martes, 15 de septiembre de 2015

Empatía

Teresa Kohrs


—¿A qué has venido maldito? —repetía entre golpes el agente especial Markov. Una y otra vez usaba las puntas metálicas de sus zapatos para golpear estratégicamente al hombre tirado en el suelo— ¡contesta! Pac, al riñón izquierdo. Zas, zas, al estómago.

Tosiendo y escupiendo sangre, el prisionero levantó una mano para cubrirse la cara. Alto, fornido, con cicatrices visibles, el agente encargado no podía evitar la mueca de placer que cada gruñido del caído le hacía sentir.

La doctora Petrova observaba el interrogatorio desde el otro lado del vidrio. Aunque no se podía ver desde la sala Markov sabía que ella estaba ahí. Este animal lo va a matar, pensó. Nadia no conocía bien al agente, pero las pocas veces que se había topado con él en los pasillos o el comedor, no podía evitar sentir un escalofrío. De él irradiaba violencia por cada uno de sus poros, desde su postura, hasta la forma en la que siempre parecía estar masticando las palabras.

El prisionero se veía desvalido, sangrando no sólo por la boca sino también de la cabeza donde ya había recibido un par de codazos. Pero más allá de eso, parecía que no comprendía lo que estaba sucediendo. Como si nunca hubiera visto a alguien ejerciendo tanta fuerza bruta. La sala de interrogación era un cuarto frío, iluminado con luz blanca. El aroma a óxido emanado de los pocos muebles se mezclaba con el característico olor a hierro de la sangre. La mesa y dos sillas metálicas hacía rato que habían sido pateadas con furia azotándose estruendosamente en las blancas paredes, dejándolas aún más sucias. Lo único que rompía la monotonía del cuarto era el cristal de dos vistas, detrás del cual estaba ella. El suelo gris mostraba manchas antiguas que ni el cloro pudo quitar. Evidentemente más interrogados habían dejado en ese piso parte de sí mismos. Ahí estaba aquel hombre de cabello largo, tan liso que parecía tener el rostro cubierto por finos hilos de seda negra, hecho un ovillo, tratando de hablar sin poder evitar la tremenda paliza de su inquisidor.

—¡Agente Markov! –se escuchó a sí misma hablando fuertemente por el intercomunicador— permita que el prisionero conteste.

Apenas conteniéndose, el agente se giró hacia la partición, la mirada que parecía penetrar el espejo contenía cuchillos. Aunque no era posible que la viera, hizo un esfuerzo por no estremecerse.

Tembloroso, el hombre en el piso se incorporó para quedar sentado. Con una mano en el vientre utilizó la otra moviéndose muy despacio para despegar su negra cabellera de la frente. Manteniendo los párpados caídos, se movió lentamente para sacar algo del bolsillo. Temblando visiblemente, separó uno a uno cada dedo, dejando al descubierto un objeto rectangular de madera. Markov se encontraba muy cerca del prisionero, pero el temor a que fuera un arma le hizo dar un paso atrás. Por el contrario, Petrova dio uno al frente, apoyando sus manos y nariz en la frescura del cristal, buscando acercarse para verlo mejor. El objeto parecía ser una rústica caja de madera natural, tan larga como la palma de su mano y tan ancha como tres de sus dedos. Sobre la tapa aparecían dos números grabados, seis y nueve. El trazo escarbado de manera rudimentaria los interconectaba para formar un símbolo.

Colérico por haber mostrado una debilidad, el agente pierde el control y se lanza sobre él, forcejean y la caja sale volando como un proyectil hacia la parte alta de la pared. Al contacto el pegamento que mantenía las tapas cerradas dio de sí, permitiendo que el contenido de polvo blanco casi invisible pareciera salir de la caja como lluvia de harina. La expresión del prisionero les hizo a todos entrar en acción y en un segundo varias cosas sucedieron al mismo tiempo. Se escuchó un grito por el intercomunicador dando la orden de cerrar la ventilación del edificio, el extranjero se tapó la faz con sus palmas y el general intentó regresar a los golpes, sólo que al primer contacto de la punta del pie con la rodilla del intruso, el dolor que siente el prisionero se ve reflejado en sí mismo. Sorprendido se queda unos instantes paralizado pues no entiende qué es lo que sucede. El hombre no se ha movido y sin embargo, sintió fuertemente el daño en su propia rodilla. Pierde nuevamente el control, saca de la funda el arma y dispara. El hombre se mueve con sorprendente agilidad y la bala sólo roza el hombro pero la lesión es tan aguda que vuelve a caer protegiéndose en posición fetal, presionando la herida. Al mismo tiempo el general estruja instintivamente la suya propia, viendo con incredulidad sangre sobre su hombro.

El tiempo se detiene, nadie se mueve. Como si hubieran entrado en una zona de silencio. Lo único que lo rompe son los gemidos de ambos. Cuando el general levanta la mirada, parece finalmente haber entendido. Cualquier daño que infrinja sobre el prisionero, se manifestará en sí mismo.

—¿Qué clase de brujería es esta? —grita desesperado, empuñando sus manos a los lados del cuerpo, sin atreverse a mover un solo músculo.

Nadia Petrova también se desorientó, sin embargo comprendió antes que él. De alguna forma, la caja de madera contenía la endospora que alberga el virus 69, célula resistente al calor y muy difícil de destruir incluso por agentes químicos muy agresivos. Había leído al respecto, pero nunca pensó que en realidad existiera. Según el artículo, escrito antes de que ella naciera, el virus no era peligroso. Hasta donde recordaba, la respuesta física inmediata de las personas afectadas se llamaba “empatía sensorial”. De ahí su denominación: virus 69, simbolizando esa empatía. Lo que se da, se recibe y viceversa.

Su mente científica se resistía. El virus 69 sólo era producto de la imaginación de los antiguos habitantes, en la época en que no había separación. Pero ahora, su marco de referencia había cambiado. No podía negar lo que estaba viendo con sus propios ojos. El golpe en la rodilla y sobre todo el roce de la bala, se veían claramente tanto en Markov como en el extranjero… ¡fascinante! Su alto IQ entró en funcionamiento, los parámetros de una nueva investigación se acomodaban en patrones y listados en el cerebro. Tiene la certeza de estar ante algo único. Despertando del asombro, se toma un momento para evaluar su situación. El extranjero evidentemente no es portador puesto que la manifestación de empatía física no se dio hasta la liberación de la espora. La rapidez del efecto en el contagio indicaba una transmisión aérea de absorción atípica. Un minúsculo virus era capaz de penetrar el pulmón en segundos. La eficacia del sistema de ventilación aseguraba que todos en el edificio habían sido comprometidos. Sin embargo, el protocolo había entrado en fase I, por lo que el exterior pudiera estar a salvo. Ella compartía aire con la sala de interrogación, era indudable el contagio. Tomó su maletín de primeros auxilios y abrió la puerta con determinación.

—Salga Markov —el plantel se encuentra a partir de ahora en cuarentena. Quedo a cargo del prisionero— dijo Petrova mostrando más firmeza en su voz de la que en realidad sentía. Todavía desconcertado, el general salió sin más dando un portazo.

La doctora Nadia Petrova no era una mujer delicada. Igual o más alta que cualquiera de los hombres que conocía, de hombros anchos y quijada cuadrada podía intimidar a cualquier persona. Difícilmente encontraba ropa de su tamaño y la bata blanca se le veía apretada e incómoda. Paradójicamente, tenía un carácter dulce y compasivo. Cuando sonreía sus pequeños ojos azules parecían brillar y el cabello rubio caía suavemente en cascada sobre la espalda, contrastando con la ruda apariencia. Hace tiempo solía reír con frecuencia y dos hoyuelos aparecían en las mejillas suavizando su aspecto, ahora ya no sabía cómo hacerlo. Levantó las sillas tumbadas y la mesa. Con sumo cuidado ayudó al hombre a sentarse. De cerca era más alto y musculoso, aunque muy delgado. Pensó que tal vez la travesía desde su tierra le había cobrado factura. La piel le brillaba con el color de la miel, ocre de tintes dorados. Era difícil determinar su edad, parecía tener alrededor de cuarenta, como ella, pero podría ser más joven. Apretaba los ojos reflejando sufrimiento.

Antes de trabajar de lleno en investigación, Nadia inició sus estudios y prácticas en medicina general. Hacía varios años que no tenía nada que ver con el trato a pacientes y se sentía un poco oxidada. Una imagen de aquella época cruzó por su mente. Trabajaba en turnos de dieciocho horas, apenas tenía tiempo para convivir un poco con su pequeña hija y esposo. Ahora todo eso estaba en el pasado. Revivirlo resultaba muy doloroso, pero algo en el semblante de prisionero le hizo recordar.

Quitó cuidadosamente la camisa de algodón elaborada con hilos gruesos entretejidos que sorprendentemente lograban una textura muy suave, evitando lo más posible moverlo. Desinfectó las heridas, anestesió y dio algunas puntadas, vendó las costillas y atendió la rozadura de bala. Cada vez que lo tocaba, ya sea con algodón o guantes, ella lo sentía en su propio cuerpo. Por lo mismo, sus movimientos eran mucho más delicados y cuidadosos. El procedimiento fue lento, sin embargo, el hombre mantuvo sus ojos cerrados en todo momento. Al terminar, Nadia sacó del maletín antiinflamatorios y dos analgésicos junto con una botella de agua. Buscó su rostro con la mirada. Era un hombre extrañamente atractivo, no en el sentido de la belleza clásica, sino más bien el conjunto, la firme quijada, esa nariz un poco torcida, sus labios delgados, emanaban una extraña perfección que reflejaba paz.

Petrova se había refugiado en la investigación, de otra manera estaba convencida no hubiera sobrevivido. La pérdida de su hermosa niña y amado esposo la dejaron vacía. Ella había cerrado firmemente la puerta a esa pena. La presencia de este hombre tan diferente, removía algo primitivo que amenazaba con abrirla.

—Ya terminé —dijo suavemente— tómese estas pastillas. Le harán sentir mejor.
Las pestañas largas de Chenoa se movieron. Levantó las manos y las colocó frente a su cara por unos instantes, advirtiéndole algo... Lentamente elevó los párpados… Petrova no pudo evitar emitir un ruidito. Con una inhalación filosa sostuvo la respiración por unos segundos. Sus ojos eran algo nunca visto. Se forzó a sí misma a tranquilizarse sin poderlo lograr del todo. Hace cientos de años, cuando todas las secciones eran una sola, se dice había animales salvajes. Así imaginaba sería la mirada de uno de los llamados felinos. El iris ovalado parecía bañado de un líquido color ámbar. A su alrededor se podían ver pequeñísimas manchas reflejando distintas tonalidades de verde metálico, brillando como el techo de una mina de esmeraldas. Nadia se perdió en ellos. En su mente no había nada más que ese maravilloso universo. Cómo atraída por un imán, se acercó. Bajo el antiséptico que ella misma acababa de aplicar, algo dulzón mezclado con sudor provenía de su piel. Conocía enfermedades que tenían este efecto. La curiosidad le hizo querer seguir aspirando más de cerca, como lo hacían sus ratas en el laboratorio antes de probar alimento. Esa imagen la hizo despertar. No pudo evitar el color escarlata que subió por sus mejillas. Apenada se alejó extendiendo sus manos, en una las pastillas, en la otra agua.

Chenoa las tomó sin saber muy bien qué hacer con ellas. Nunca había visto esas pequeñas rocas calizas en forma ovalada, ni tampoco un contenedor de agua como el que ahora sostenía. La mujer sanadora de cabellos luminosos lo había tratado con delicadeza, no le quedaba más que confiar. Antes de hacer este peligroso viaje, el abuelo, persona sabia en su comunidad, le enseñó algunas palabras del lenguaje original, aprendido de boca en boca a través de varias generaciones. Según el abuelo, este era el lenguaje que se hablaba antes de la separación, por lo que suponían sería todavía comprensible. Ella dijo: “tómese”. Así que echó las piedras en su boca colocando el extraño contenedor en sus labios para beber y beber hasta terminar el líquido. Parece que hizo lo correcto pues la mujer de piel blanca lo miró con satisfacción.

—Mi nombre es Nadia Petrova —dijo enunciando lentamente, haciendo una pausa, esperando ver comprensión en él— mi equipo y yo nos encargamos de estudiar el medio ambiente, así como también las posibles amenazas a la salud. ¿Entiende usted lo que digo?

—Sí —responde él con la voz un poco grave por el desuso y el maltrato al cuerpo.

—¿Me podría hablar sobre usted?, ¿su nombre?, ¿de qué sección viene?, ¿qué contenía la caja? —le dijo tomando de su maletín otra botella de agua que remplazó por la vacía.

No todas sus palabras eran entendibles, pero creyó haber comprendido lo suficiente.

—Nombre —dijo golpeando el pecho con un fuerte acento —Chenoa… paloma blanca. Estoy solo. No mujer, no pequeños —hizo una pausa escrutando su mirada— mi sección ocho… mucha ayuda. No quería romper… soltar amigo, sólo quería ayuda.

—¿Amigo? —preguntó Nadia frunciendo el entrecejo un poco distraída por esos extraños ojos.

—Pequeño amigo —dijo colocando su dedo pulgar e índice muy cerca uno del otro mostrando una sonrisa ladeada que hizo algo dentro de ella removerse.

Los libros de historia explican que hace cientos de años el mundo estaba unido. No existían las secciones, sino que todos compartían un mismo espacio aéreo. Se dice que los habitantes se volvieron ambiciosos y destruyeron gran parte del planeta, por lo que el aire que respiraban se volvió peligroso en ciertas zonas. Decidieron utilizar la tecnología disponible y se dividieron en sectores. Cada uno cuenta con una bóveda separándolo del resto, permitiendo mantener el ambiente en óptimas condiciones. El daño ocasionado por la muerte de familiares y amigos generó en el inconsciente colectivo de los sobrevivientes un miedo irracional al aire exterior. Desde entonces cualquier mención al respecto era considerado un acto de traición penalizado enérgicamente. Gracias a esta medida, millones se salvaron de morir envenenados, como consecuencia se crearon pequeños ecosistemas aislados. Con los años cada sección se fue desarrollando de acuerdo a las condiciones climáticas de su zona geográfica logrando comunidades autosustentables. Las nuevas generaciones conocían la existencia de otros habitantes pero prácticamente no sabían nada los unos de los otros. Petrova se preguntó, no por primera vez, cómo hizo este hombre para salir de su sector y sobre todo, cómo es que entró en el de ellos.

El haber experimentado ella misma los efectos de un virus que consideraba una leyenda, le permitió abrir su privilegiado cerebro a esas lecturas que había catalogado como imposibles. Un conjunto de páginas aparecieron en la mente, casi como si las tuviera enfrente. El intrincado mapa se extendía por todas ellas. En él se veían rutas de túneles que supuestamente conectaban todas las secciones bajo tierra. Se rumoraba que al cerrar las bóvedas, también se habían clausurado estos caminos. Era tan precisa su memoria fotográfica que visualizó los diferentes pasadizos. Algunos parecían estar inundados, otros tapiados con tierra o piedra. Si este hombre utilizó alguno de ellos… y su cuerpo físico mostraba signos de que así era, probablemente en algún punto debió nadar dentro del túnel. Esta barrera natural impedía la propagación del virus.

—¿Háblame del amigo Chenoa? —inquirió Nadia con el corazón acelerado. Las posibilidades de conocimiento recorrían sus venas como la mejor de las drogas. La necesidad de saber explotaba casi físicamente de su pecho, tanto que olvidó por completo ser formal durante el interrogatorio.

Él observó esos ojos azules brillando y supo que estaba ante una mente superior. A pesar de la violencia con la que fue recibido, por primera vez desde que todo comenzó sintió esperanza.

—Vivimos arriba, sobre montañas. La vista lejana, valles y ríos, todo verde como estos— dice señalando sus retinas, regalándole una suave sonrisa.

Nadia sintió una vez más esa vibración interna. Algo sacudiéndose en su interior.

—Diez ciclos atrás apareció —dijo endureciendo el rostro— al principio todos contentos. Ya no más pleitos. Sólo placer.

Petrova asintió, visualizando cómo pudo haber sido. Seguramente el hongo huésped de la espora capaz de incubar el virus fue evolucionando con el tiempo. Una vez liberada, en un ambiente cerrado, todos los habitantes terminaron por contagiarse, tan rápido y fácil como lo hicieron Markov, ella misma y muy probablemente todos en el edificio a través de los ductos de ventilación. Si cada vez que se usaba violencia contra el otro se recibía de la misma manera, era fácil concebir que los pleitos hubieran terminado. Hay quienes dicen que sólo puedes entender a la gente si la sientes en ti mismo. Aunque… ¿a qué se refería con sólo placer?

Chenoa observaba cuidadosamente. Cuando ella frunció el entrecejo extendió la mano pero no la tocó, esperando permiso. Cuando lo obtuvo, acarició sensualmente su pierna, rozando el muslo interno, haciéndola brincar en la silla. Después le tomó la mano y la dirigió hacia sí mismo. Al principio Nadia se resistió pero finalmente la curiosidad le permitió dejarse guiar. Chenoa la colocó sobre su corazón, girándola suavemente en los músculos del torso. Ella reaccionó extrayéndola como si se hubiera quemado, colocándola sobre su seno izquierdo, con los latidos acelerados y una expresión de incredulidad. Se levantó de la silla y comenzó a caminar de un lado al otro, esa mala manía que la ayudaba a pensar. La sensación fue inesperada. Desde la muerte de su esposo no sentía nada parecido. Le quedó claro a qué se refería con “sólo placer”. Se imaginó a un grupo de personas altas y delgadas, doradas como Chenoa, exhibiendo aquellos extraordinarios ojos, dedicadas a tocarse y acariciarse. Movió la cabeza de lado a lado como para deshacerse de las imágenes perturbadoras. Tal vez lo opuesto al odio no sea el amor, sino la empatía… esa capacidad de ponerse en el lugar de alguien más. ¿Quién se atrevería a lastimar a otra persona teniendo plena consciencia de lo que siente? Desde este punto de vista, el virus 69, bien canalizado, podría ser positivo. Regresó al asiento. Cada nueva revelación hacía que su sangre hirviera.

Chenoa notó lo que sucedía con Petrova. Su cara era un libro abierto. Había una tristeza marcada en las comisuras de los labios, pero en estos momentos ese luminoso semblante sólo mostraba asombro y hambre de conocimiento. Ella era su única esperanza. No dudó en seguir.

—Un ciclo atrás, el amigo cambió —anunció desenganchando la quijada.

—¿Cambió? —dijo ladeando la cabeza como tratando de entender —¿quieres decir que evolucionó? Chenoa asintió.

—Lo que pasó en la piel —le dijo mirándola fijamente desestabilizándola un poco— también pasó aquí adentro —dijo golpeándose el pecho con el puño— y aquí también —añadió señalando en forma circular su rostro.

Petrova copió sus ademanes, puño en el pecho, dedo en el rostro, tratando de comprender lo que Chenoa le decía. De pronto se iluminó. ¡Emociones! El virus había mutado y ahora también se compartían emociones. ¿Cómo podía ser posible? Eso quería decir que si una persona estaba triste podía hacer sentir a la otra igual, lo mismo con alegría o enojo.

Durante sus primeras investigaciones Nadia participó en la elaboración de la vacuna para la fiebre amapólica. Esta había mermado considerablemente la población, llevándose consigo a sus dos personas más queridas. Ahora se le presentaba otra oportunidad, pero no sólo eso, el virus y vacuna podrían ser utilizados en diversos escenarios: contextos terapéuticos, disputas entre vecinos, dentro del gobierno, problemas en donde el ingrediente vital sean los malos entendidos. Su corazón comenzó a palpitar con mayor fuerza y sintió una inyección de adrenalina en el sistema. ¡Esta investigación podría lograr maravillosos resultados! Pero… una comunidad entera sometida al cien por ciento a empatía no sólo física sino también emocional… ¿Qué sucedía entonces en un cuarto donde existían dos o más emociones? La obvia conclusión hizo que sus delgadas cejas se elevaran: se volvían locas.

Él supo el preciso instante en el que Petrova llegó a la verdad de su situación. Cuando percibió que contaba otra vez con toda su atención siguió explicando.

—En mi tierra hay personas de mente fuerte —dijo colocando la palma en el entrecejo—mente fuerte— repitió buscando reafirmar el concepto. Nadia asintió. Entendía a qué se refería. Esas personas posiblemente tenían la capacidad de aislarse de los sentimientos de los demás y así poder permanecer cuerdas. Indudablemente Chenoa era una de ellas.

Los conceptos e ideas se agolpaban en su cabeza. La empatía emocional afectaba a todos pero algunas personas podían controlar sus sentimientos. ¿Por qué no lo hacían también con la sensorial?

Una pregunta más importante emergió: ¿sería capaz el virus de seguir mutando? Los hechos indicaban que sí. La implicación la dejó por unos segundos mirando al vacío. Buscando frenéticamente probabilidades, corriendo posibles escenarios en árboles de decisión. ¿Cuál sería el siguiente paso en la evolución? ¿Alguna forma de empatía mental?

El tren de pensamientos fue interrumpido por una caricia en la mejilla. Sorprendida se quedó quieta. El hombre de piel dorada apenas tocaba con las yemas de los dedos, asombrado por su textura y color. Con la otra mano tomó reverencialmente las puntas del cabello.

—Como el sol —dijo suavemente.

Ella, movida por la ternura del contacto lo permitió. Algo se derritió en la cercanía de su corazón y por primera vez en muchos años sintió un calor en el pecho. Él bajó las manos mostrando profundidad en su mirada. Una sonrisa los sorprendió.

—Trabajaremos juntos Chenoa —dijo Nadia con convicción— encontraremos la solución.

Se escuchó un ruido y la puerta se abrió de golpe. Markov entró rudamente buscando intimidarlos a ambos.

—El edificio está asegurado. Cien por ciento del personal resultó positivo. Tenemos confirmación que el resto de la sección permanece libre de contagio —informó con esa tonada militarizada.

Parecía más tranquilo pero todavía exhibía rabia en la postura. Siguiendo un impulso, algo raro en ella, Petrova se acercó tomando su rígida y lacerada mano colocándola sobre su propio pómulo, emulando la acción de Chenoa unos minutos antes. Se mimó con la mano de Markov cariñosamente. Él no se esperó el flujo de deseo que rompió el rígido control al sentir la suave caricia en ambos. Su cara permanecía estoica, pero un pequeño temblor lo traicionó. Nunca le había ocurrido algo así en el trabajo, mucho menos pensó que le pasaría con la gigante doctora. No supo qué hacer.

—Eso —le dijo ella con una chispa en la mirada, mostrando los pequeños hoyuelos en sus mejillas— se llama empatía sensorial. Mientras encontramos una vacuna, le recomiendo que aprenda a dar sólo lo que esté dispuesto a recibir.


Giró caminando hacia Chenoa ayudándolo a levantarse. Juntos se dirigieron fuera de ese sucio y deprimente cuarto hacia un futuro lleno de conocimientos y fascinantes experiencias.

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