viernes, 26 de diciembre de 2014

Nostalgia

Cristina Navarrete


Aún no puedo olvidar aquella soleada y cálida tarde en la que una mirada cambió mi vida; ni todas aquellas tardes que le siguieron, dejando en mí una marca indeleble.

Ese viernes salí corriendo como siempre de la universidad, sintiendo alivio por la llegada del fin de semana; con mi mochila a la espalda y muchas ganas de olvidar mis problemas, caminé hasta el departamento de mis mejores amigas: Irina y Violeta, pensando en lo mucho que íbamos a disfrutar el cumpleaños de uno de sus compañeros holandeses, quien era voluntario en la fundación donde trabajaban.

Irina abrió la puerta y me abrazó emocionada como cada viernes desde hacía más de un año. 

—Arréglate en el cuarto de la Viole, ella aún no llega, va a demorar un poco.

—¡Gracias! Estoy exhausta y quiero darme una ducha.

—Claro, ya sabes amiga, ésta es tu casa, no tienes que pedir nada.

Sentir el agua caliente caer sobre mi cuerpo después de una semana tan dura y un viernes aplastante, fue renovador; me vestí como me gusta: un pantalón de bastas anchas batik, matizado con gamas de verde, una blusa holgada con bordados tribales alrededor del cuello y manga larga. Mientras me peinaba, recordaba los momentos vividos con mi ex pareja, de quien me había separado hace ya un año y medio. Juntos experimentamos momentos muy intensos y hermosos, no podía creer que toda esa magia, se hubiera transformado en horror y violencia. Después de aquello no creo ser capaz de confiar nuevamente –pensaba— Soledad, definitivamente bien elegido tengo el nombre.

Salí del baño aún obnubilada con mis pensamientos, le pedí a Irina el desodorante y algunas cosas más que había olvidado en casa. Ella señaló la puerta cerrada de su habitación, y me dijo que usara lo que necesite. Ingresé distraídamente, y mientras buscaba entre sus cosas, escuché  una voz dulce y varonil que se dirigía a mí.

—¡Hola! ¿Cómo estás? Soy Yuri, el primo de Irina. Tú debes ser la famosa Sol, ella no se equivocó: linda y súper hippie –dijo mientras se incorporaba y sonreía seductoramente.

Todavía distraída y mirándole por el espejo sonreí respondiendo a sus palabras. Continué arreglándome mientras Yuri, sentado en la cama de Irina, siguió leyendo un libro de pasta gruesa, que al parecer estaba por terminar. Inesperadamente hizo una pausa y dirigió la mirada hacia mí, sintiéndola en mi espalda di la vuelta lentamente y me arrimé sobre la mesita de los maquillajes.

—¿Qué estás leyendo? ¿Vas con nosotras al cumple? —pregunté para hacer conversación, fue en ese momento en que esos ojos se cruzaron con los míos, y pude distinguir su esbelta figura, un rostro delgado, una sonrisa cálida y familiar; mi corazón latió fuertemente, me sentí nerviosa y vulnerable.

—Es un libro de anatomía, el lunes tengo un examen difícil y debo prepararlo. Sí, voy con ustedes, pero ya sabes que los hombres no necesitamos mucho… menos yo que ya no tengo arreglo —dijo riendo a carcajadas.

No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando salí, las chicas ya estaban listas, Irina con su clásico estiló hindú y su maquillaje oscuro e intimidante; y Violeta con aquellas blusas que dejaban muy poco a la imaginación, siempre bella y voluptuosa.

Esa fue una noche como pocas: comida gourmet, concursos, conversación agradable y mucho baile tropical. Cuando pensaba que nada podría ser más perfecto, escuché el sonar de unas cuerdas, y una hermosa voz seduciéndome a lo lejos; mientras me acercaba al pequeño salón de estar, donde se habían reunido algunos amigos para tocar guitarra, encontré nuevamente esos ojos, y de su boca salía la melodía De las tardes de Fernando Delgadillo, eso nunca lo olvidaré. ¡No lo podía creer! Hasta ahora ninguna persona que conociera sabía de esa canción; ¡que hermosa composición!… mi favorita.

El tiempo se detuvo, me perdí en su mirada y en el sonido de su voz. Así, pasaron dos años de encuentros y desencuentros, de alegrías, de llantos, de odiarnos y amarnos. Yuri terminó sus estudios de medicina y debió trasladarse a realizar sus pasantías en un sector rural en calidad de interno, ese, fue el principio del fin.

Al inicio viajaba pasando un fin de semana para verme y yo lo hacía al siguiente, salíamos a pasear, teníamos largas charlas, o solo lo observaba dormir después de una de sus agotadoras jornadas de turno en el hospital, abrazándome fuertemente a su espalda: hermosa y algo encorvada como la de un dragón, y así continuábamos juntos a la distancia, pero poco a poco esa distancia nos fue afectando, hasta que llegó la noche de la mentira.

—Mi flaca, te cuento que este fin de semana no puedo viajar a visitarte, tengo que cubrir un turno en el hospital.

—¡Mi amor, te extraño tanto! espero que esto termine pronto y nuestra vida vuelva a ser la misma. 

—No te pongas triste, yo te amo y pronto vamos a estar juntos para siempre, te lo juro preciosa, solo tienes que confiar en mí.

—Bueno… no tenemos alternativa, no te preocupes, te comprendo, y también te amo —le dije; pero mi corazón dio un vuelco en el pecho, sabía que algo estaba mal. Su voz era distinta.

—Sueña conmigo bonita, que yo haré lo mismo. Linda noche.

Cerré silenciosamente el teléfono y no pude dormir, sentía la mentira y la duda en sus palabras, ya no era honesto, algo estaba cambiando.

Amaneció y yo sin dormir; no quería estar sola así que llamé a Viole y quedamos en encontramos para almorzar. Mientras me dirigía al punto de encuentro, vi acercarse a una pareja que caminaba alegremente. No podía creer lo que veían mis ojos, era él, Yuri, tomado de la mano de quien hasta entonces pensé era su mejor amiga, su compañera del hospital; ella, la misma que me había abrazado y con quien había compartido buenos momentos.

Todo lo vivido pasó por delante de mis ojos, cada palabra, cada beso y cada sonrisa, hasta aquella hermosa serenata en el parque, donde me pidió que me casara con él; los tenía casi cara a cara y ellos no se daban cuenta de mi presencia. Hasta qué al fin ese traidor me miró, trató de dirigirse a mí, pero las palabras no brotaron de su boca; yo por mi parte no necesitaba saber más. Respiré profundamente, pasé de largo sin decirles nada, como si nunca los hubiera conocido, subí al primer autobús que se detuvo y me alejé sin mirar atrás, las lágrimas brotaban de mis ojos descontroladamente y el teléfono no paraba de sonar.

Hoy, cinco años más tarde, no sé cómo ni porque, recibí un mensaje desde tierras extranjeras, era Yuri, salió de la nada con la frase más descabellada: Vos eres mi cita al pie de página ¿Sabes?, aunque no contesté, pude sentirlo tan cerca de mi pecho que todos los recuerdos brotaron como manantial en mi mente, creí tenerlo bajo control, pero sé que esta noche no voy a dormir.

miércoles, 24 de diciembre de 2014

El inusual fajo de papeles

Eliana Argote Saavedra


Sentado en un peñasco observaba el horizonte. Las olas rompían y lo salpicaban pero nada lograba distraerlo de sus pensamientos. Era una fría tarde de junio, Arturo acababa de llegar a una de las playas del litoral chalaco donde solía jugar de  niño; su cabello ensortijado se alborotaba con el viento, no traía maletas, solo una mochila con algo de ropa y sus ganas de comenzar de nuevo pero la duda lo asaltaba; cómo lo recibiría Rosa, su pequeña; tenía apenas cinco años cuando él partió, aun la recordaba sujetándose de sus piernas, con la carita triste y húmeda de llanto.

Luego de unas horas se armó de valor y comenzó a alejarse de la playa, la calle de casonas antiguas pintadas de blanco iba perdiendo prestancia para dar paso a los edificios de departamentos, sin duda la población había crecido; al llegar a la avenida no pudo evitar detenerse un instante para observar con sorpresa el tráfico intenso.

Decidió cortar camino ya que era inminente la llegada de la noche; lejos de la avenida, la calle lucía solitaria, “mejor así” pensó, no quería encontrarse con nadie; no, hasta ver a su familia. Caminaba distraído cuando de pronto, unos muchachos de mala traza aparecieron de la nada, venían en sentido opuesto y antes de que pudiera siquiera reflexionar sobre lo que tantas veces le había contado su esposa, respecto a lo peligrosa que se había vuelto esa zona, el grupo cruzó la calle y se acercó a él rodeándolo. No alcanzó a distinguir cuantos eran, cuatro, cinco tal vez; lo único que podía percibir era la actitud amenazante con que lo abordaron. Uno de ellos pasó el brazo por su hombro fingiendo saludarlo, no sin antes observar a todos lados, los demás permanecían firmes bloqueando cualquier ruta de escape.

Tío, una propinita pe –dijo el muchacho que aún lo tenía abrazado.

Arturo intentó apartarse pero no pudo hacerlo porque el hampón sacó una navaja.

Ya perdiste tío, mejor no te resistas porque te reviento aquí mismo.

Pueden buscar si quieren, no traigo nada de valor –respondió Arturo con la voz temblorosa.

Un golpe en la cabeza lo hizo perder el conocimiento. Enseguida lo rebuscaron sin encontrar absolutamente nada de valor, como aves de rapiña le quitaron los zapatos, cogieron la mochila y se perdieron por la calle vacía. Desde la esquina, un hombre de unos cuarenta años y aspecto sombrío presenciaba la escena intentando pasar desapercibido; daba un paso pero retrocedía y secaba el sudor copioso de la frente, los  anteojos oscuros que llevaba debían empañarse porque los retiró al menos tres veces durante el par de minutos que duró el asalto. Apenas vio a los delincuentes alejarse, sacó la pistola que tenía en la cintura del pantalón y avanzó con paso firme pero alguien sujetó su brazo deteniéndolo, él también estaba siendo vigilado por otros hampones que lo rodearon y al igual que a Arturo, le dieron una paliza quitándole todo lo que traía, incluida la pistola; antes de irse, uno de los maleantes metió la mano al bolsillo de su chaqueta y sacó una navaja, la pasó por la pierna del hombre dejando a su paso un hilo de sangre y le dijo: “Gracias” con una sonrisa irónica, mientras con la otra mano empuñaba el revolver apuntándolo para luego salir corriendo detrás de su grupo. El hombre de traje parecía no escuchar, solo miraba la herida de su pierna mientras su respiración se agitaba.

En casa de los Juárez la situación era desesperada, la madre que era la única fuente de ingresos llevaba un mes en cama por una artritis de rodilla y necesitaba comprar una prótesis para la operación; Ramiro, su único hijo, era un adolescente de dieciséis años, rebelde y retraído, situación que empeoró después de la muerte de su padre. Ella, con su enfermedad perdió totalmente el control sobre su hijo, sabía que andaba en malas juntas, casi no paraba en casa y solo llegaba a dormir; lo sabía porque cada mañana al despertar encontraba sobre la mesa de noche, una jarra de agua fresca y un vaso, y eventualmente uno que otro dulce.

A veces, durante la noche, cuando el dolor la despertaba, lo sorprendía al pie de la cama, sujetando su mano entre las suyas como cuando era pequeño y despertaba asustado por alguna pesadilla.

Aquella noche Ramiro entró a casa con los ojos inyectados, se movía pesadamente, tropezando con los escasos muebles de la sala; arrojó la mochila que traía y se dejó caer sobre la cama quedándose dormido en el acto. Una gotera del techo lo despertó, ¡Maldición! Exclamó, buscando el interruptor de la luz pero algo en el suelo lo hizo tropezar; cuando por fin pudo encender la bombilla vio la mochila en el suelo, en ese momento comenzó a recordar su “hazaña”, colocó una cubeta sobre la cama y comenzó a vaciar el contenido del morral: una camiseta, un pantalón, un par de libros, un porta documentos, una casaca enrollada de la que cayó un fajo de papeles, y un peluche; “tanta vaina para nada”, se dijo. Iba a tumbarse sobre la silla pero el muñeco llamó su atención, por un instante su rostro se iluminó, lo cogió con la punta de los dedos y se dirigió hasta la habitación de su madre, allí dejó el peluche, al lado de la señora Juárez que dormía tranquilamente luego de tomar las pastillas para el dolor que gentilmente le había conseguido su amiga Susana.

La lluvia caía menuda reflejándose a través de la luz artificial de los postes, Arturo, ya repuesto del golpe y sin zapatos deambulaba por la vía solitaria. A unas calles de allí, el otro hombre que había sido asaltado regresaba al lugar donde interceptaron al primero, cojeaba y su pierna sangraba; a cada paso contraía el rostro pero aun así apuraba su andar; al llegar y no encontrar a Arturo, palideció y sintió que su visión se oscurecía.

Aquel hombre había viajado en el mismo vuelo de Arturo; fue el primero en abordar el avión y ocupó uno de los últimos asientos; desde allí, ocultándose tras un periódico observaba disimuladamente a Arturo. Al llegar a destino, dos transportes de pasajeros se acercaron al avión para trasladarlos hasta la sala donde debían culminar con los trámites de desembarco, esperó que Arturo subiera en el primero y se trepó inmediatamente en el segundo, tras el chofer, cuidando de no perderlo de vista.

A esa hora de la tarde el frío comenzaba a arreciar pero el individuo parecía no sentirlo pues la piel blanca de su rostro estaba enrojecida y lucía húmeda de sudor. Una vez concluidos los trámites Arturo caminó sin prisa hasta la avenida y allí abordó un bus. El hombre de traje detuvo un taxi y le indicó al chofer que lo siguiera. Vio bajar a Arturo cerca de la playa, las pocas personas que deambulaban por allí eran pescadores que al parecer regresaban a casa con sus bolsas llenas, “este es el lugar perfecto” pensó y se detuvo a comprar un cigarrillo, terminaba de encenderlo cuando un grupo de niñas apareció de pronto bloqueándole el camino, quiso abrirse paso entre ellas pero la robusta mujer que las cuidaba extendió una vara impidiéndoselo, al ver el rostro iracundo de esta, se detuvo y decidió esperar que termine la larga fila de muchachas mientras buscaba con la mirada a Arturo que aparentemente había desaparecido.

Luego de unos minutos lo divisó sentado sobre una de las rocas, avanzó con paso firme pero un carro de serenazgo estaba estacionado en la plazoleta. Con expresión de rabia decidió esperar un momento más apropiado. Cuando Arturo luego de unas horas se introdujo en aquella calle solitaria no sospechaba que lo seguían y su persecutor no podía imaginar que unos ladronzuelos le impedirían llevar a cabo su cometido.

La mañana siguiente, Arturo, sentado en la banca de un parque pensaba, ¿qué podía hacer ahora?, ¿cómo presentarse así como si fuese un mendigo? Papi va a regresar en un año princesa, había dicho a su hija para que se suelte de sus piernas el día que partió, casi podía sentir en sus labios el sabor salado de las lágrimas de la pequeña cuando la besó al despedirse. Había conseguido un trabajo en otro país, podría ahorrar y darle a su familia una vida mejor, contaba con un título universitario que debería haberlo colocado en una buena posición pero solo había conseguido trabajos eventuales con sueldo mínimo. Cuando llegó a Estados Unidos y se embarcó en la camioneta que lo esperaba para trabajar en una hacienda como capataz, sonreía lleno de ilusión anticipando su regreso pero al llegar se encontró con una realidad muy diferente, era ilegal y sus empleadores se aprovecharon de ello para casi explotarlo, en la primera oportunidad que tuvo escapó pero su situación seguía siendo la misma, tuvo que trabajar en lo que fuera, a cambio de alimento y un lugar para dormir; no escribió más cartas a su esposa Susana y cayó en una profunda depresión por la situación extrema en la que vivía y porque aún a pesar de haber sido él quien decidió no tener noticias de su familia, no podía dejar de pensar cómo estaría haciendo su esposa para afrontar los gastos; Susana era una mujer responsable pero tenía un sueldo que apenas alcanzaba para cubrir las necesidades básicas, era él quien debía hacerse cargo pero se sentía derrotado, cómo decirle a su esposa que había fracasado, que no tenía casi ni para comer.

En el último trabajo que tuvo como camarero de un bar, conoció a Roberto; un hombre impecable en su vestir, siempre de traje, muy sociable y con modales refinados, era cliente asiduo y gastaba grandes sumas de dinero; eres mi paisano, le dijo al escucharlo hablar y simpatizaron inmediatamente, se han aprovechado de ti hermano, expresó dándole una palmada en el hombro cuando Arturo le contó su historia, es que eres muy confiado. Pronto se hicieron amigos, pero un día simplemente desapareció.

Al cabo de una semana sin embargo, volvió al bar cuando estaban por cerrar, como lo conocían no tuvieron reparo en servirle un whisky. Terminado su turno, Arturo se acercó a él y Roberto lo recibió con un efusivo abrazo, no creas que me olvidé de tu situación hermano, dijo, tengo algo para ti, somos paisanos y los paisanos deben ayudarse. Sacó de su maletín un sobre y se lo entregó, Arturo, sorprendido lo abrió, ¡un pasaje de avión! Exclamó; sí hermano, es para ti, para que regreses con tu familia, en Lima tengo contactos y puedo conseguirte un buen trabajo.

Los ojos de Arturo se iluminaron, no podía creerlo, ¡Gracias! Dijo ¡Gracias!, no sabes lo que significa esto para mí, no sé cómo voy a pagártelo pero te juro que lo haré; no tengo la menor duda de ello, respondió Roberto mientras le extendía la mano mirándolo fijo. Arturo estrechó la mano con fuerza y agregó sonriendo: ya ves, vale la pena confiar en la gente.

El día que Arturo partió, Roberto estaba en el aeropuerto, le resultó algo extraño encontrarlo allí pero se sintió afortunado, había conseguido un verdadero amigo. Ve y compra algo para tu niña, dijo Roberto extendiéndole un billete; pero es que ya comenzaron a llamar, replicó Arturo, recién es la primera llamada, aquí a la vuelta hay una tienda, ¡anda!, cómprale un muñeco, a los niños les encantan los muñecos insistió. Arturo titubeó mirando su mochila que había quedado en una de las sillas de la sala de espera; no te preocupes hombre, yo cuido tus cosas, corre que te queda poco tiempo.

Ya en el avión, Arturo escribió una nota a su esposa, sacó una foto del muñeco con el celular y la adjuntó al mensaje que decía: “para Rosa” dile que llego hoy.

En casa de los Juárez, Ramiro había regresado de la habitación de su madre, iba a acostarse pero el fajo de papeles en el suelo despertó su atención,  lo acercó a la luz y leyó: empresa...capital social… bono al portador… dólares… ¿Qué es esto? Se preguntó  y comenzó a pasar uno a uno, todos tenían la misma inscripción, cogió su diccionario y quedó atónito, era una verdadera fortuna. El corazón comenzó a latirle con fuerza, somos ricos, pensó, si pudiera cobrarlos…  Decidió esconderlos hasta averiguar algo más sobre el asunto y se acostó pero esa noche no pudo dormir. Apenas amaneció comenzó a alistarse, iba a salir cuando tocaron la puerta; buenos días señora Susana dijo a la joven mujer de rostro gentil que llegaba cada mañana a atender a su madre antes de irse a trabajar. Tras ella Rosa, una niña de ojos café y rostro dulce, sonrió tímidamente.

En la habitación estaba la señora Juárez con el peluche que su hijo le había dejado, la niña al verlo corrió hasta la cama y lo abrazó, Susana emocionada observó: discúlpela, es que su padre llegaba ayer y mandó la foto de un peluche que traía para ella y era idéntico a este.

Pero no ha llegado -dijo la niña con tristeza.

Pues ya llegará, tú no te preocupes y el peluche es tuyo -indicó la señora Juárez.

Arturo había llegado al parque frente a la casa donde vivía su esposa, estaba hambriento y completamente sucio, “estos desgraciados”, pensó al darse cuenta que en la mochila que le habían robado tenía el número de celular de Roberto, que él no tendría reparo en ayudarlo, recordó que su amigo prometió llamarlo pero tampoco tenía su celular y había olvidado darle la dirección actual de su esposa; tengo que calmarme, reflexionó, cuando esté en casa busco el teléfono del bar y ubico a Roberto, todo se va a solucionar.

Al cabo de unos minutos apareció un jardinero y pudo al menos calmar su sed con el chorro de agua de una manguera. Durmió y despertó varias veces sentado en una banca hasta que el sol comenzó a ocultarse, se armó de valor y tocó el timbre del departamento. Su familia lo recibió sorprendida pero entre abrazos y besos supo que todo estaría bien.

No estés triste por mi peluche papi, la señora Juárez me regaló uno igualito, mira.

Cuando vio el peluche aun con el ticket de compra quedó atónito, era el mismo que había adquirido antes de abordar el avión.

En ese instante, en casa de los Juárez, Ramiro le contaba a su mamá lo que había averiguado, “somos ricos mamá”, dijo abrazándola lleno de alegría, la señora Juárez acarició la cabeza de su hijo, esto es robado Ramiro, no podemos apropiarnos de algo que no nos pertenece, pero mamá, necesitamos el dinero, podemos comprar tu prótesis; sí, pero ¿A qué precio?, así no lo quiero hijo, debemos hacer lo correcto. Ramiro la miró decepcionado y salió dando un portazo.

Horas más tarde llegó Arturo con su familia a casa de los Juárez, la madre de Ramiro los estaba esperando; llena de vergüenza les confesó que su hijo era uno de los asaltantes que lo había interceptado la noche anterior despojándolo de sus cosas y devolvió la mochila a su dueño pidiéndole que no lo denunciara. Cuando Arturo revisó el contenido y vio los bonos quedó estupefacto, no tenía idea como habían llegado allí.

Ya en casa decidió llamar a Roberto, el timbre sonaba mientras en el noticiero aparecía el rostro de su amigo, no podía creerlo, “es él”, dijo dejando el auricular sobre la mesa, subió el volumen y alcanzó a escuchar, “…esta noche en Lima, ha sido capturado Roberto Contreras, quien fue acusado de sustraer bonos al portador aprovechando su cargo en la empresa Express Cómpany, con la intención de apropiarse de los mismos para su provecho personal…”

Es increíble -dijo Arturo al ver la foto de Roberto -¡los bonos!, entonces fue él, ¿pero en qué momento? ¡El aeropuerto!, fue en el aeropuerto cuando insistió para que compre el peluche, él se quedó con mi mochila, ¡Desgraciado! Solo me utilizó- murmuró con decepción.

A primera hora de la mañana acudió a la sucursal de Express Company en Lima y expuso su caso, esperaba aclarar todo pero la reacción de los ejecutivos de la empresa fue de desconfianza, incluyéndolo en las investigaciones lo pusieron a disposición de las autoridades, los acontecimientos se desarrollaron vertiginosamente y un abogado de oficio fue asignado para su defensa, en una semana se encontraba preso.

Para su sorpresa, en el reclusorio se encontró con Roberto, al comienzo intentó hablar con él, esperando que confesara librándolo de culpa, pero el hombre no accedió. Fueron pasando los días, la situación en la cárcel era insoportable, se vio envuelto en peleas, y a pesar de encontrarse en el ala de presos políticos, debía pagar por cada cosa esencial: una frazada, artículos de limpieza, ropa; cosas que le había llevado su esposa y que desaparecían “como por arte de magia”.

Se encontraba sumergido en una gran depresión pues no tenía con quien hablar, le había pedido a su esposa que no fuera a verlo allí y mucho menos que llevara a su hija, la desesperanza se fue apoderando de él y al cabo de un mes parecía un delincuente común: agresivo, siempre a la defensiva. La situación se tornó álgida cuando una tarde, al regresar del patio encontró en su celda, sobre un catre a Roberto Contreras.

¡Maldito! -le gritó mientras sacaba de entre su ropa una navaja, la misma que se vio obligado a conseguir para defenderse. 

El reo no se inmutó, lo miró con desdén y se volteó contra la pared.

¡Defiéndete maricón! ¿Ahora no eres tan macho?

Se acercó amenazante pero al hacerlo pudo ver la pierna de Roberto que había quedado al descubierto, estaba oscura y de la herida que exhibía brotaba un líquido rojizo que parecía sangre; se detuvo en el acto y retrocedió para dejarse caer sobre su propio catre.

Se te está pudriendo la pierna,  ojalá se te caiga a pedazos –dijo mientras un sentimiento de impotencia lo invadía.

Al pasar de las horas pudo calmarse, cuando vio al celador le preguntó que pasaba con su compañero de celda; dice que lo asaltaron, respondió el guardián, que le clavaron una navaja y no pudo atenderse la herida y como tiene diabetes, la pierna se le está pudriendo, lo más probable es que se la corten.

La rabia fue cediendo en  Arturo, pidió que lo lleven a otra celda pero nadie le hizo caso, a la enfermería entonces, a un hospital, exigió; este hombre se va a pudrir aquí, pero nadie hizo nada, recién a los dos días se acercó el celador con un botiquín improvisado en una caja de zapatos y una botella de agua; si quieres puedes ayudarlo,  dijo entregándoselo.

En aquel lugar no había nada que hacer, Arturo decidió entonces atenderlo luchando contra el odio que sentía por aquel hombre, pero solo alcanzó a darle un par de antibióticos y pastillas para el dolor. Al día siguiente, cuando ya anochecía se presentó su abogado, hay un nuevo testimonio –dijo-  es posible que mañana salgas libre.

De regreso a su celda pensaba, tiene que haber sido él, hacía mil conjeturas sobre lo que le diría pero al llegar no lo encontró, solo estaba el celador, lo han trasladado al hospital, le contó éste, un médico lo ha visto, dice que le van a cortar la pierna.

A la mañana siguiente, cuando la puerta del reclusorio se cerró tras él, no pudo evitar las lágrimas que brotaban sin control, se sentó en la vereda cubriéndose la cara pero un auto se estacionó haciendo ruido, levantó la cabeza y vio descender a Susana, la pequeña Rosa bajó del auto y al ver a su padre se soltó y fue corriendo a acurrucarse en sus brazos.

Susana se acercó también y Arturo lloró como si fuera un niño, todo el miedo y la angustia que lo habían acompañado durante ese tiempo afloraban ahora. Se alejaron sin decir nada, el futuro era incierto, ¿podría volver a confiar en la gente?, ¡Quien sabe!

jueves, 11 de diciembre de 2014

Natasha

Margarita Moreno


Aquella mañana de primavera, Natasha se sentía emocionada e inquieta, estaba por cumplir noventa y un abriles. Hacía algunos años que había eligido compartir su vida con Jesús,  el amor de su vida, y si bien era cierto que resultó una atinadísima decisión, lamentaba el hecho de haber esperado tanto para permitirse ser feliz. También estaban los imprudentes comentarios de la familia, que tanto le incomodaban. Sin remilgo alguno como si no estuviera presente, con descaro impresionante la criticaban y opinaban sobre ella y sus asuntos en su propia cara:

—¿Cuántos años va a cumplir Natasha?

— ¡Ya noventa y uno!

— ¡Ay pobrecita, ya está viejita!

— “Tash” querida ya tienes el pelo blanco.

— Pero  estás hermosa, Tash.

—Tienes que cuidar tu peso linda, Jesús no debería de consentirte con tanta golosina.

—¡Ay qué entrometidos! ¡Insulsos!  Pensaba para sí Natasha.

¡Insidiosos! ¡Qué pelo blanco, ni que pelo blanco! ¡Viejita su memoria! ¡Soy rubia natural y mi pelo es casi dorado claro!  Murmuraba entre dientes.

—Además ¿Qué puede importarles, si estoy gorda o si como de más? Qué modo de meterse en mi estilo de vida, ¿Por qué les afecta  si Jesús me consiente, me obsequia con bombones, chocolates, donitas? ¿A ellos qué más les da? Las he escuchado insinuarle al oído, que estoy demasiado enferma y que llegado el caso tal vez sea necesario optar por Eutanasia, ¿eutanasia? ¡Sí, cómo no! Seguramente ha de ser alguna de sus odiosas amigas con las que pretenden “consolar” a “mi Jesús” cuando yo falte, pensaba “revolcándose de rabia” y maldiciendo en escocés, su idioma natal.

—¡Moiras!  ¡Envidiosas! Estoy perfecta, algo madurita,  pero gozo de cabal salud, y belleza, y además den gracias a Dios que soy una dama de alcurnia, si no, juro por Dios que sería capaz de morderlos. Pensaba para sí.

“Tash” como le llamaban cariñosamente, desde muy pequeña fue siempre amable y dulce; nunca, ni llegada su adolescencia se rebeló, ni fue dolor de cabeza para nadie; cuando llegó el momento se enamoró, se casó y pronto se convirtió en una madre excelente,  amorosa y dedicada con sus hijos mientras estuvieron a su lado.

No hubo alguien de  mejor actitud, buen humor y solidaridad como ella, nunca hizo distinción alguna con ningún miembro de la familia, no despreció ni discriminó a ninguno de los amigos que llegaron a visitar esa casa; siempre fue excelente compañía en los mejores y peores momentos, jamás faltó en una navidad, cumpleaños o cualquier evento al que fue invitada, a pesar de que muchas otras veces no la tomaron en cuenta.

Siempre alegre y cordial, jamás se quejó por nada y a nadie guardó rencor y aunque todos parecían corresponder a su desinteresado cariño, cuando la edad la alcanzó trayéndole  achaques,  la  fueron olvidando y ya nadie la visitaba.

A menudo recordaba la vez que se había divertido como loca con su prima hermana, Matilda, se encontraron en un Pick-nick  organizado por la familia; años antes cuando eran pequeñas se reunieron un par de veces y luego no volvieron a verse hasta el día de campo; Maty, en contraste con la rubia Natasha era una hermosa trigueña de ojos vivos y risueños; pasaron la tarde conversando animadamente, mientras el resto de la familia  jugaba y cuidaba de las niñas.

—¡Míralas Maty!,  ¡Qué hermosas! ¿No se te antoja volver a tener una pequeñita  asomada a tus ojos?  ¡Ahhh! 

—¡Ay! ¡No, no, no! Tash querida, ¡Qué ideas!, los hijos son maravillosos, pero ya fue nuestro tiempo, fuimos madres y la verdad volver a tener una carga de esa naturaleza, ¡Ni loca! –contestó categórica.

—Bueno Maty querida, discúlpame por favor, había olvidado cuánto sufriste con el  padre de tus hijos, pero…

—¡Espera un momento! ¿De qué hablas Tash? ¿Sufrir yo con el padre de mis hijos? ¡No querida! Estás mal informada, jamás sufrí, al contrario ¡Disfruté, gocé! ¡Viví! Él fue fantástico, intenso, excitante, me enloquecía, me hacía babear, rabiar, aullar de pasión, fui una verdadera “perra” a su lado. Me llevó al mismo paraíso, me hizo olvidar este mundo delineado por la hipócrita fantasía de las clases sociales. Él ha sido y será lo mejor que me ha pasado en la vida.

Tash estaba boquiabierta,  no podía creerlo y acercándose  a su prima le dijo en voz baja.

—Maty querida,  te agradezco mucho la confianza pero,  me parece que no debieras contar cosas tan íntimas a nadie y mucho menos expresarte así, son asuntos muy privados y delicados, la gente es muy puntillosa y maliciosa, se amerita discreción absoluta, piensa que tienes un linaje, un prestigio que cuidar y que honrar y…

—¡Ay, por Dios Tash! A estas alturas de la vida, no me salgas con mojigaterías y prejuicios. Porque tú serás muy aristócrata, muy decente y muy discreta “mi reina” pero, tuviste hijos con Max y para eso tuvo que haber “lunita de miel”  o ¿no?

—¡Por supuesto! solo que…  ¡Max era un perfecto caballero!, educado, gentil, amoroso, delicado. ¡Un príncipe azul!  Nuestra unión fue mágica, algo tan dulce, tan tierno y además…   ¡El Contrato Matrimonial estipulaba hijos! pero tú,  tú lo haces lucir ¡Promiscuo! Y no fue así.

—Pues “conspicuo” tampoco fue queridita ¿Unión mágica y dulce? ¡Sí, cómo no! ¡“A otro perro con ese hueso”!  -bufó Matilda.

—Bueno ¡Es suficiente! ¡Basta de suspicacias! venimos a relajarnos un poco y pasarla bien,  a estar con la familia, a fortalecer nuestro cariño, nuestros lazos afectivos ¡Ven acompáñame! Vamos a caminar por el campo, a correr y si se puede ¿Por qué no? a trotar un rato,   ¡Anda Maty, arriba!  -dijo Tash entusiasta.

Luego de ese ameno convite no volvieron a verse, Tash no supo jamás del infarto fulminante que apagó la vida de su prima, pero el recuerdo del cielo pulido en azul y espumado con nubes de encaje; de la brisa danzando con las lacias ramas del fatigado sauce, bajo el cual se tendieron a charlar, le calaba de gracia el corazón.

Hoy, Natasha y Jesús viven al final de una alameda bordada de adoquines, poseen una casa de verde jardín dónde el pródigo sol calienta sus osamentas, dos arcos y una columna de mosaico veneciano en tonos cobre enmarcan la estancia; anchas losetas color arena suavizan la duela castaña de la recámara y del discreto vestidor, una lámpara de vidrio soplado en la sala de estar, derrama luz ámbar sobre la caricia de la alfombra, los mullidos almohadones y la gamuza tabaco de dos mimosos poltrones, donde ellos pasan blandas horas degustando sentimientos, reposos, bocadillos deliciosos, postres celestiales, disfrutando.  Él, la hace sentir como una reina y ella lo adora; conversan, se acarician, se besan, son “la pareja perfecta”; aunque últimamente él parece no darse cuenta que ella, está cada día más enferma y se siente más sola que nunca.

Una mañana se despertaron más tarde de lo previsto, él saltó apresurado de la cama, una importante reunión de trabajo lo requería muy temprano. Apenas y bebió un par de sorbos de café,  no tuvo tiempo para charlas ni arrumacos; solo le sonrió, le lanzó mil besos al aire y salió a grandes zancadas cerrando bruscamente la puerta tras de sí. Ella sentía una gran congoja en el corazón cada vez que lo veía alejarse.

Agobiada por sus crónicos temores suspiró profundamente y…  de pronto,  una voz en la salita de estar interrumpió sus pensamientos, en el televisor que Jesús olvidó apagar antes de salir, alguien estaba hablando, ella se acercó a la pantalla y vio el reflejo de su rostro como en un espejo implacable, su imagen se fundió con otro rostro que reconoció ahí mismo. Era un documental sobre la aristócrata familia de damas como ella; de abolengo,  rubias, esbeltas, de larga cabellera, educadas, de excelente carácter, inmejorables como amigas y compañeras, leales, fieles, expertas nadadoras, muy calificadas en eso de criar y cuidar niños, propios y ajenos.

¡Vaya sorpresa! ¡Sí! Estaban hablando de sus antepasados, sabían todo de su noble familia, el árbol genealógico, la historia, hazañas, herencia, hasta padecimientos y el linaje de su apellido escrito impecablemente: Goldenretriver, Natasha estaba encantada, sin despegar los ojos del televisor gritó jubilosa:

— ¡Por supuesto! Soy Natasha Goldenretriver,  from Scotland; es mi nombre y por lo tanto “mi programa”. ¡Ay! ¡Qué pena que Jesús no esté aquí! me hubiera encantado verlo juntos. —Lamentó con nostalgia.

Siguió atenta hasta que el presentador cerró el programa opinando lo fantástico y beneficioso que es contar con la invaluable compañía de  una “mascota” de buen carácter, fiel, leal y cariñosa para los seres humanos.

Quedó impactada, no podía creer lo que acababa de escuchar, se mantuvo un largo rato tratando de poner en orden sus ideas.       
                                                 
— ¿Una mascota? ¿Una mascota?  —se preguntó una y otra vez. ¿Por qué, nadie me dijo sobre la  mascota de la familia? o ¿Acaso lo olvidé?

Tenía que reconocer que había perdido un poco la memoria y que a veces sin tener certeza de algo, se apoyaba solamente en sus propias percepciones y la sensación de ser esposa,  amante o amiga íntima, cercanísima de Jesús era innegable; lo sabía en su corazón como novio,  prometido o pareja tal vez, eso era un hecho.

Por otro lado, se daba cuenta que la familia no mentía, ella estaba padeciendo alguna alteración mental, tal vez Alzheimer o demencia senil y eso explicaba por qué estaba olvidando quién era  Jesús en su vida; tenía que aceptar en ese momento de lucidez, que estaba realmente enferma y que su fiel amado, tierno,  amoroso, siempre a su lado, solo en espera de su voz para atenderla y pendiente de…
¡WOW! ¡WOW! ¡WOW! ¡Dios santo!  ¡Jesús es mi mascota! —dijo con sorpresa.

Sus ojos color miel, se llenaron de ternura con los recuerdos del amor categórico que Jesús le profesaba, ya no quiso pensar más; su corazón seguiría sintiendo lo mismo por  él y punto, si bien resultaba terrible y escandaloso para la familia,  que su enfermedad la hubiera sustraído de la realidad, al punto de amar entrañablemente a su “mascota”, también era una gran verdad  que ese amado ser,  benevolente y maravilloso había aligerado todos sus males. 

Natasha ahora estaba cierta  qué,  su fiel Jesús ignoraba su condición canina él, ¡No sabía que era un perro!  Y ella, por ningún motivo lo sacaría de su error, a estas alturas de la vida, ¿hacerlo sentir solo una mascota? ¡Jamás, no sería justo!


Abrumada por la revelación que la vida acababa de brindarle,  dejó de lado sus pensamientos, unió su viejo silencio al nuevo silencio del breve espacio sin Jesús; sintiendo que sus piernas no soportaban más el cansancio de su cuerpo, sus rodillas temblorosas cedieron hasta dejarla echada al ras del piso, ahí, se armonizó con desenfado en la mullida alfombra, lamió con insolencia sus patas delanteras gimiendo con alivio y cerrando sus melancólicos ojos, se quedó profundamente dormida.

viernes, 5 de diciembre de 2014

Una decisión inesperada

Sonia Manrique Collado


El profesor Víctor salió de su casa poco después de las tres de la tarde. Su clase empezaba a las cuatro y necesitaba casi una hora para llegar a su destino. Esperó unos minutos en el paradero hasta que llegó la combi. Subió y tranquilamente se sentó en un lugar donde el sol no era muy fuerte. El sol de Arequipa es dañino y las personas tratan de evitarlo usando sombrillas, gorros y sombreros. Muchos usan lentes oscuros también.

Media hora después el profesor Víctor llegó a la avenida Ejército. Bajó de la combi y cruzó a fin de tomar la siguiente. Tuvo suerte y pudo abordar una de las tantas que pasan por ahí. Esta vez no pudo evitar el sol porque el único asiento disponible estaba para ese lado. Se sentó y deseó que el vehículo partiera de inmediato,  quería llegar temprano. Eran días muy ocupados. Esa tarde, aparte de con Manuel, tenía clases con Fernanda, Javier y Marcos. Ellos viven en diferentes lugares muy distantes uno del otro.

El profesor Víctor se jubiló hace algunos años pero sigue trabajando de manera particular. Él no tolera estar en su casa todo el día, pues se aburre. Además, necesita el dinero: su pensión es baja y no le alcanza para solventar sus necesidades. En general se siente muy satisfecho en su trabajo. El único problema es cuando los alumnos cambian de planes y no le avisan. Ha sucedido a veces, eso le causa grandes problemas porque se ve en medio de la calle sin saber qué hacer.

El profesor Víctor bajó en la esquina de la urbanización El Bosque y empezó a caminar. Miró su reloj: estaba a tiempo. Recorrió tres cuadras y al llegar a la casa de Manuel, de inmediato tocó el timbre. No hubo respuesta, esperó unos segundos y volvió a tocar. Nada. Empezó a sentirse angustiado, ¿lo habrían dejado plantado otra vez? Ya había sucedido antes pero él les dijo que no lo volvieran a hacer pues le causaban muchos problemas. Tocó una vez más, entonces escuchó una voz:

─No hay nadie en la casa ─dijo el vigilante.

─¿No hay nadie? Pero no puede ser, me citaron a las cuatro.

El vigilante se encogió de hombros y se alejó. El profesor Víctor sintió que el mundo caía sobre él. Sacó su celular y marcó el número de la madre de Manuel. No hubo respuesta. Ahí estaba, muy lejos de su casa y sin poder pensar con claridad. Su siguiente clase era a las cinco y media. Volvió a marcar el número con igual resultado. Empezó a sentir el dolor en sus piernas; no puede estar de pie mucho tiempo debido a la secuela de una enfermedad. Caminó hacia la esquina en estado de total confusión, ¿dónde iría? El sol caía fuertemente y él experimentó una sensación de vértigo.  

Después de algunos minutos pudo cruzar la avenida. Pensó en Joaquín, el día anterior su mamá le había llamado pidiéndole por favor que le ayudara para un examen. Pero el profesor Víctor se negó, nada podía hacer: no le alcanzaba el tiempo. Empezó a caminar hacia la plaza, ahí hay bancas y necesitaba sentarse. La casa de Joaquín está al otro extremo de la ciudad, llegar ahí toma cerca de una hora. No tenía caso pensar en esa posibilidad. Llegó a la plaza y se sentó, algunos árboles atenuaban el efecto de los rayos solares. La mezcla de cólera e impotencia cedió un poco y el profesor trató de relajarse.

“No soy importante para nadie”, pensó. En los años que trabajaba como profesor particular varias veces lo habían dejado plantado. Sin embargo, le gustaba su actividad ya que le permitía estar en contacto con niños y ellos le contagiaban su alegría. Los consideraba parte de su familia y hacía cualquier cosa por ellos. Su boca dibujó una leve sonrisa. En ese momento sonó su celular y se apresuró a responder.

─¿Profesor Víctor? ─dijo la voz amable de la señora Marina, madre de Manuel.

─Sí, buenas tardes ─respondió él─. Estuve en su casa esperando.

─Hoy no va a poder hacer clases Manuelito ─dijo una voz despreocupada al otro lado.

─Eso me debió avisar ayer, señora ─dijo el profesor sintiendo una inmensa cólera.

─Entonces quedamos para mañana, profesor. Mañana a las ocho lo esperamos.

─Pero señora, me han hecho perder una hora de trabajo ─insistió él.

Ella ya había colgado. Miró su reloj, eran las cuatro y treinta. Tenía que hacer tiempo hasta las cinco para tomar la combi que lo llevaría a la casa de Fernanda. ¿Qué haría? Imposible caminar hasta la avenida Ejército. Sus piernas no soportaban más de diez minutos de caminata. En ese momento volvió a sonar su celular.

─¿Aló? ─respondió el profesor con voz desganada.

Escuchó una voz femenina, era la madre de Fernanda. Le dijo amablemente que ese día no podría hacer clases pues tenían cita con el dentista. El profesor Víctor hizo un gesto de hastío y estuvo a punto de estallar.

─Pero señora ─interrumpió molesto─, eso debía avisarme ayer. Yo tengo mi horario muy planificado. A última hora no se pueden hacer cambios.

─Disculpe, se me pasó. Lo esperamos el lunes a las seis. Hasta luego.

El profesor Víctor no podía creer lo que estaba sucediendo. “Es cierto”, pensó. “No soy importante para nadie”. El abatimiento lo invadió y en ese momento decidió que su ciclo había terminado. Miró hacia el cielo y notó que los rayos de sol se habían hecho débiles. El frío avanzaba rápidamente. Los cambios de clima son abruptos en esta ciudad.

Tomó su celular, lo abrió y sacó el chip. Se levantó de la banca dejando el aparato ahí. El celular era la única forma de comunicarse con él, no usaba Internet y sus alumnos no conocían su casa. Empezó a caminar y disimuladamente dejó caer el chip. Su cólera dio paso a la tristeza mezclada con alivio.

martes, 2 de diciembre de 2014

El mundo mágico de Ton

Juana Ortiz Mondragón


Sus sueños eran cada vez más extraordinarios.  Se veía rodeado de unicornios de diversos colores pastando en las verdes praderas. En las noches lo visitaban Alicia y El Sombrerero. Cuando se asomaba al patio de casa observaba al gato de Chesire aparecer y desaparecer entre los árboles frutales: mandarinos, cerezos, brevos y naranjos en flor llenaban la casa de dulces aromas. Solía jugar allí cuando era chico al escondidijo. Era un espacio de sesenta metros cuadrados, en el que había también flores y unas bancas de madera para descansar bajo la sombra. Algunos de sus  cuentos fueron inspirados por los colibríes y los azulejos que iban a nutrirse del néctar de las flores. Además de soñador, amaba la naturaleza, no comprendía en qué momento había empezado a confundir la realidad con las historias que leía desde que era chico.

Se llamaba Ton. Sus padres y conocidos lo llamaban “mil cuentos”, apodo que se había ganado con orgullo, debido al planeta que solía habitar, que poco o nada tenía que ver con el de la cotidianidad. Ton era un chico de veinte años, estudiante de literatura de una prestigiosa universidad al norte de Bogotá. Entre sus más preciados deseos estaba ser un reconocido escritor de novelas fantásticas y desde muy niño se había puesto en esta tarea. Como rutina leía muchas horas en el día y luego practicaba la escritura. Hacía salidas de observación por el campo y la ciudad, para nutrir su imaginación y los personajes de sus cuentos. Para él, el perro de María su vecina, tenía características fantásticas: podía tocar su cola con la nariz, perseguía gatos por cuadras sin cansarse y siempre dormía con los ojos abiertos como un buen perro vigilante. María era rolliza, de buen tamaño y rostro hermoso. Ton se había inspirado en ella para escribir su primer cuento infantil, llamado “La tía María”.

Pensando en otras cosas parecía no escuchar a las personas que estaban cerca a él. Así fue quedándose solo, rodeado por las palomas de la plaza principal y los ancianos que se sentaban en las bancas. Era este otro de los espacios favoritos, un lugar tradicional, de forma circular, adornado por una bella arquitectura italiana. Fresco para pasar las tardes de verano, vendedores ambulantes colmaban el lugar de un ambiente festivo. Las noches lo tomaban por sorpresa en el umbral de la puerta, contemplando la salida de la luna. Contaba ovejas de uno a mil hasta quedarse dormido y en sus sueños recorría montañas, lagos, castillos y parajes encantados. Lo acompañaban duendes y elfos, danzaba con las más hermosas princesas. Se despertaba con una sonrisa en el rostro y empezaba a escribir. Luego se marchaba a la universidad, lugar en el que su imaginación se expandía, a merced de Lewis Carroll, Edgar Allan Poe y los clásicos que sus maestros compartían con él. Ton trabajaba en las tardes en la biblioteca pública cercana a casa, incentivando a jóvenes y adolescentes por el camino  de  la lectura y  la escritura. Esta edificación, considerada como un importante patrimonio cultural era visitada diariamente por los habitantes del barrio. Un sitio antiguo de varios pisos, cubierto por maravillosos ventanales. Muy bien amoblado y provisto con las mejores colecciones infantiles, juveniles y  para adultos. Allí, tenía un taller de creación literaria  que se llamaba “Los duendes laboriosos”. Además de escribir, jugaban ajedrez y se divertían con otros pasatiempos que agilizaban la mente y la memoria.

Una mañana, mientras caminaba absorto en sus sueños y próximas líneas, se tropezó con una hermosa joven, que vestía un largo traje azul ceñido al cuerpo. El cabello ensortijado le caía a media espalda y sus ojos claros lo dejaron en shock. Ella se llamaba Alicia, veintiún años de caminar por el mundo y ahora deseaba seguir su camino con Ton.  Cariñosa como ninguna, Alicia  empezó a ser para Ton, inspiración y maravillosa compañía: recorrían la ciudad en bicicleta en las  tardes de verano, contemplaban el amanecer desde la montaña más alta, escribían a cuatro manos y cocinaban manjares. Pasaron unos maravillosos meses, de cuento quizás, pero se fueron estancando en la rutina, perdieron la esencia de sus personajes y decidieron cada uno continuar su vida por rumbos diferentes.

Ton quedó sumido en la soledad, que no le era extraña, ahora un nuevo sentimiento lo acompañaba, se llamaba amor. El haberlo perdido lo atormentaba un poco, pero al menos lo había conocido. Pasó días de encierro y  poca productividad, sentía que su don  se había marchado.  Una noche, todo fluyó como de costumbre y estuvo acompañado de los seres que tanto amaba. Caminó por verdes parajes y cabalgó en corceles blancos, como el caballero de un prestigioso ejército, pero herido por una mortal flecha, no pudo despertar jamás de ese cuento.