miércoles, 16 de septiembre de 2015

Renuncia

Samantha Vargas


Lunes, seis de la tarde, acabé mi jornada laboral, tomé mi auto y me marché, estaba exhausto. Poco tiempo me tomaba llegar a casa, era la única ventaja de vivir en el centro de la ciudad, estar cerca de centros corporativos y oficinas, mezcladas con los escasos edificios residenciales que no sucumbieron a la invasión comercial. Al llegar al umbral, como era habitual, oprimí el botón de control remoto desde mí coche para abrir la reja y entrar al sótano del condominio donde vivo, noté que el cajón de estacionamiento que colinda a la izquierda del mío, ya no estaba vacío, era ocupado ahora por un automóvil último modelo, compacto, color violeta metalizado. Me estacioné y al descender de mi vehículo, observé con curiosidad un par de calcomanías pegadas en la parte posterior de su cajuela, un corazón rosa, y un signo de “paz y amor”. Tomé el elevador hasta el piso siete, el último. Durante el lento ascenso, observaba el pasar de los pisos a través de la reja. Ese día me urgía ir al baño y corrí con la suerte de que el elevador no se atascó, como lo hacía frecuentemente. El pequeño sacudón y el sonido metálico me avisaban que ya había llegado a mi piso, recorrí la reja para abrirla, salí. Cinco pasos después ya estaba frente a la puerta de mi departamento. Me gustaba vivir allí. Era un viejo edificio art déco, construido en mil novecientos cuarenta y nueve, lo cual satisfacía mi gusto por lo antiguo. En esa calle todos los edificios se parecían entre sí, pero éste era imposible dejar de verlo. Una construcción cúbica de siete pisos, simétrico, pintado de color verde agua, con las cornisas y antepechos de las ventanas en amarillo canario. Tenía cuatro minúsculos departamentos por piso, dos de ellos con ventanales curvos que daban hacia el frente del edificio, el otro par de departamentos, los del ala posterior, miraban hacia la parte trasera, sólo bloques y cemento, que correspondían a un centro comercial. Para mi fortuna, mi piso daba a la calle y mi vista, aunque urbana, no dejaba de proporcionarme gozo. Ver la ciudad viva, avistar el tráfico citadino, los sonidos y luces, el smog y su dinámica frenética, encerraba en sí misma un extraño placer estético.

Entré, observé la entropía habitual que reinaba perenne, dejé el maletín de trabajo con mi computadora personal sobre la mesa, desaté la asfixiante corbata, pasé directo al baño, desalojé mi vejiga, fui a la habitación, la única, y claudiqué sobre la cama. Creo que me dormí, no sé cuánto, hasta que un ruido me alertó. Era un sonido como un chorro de agua y de platos o vasos chocando entre sí, y pensé: −¿Hay alguien en mí cocina lavando los platos?

Inmediatamente me levanté y constaté que no había nadie, seguí avanzando, siguiendo el origen del sonido y descubrí a través de la ventana que está sobre el fregadero, que, en su contraparte del departamento vecino, a menos de un metro de distancia, estaba una chica lavando sus trastes, quien en ese instante, advirtió mí mirada, y alzó su mano jabonosa, saludándome con un gesto amable y una cauta sonrisa. Extendí en alto mí mano en respuesta automática y de inmediato quedé paralizado. Sin duda era la imagen más inesperada y hermosa jamás vista por mí. Ahí estaba ella, con su rostro perfecto, piel blanca y expuesta, sin maquillaje alguno, de larga cabellera castaña muy clara con destellos rubios sobre su frente que, aunque colgaban rebeldes sobre sus ojos, dejaban ver su tono verde oliva. 

Esa noche, me preparé un bocadillo y cené invadido de curiosidad: –¿quién era esa chica?, ¿cuántos años tendrá?, ¿de dónde vendrá? –me preguntaba mientras imaginaba respuestas alternativas –¡Ah!, tal vez sea una modelo y trabaja en alguna agencia, de las muchas que hay por aquí… o tal vez es una alta ejecutiva de una empresa y la acaban de trasladar a ésta zona… o es la heredera de ese departamento cuyo dueño acaba de morir.

La mañana siguiente, al salir al estrecho pasillo del piso siete, vi con sorpresa que estaba la misteriosa mujer aguardando el elevador. Eran las siete y treinta, y, a pesar del frío otoñal, vestía con un pantalón de lycra azul índigo adaptado a su musculosa anatomía, una playera fucsia de manga corta, y zapatos deportivos. Su larga cabellera estaba sujeta por una simple coleta, que le despejaba el rostro, siendo más visibles las minúsculas pecas en los pómulos y el verde penetrante de sus ojos, podría tener unos treinta y tantos años, lo cual era conveniente para mi soltería. Sólo nos saludamos con una austera elevación de mano y acto seguido, ella desvió su mirada tratando de ver al infinito, me evadía, sentí. Me cohibí, como usualmente me sucedía ante una chica potencialmente cortejable, era la historia de mí vida, sin embargo, me consolé suponiendo que podrían gustarle los hombres morenos, de incipiente calvicie y lampiños como yo. Llegó el ascensor, rápidamente deslicé la reja plegable y la invité a entrar. Bajamos los siete pisos en absoluto silencio, algo incómodo.

Llegué a mi trabajo y permanecí durante todo el día pensando en mi nueva vecina.

Luego de acabar con mis rutinas laborales y dejar pendiente metas por cumplir, como siempre, en punto de las seis, nuevamente tomé el coche y me dirigí a casa. Tal pareciera que un día de mí existencia era un “flashback” del anterior, se repetía una y otra vez. Llegar temprano para obtener el mísero bono de puntualidad, encender el ordenador, revisar correos, contestarlos, beber café, escuchar las exigencias del jefe, juntas, beber café una vez más, solucionar problemas propios y ajenos, ver el reloj con ansiedad claustrofóbica para salir huyendo a las seis como estampida. Ese día llegué a casa, estacioné mi auto y solicité el elevador, tardó un poco más de lo habitual. Noté que se abrió la reja del garaje y entró el pequeño coche violeta, aparcó al lado del mío y descendió de él mi vecina. Ya no vestía su atuendo deportivo de la mañana, lucía un pantalón y blusa anchos, ambos beige de estampados étnicos multicolores. Nos saludamos con discreta cortesía. Llegó el elevador, abrí la reja plegable y le cedí el paso. Una vez dentro, comenzó a subir lentamente, de pronto, se detuvo bruscamente entre el cuarto y quinto piso. La chica enarcó ambas cejas y se arrinconó en una esquina del elevador, puso una de sus manos sobre su pecho, y comenzó a palidecer. Yo la observaba, entendí que estaba inquietándose por el ascensor atascado, así que traté de calmarla pretendiendo iniciar una conversación.

−No te preocupes, no tarda en llegar el conserje y destrabar el viejo motor, rápido lo echa a andar de nuevo, ya verás –dije, y ventajosamente agregué  –por cierto, ¿cómo te llamas?

−Gracias, al menos es un alivio ver a través de la reja, esto de sentirse encerrado es horrible… me llamo Isabel, mucho gusto, ¿y tú?

−Oh, cierto, no te he dicho mi nombre, me llamo Gilberto, el gusto es mío –dije asombrándome de mi mismo al notar que casi tartamudeaba al hablar, y agregué –y tú… ¿qué haces, a qué te dedicas?

−Hasta hace un mes era la directora de una empresa de publicidad para cine… –de pronto se escuchó un martilleo rítmico y fuerte, junto a pequeños sacudones de la cabina.

Alguien gritó –¿Están todos bien allí dentro?, ¡ya está listo! –y se restauró la marcha hasta llegar al séptimo piso.

−¡Oh!, qué alivio, sentirme atrapada me invade de miedo, cuando me llega a suceder en cualquier circunstancia, sólo deseo salir huyendo…¡vaya, al fin llegamos, se me hizo eterno!

Ambos descendimos del cubo metálico y cada quién se dirigió a su respectiva puerta.

−Gracias Gilberto, buenas noches –dijo ella mientras giraba la llave.

−No he hecho nada que me debas agradecer –dije con beneplácito.

−Trataste de sosegarme cuando nos quedamos atascados, me di cuenta, te conectaste de inmediato con mi pánico y trataste de calmarme… de veras, te lo agradezco… que descanses –cerró ella puerta y conversación.

Esa noche estuve un buen rato insomne, pensando en Isabel, me desconcertaba la belleza que poseía, su manera de hablar impecable, el miedo al encierro que la aterraba y su trabajo… por cierto, ¡su trabajo!, dijo que hasta hace un mes estaba en una empresa de publicidad, pero ya no acabó de contarme,  supongo que si ya no está en esa empresa, debe estar en otra, debe ser una gran ejecutiva… ¡oh!

La mañana siguiente, a la hora de salir de casa, noté que ella no estaba en el pasillo para tomar el elevador, el cual llegó y de él, salió un hombre, alto, corpulento, de barba abundante y cana, cabello al hombro y desgreñado, moreno, exhalando un extraño olor algo repulsivo, una mezcla de sudor axilar con incienso.  El hombre, interceptó mí mirada escrutadora, bajó su cabeza en ademán de saludo y tocó la puerta de Isabel. En un esfuerzo de no ser curioso, opté por subir rápido y descender en el elevador. Pasé un día laboral como todos, pegado al teclado y monitor, diciendo “si señor” y bebiendo café, pero no dejaba de pensar en ese sujeto que llegaba al departamento de mi hermosa vecina a esas horas de la mañana.

−¿Quién era? ¿Será su novio? ¿Por qué llega a esas horas? Y si fuese su pareja, ¿por qué no viven juntos? …¡qué extraño gusto tiene mi vecina!

Durante los tres días subsiguientes, vi llegar al mismo hombre y a la misma hora. Al menos me reconfortaba coincidir con Isabel en las tardes, era un delicioso aliciente post-laboral llegar a casa y compartir junto a ella los cinco minutos dentro del elevador, aunque fuese en silencio. Comenzaba a gustarme su aspecto ligero, siempre de colores claros, no usaba tacones ni aretes y el olor a agua de rosas que despedía, era un bálsamo para mis sentidos. Sencilla e impactante, sus facciones femeninas, suaves, y su simpleza, eran abrumadoras. 

El cuarto día, vi al mismo individuo por última vez, aunque sólo lo espié por la mirilla de mi puerta, era sábado.  Esa tarde, tampoco vi salir ni llegar a mi vecina, la extrañé, ya se había convertido en mi recompensa vespertina. Esa noche, noté su ausencia a través de mi ventana, ya nadie lavaba los trastes, ni un ruido escuché.

−Qué raro, ¿dónde estará mi vecina? ¿Se habrá ido para siempre? o será que huyó con su exótico amante… sería una desgracia, pues no combinan como pareja, ¡qué desperdicio!

La tarde siguiente, al llegar de mí trabajo como todos los lunes, me di una ducha y mientras lo hacía, seguía extrañando a la vecina, pensaba en cómo en una semana de haberse mudado, había logrado penetrar tanto en mi mente, en mis sentidos, al punto de anhelar verla de nuevo. Salí de la habitación y me dirigí a la cocina a prepararme una cena rápida, al acercarme a la ventana, logré percibir un olor penetrante, desagradable, sentí náusea, asomé la cabeza por mi ventana y logré notar que el olor provenía del departamento de Isabel, unas cuantas moscas enromes entraban y salían a través de su ventana. Todo permanecía en silencio y obscuridad. Una sensación de incertidumbre me sobrecogió.  Algo andaba mal.

La preocupación me secuestró el pensamiento, no podía dormir. Me venció el sueño y al despertar, lo hice con desasosiego, angustia. Ya era tarde, ya ni caso tenía correr por el bono de puntualidad. Pensé:

−Voy a bajar a estacionamiento para corroborar si está ahí su coche.

Era la primera vez que me exhibía en pijama en el edificio, el conserje me vio intrigado y me preguntó sí algo me sucedía. Le pregunté sí tenía alguna pista acerca de la ausencia de la nueva inquilina, y me dijo que no había visto ni oído nada.

Al llegar al estacionamiento, descubrí que allí permanecía su auto. Me asomé a través de una de las ventanas y vi en su interior un swéter, un libro de Krishnamurti y una que otra basura.

Subí de nuevo al piso siete, y ésta vez noté que en el pasillo se percibía el olor a putrefacción. Me invadió el miedo. Mi corazón se aceleró y me dije:

−¿Qué habrá sucedido? ¿Por qué desapareció Isabel? –me preguntaba mientras dudaba sí entrar a mí departamento o atreverme a tocar en su puerta.

−¿Será posible lo que estoy imaginando?, siempre creí que ese hombre era mayor para ella, su aspecto era intimidante, desagradable…tal vez sea un psicótico, violador o asesino en serie y se aprovechó de Isabel para seducirla y… ¡asesinarla! –hice una pausa para tratar de organizar mis ideas y decidir qué iba a hacer.

Entré a mi departamento, llamé a la policía, les solicité ayuda para investigar y sí fuese preciso, lograr penetrar a la fuerza al piso de Isabel. Me dijeron que no podían hacer un cateo sin una orden, necesitaban una denuncia.

−¿Denuncia? les estoy diciendo que se ha cometido un asesinato justo al lado de mí puerta y ¿necesitan un papel que los autoricen para que hagan su trabajo? –contesté furioso y asustado. Colgué el teléfono.

Comencé a caminar en círculos, no sabía qué hacer, me estaba quedando sin uñas de tanto llevarlas a mis dientes, hasta que, tomé la decisión.

Entraría al departamento de su vecina a la fuerza, buscaría al conserje como testigo para que encontraran el cuerpo juntos y poder hacer una declaración coherente a la policía.

−Pobre Isabel, tan bella, tan inteligente y haber acabado así. Le haré justicia.

Salí de nuevo, el conserje estaba ocupado. Lo esperé. Le pregunté si querría apoyarme en esa misión de rescate, y asintió.

De inmediato acudimos al maletero principal del edificio, sacamos un martillo de goma, un hacha y una palanca metálica.

Subimos juntos al séptimo piso. Comencé a sudar, latía fuerte mí corazón y cuando tomé un hálito de valentía decidí golpear la puerta de mí vecina. Primero con los nudillos, al no obtener respuesta, continué percutiendo con el puño cerrado al tiempo que gritaba su nombre:

−¡Isabel! ¡Isabel! ¿Estás allí?... ¡por favor, contesta!

No hubo respuesta, el conserje se asqueaba del olor a putrefacción que era cada vez más fuerte.

−Creo que ya es hora de forzar la puerta, ¡debemos entrar! –le dije al conserje, quien estuvo de acuerdo y comenzó a golpear la cerradura de la puerta varias veces, con mucho vigor, hasta que ésta cedió. De inmediato introdujo la palanca metálica entre el marco y la puerta, se escuchó el tronido de la madera.

Ambos entramos asustados, unas moscas nos recibieron, caminamos directo a la habitación y enmudecí al ver la escena.  Isabel sentada en flor de loto, pálida, con rostro apacible y ojos cerrados, vestida de blanco, recargada sobre la pared, su respiración era lenta, pausada, casi imperceptible, pero allí estaba, viva.

Me sentí perturbado, confundido, no entendía lo que estaba sucediendo. El conserje comenzó a verme con cara de burla y enojo, sólo le hice señas para que mantuviera la calma. El olor a putrefacción se sentía más intenso, seguimos caminando hasta llegar a la cocina, allí encontramos el origen. El refrigerador abierto, desconectado, sobre la mesa descansaban varios paquetes de alimentos descompuestos, eran uno de carne, otro de pollo y cuatro de pescado. Las moscas eran incontables y volaban por doquier.  La fruta que estaba en una canasta, también podrida, comenzaba a tener hongo y drenaba un líquido obscuro, maloliente.

Seguía sin entender. De pronto, el conserje con cara de sorpresa me hizo señas para que volteara detrás de mí. Ahí estaba el hombre de la barba cana, mirándome inexpresivo.

−¿Quién es usted? ¿qué hace aquí? ¿qué está sucediendo? –le increpé con altivez.

Y él, con ecuanimidad absoluta, contestó:

−Lamento que tengamos que conocernos de ésta manera, soy Santosh, maestro de meditación, kundalini, yoga y reiki –dijo el hombre con voz de tenor, mientras le tendía la mano para romper mí desconfianza, al tiempo que agregó −Veo que conoce a Isabel y se ha interesado por ella, tanto, que se ha tomado la atribución de ingresar de ésta manera a su hogar.

Hubo una pausa, un silencio corto, pero subjetivamente eterno. Decidí romper mí mutismo:

−Disculpe mí intromisión señor Santosh, pero, ¿qué está haciendo Isabel?... ¿qué relación tiene usted con ella?

−¡Caray! Luce usted muy interesado, verá, Isabel es mi pupila, comencé siendo su maestro de yoga, más tarde acudió a mí, anhelaba un escape a su saturada y demandante vida… la ayudé dándole herramientas para disociar su stress, ella me manifestaba con frecuencia que estaba cansada de la vida materialista, de trabajar catorce o dieciséis horas al día para llenar los bolsillos de otros, se sentía atrapada, asfixiada, hasta que un día, despertó en su casa vomitando sangre. Una úlcera en su estómago estaba desgarrándola por dentro, se tomó un descanso, cumplió su tratamiento, pero al salir del hospital, era otra. Se sentía disminuida, desanimada, desgastada. Durante  seis meses la ayudé y enseñé técnicas  de meditación, practicábamos casi diario, lo tomaba muy en serio. Un día, vino de nuevo en mí búsqueda para escapar del lugar donde vivía, la ayudé a conseguir éste departamento lejos de la casa de su familia, lejos de sus rumbos, anhelaba estar en silencio y jugar a ser una desconocida. Así que renunció a su trabajo y se instaló aquí.

−Entiendo, pero, ¿qué hace ella allí? Parece muerta en vida ¿se encuentra bien?

−Medita joven, ella se encuentra en estado contemplativo con su interior, ahorita mismo está lejos de aquí. Verá, Isabel me manifestaba la enorme paz que sentía después de cada sesión, así que iniciamos prácticas meditativas cada vez más profundas, largas, su meta era ausentarse del mundo, en silencio, uno, dos, tres días, lo que resistiera. Lo habíamos logrado en el taller de trabajo, las prácticas fueron intensas, fue allí cuando me dijo que se sentía lista.  En un acto de renuncia, hace pocos días decidió convertirse en vegana, sacó todos los alimentos de carne que contenía en su refrigerador y los dejó fuera para que se pudrieran, como ritual de pequeña muerte. Se sentó en el rincón mas cómodo que creó, adoptó la postura, cerró sus ojos y emprendió el viaje.  Es una valiente, una guerrera, dio un salto al vacío y soltó todo aquello que la controlaba, y ahora es libre –culminó aquel hombre sabio.

Me quedé sin palabras. De pronto me sentí absurdo, ridículo, infantil, por un momento quise huir de allí. Isabel no sólo no estaba muerta, tenía más vida, valentía y libertad que yo. Entendí en ese preciso instante que no sólo era un prisionero de mis rutinas, sino de mis prejuicios, falsas creencias, suposiciones y hasta de mis miedos.

De pronto, cual aparición, con aspecto etéreo y lento caminar, entró Isabel en la estancia, al mirarme dentro de su casa, al lado de su maestro, sin mostrar asombro alguno, esbozó una dulce sonrisa, su paz y una abrumadora sensación de certeza me inundaron.

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