miércoles, 24 de diciembre de 2014

El inusual fajo de papeles

Eliana Argote Saavedra


Sentado en un peñasco observaba el horizonte. Las olas rompían y lo salpicaban pero nada lograba distraerlo de sus pensamientos. Era una fría tarde de junio, Arturo acababa de llegar a una de las playas del litoral chalaco donde solía jugar de  niño; su cabello ensortijado se alborotaba con el viento, no traía maletas, solo una mochila con algo de ropa y sus ganas de comenzar de nuevo pero la duda lo asaltaba; cómo lo recibiría Rosa, su pequeña; tenía apenas cinco años cuando él partió, aun la recordaba sujetándose de sus piernas, con la carita triste y húmeda de llanto.

Luego de unas horas se armó de valor y comenzó a alejarse de la playa, la calle de casonas antiguas pintadas de blanco iba perdiendo prestancia para dar paso a los edificios de departamentos, sin duda la población había crecido; al llegar a la avenida no pudo evitar detenerse un instante para observar con sorpresa el tráfico intenso.

Decidió cortar camino ya que era inminente la llegada de la noche; lejos de la avenida, la calle lucía solitaria, “mejor así” pensó, no quería encontrarse con nadie; no, hasta ver a su familia. Caminaba distraído cuando de pronto, unos muchachos de mala traza aparecieron de la nada, venían en sentido opuesto y antes de que pudiera siquiera reflexionar sobre lo que tantas veces le había contado su esposa, respecto a lo peligrosa que se había vuelto esa zona, el grupo cruzó la calle y se acercó a él rodeándolo. No alcanzó a distinguir cuantos eran, cuatro, cinco tal vez; lo único que podía percibir era la actitud amenazante con que lo abordaron. Uno de ellos pasó el brazo por su hombro fingiendo saludarlo, no sin antes observar a todos lados, los demás permanecían firmes bloqueando cualquier ruta de escape.

Tío, una propinita pe –dijo el muchacho que aún lo tenía abrazado.

Arturo intentó apartarse pero no pudo hacerlo porque el hampón sacó una navaja.

Ya perdiste tío, mejor no te resistas porque te reviento aquí mismo.

Pueden buscar si quieren, no traigo nada de valor –respondió Arturo con la voz temblorosa.

Un golpe en la cabeza lo hizo perder el conocimiento. Enseguida lo rebuscaron sin encontrar absolutamente nada de valor, como aves de rapiña le quitaron los zapatos, cogieron la mochila y se perdieron por la calle vacía. Desde la esquina, un hombre de unos cuarenta años y aspecto sombrío presenciaba la escena intentando pasar desapercibido; daba un paso pero retrocedía y secaba el sudor copioso de la frente, los  anteojos oscuros que llevaba debían empañarse porque los retiró al menos tres veces durante el par de minutos que duró el asalto. Apenas vio a los delincuentes alejarse, sacó la pistola que tenía en la cintura del pantalón y avanzó con paso firme pero alguien sujetó su brazo deteniéndolo, él también estaba siendo vigilado por otros hampones que lo rodearon y al igual que a Arturo, le dieron una paliza quitándole todo lo que traía, incluida la pistola; antes de irse, uno de los maleantes metió la mano al bolsillo de su chaqueta y sacó una navaja, la pasó por la pierna del hombre dejando a su paso un hilo de sangre y le dijo: “Gracias” con una sonrisa irónica, mientras con la otra mano empuñaba el revolver apuntándolo para luego salir corriendo detrás de su grupo. El hombre de traje parecía no escuchar, solo miraba la herida de su pierna mientras su respiración se agitaba.

En casa de los Juárez la situación era desesperada, la madre que era la única fuente de ingresos llevaba un mes en cama por una artritis de rodilla y necesitaba comprar una prótesis para la operación; Ramiro, su único hijo, era un adolescente de dieciséis años, rebelde y retraído, situación que empeoró después de la muerte de su padre. Ella, con su enfermedad perdió totalmente el control sobre su hijo, sabía que andaba en malas juntas, casi no paraba en casa y solo llegaba a dormir; lo sabía porque cada mañana al despertar encontraba sobre la mesa de noche, una jarra de agua fresca y un vaso, y eventualmente uno que otro dulce.

A veces, durante la noche, cuando el dolor la despertaba, lo sorprendía al pie de la cama, sujetando su mano entre las suyas como cuando era pequeño y despertaba asustado por alguna pesadilla.

Aquella noche Ramiro entró a casa con los ojos inyectados, se movía pesadamente, tropezando con los escasos muebles de la sala; arrojó la mochila que traía y se dejó caer sobre la cama quedándose dormido en el acto. Una gotera del techo lo despertó, ¡Maldición! Exclamó, buscando el interruptor de la luz pero algo en el suelo lo hizo tropezar; cuando por fin pudo encender la bombilla vio la mochila en el suelo, en ese momento comenzó a recordar su “hazaña”, colocó una cubeta sobre la cama y comenzó a vaciar el contenido del morral: una camiseta, un pantalón, un par de libros, un porta documentos, una casaca enrollada de la que cayó un fajo de papeles, y un peluche; “tanta vaina para nada”, se dijo. Iba a tumbarse sobre la silla pero el muñeco llamó su atención, por un instante su rostro se iluminó, lo cogió con la punta de los dedos y se dirigió hasta la habitación de su madre, allí dejó el peluche, al lado de la señora Juárez que dormía tranquilamente luego de tomar las pastillas para el dolor que gentilmente le había conseguido su amiga Susana.

La lluvia caía menuda reflejándose a través de la luz artificial de los postes, Arturo, ya repuesto del golpe y sin zapatos deambulaba por la vía solitaria. A unas calles de allí, el otro hombre que había sido asaltado regresaba al lugar donde interceptaron al primero, cojeaba y su pierna sangraba; a cada paso contraía el rostro pero aun así apuraba su andar; al llegar y no encontrar a Arturo, palideció y sintió que su visión se oscurecía.

Aquel hombre había viajado en el mismo vuelo de Arturo; fue el primero en abordar el avión y ocupó uno de los últimos asientos; desde allí, ocultándose tras un periódico observaba disimuladamente a Arturo. Al llegar a destino, dos transportes de pasajeros se acercaron al avión para trasladarlos hasta la sala donde debían culminar con los trámites de desembarco, esperó que Arturo subiera en el primero y se trepó inmediatamente en el segundo, tras el chofer, cuidando de no perderlo de vista.

A esa hora de la tarde el frío comenzaba a arreciar pero el individuo parecía no sentirlo pues la piel blanca de su rostro estaba enrojecida y lucía húmeda de sudor. Una vez concluidos los trámites Arturo caminó sin prisa hasta la avenida y allí abordó un bus. El hombre de traje detuvo un taxi y le indicó al chofer que lo siguiera. Vio bajar a Arturo cerca de la playa, las pocas personas que deambulaban por allí eran pescadores que al parecer regresaban a casa con sus bolsas llenas, “este es el lugar perfecto” pensó y se detuvo a comprar un cigarrillo, terminaba de encenderlo cuando un grupo de niñas apareció de pronto bloqueándole el camino, quiso abrirse paso entre ellas pero la robusta mujer que las cuidaba extendió una vara impidiéndoselo, al ver el rostro iracundo de esta, se detuvo y decidió esperar que termine la larga fila de muchachas mientras buscaba con la mirada a Arturo que aparentemente había desaparecido.

Luego de unos minutos lo divisó sentado sobre una de las rocas, avanzó con paso firme pero un carro de serenazgo estaba estacionado en la plazoleta. Con expresión de rabia decidió esperar un momento más apropiado. Cuando Arturo luego de unas horas se introdujo en aquella calle solitaria no sospechaba que lo seguían y su persecutor no podía imaginar que unos ladronzuelos le impedirían llevar a cabo su cometido.

La mañana siguiente, Arturo, sentado en la banca de un parque pensaba, ¿qué podía hacer ahora?, ¿cómo presentarse así como si fuese un mendigo? Papi va a regresar en un año princesa, había dicho a su hija para que se suelte de sus piernas el día que partió, casi podía sentir en sus labios el sabor salado de las lágrimas de la pequeña cuando la besó al despedirse. Había conseguido un trabajo en otro país, podría ahorrar y darle a su familia una vida mejor, contaba con un título universitario que debería haberlo colocado en una buena posición pero solo había conseguido trabajos eventuales con sueldo mínimo. Cuando llegó a Estados Unidos y se embarcó en la camioneta que lo esperaba para trabajar en una hacienda como capataz, sonreía lleno de ilusión anticipando su regreso pero al llegar se encontró con una realidad muy diferente, era ilegal y sus empleadores se aprovecharon de ello para casi explotarlo, en la primera oportunidad que tuvo escapó pero su situación seguía siendo la misma, tuvo que trabajar en lo que fuera, a cambio de alimento y un lugar para dormir; no escribió más cartas a su esposa Susana y cayó en una profunda depresión por la situación extrema en la que vivía y porque aún a pesar de haber sido él quien decidió no tener noticias de su familia, no podía dejar de pensar cómo estaría haciendo su esposa para afrontar los gastos; Susana era una mujer responsable pero tenía un sueldo que apenas alcanzaba para cubrir las necesidades básicas, era él quien debía hacerse cargo pero se sentía derrotado, cómo decirle a su esposa que había fracasado, que no tenía casi ni para comer.

En el último trabajo que tuvo como camarero de un bar, conoció a Roberto; un hombre impecable en su vestir, siempre de traje, muy sociable y con modales refinados, era cliente asiduo y gastaba grandes sumas de dinero; eres mi paisano, le dijo al escucharlo hablar y simpatizaron inmediatamente, se han aprovechado de ti hermano, expresó dándole una palmada en el hombro cuando Arturo le contó su historia, es que eres muy confiado. Pronto se hicieron amigos, pero un día simplemente desapareció.

Al cabo de una semana sin embargo, volvió al bar cuando estaban por cerrar, como lo conocían no tuvieron reparo en servirle un whisky. Terminado su turno, Arturo se acercó a él y Roberto lo recibió con un efusivo abrazo, no creas que me olvidé de tu situación hermano, dijo, tengo algo para ti, somos paisanos y los paisanos deben ayudarse. Sacó de su maletín un sobre y se lo entregó, Arturo, sorprendido lo abrió, ¡un pasaje de avión! Exclamó; sí hermano, es para ti, para que regreses con tu familia, en Lima tengo contactos y puedo conseguirte un buen trabajo.

Los ojos de Arturo se iluminaron, no podía creerlo, ¡Gracias! Dijo ¡Gracias!, no sabes lo que significa esto para mí, no sé cómo voy a pagártelo pero te juro que lo haré; no tengo la menor duda de ello, respondió Roberto mientras le extendía la mano mirándolo fijo. Arturo estrechó la mano con fuerza y agregó sonriendo: ya ves, vale la pena confiar en la gente.

El día que Arturo partió, Roberto estaba en el aeropuerto, le resultó algo extraño encontrarlo allí pero se sintió afortunado, había conseguido un verdadero amigo. Ve y compra algo para tu niña, dijo Roberto extendiéndole un billete; pero es que ya comenzaron a llamar, replicó Arturo, recién es la primera llamada, aquí a la vuelta hay una tienda, ¡anda!, cómprale un muñeco, a los niños les encantan los muñecos insistió. Arturo titubeó mirando su mochila que había quedado en una de las sillas de la sala de espera; no te preocupes hombre, yo cuido tus cosas, corre que te queda poco tiempo.

Ya en el avión, Arturo escribió una nota a su esposa, sacó una foto del muñeco con el celular y la adjuntó al mensaje que decía: “para Rosa” dile que llego hoy.

En casa de los Juárez, Ramiro había regresado de la habitación de su madre, iba a acostarse pero el fajo de papeles en el suelo despertó su atención,  lo acercó a la luz y leyó: empresa...capital social… bono al portador… dólares… ¿Qué es esto? Se preguntó  y comenzó a pasar uno a uno, todos tenían la misma inscripción, cogió su diccionario y quedó atónito, era una verdadera fortuna. El corazón comenzó a latirle con fuerza, somos ricos, pensó, si pudiera cobrarlos…  Decidió esconderlos hasta averiguar algo más sobre el asunto y se acostó pero esa noche no pudo dormir. Apenas amaneció comenzó a alistarse, iba a salir cuando tocaron la puerta; buenos días señora Susana dijo a la joven mujer de rostro gentil que llegaba cada mañana a atender a su madre antes de irse a trabajar. Tras ella Rosa, una niña de ojos café y rostro dulce, sonrió tímidamente.

En la habitación estaba la señora Juárez con el peluche que su hijo le había dejado, la niña al verlo corrió hasta la cama y lo abrazó, Susana emocionada observó: discúlpela, es que su padre llegaba ayer y mandó la foto de un peluche que traía para ella y era idéntico a este.

Pero no ha llegado -dijo la niña con tristeza.

Pues ya llegará, tú no te preocupes y el peluche es tuyo -indicó la señora Juárez.

Arturo había llegado al parque frente a la casa donde vivía su esposa, estaba hambriento y completamente sucio, “estos desgraciados”, pensó al darse cuenta que en la mochila que le habían robado tenía el número de celular de Roberto, que él no tendría reparo en ayudarlo, recordó que su amigo prometió llamarlo pero tampoco tenía su celular y había olvidado darle la dirección actual de su esposa; tengo que calmarme, reflexionó, cuando esté en casa busco el teléfono del bar y ubico a Roberto, todo se va a solucionar.

Al cabo de unos minutos apareció un jardinero y pudo al menos calmar su sed con el chorro de agua de una manguera. Durmió y despertó varias veces sentado en una banca hasta que el sol comenzó a ocultarse, se armó de valor y tocó el timbre del departamento. Su familia lo recibió sorprendida pero entre abrazos y besos supo que todo estaría bien.

No estés triste por mi peluche papi, la señora Juárez me regaló uno igualito, mira.

Cuando vio el peluche aun con el ticket de compra quedó atónito, era el mismo que había adquirido antes de abordar el avión.

En ese instante, en casa de los Juárez, Ramiro le contaba a su mamá lo que había averiguado, “somos ricos mamá”, dijo abrazándola lleno de alegría, la señora Juárez acarició la cabeza de su hijo, esto es robado Ramiro, no podemos apropiarnos de algo que no nos pertenece, pero mamá, necesitamos el dinero, podemos comprar tu prótesis; sí, pero ¿A qué precio?, así no lo quiero hijo, debemos hacer lo correcto. Ramiro la miró decepcionado y salió dando un portazo.

Horas más tarde llegó Arturo con su familia a casa de los Juárez, la madre de Ramiro los estaba esperando; llena de vergüenza les confesó que su hijo era uno de los asaltantes que lo había interceptado la noche anterior despojándolo de sus cosas y devolvió la mochila a su dueño pidiéndole que no lo denunciara. Cuando Arturo revisó el contenido y vio los bonos quedó estupefacto, no tenía idea como habían llegado allí.

Ya en casa decidió llamar a Roberto, el timbre sonaba mientras en el noticiero aparecía el rostro de su amigo, no podía creerlo, “es él”, dijo dejando el auricular sobre la mesa, subió el volumen y alcanzó a escuchar, “…esta noche en Lima, ha sido capturado Roberto Contreras, quien fue acusado de sustraer bonos al portador aprovechando su cargo en la empresa Express Cómpany, con la intención de apropiarse de los mismos para su provecho personal…”

Es increíble -dijo Arturo al ver la foto de Roberto -¡los bonos!, entonces fue él, ¿pero en qué momento? ¡El aeropuerto!, fue en el aeropuerto cuando insistió para que compre el peluche, él se quedó con mi mochila, ¡Desgraciado! Solo me utilizó- murmuró con decepción.

A primera hora de la mañana acudió a la sucursal de Express Company en Lima y expuso su caso, esperaba aclarar todo pero la reacción de los ejecutivos de la empresa fue de desconfianza, incluyéndolo en las investigaciones lo pusieron a disposición de las autoridades, los acontecimientos se desarrollaron vertiginosamente y un abogado de oficio fue asignado para su defensa, en una semana se encontraba preso.

Para su sorpresa, en el reclusorio se encontró con Roberto, al comienzo intentó hablar con él, esperando que confesara librándolo de culpa, pero el hombre no accedió. Fueron pasando los días, la situación en la cárcel era insoportable, se vio envuelto en peleas, y a pesar de encontrarse en el ala de presos políticos, debía pagar por cada cosa esencial: una frazada, artículos de limpieza, ropa; cosas que le había llevado su esposa y que desaparecían “como por arte de magia”.

Se encontraba sumergido en una gran depresión pues no tenía con quien hablar, le había pedido a su esposa que no fuera a verlo allí y mucho menos que llevara a su hija, la desesperanza se fue apoderando de él y al cabo de un mes parecía un delincuente común: agresivo, siempre a la defensiva. La situación se tornó álgida cuando una tarde, al regresar del patio encontró en su celda, sobre un catre a Roberto Contreras.

¡Maldito! -le gritó mientras sacaba de entre su ropa una navaja, la misma que se vio obligado a conseguir para defenderse. 

El reo no se inmutó, lo miró con desdén y se volteó contra la pared.

¡Defiéndete maricón! ¿Ahora no eres tan macho?

Se acercó amenazante pero al hacerlo pudo ver la pierna de Roberto que había quedado al descubierto, estaba oscura y de la herida que exhibía brotaba un líquido rojizo que parecía sangre; se detuvo en el acto y retrocedió para dejarse caer sobre su propio catre.

Se te está pudriendo la pierna,  ojalá se te caiga a pedazos –dijo mientras un sentimiento de impotencia lo invadía.

Al pasar de las horas pudo calmarse, cuando vio al celador le preguntó que pasaba con su compañero de celda; dice que lo asaltaron, respondió el guardián, que le clavaron una navaja y no pudo atenderse la herida y como tiene diabetes, la pierna se le está pudriendo, lo más probable es que se la corten.

La rabia fue cediendo en  Arturo, pidió que lo lleven a otra celda pero nadie le hizo caso, a la enfermería entonces, a un hospital, exigió; este hombre se va a pudrir aquí, pero nadie hizo nada, recién a los dos días se acercó el celador con un botiquín improvisado en una caja de zapatos y una botella de agua; si quieres puedes ayudarlo,  dijo entregándoselo.

En aquel lugar no había nada que hacer, Arturo decidió entonces atenderlo luchando contra el odio que sentía por aquel hombre, pero solo alcanzó a darle un par de antibióticos y pastillas para el dolor. Al día siguiente, cuando ya anochecía se presentó su abogado, hay un nuevo testimonio –dijo-  es posible que mañana salgas libre.

De regreso a su celda pensaba, tiene que haber sido él, hacía mil conjeturas sobre lo que le diría pero al llegar no lo encontró, solo estaba el celador, lo han trasladado al hospital, le contó éste, un médico lo ha visto, dice que le van a cortar la pierna.

A la mañana siguiente, cuando la puerta del reclusorio se cerró tras él, no pudo evitar las lágrimas que brotaban sin control, se sentó en la vereda cubriéndose la cara pero un auto se estacionó haciendo ruido, levantó la cabeza y vio descender a Susana, la pequeña Rosa bajó del auto y al ver a su padre se soltó y fue corriendo a acurrucarse en sus brazos.

Susana se acercó también y Arturo lloró como si fuera un niño, todo el miedo y la angustia que lo habían acompañado durante ese tiempo afloraban ahora. Se alejaron sin decir nada, el futuro era incierto, ¿podría volver a confiar en la gente?, ¡Quien sabe!

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