viernes, 5 de diciembre de 2014

Una decisión inesperada

Sonia Manrique Collado


El profesor Víctor salió de su casa poco después de las tres de la tarde. Su clase empezaba a las cuatro y necesitaba casi una hora para llegar a su destino. Esperó unos minutos en el paradero hasta que llegó la combi. Subió y tranquilamente se sentó en un lugar donde el sol no era muy fuerte. El sol de Arequipa es dañino y las personas tratan de evitarlo usando sombrillas, gorros y sombreros. Muchos usan lentes oscuros también.

Media hora después el profesor Víctor llegó a la avenida Ejército. Bajó de la combi y cruzó a fin de tomar la siguiente. Tuvo suerte y pudo abordar una de las tantas que pasan por ahí. Esta vez no pudo evitar el sol porque el único asiento disponible estaba para ese lado. Se sentó y deseó que el vehículo partiera de inmediato,  quería llegar temprano. Eran días muy ocupados. Esa tarde, aparte de con Manuel, tenía clases con Fernanda, Javier y Marcos. Ellos viven en diferentes lugares muy distantes uno del otro.

El profesor Víctor se jubiló hace algunos años pero sigue trabajando de manera particular. Él no tolera estar en su casa todo el día, pues se aburre. Además, necesita el dinero: su pensión es baja y no le alcanza para solventar sus necesidades. En general se siente muy satisfecho en su trabajo. El único problema es cuando los alumnos cambian de planes y no le avisan. Ha sucedido a veces, eso le causa grandes problemas porque se ve en medio de la calle sin saber qué hacer.

El profesor Víctor bajó en la esquina de la urbanización El Bosque y empezó a caminar. Miró su reloj: estaba a tiempo. Recorrió tres cuadras y al llegar a la casa de Manuel, de inmediato tocó el timbre. No hubo respuesta, esperó unos segundos y volvió a tocar. Nada. Empezó a sentirse angustiado, ¿lo habrían dejado plantado otra vez? Ya había sucedido antes pero él les dijo que no lo volvieran a hacer pues le causaban muchos problemas. Tocó una vez más, entonces escuchó una voz:

─No hay nadie en la casa ─dijo el vigilante.

─¿No hay nadie? Pero no puede ser, me citaron a las cuatro.

El vigilante se encogió de hombros y se alejó. El profesor Víctor sintió que el mundo caía sobre él. Sacó su celular y marcó el número de la madre de Manuel. No hubo respuesta. Ahí estaba, muy lejos de su casa y sin poder pensar con claridad. Su siguiente clase era a las cinco y media. Volvió a marcar el número con igual resultado. Empezó a sentir el dolor en sus piernas; no puede estar de pie mucho tiempo debido a la secuela de una enfermedad. Caminó hacia la esquina en estado de total confusión, ¿dónde iría? El sol caía fuertemente y él experimentó una sensación de vértigo.  

Después de algunos minutos pudo cruzar la avenida. Pensó en Joaquín, el día anterior su mamá le había llamado pidiéndole por favor que le ayudara para un examen. Pero el profesor Víctor se negó, nada podía hacer: no le alcanzaba el tiempo. Empezó a caminar hacia la plaza, ahí hay bancas y necesitaba sentarse. La casa de Joaquín está al otro extremo de la ciudad, llegar ahí toma cerca de una hora. No tenía caso pensar en esa posibilidad. Llegó a la plaza y se sentó, algunos árboles atenuaban el efecto de los rayos solares. La mezcla de cólera e impotencia cedió un poco y el profesor trató de relajarse.

“No soy importante para nadie”, pensó. En los años que trabajaba como profesor particular varias veces lo habían dejado plantado. Sin embargo, le gustaba su actividad ya que le permitía estar en contacto con niños y ellos le contagiaban su alegría. Los consideraba parte de su familia y hacía cualquier cosa por ellos. Su boca dibujó una leve sonrisa. En ese momento sonó su celular y se apresuró a responder.

─¿Profesor Víctor? ─dijo la voz amable de la señora Marina, madre de Manuel.

─Sí, buenas tardes ─respondió él─. Estuve en su casa esperando.

─Hoy no va a poder hacer clases Manuelito ─dijo una voz despreocupada al otro lado.

─Eso me debió avisar ayer, señora ─dijo el profesor sintiendo una inmensa cólera.

─Entonces quedamos para mañana, profesor. Mañana a las ocho lo esperamos.

─Pero señora, me han hecho perder una hora de trabajo ─insistió él.

Ella ya había colgado. Miró su reloj, eran las cuatro y treinta. Tenía que hacer tiempo hasta las cinco para tomar la combi que lo llevaría a la casa de Fernanda. ¿Qué haría? Imposible caminar hasta la avenida Ejército. Sus piernas no soportaban más de diez minutos de caminata. En ese momento volvió a sonar su celular.

─¿Aló? ─respondió el profesor con voz desganada.

Escuchó una voz femenina, era la madre de Fernanda. Le dijo amablemente que ese día no podría hacer clases pues tenían cita con el dentista. El profesor Víctor hizo un gesto de hastío y estuvo a punto de estallar.

─Pero señora ─interrumpió molesto─, eso debía avisarme ayer. Yo tengo mi horario muy planificado. A última hora no se pueden hacer cambios.

─Disculpe, se me pasó. Lo esperamos el lunes a las seis. Hasta luego.

El profesor Víctor no podía creer lo que estaba sucediendo. “Es cierto”, pensó. “No soy importante para nadie”. El abatimiento lo invadió y en ese momento decidió que su ciclo había terminado. Miró hacia el cielo y notó que los rayos de sol se habían hecho débiles. El frío avanzaba rápidamente. Los cambios de clima son abruptos en esta ciudad.

Tomó su celular, lo abrió y sacó el chip. Se levantó de la banca dejando el aparato ahí. El celular era la única forma de comunicarse con él, no usaba Internet y sus alumnos no conocían su casa. Empezó a caminar y disimuladamente dejó caer el chip. Su cólera dio paso a la tristeza mezclada con alivio.

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