo músculo.

Nadia Petrova también se desorientó, sin embargo comprendió antes que él. De alguna forma, la caja de madera contenía la endospora que alberga el virus 69, célula resistente al calor y muy difícil de destruir incluso por agentes químicos muy agresivos. Había leído al respecto, pero nunca pensó que en realidad existiera. Según el artículo, escrito antes de que ella naciera, el virus no era peligroso. Hasta donde recordaba, la respuesta física inmediata de las personas afectadas se llamaba “empatía sensorial”. De ahí su denominación: virus 69, simbolizando esa empatía. Lo que se da, se recibe y viceversa.

Su mente científica se resistía. El virus 69 sólo era producto de la imaginación de los antiguos habitantes, en la época en que no había separación. Pero ahora, su marco de referencia había cambiado. No podía negar lo que estaba viendo con sus propios ojos. El golpe en la rodilla y sobre todo el roce de la bala, se veían claramente tanto en Markov como en el extranjero… ¡fascinante! Su alto IQ entró en funcionamiento, los parámetros de una nueva investigación se acomodaban en patrones y listados en el cerebro. Tiene la certeza de estar ante algo único. Despertando del asombro, se toma un momento para evaluar su situación. El extranjero evidentemente no es portador puesto que la manifestación de empatía física no se dio hasta la liberación de la espora. La rapidez del efecto en el contagio indicaba una transmisión aérea de absorción atípica. Un minúsculo virus era capaz de penetrar el pulmón en segundos. La eficacia del sistema de ventilación aseguraba que todos en el edificio habían sido comprometidos. Sin embargo, el protocolo había entrado en fase I, por lo que el exterior pudiera estar a salvo. Ella compartía aire con la sala de interrogación, era indudable el contagio. Tomó su maletín de primeros auxilios y abrió la puerta con determinación.

—Salga Markov —el plantel se encuentra a partir de ahora en cuarentena. Quedo a cargo del prisionero— dijo Petrova mostrando más firmeza en su voz de la que en realidad sentía. Todavía desconcertado, el general salió sin más dando un portazo.

La doctora Nadia Petrova no era una mujer delicada. Igual o más alta que cualquiera de los hombres que conocía, de hombros anchos y quijada cuadrada podía intimidar a cualquier persona. Difícilmente encontraba ropa de su tamaño y la bata blanca se le veía apretada e incómoda. Paradójicamente, tenía un carácter dulce y compasivo. Cuando sonreía sus pequeños ojos azules parecían brillar y el cabello rubio caía suavemente en cascada sobre la espalda, contrastando con la ruda apariencia. Hace tiempo solía reír con frecuencia y dos hoyuelos aparecían en las mejillas suavizando su aspecto, ahora ya no sabía cómo hacerlo. Levantó las sillas tumbadas y la mesa. Con sumo cuidado ayudó al hombre a sentarse. De cerca era más alto y musculoso, aunque muy delgado. Pensó que tal vez la travesía desde su tierra le había cobrado factura. La piel le brillaba con el color de la miel, ocre de tintes dorados. Era difícil determinar su edad, parecía tener alrededor de cuarenta, como ella, pero podría ser más joven. Apretaba los ojos reflejando sufrimiento.

Antes de trabajar de lleno en investigación, Nadia inició sus estudios y prácticas en medicina general. Hacía varios años que no tenía nada que ver con el trato a pacientes y se sentía un poco oxidada. Una imagen de aquella época cruzó por su mente. Trabajaba en turnos de dieciocho horas, apenas tenía tiempo para convivir un poco con su pequeña hija y esposo. Ahora todo eso estaba en el pasado. Revivirlo resultaba muy doloroso, pero algo en el semblante de prisionero le hizo recordar.

Quitó cuidadosamente la camisa de algodón elaborada con hilos gruesos entretejidos que sorprendentemente lograban una textura muy suave, evitando lo más posible moverlo. Desinfectó las heridas, anestesió y dio algunas puntadas, vendó las costillas y atendió la rozadura de bala. Cada vez que lo tocaba, ya sea con algodón o guantes, ella lo sentía en su propio cuerpo. Por lo mismo, sus movimientos eran mucho más delicados y cuidadosos. El procedimiento fue lento, sin embargo, el hombre mantuvo sus ojos cerrados en todo momento. Al terminar, Nadia sacó del maletín antiinflamatorios y dos analgésicos junto con una botella de agua. Buscó su rostro con la mirada. Era un hombre extrañamente atractivo, no en el sentido de la belleza clásica, sino más bien el conjunto, la firme quijada, esa nariz un poco torcida, sus labios delgados, emanaban una extraña perfección que reflejaba paz.

Petrova se había refugiado en la investigación, de otra manera estaba convencida no hubiera sobrevivido. La pérdida de su hermosa niña y amado esposo la dejaron vacía. Ella había cerrado firmemente la puerta a esa pena. La presencia de este hombre tan diferente, removía algo primitivo que amenazaba con abrirla.

—Ya terminé —dijo suavemente— tómese estas pastillas. Le harán sentir mejor.
Las pestañas largas de Chenoa se movieron. Levantó las manos y las colocó frente a su cara por unos instantes, advirtiéndole algo... Lentamente elevó los párpados… Petrova no pudo evitar emitir un ruidito. Con una inhalación filosa sostuvo la respiración por unos segundos. Sus ojos eran algo nunca visto. Se forzó a sí misma a tranquilizarse sin poderlo lograr del todo. Hace cientos de años, cuando todas las secciones eran una sola, se dice había animales salvajes. Así imaginaba sería la mirada de uno de los llamados felinos. El iris ovalado parecía bañado de un líquido color ámbar. A su alrededor se podían ver pequeñísimas manchas reflejando distintas tonalidades de verde metálico, brillando como el techo de una mina de esmeraldas. Nadia se perdió en ellos. En su mente no había nada más que ese maravilloso universo. Cómo atraída por un imán, se acercó. Bajo el antiséptico que ella misma acababa de aplicar, algo dulzón mezclado con sudor provenía de su piel. Conocía enfermedades que tenían este efecto. La curiosidad le hizo querer seguir aspirando más de cerca, como lo hacían sus ratas en el laboratorio antes de probar alimento. Esa imagen la hizo despertar. No pudo evitar el color escarlata que subió por sus mejillas. Apenada se alejó extendiendo sus manos, en una las pastillas, en la otra agua.

Chenoa las tomó sin saber muy bien qué hacer con ellas. Nunca había visto esas pequeñas rocas calizas en forma ovalada, ni tampoco un contenedor de agua como el que ahora sostenía. La mujer sanadora de cabellos luminosos lo había tratado con delicadeza, no le quedaba más que confiar. Antes de hacer este peligroso viaje, el abuelo, persona sabia en su comunidad, le enseñó algunas palabras del lenguaje original, aprendido de boca en boca a través de varias generaciones. Según el abuelo, este era el lenguaje que se hablaba antes de la separación, por lo que suponían sería todavía comprensible. Ella dijo: “tómese”. Así que echó las piedras en su boca colocando el extraño contenedor en sus labios para beber y beber hasta terminar el líquido. Parece que hizo lo correcto pues la mujer de piel blanca lo miró con satisfacción.

—Mi nombre es Nadia Petrova —dijo enunciando lentamente, haciendo una pausa, esperando ver comprensión en él— mi equipo y yo nos encargamos de estudiar el medio ambiente, así como también las posibles amenazas a la salud. ¿Entiende usted lo que digo?

—Sí —responde él con la voz un poco grave por el desuso y el maltrato al cuerpo.

—¿Me podría hablar sobre usted?, ¿su nombre?, ¿de qué sección viene?, ¿qué contenía la caja? —le dijo tomando de su maletín otra botella de agua que remplazó por la vacía.

No todas sus palabras eran entendibles, pero creyó haber comprendido lo suficiente.

—Nombre —dijo golpeando el pecho con un fuerte acento —Chenoa… paloma blanca. Estoy solo. No mujer, no pequeños —hizo una pausa escrutando su mirada— mi sección ocho… mucha ayuda. No quería romper… soltar amigo, sólo quería ayuda.

—¿Amigo? —preguntó Nadia frunciendo el entrecejo un poco distraída por esos extraños ojos.

—Pequeño amigo —dijo colocando su dedo pulgar e índice muy cerca uno del otro mostrando una sonrisa ladeada que hizo algo dentro de ella removerse.

Los libros de historia explican que hace cientos de años el mundo estaba unido. No existían las secciones, sino que todos compartían un mismo espacio aéreo. Se dice que los habitantes se volvieron ambiciosos y destruyeron gran parte del planeta, por lo que el aire que respiraban se volvió peligroso en ciertas zonas. Decidieron utilizar la tecnología disponible y se dividieron en sectores. Cada uno cuenta con una bóveda separándolo del resto, permitiendo mantener el ambiente en óptimas condiciones. El daño ocasionado por la muerte de familiares y amigos generó en el inconsciente colectivo de los sobrevivientes un miedo irracional al aire exterior. Desde entonces cualquier mención al respecto era considerado un acto de traición penalizado enérgicamente. Gracias a esta medida, millones se salvaron de morir envenenados, como consecuencia se crearon pequeños ecosistemas aislados. Con los años cada sección se fue desarrollando de acuerdo a las condiciones climáticas de su zona geográfica logrando comunidades autosustentables. Las nuevas generaciones conocían la existencia de otros habitantes pero prácticamente no sabían nada los unos de los otros. Petrova se preguntó, no por primera vez, cómo hizo este hombre para salir de su sector y sobre todo, cómo es que entró en el de ellos.

El haber experimentado ella misma los efectos de un virus que consideraba una leyenda, le permitió abrir su privilegiado cerebro a esas lecturas que había catalogado como imposibles. Un conjunto de páginas aparecieron en la mente, casi como si las tuviera enfrente. El intrincado mapa se extendía por todas ellas. En él se veían rutas de túneles que supuestamente conectaban todas las secciones bajo tierra. Se rumoraba que al cerrar las bóvedas, también se habían clausurado estos caminos. Era tan precisa su memoria fotográfica que visualizó los diferentes pasadizos. Algunos parecían estar inundados, otros tapiados con tierra o piedra. Si este hombre utilizó alguno de ellos… y su cuerpo físico mostraba signos de que así era, probablemente en algún punto debió nadar dentro del túnel. Esta barrera natural impedía la propagación del virus.

—¿Háblame del amigo Chenoa? —inquirió Nadia con el corazón acelerado. Las posibilidades de conocimiento recorrían sus venas como la mejor de las drogas. La necesidad de saber explotaba casi físicamente de su pecho, tanto que olvidó por completo ser formal durante el interrogatorio.

Él observó esos ojos azules brillando y supo que estaba ante una mente superior. A pesar de la violencia con la que fue recibido, por primera vez desde que todo comenzó sintió esperanza.

—Vivimos arriba, sobre montañas. La vista lejana, valles y ríos, todo verde como estos— dice señalando sus retinas, regalándole una suave sonrisa.

Nadia sintió una vez más esa vibración interna. Algo sacudiéndose en su interior.

—Diez ciclos atrás apareció —dijo endureciendo el rostro— al principio todos contentos. Ya no más pleitos. Sólo placer.

Petrova asintió, visualizando cómo pudo haber sido. Seguramente el hongo huésped de la espora capaz de incubar el virus fue evolucionando con el tiempo. Una vez liberada, en un ambiente cerrado, todos los habitantes terminaron por contagiarse, tan rápido y fácil como lo hicieron Markov, ella misma y muy probablemente todos en el edificio a través de los ductos de ventilación. Si cada vez que se usaba violencia contra el otro se recibía de la misma manera, era fácil concebir que los pleitos hubieran terminado. Hay quienes dicen que sólo puedes entender a la gente si la sientes en ti mismo. Aunque… ¿a qué se refería con sólo placer?

Chenoa observaba cuidadosamente. Cuando ella frunció el entrecejo extendió la mano pero no la tocó, esperando permiso. Cuando lo obtuvo, acarició sensualmente su pierna, rozando el muslo interno, haciéndola brincar en la silla. Después le tomó la mano y la dirigió hacia sí mismo. Al principio Nadia se resistió pero finalmente la curiosidad le permitió dejarse guiar. Chenoa la colocó sobre su corazón, girándola suavemente en los músculos del torso. Ella reaccionó extrayéndola como si se hubiera quemado, colocándola sobre su seno izquierdo, con los latidos acelerados y una expresión de incredulidad. Se levantó de la silla y comenzó a caminar de un lado al otro, esa mala manía que la ayudaba a pensar. La sensación fue inesperada. Desde la muerte de su esposo no sentía nada parecido. Le quedó claro a qué se refería con “sólo placer”. Se imaginó a un grupo de personas altas y delgadas, doradas como Chenoa, exhibiendo aquellos extraordinarios ojos, dedicadas a tocarse y acariciarse. Movió la cabeza de lado a lado como para deshacerse de las imágenes perturbadoras. Tal vez lo opuesto al odio no sea el amor, sino la empatía… esa capacidad de ponerse en el lugar de alguien más. ¿Quién se atrevería a lastimar a otra persona teniendo plena consciencia de lo que siente? Desde este punto de vista, el virus 69, bien canalizado, podría ser positivo. Regresó al asiento. Cada nueva revelación hacía que su sangre hirviera.

Chenoa notó lo que sucedía con Petrova. Su cara era un libro abierto. Había una tristeza marcada en las comisuras de los labios, pero en estos momentos ese luminoso semblante sólo mostraba asombro y hambre de conocimiento. Ella era su única esperanza. No dudó en seguir.

—Un ciclo atrás, el amigo cambió —anunció desenganchando la quijada.

—¿Cambió? —dijo ladeando la cabeza como tratando de entender —¿quieres decir que evolucionó? Chenoa asintió.

—Lo que pasó en la piel —le dijo mirándola fijamente desestabilizándola un poco— también pasó aquí adentro —dijo golpeándose el pecho con el puño— y aquí también —añadió señalando en forma circular su rostro.

Petrova copió sus ademanes, puño en el pecho, dedo en el rostro, tratando de comprender lo que Chenoa le decía. De pronto se iluminó. ¡Emociones! El virus había mutado y ahora también se compartían emociones. ¿Cómo podía ser posible? Eso quería decir que si una persona estaba triste podía hacer sentir a la otra igual, lo mismo con alegría o enojo.

Durante sus primeras investigaciones Nadia participó en la elaboración de la vacuna para la fiebre amapólica. Esta había mermado considerablemente la población, llevándose consigo a sus dos personas más queridas. Ahora se le presentaba otra oportunidad, pero no sólo eso, el virus y vacuna podrían ser utilizados en diversos escenarios: contextos terapéuticos, disputas entre vecinos, dentro del gobierno, problemas en donde el ingrediente vital sean los malos entendidos. Su corazón comenzó a palpitar con mayor fuerza y sintió una inyección de adrenalina en el sistema. ¡Esta investigación podría lograr maravillosos resultados! Pero… una comunidad entera sometida al cien por ciento a empatía no sólo física sino también emocional… ¿Qué sucedía entonces en un cuarto donde existían dos o más emociones? La obvia conclusión hizo que sus delgadas cejas se elevaran: se volvían locas.

Él supo el preciso instante en el que Petrova llegó a la verdad de su situación. Cuando percibió que contaba otra vez con toda su atención siguió explicando.

—En mi tierra hay personas de mente fuerte —dijo colocando la palma en el entrecejo—mente fuerte— repitió buscando reafirmar el concepto. Nadia asintió. Entendía a qué se refería. Esas personas posiblemente tenían la capacidad de aislarse de los sentimientos de los demás y así poder permanecer cuerdas. Indudablemente Chenoa era una de ellas.

Los conceptos e ideas se agolpaban en su cabeza. La empatía emocional afectaba a todos pero algunas personas podían controlar sus sentimientos. ¿Por qué no lo hacían también con la sensorial?

Una pregunta más importante emergió: ¿sería capaz el virus de seguir mutando? Los hechos indicaban que sí. La implicación la dejó por unos segundos mirando al vacío. Buscando frenéticamente probabilidades, corriendo posibles escenarios en árboles de decisión. ¿Cuál sería el siguiente paso en la evolución? ¿Alguna forma de empatía mental?

El tren de pensamientos fue interrumpido por una caricia en la mejilla. Sorprendida se quedó quieta. El hombre de piel dorada apenas tocaba con las yemas de los dedos, asombrado por su textura y color. Con la otra mano tomó reverencialmente las puntas del cabello.

—Como el sol —dijo suavemente.

Ella, movida por la ternura del contacto lo permitió. Algo se derritió en la cercanía de su corazón y por primera vez en muchos años sintió un calor en el pecho. Él bajó las manos mostrando profundidad en su mirada. Una sonrisa los sorprendió.

—Trabajaremos juntos Chenoa —dijo Nadia con convicción— encontraremos la solución.

Se escuchó un ruido y la puerta se abrió de golpe. Markov entró rudamente buscando intimidarlos a ambos.

—El edificio está asegurado. Cien por ciento del personal resultó positivo. Tenemos confirmación que el resto de la sección permanece libre de contagio —informó con esa tonada militarizada.

Parecía más tranquilo pero todavía exhibía rabia en la postura. Siguiendo un impulso, algo raro en ella, Petrova se acercó tomando su rígida y lacerada mano colocándola sobre su propio pómulo, emulando la acción de Chenoa unos minutos antes. Se mimó con la mano de Markov cariñosamente. Él no se esperó el flujo de deseo que rompió el rígido control al sentir la suave caricia en ambos. Su cara permanecía estoica, pero un pequeño temblor lo traicionó. Nunca le había ocurrido algo así en el trabajo, mucho menos pensó que le pasaría con la gigante doctora. No supo qué hacer.

—Eso —le dijo ella con una chispa en la mirada, mostrando los pequeños hoyuelos en sus mejillas— se llama empatía sensorial. Mientras encontramos una vacuna, le recomiendo que aprenda a dar sólo lo que esté dispuesto a recibir.


Giró caminando hacia Chenoa ayudándolo a levantarse. Juntos se dirigieron fuera de ese sucio y deprimente cuarto hacia un futuro lleno de conocimientos y fascinantes experiencias.