lunes, 25 de marzo de 2024

Blindada

Lucía Yolanda Alonso Olvera


Esta mañana Sara se levantó tarde, ha tenido unas semanas difíciles. Todos los fines de semestre se le carga el trabajo, ya que tiene que aplicar los exámenes finales a sus alumnos y calificarlos; además, debe leer y evaluar las investigaciones que les ha pedido a los estudiantes que tienen baja nota, para ayudarlos a aprobar la asignatura. Lleva más de veinte años dando clases de zoología en la universidad y le sigue pareciendo apasionante su labor como docente, no obstante, la carga académica es bastante pesada, ya que cada semestre tiene más estudiantes y debe actualizar los contenidos y los métodos de enseñanza.

Le encantan estos fines de semana que pasa con su marido y Dara, su hermosa perra Golden, en la cabaña en el bosque lejos de la ciudad. Ya siente la llegada de la primavera, el clima está cambiando y el sol sale más temprano. El día amaneció radiante, un trinar de pájaros la despertó y después de prepararse una taza de café bien cargado y una rebanada de pan integral con mermelada casera de guayaba, aún no se decide a ir al lago para alquilar el kayak y hacer una hora de remo. Es una actividad que le gusta y le permite, además de hacer ejercicio, reflexionar sobre su vida y disfrutar un hermoso paisaje. Ramón se levantó temprano, se ha ido al bosque a andar en bicicleta junto con Dara para que corra y se canse. 

Por fin decide quitarse el pijama, lavarse la cara y los dientes, ponerse el pantalón corto, una camiseta, las sandalias, untarse bloqueador en el rostro, el cuello y los hombros, encasquetarse el sombrero, colocarse las gafas de sol, coger su mochila en donde lleva los guantes, la cartera, el celular y el altavoz para escuchar música a buen volumen, mientras rema y salir contenta hacia el lago. De camino piensa que, entre las cosas que más le gustan de venir al pueblo los fines de semana, son el kayak, la tranquilidad de ir caminando a todas partes sin prisa y dejar el coche estacionado, ya que en la ciudad es imposible no usarlo y pasar horas en el inmundo tráfico diario.  

Navegando por la orilla del lago, se detiene sigilosamente a una distancia prudente para observar a un montón de patos que están reposando en un viejo muelle. Estos animales le gustan, los examina con detenimiento, le parecen simpáticos y versátiles, saben volar, caminar y nadar y siempre andan en grupo.

Ahí sentada apaciblemente en su embarcación, recuerda la última clase de zoología que impartió este semestre sobre el comportamiento de los piqueros de Nazca. Esas aves marinas un poco sosas y raras, que habitan cerca de las Islas Galápagos y en las costas de Perú, Ecuador y Colombia, que cuando son adultas suelen atacar a las más jóvenes, con las que no tienen parentesco. En la clase se discutió acerca de si este caso es una evidencia de que, en los animales, al igual que en los seres humanos, el abuso de menores es un comportamiento que puede ser transmitido socialmente. Fue interesante la reflexión que hicieron los jóvenes sobre el paralelismo entre el comportamiento animal, la xenofobia, el acoso, el rechazo y la crueldad humana.

En ese momento se le viene a la memoria la historia de Lena Gertrudis, una de sus mejores amigas en la secundaria, a quien vio por última vez, hace más de dos años, en el desayuno de las exalumnas del colegio.

Lena entró a la escuela de monjas el último año de primaria, y desde el primer día, fue objeto de burla, desprecio y acoso, por la mayor parte de las chicas de la clase. Y es que Lena era una niña que tenía un nombre horrible, pasado de moda, regordeta y cachetona, cuando en aquellos tiempos la mayor parte eran todas flacuchas. Además, tenía un comportamiento fuera de lo normal. Era y sigue siendo una de esas personas que dice lo que piensa, tiene pocos filtros y sobre todo es muy simple. Tiene una risa fácil y sin dobleces, si algo no le gusta lo dice sin temor, si le parece genial suele reírse, emocionarse y mostrar sus sentimientos, como casi nadie lo hace. Lena es una persona que incomoda a los demás por su franqueza, su sencillez, su forma de expresar cariño, siempre ríe y se enoja sin recato.

A Sara le gustó desde el primer día esa forma de ser de Lena, porque además ambas eran las más pequeñas del grupo. Se hicieron amigas y lo que Sara nunca entendió es que ella siguió siendo una compañera querida y aceptada, mientras que Lena sufría el rechazo, la discriminación y la burla de las más grandes, las líderes del grupo.

Sara recuerda el colegio de monjas, esa institución que tenía y sigue teniendo mucho prestigio en la ciudad. Religiosas francesas que llegaron al país hace ya más de cien años, y abrieron una escuela para «educar a las niñas bien de la capital».

Piensa que: «El ambiente era horrible. Las monjas en clase siempre enojadas, exigiéndonos que aprendiéramos todo de memoria y regañando y agrediendo físicamente a las alumnas en los recreos. Reprimiendo para que, desde pequeñas, nos portáramos como señoritas, incitándonos a la insidia, exhibiendo las debilidades de las menos aventajadas tanto física, como intelectualmente, provocando envidias y metiéndonos en la cabeza todos esos terribles complejos de clase y prejuicios sociales. ¡Qué pésima educación!, menos mal que no me aceptaron en el bachillerato y me pude ir a la escuela mixta y laica y después entrar a la universidad pública».

Recuerda las burlas espantosas que le hacía el grupo de las mayores de la clase a Lena, cuando levantaba la mano para participar y la maestra le daba la palabra:

—¡Lenagertruda otra vez no entendió nada, maestra! —gritaba Silvia, mientras Lena se levantaba para hablar.

Entonces, Lena, volteaba la mirada hacia el grupo que lidereaba Silvia, la más guapa y la más odiosa del salón, y le hacía una mueca con la boca y ponía bizcos los ojos. Y todas estallaban de risa y Silvia se enardecía y la molestaba cada vez más, así se escalaba la rencilla día tras día, y el acoso y la crueldad se exacerbaba, conforme pasaba el año escolar.

«Lenagertruda, Lengordura, Letruda, Gertrugorda, Gordalena, Lenageta». Esos eran algunos de los sobrenombres que Silvia y su pandilla le pusieron y con los que se ensañaban a diario gritándole en el salón de clase, en el patio de recreo o en los pasillos. Y las monjas y las maestras hacían como que no escuchaban y no pasaba nada. El acoso era tácitamente aceptado por todas.

Este trato nunca le pareció bien a Sara, le incomodaba. Desde entonces decidió estudiar biología, concluyó que es mejor convivir con animales que con personas como esas compañeras. Muchas veces llegó a pensar que ese trato le afectaba más a ella que a Lena quien simplemente las ignoraba y no les contestaba. Sus reacciones eran simples ante las ofensas: levantaba los hombros, hacía algunas muecas con la boca y ponía los ojos en blanco o hacía bizcos.

La familia de Lena vivía cerca de su casa, así que una vez que se hicieron amigas y descubrieron que eran vecinas quedaban por las tardes a hacer la tarea y a jugar tenis de mesa, ya que, el padre de Lena había instalado una mesa profesional en su cochera y se organizaban buenos torneos.

  

Lena tenía cuatro hermanas y dos hermanos. Su abuela materna y su tía Angelina vivían en una casa grande, al lado del hogar de sus padres, y como era la hija mayor, desde chica la mandaron a vivir con ellas, porque en la casa familiar no había sitio para tantos hijos. La vida de Lena era diferente a la mía y a la de sus hermanos, ya que era como hija única, convivía con dos ancianas amorosas e indulgentes. Ella les daba alegría y a cambio la consentían y le permitían hacer lo que le daba la gana. Todo lo que hacía les causaba gracia.

Fue entonces cuando tuve mi primera amiga que gozaba de una habitación propia y me invitaba a quedarme a dormir. Solíamos echar el cerrojo de la puerta, charlar toda la noche sin que nadie nos molestara, fumando y tomándonos unos whiskys de una botella que Lena había extraído clandestinamente de la bodega de la abuela. Ahí le pregunté qué sentía acerca del rechazo, la burla y el acoso que vivía en la escuela, le pregunté; ¿por qué no peleaba y exigía que la trataran bien?; o pedía a sus padres que la cambiaran de colegio.

Me explicó que eso no tenía la menor importancia en su vida. No le afectaba lo que las chicas grandes pensaban de ella, ni su prejuicio hacia su nombre. Ella se llamaba Lena Gertrudis, en honor a su bisabuela alemana Gertrudis, quien no pudo escapar de la Alemania nazi y murió en un campo de concentración.  Para salvar a sus hijas, Gertrudis las llevó a casa de su hermana Lena, para que escaparan juntas a Francia y luego emigrar hacia América. Así fue como su abuela y Angelina llegaron a México con su tía Lena.

También me explicó que su nombre era motivo de orgullo, como su abuela y Angelina le repetían a menudo. Muchas veces las tres charlaban acerca del dolor y la penuria que pasó su bisabuela antes de morir, y de la tía Lena al dejar a su hermana en ese infierno. Estaban convencidas de que ningún sufrimiento, preocupación o desilusión que ella pudiera pasar ahora, podía ser comparado con la historia de ambas mujeres, de quien había heredado el nombre y también la fortaleza.

Entonces entendí que Lena tenía un blindaje emocional, comprendí que su abuela y su tía Angelina le daban esa seguridad afectiva que ninguna niña podía tener a esa edad, y que esa historia familiar, aunada a las libertades y privilegios que gozaba con ellas, la hacían fuerte en ese hostil mundo exterior que era la escuela.

Con el tiempo, llegué a pensar que los padres de Lena les habían «regalado» a su hija mayor (o sea, a Lena), a ese par de ancianas, en recompensa por su trágica historia de vida, al haber quedado huérfanas y en el exilio desde pequeñas.

 

Al acercarse al viejo muelle, provocó que los patos levantaran el vuelo en bandada ofreciéndole un maravilloso espectáculo, para que un poco más adelante, se echaran un chapuzón en el agua y salieran a navegar de nuevo reunidos. Le gusta ver cómo nadan y flotan estos animales y cómo se desplazan tan rápidamente, mientras ella tiene que esforzarse con los remos, y muchas veces contra el viento para hacer su paseo.

Dejó de pensar en la historia de Lena, y disfrutó el resto del trayecto en el lago. Se sentía cada vez más acalorada por el ejercicio a pleno sol del mediodía. Para olvidar el cansancio decidió escuchar, a todo volumen, el disco Friday Night in San Francisco de Al Di Meola, John Mc Laughin y Paco de Lucía. Este concierto lo pone a menudo, para sincronizar cada remada con el ritmo de la melodía y atravesar el lago enfrascándose en la música.

Llegó a casa muerta de hambre. Ramón y Dara habían regresado antes de su paseo en bicicleta y él ya tenía la comida caliente y la mesa puesta. Charlaron acerca de sus respectivas mañanas deportivas, degustaron un buen vino tinto con un delicioso espagueti a la boloñesa. Sara le contó las reflexiones que hubo en el salón de clase sobre el comportamiento de los animales y la similitud con el caso de Lena en el colegio. Ramón le sugirió llamarla y comentaron que hacía mucho que no se reunía con ella.

Por la tarde, ya cansada, se sentó un rato en la terraza de la cabaña para terminar de calificar los exámenes de los alumnos y subir a la plataforma digital las evaluaciones finales. Tuvo que interrumpir esta tarea cuando empezó a anochecer y sintió una ráfaga de aire frío. Decidió apagar la computadora, meterse, servir dos copas de mezcal y tumbarse en el sillón del salón a leer su novela junto a su marido para tomar un merecido descanso, como les gusta hacer los sábados por la noche.

Antes de abrir el libro, se volvió a acordar de Lena y decidió asomarse desde su teléfono celular a su perfil de Facebook. Hacía tiempo que no echaba un vistazo a la red social.

Observó las últimas fotos que Lena subió recientemente a su muro, en donde aparece con una sonrisa radiante acompañada de su hija y sus dos nietas. En la fotografía se ven dos preciosas niñas pequeñas de entre tres y cinco años, sentadas en las piernas de su abuela en un mullido sillón, mientras la hija de Lena sale sentada en el suelo al lado de los juguetes de las niñas. Reconoce al fondo el bodegón que pintó la tía Angelina y que estuvo colgado en la sala de la casa de la abuela.

Revisa el chat de Facebook y ve que Lena está conectada, decide escribirle un mensaje:

—Hola Leni, acabo de asomarme a tu muro y vi tu foto con tu hija y tus nietas. ¡Qué bien te ves! Están hermosas esas chamacas, han crecido mucho. Tu hija también se ve radiante.

De inmediato llega la respuesta de Lena:

—Hola Sara, ¡qué gusto que me escribes!, ¿cómo estás? Mis nietas son una maravilla, no te imaginas las alegrías que me dan y lo bonito que es ser abuela. Mi hija está contenta, pero agotada, porque las niñas son muy despiertas y exigen mucha atención. Estoy bien, ahí la llevo. Sigo trabajando y eso me ayuda. No paran de llegar casos al despacho, y a veces no nos damos abasto.

—Ando atareada este fin de semestre calificando exámenes y terminando los trámites para entregar las evaluaciones finales. Disfruta a tus nietas, los niños crecen rápido. Me da gusto saber que estás contenta y disfrutando ser abuela. Hoy pensé en ti.

—Qué bueno que sigues dando clases en la universidad. Me alegra que te hayas acordado de mí. También te recuerdo, Sara. Lástima que no vivamos en la misma ciudad y es difícil vernos. ¿Por qué te acordaste de mí?

—Me acordé de tu abuela y tu tía Angelina y de esa vez que me contaste el origen de tu nombre y las razones por las que nunca te importó el rechazo de las niñas de la escuela.

—¡Guau, Sara!, ¡qué buena memoria tienes! Esas noches que te quedabas a dormir en casa tuvimos tiempo para ser las mejores amigas. Esa versión que tenía del acoso escolar ha cambiado. Ya de mayor me di cuenta de que sí me importaba y que me marcó mucho.

—¿De verdad te importaba? Siempre decías que no te afectaba que las chicas te trataran con ese desprecio y te hicieran tanta burla.

Lena deja unos minutos pasar antes de contestar.

—He entrado recientemente a terapia y he reconocido que sí me afectó. Mi abuela y mi tía Angelina con su infinito amor y protección me convencieron de que era inmune a cualquier ofensa, acoso o decepción, tan solo por llamarme Lena Gertrudis.  Ahora en la terapia he aceptado que tanto desprecio en la escuela me marcó y tuvo sus consecuencias: algunas buenas y otras no tanto. Aunque, en su momento, todo lo que dije en ese desayuno hace dos años fue verdad.  ¿Recuerdas lo que dije?

—¡Claro, como no lo voy a recordar! Nadie olvidará ese desayuno. Quedaste como una reina con esa respuesta.

—Mi vida ha estado difícil, Sara. Me divorcié el año pasado de mi segundo marido, ya te contaré la historia. Iré en menos de un mes a visitar a mi madre, te busco a ver si comemos juntas. Te mando abrazos querida, gracias por escribirme.

—No sabía nada del divorcio, lo lamento Leni. Avísame con tiempo cuando vengas y apartamos la fecha para vernos y platicar. Abrazos con cariño.

Le ha dado gusto haberla contactado. No tenía idea de su segundo divorcio, nunca le llamó para contarle. Ese Roberto con el que se casó, a Sara jamás le gustó.

De repente, rememora el desayuno de exalumnas del colegio hace dos años. Fue en el Club France en un hermoso salón que rentaron las organizadoras. Ya estaban todas sentadas a la mesa, y antes de empezar a comer, Silvia pidió tomar la palabra.  Se puso de pie y dijo:

—Me alegra que estemos aquí reunidas. Quiero aprovechar, antes de empezar a disfrutar el desayuno, para pedirle a Lena, mis más sinceras disculpas por tantas actitudes de acoso y de rechazo que tuve hacia ella. Una de mis nietas, que recién entró a la primaria, ha sido víctima de burla y maltrato y la ha pasado muy mal, y he recordado lo cruel que fui con Lena. Me siento muy culpable. Por favor discúlpame por haberte ofendido y haberte lastimado tanto —concluyó muy apenada viendo a Lena directamente a los ojos.

Luego se levantaron también Rosa, Sandra y Gabriela y las tres le pidieron disculpas por haber secundado a Silvia. Fue un momento bastante emotivo que nadie esperaba. Entonces Lena se puso de pie y dijo:

—Chicas, acepto de corazón sus disculpas, pero en verdad sus muestras de rechazo jamás tuvieron la menor importancia en aquella época de mi vida y aquí está Sara, sentada a mi lado, y quien siempre ha sido mi amiga, para atestiguarlo. Sus malos tratos y su desprecio nunca los tomé en serio. La historia de mi bisabuela y de mi abuela fue muy dolorosa, y desde pequeña mi familia me enseñó que soy una persona amada y afortunada y que ningún sufrimiento puede equivaler a lo que ellas pasaron. Sin embargo, ya de mayor reflexioné acerca del desprecio y las ofensas de las que fui objeto y decidí estudiar derecho, para defender a las personas que sufren acoso, como ahora lo padece la nieta de Silvia. Me hice abogada litigante y desde que terminé la carrera me dedico a ayudar a mujeres y hombres maltratados, generalmente por sus maridos y esposas, para lograr divorciarse. No se pueden imaginar la cantidad de casos que he resuelto. A veces pienso que ese fue mi karma y gracias a este, en mi vida profesional apoyo a víctimas de la violencia familiar. No se preocupen chicas, yo no les guardo rencor, sus actitudes me sirvieron para definir mi vocación y mi labor en la vida.

Cuando terminó de hablar, se hizo un silencio sepulcral, hasta que alguien gritó:

—¡Salud por Lena Gertrudis y que viva la paz y la armonía!

Todas levantaron el vaso de jugo de naranja, que ya estaba servido en las mesas, brindaron y se distendió el ambiente.

 

Está satisfecha y feliz con los resultados del semestre que concluyó. Todos los alumnos aprobaron la materia con buenas notas, algunos tuvieron que presentar trabajos de investigación que le costó calificar, pero hubo tres muy interesantes sobre comportamiento animal. Asimismo, las evaluaciones que hicieron los alumnos de su curso fueron muy positivas. La Secretaría Académica de la facultad le ha autorizado los ajustes que presentó al programa de su asignatura y que empezará a impartir el siguiente semestre. Ha incluido dos nuevos apartados para tratar temas relacionados con la bioética. Los chicos manifestaron interés por seguir aprendiendo y debatir sobre los conflictos de valores en la conducta de los animales, así como las implicaciones bioéticas en el empleo de animales en la experimentación e investigación. Será un nuevo reto académico para Sara abordar estos aspectos en su cátedra.

Está preparando todo para irse de vacaciones a Australia con su marido. Van a visitar a Emma, su hija, quien está cursando el doctorado en neurociencia, en Melbourne. Ambos se sienten emocionados por el reencuentro, ya que hace un año que no la ven. Lo que le pesa del viaje es dejar a Dara en la pensión de perros, porque estarán un mes sin ella. Desde que Emma se fue de casa, Dara pasó a ser la consentida. De nuevo piensa que le gustaría ser abuela, como Lena, pero ella fue madre mucho tiempo después que la mayoría de sus compañeras de la escuela, y su hija aún es joven y ni siquiera tiene novio.

Antes de su partida, tuvo ocasión de comer con Lena y se pusieron al tanto de sus vidas.

Su amiga le contó que terminó divorciándose de su segundo marido, después de siete años de casados, y lo peor fue que el motivo resultó ser el mismo por el que se divorció del padre de sus hijos. Otra vez fue víctima de mentiras y traición y acabó descubriendo que este hombre tenía otra mujer desde hacía algunos años. Lena le confesó que pensaba que su karma no tenía fin y que ella vino a este mundo para ser repudiada en todas las etapas de su vida.

Pero lo que más le sorprende a Sara, es que ella jamás se da por vencida, siempre se repone y se plantea nuevos proyectos. Es una mujer con un blindaje emocional espectacular. Ahora se ha propuesto abrir un centro de capacitación sobre temas de derechos humanos y erradicación de la violencia para que las escuelas envíen a sus docentes a formarse y eviten que se siga reproduciendo esta cadena de rechazo, maltrato, daño y sufrimiento psicológico desde la educación primaria. Le propuso a Sara que le ayude en esta titánica tarea.

Sara se comprometió a auxiliarla en cuanto vuelva de sus vacaciones en Australia, para revisar la estructura y los programas de los cursos y la apoyará también en la selección de la planta docente para el centro. Se despidieron ilusionadas porque este proyecto será una buena oportunidad para acercarse, refrescar su amistad y trabajar juntas por una buena causa.

martes, 12 de marzo de 2024

Un acto de… amor

Érika Ramírez Levín

  

Prometí que nunca la visitaría y lo he cumplido. Tras varios años de altibajos, logré rearmar mi vida. Al fin tengo una relación sentimental estable que me ilusiona. He dejado de despertarme en las madrugadas empapado de sudor. Además, funcionó mejor de lo que pensaba eso de cambiar a una dieta vegana. ¿Por qué no pudo continuar así?

Hoy, al amanecer, tuve una sensación extraña en cuanto sonó el teléfono. Me notificaron que está enferma y le pronostican poco tiempo de vida. Quizás un mes o menos. Al colgar, una nube densa, negra, se infiltró por mis poros. ¿Qué hago con estos sentimientos que, de manera sistemática, enterré en lo más profundo de mi ser y ahora siento cómo me revuelven el estómago, ascienden por el esófago y se transforman en unas náuseas incontrolables?

Me tuve que reportar enfermo al trabajo. Vomité dos veces. ¡Maldita sea! Dijeron que avisarían cuando falleciera, no antes. Como una película, cada detalle regresa a mi mente acosándome la cordura. Vuelvo a escucharla gritando que fue por amor. ¡¿Amor?! ¡Por eso está encerrada! ¡Que se pudra! Las arcadas ácidas me sorprenden otra vez. Brinco del sofá golpeándome la espinilla con el borde de la mesa de centro; duele hasta el alma, pero ahogo el grito por la salivación cada vez más abundante. Mi brazo izquierdo logra agarrar el respaldo de una de las sillas del comedor. Fijo la vista en el pasillo, mi objetivo está al final. Intento respirar profundo por la nariz y corro cojeando sin mirar las puertas de las habitaciones a ambos lados.

Si se viera el departamento desde arriba, parecería una gran te mayúscula. La cocina está en línea recta con la sala y en medio, opuesto al comedor, está el pasillo. Estoy sentado, con una manta sobre mis hombros, en el sillón de tres plazas que tengo por sala. De cara a mí, pegado a la pared, está un mueble blanco de los que llaman centro de entretenimiento, con múltiples cajones para guardar hasta lo que no recuerdo; ahí reposa una pantalla de cincuenta pulgadas y tres consolas de videojuegos. A la derecha ilumina la estancia una enorme ventana corrediza centrada en la pared color ocre. Cuando quiero ventilar el lugar, basta con abrirla junto con la de la cocina para que se forme una corriente con ráfagas de aire que desperdigan cuanto papel o adorno ligero se cruzan en su camino.

Mi novia pidió la tarde libre y llegó hace media hora. Está preparándome una infusión de manzanilla y hierbabuena. Me ha repetido que no hace frío, pero sigo temblando. Sé que está confundida, no la culpo. En este afán de dejar todo atrás, le oculté esa etapa de mi vida. Siento su mirada sobre mí. Volteo hacia ella y me sonríe por encima de la barra de granito marrón que divide la cocina de la estancia. Me sale una mueca extraña en un intento de regresarle la sonrisa.

—Necesito platicarte algo —le digo casi en un susurro.

—¡Espera, ya casi voy! No te oigo —replica en voz alta como todas las personas que, cuando no escuchan, hablan fuerte, al tiempo que se oye el tintineo de la cuchara chocar con la cerámica mientras vierte el agua caliente.

Despacio, sosteniendo con una mano el plato y con la otra la oreja de la taza, deja el té sobre la mesita de centro. El olor de las hierbas endulzadas con miel reconforta mi malestar. 

—¿Decías? —pregunta curiosa—. Ah, oye, antes, ¿llamo al médico? No entiendo qué fue lo que te pasó. Ayer comimos lo mismo, ¿qué te pudo haber hecho tanto daño?

—No, no, está bien —respondo de inmediato—. Bueno, no es que esté bien. Quiero decir que no fue comida lo que me afectó. Tengo… algo que contarte.

Se sienta en el sillón, a mi derecha, sin quitarme la vista de encima. Sube las piernas y las cruza en forma de mariposa acomodándose para quedar frente a mí. Toma un cojín y lo coloca sobre su regazo. Veo el reflejo negruzco de nuestros cuerpos enmarcados en la pantalla delante de nosotros y continúo:

—¿Recuerdas que te dije que mis papás murieron hace años? —le pregunto, sin rodeos, intentando encontrar un punto por donde comenzar; ella asiente en silencio—. Pues… fue mi papá el que falleció en ese choque; mi mamá sobrevivió.

—¡¿Por qué ocultarías algo así?! —me cuestiona incrédula y un poco molesta.

—Por favor, te pido paciencia —balbuceo. Tomo la taza de la mesa pues siento una sequedad amarga en la boca que intento aliviar con dos tragos del té humeante—. Todo tiene una explicación y te prometo que te hará sentido después de que sepas el porqué. Solo… dame oportunidad de…

—De acuerdo —me interrumpe con tono cortante, cruzando los brazos—, te escucho.

Noto la lengua entumecida y un poco adolorida tras haberme quemado con el líquido. Inhalo profundo, suplicando que el aire que ingresa me ayude a encontrar el valor que necesito para continuar. Exhalo lento y tremoso.

—Los tres éramos, lo que podría llamarse, una familia feliz. Mis padres se adoraban y yo era la envidia en la escuela porque eso no era muy común; a mi alrededor, por el contrario, se escuchaba más sobre divorcios, abandono, maltrato, ausencias.

»Todos los días, entre semana, mi mamá cocinaba el desayuno. Recuerdo que…

Una arcada me sorprende y jalo aire con desesperación para ahuyentar el malestar. Tomo otro poco de té. Esta vez soplo primero sobre la superficie parduzca, pues sigue muy caliente.

—Perdón —me disculpo incómodo—. Después de desayunar, nos daba en una bolsa de papel un pequeño refrigerio para que almorzáramos a mediodía.

En este punto, necesito volver a respirar profundo. Siento el estómago revuelto. Me levanto sin decir nada, voy hacia la ventana, la abro de par en par y agradezco el aire fresco que golpea mi rostro. Por fortuna, la panadería del otro lado de la acera no tiene el horno prendido; lo sé porque el olor me hubiera provocado más náuseas. La calle está tranquila y los pajarillos trinan efusivos, ajenos a mi malestar. Vuelvo a sentarme.

—Papá me llevaba a la escuela en las mañanas y, de regreso, cerca de las siete de la tarde, me recogía en el campo de fútbol para irnos a la casa. Los fines de semana hacíamos lo que, supongo, cualquier familia hace en sus días de descanso: íbamos al cine, comíamos fuera, visitábamos a tíos, primos o amigos, qué sé yo.

»Una tarde, después de la práctica, se me hizo extraño no ver estacionado su carro. Me dirigía hacia las gradas, buscándolo, cuando reconocí a José, su hermano menor, acercarse despacio con las manos metidas en las bolsas de sus jeans y la cabeza gacha. Tan pronto lo tuve enfrente y levantó la cara, distinguí sus ojos hinchados e inyectados de sangre. Me asusté muchísimo y solo atiné a preguntarle si todo estaba bien. Se soltó en llanto y me abrazó tan fuerte, que aún hoy puedo sentir sus brazos rodeándome.

»Me contó que, aprovechando que nos visitaba, papá había arreglado salir temprano de la oficina, ir por mi mamá a la casa, luego recogerlo a él de no recuerdo dónde y darme la sorpresa en la escuela para ir a cenar los cuatro. Cuando pasó el tiempo y mis papás no llegaron, mi tío indagó hasta que dio con el accidente donde un microbús de transporte público los había embestido por no respetar el rojo del semáforo.

»A partir de ahí, nuestras vidas se vinieron abajo. La recuperación física de ella fue rápida. Solo tuvo algunos golpes leves, pues el camión pegó del lado del conductor. Pero la mental… Como te decía, el carro recibió el impacto en el costado donde iba mi papá. Las puertas quedaron destrozadas y las ventanas hechas añicos.

»Con las migajas contadas por mi mamá de vez en cuando, los peritajes para establecer responsabilidades y lo que me explicó ese abogado…, ¿cómo lo llaman?, ¿abogado de accidentes? Bueno, de todo eso, logré armar una especie de rompecabezas que más o menos explica lo ocurrido.

»Después del golpe, ella volteó a su izquierda y vio a mi papá quieto, con la mirada hacia adelante, los brazos aún agarrando el volante y moviendo ligeramente los labios. Le preguntaba si estaba bien, pero él no respondía. Con cada pregunta aumentaba su desesperación al no recibir respuesta, hasta que supongo que se asomó para poder verlo mejor…

Mi novia se acerca un poco más a mí y toma mi mano con la suya. Acaricia con su pulgar mi dorso.

—Su rostro estaba desfigurado; la piel se estiraba hacia una gran protuberancia del lado izquierdo de la frente, como si al momento de irse inflamando, el bulto jalara el cutis deformando sus facciones. El abogado mencionó que la cabeza debió latiguear por el impulso de la colisión, pegándose con el marco de la ventana o con el cristal previo a estrellarse.

»Pero eso no fue lo peor. No sé si por la sangre o cómo, mi mamá se percató de que papá tenía un pedazo de cristal, de tamaño considerable, clavado en el cuello, cerca de la garganta. Y… me han dicho que fue por instinto… no estoy seguro. Ella me ha repetido, me ha asegurado, que solo quería liberarlo para que pudiera hablar; insiste haberse sentido invadida por una urgencia de ayudarlo al verle mover los labios y no emitir palabras. Que… por eso…

—Auuu —gime mi novia de forma sorpresiva—. Perdón, es que me apretaste la mano. Estás muy colorado. ¿Te sientes bien?

Veo mis dedos marcados en su mano y las uñas de mi otra mano clavadas en mi palma al abrir el puño. Tengo mucho calor, me quito la frazada de la espalda y cruzo los brazos.

—Sí, bien —espeto molesto.

—¿Entonces? Decías que te ha repetido que quería ayudarlo.

—Eso es lo que ha dicho todo este tiempo. Que necesitaba saber qué le quería decir y por eso… jaló el vidrio de su cuello. Lo que creo que ella nunca comprendió es que, al sacar el pedazo, terminó de desgarrarlo. La sangre prorrumpió a borbotones salpicando todo. Él… él no podía respirar, ¡se estaba ahogando! No sé cuánto tiempo estuvo así hasta que… bueno… hasta que murió. ¡¿Por qué no pidió ayuda?! ¿¡Por qué no se esperó?!

Mi respiración está demasiado agitada.

—Revivo ese momento como si yo hubiera estado ahí. De tantas veces que lo he imaginado, he visto la desesperación de mi papá intentando respirar, su angustia al sentir que el aire no llegaba a sus pulmones. No sé si habrá tenido la conciencia de que eran sus últimos momentos. Y a mi madre gritándole que le hablara, que le dijera algo, pero ¿¡cómo!? ¿¡Qué no vio que estaba sufriendo?!

Me doy cuenta de que mi novia me ve aterrada y me asusto. Intento respirar profundo una y otra vez para tranquilizarme. Con manos trémulas tomo la taza de té y doy unos sorbos; ya está tibio.

—¡Ay, amor! —alcanza a articular, angustiada, pero se nota que no tiene idea de qué más decir. Se acerca un poco más y me acaricia la espalda.

Respiro profundo y continúo.

—Pasaron dos o tres semanas en que se encerró en sí misma. No salía de su recámara, no hablaba con nadie, casi no comía. En las noches se despertaba llorando y gritando el nombre de mi papá, con una angustia y un dolor que no se lo deseo a nadie. A menudo la escuchaba murmurar preguntas como: «¿Por qué no me llevó con él?», o frases incomprensibles como: «No debió irse solo». Fue una época muy dura porque no pude vivir el duelo de mi papá al estar padeciéndola a ella.

»La tía Remedios, prima suya, me recomendó una tanatóloga y una psiquiatra que daban consultas a domicilio y, viéndolo en retrospectiva, fue cuando comenzó a salir de esa depresión en la que se había enclaustrado. No te voy a mentir, hubo días buenos, otros malos y algunos peores. Aun así, poco a poco, comencé a verla mejorar.

»Mi papá había dejado un seguro de vida que sirvió para costear estos tratamientos junto con una enfermera que estuvo con ella en el día mientras yo iba a la escuela. Dejé el fútbol a fin de estar más tiempo a su lado; era una persona mayor, ni modo de abandonarla. Luego de casi un año, resurgió de las sombras y, aunque no volvió a ser la misma de antes, recuperó algunas de las actividades que tenía previas al accidente. En especial, cocinar, que era algo que ella amaba.

»Noté que, incluso, se entusiasmó al descubrir que podía obtener nuevas recetas de internet. Creo que escuchó en algún programa de televisión a una chef recomendando su página. Me intenté embarrar de paciencia para enseñarle a usar la computadora; lo que fuera con tal de también recuperar mi vida que por su culpa había postergado.

»Al fin pude llorar la partida de papá. De manera paulatina, nuestras vidas se fueron reconfigurando en una rutina diferente pero funcional. Los desayunos y refrigerios regresaron a mi vida. Te hablo de que pasaron como tres años desde el accidente hasta este punto. Yo ya estaba en la universidad e intentaba combinar mis estudios con la socialización y mis entrenamientos deportivos que había dejado a un lado.

Suspiro.

—Me reconforta platicarle a la mujer que amo esta parte de mi vida. —Veo que ella me regresa la sonrisa y extiende su brazo para tomarme la mano—. Sigo extrañando a mi papá como si fuera ayer; me hace demasiada falta, aunque no sé qué hubiera pensado o hecho de haberse enterado de lo que pasó después.

Mi novia, confusa, se mantiene en silencio.

—A pesar de que nuestras vidas habían vuelto a la normalidad, existían momentos en que se perdía en sus pensamientos. Por ejemplo, mientras esperaba que algún guiso hirviera, se asomaba por la ventana de la cocina hacia el jardín y murmuraba frases o preguntas sueltas, como aquellas que solía repetir cuando recién ocurrió el accidente: «¿Por qué no me llevó con él? Pudimos habernos ido juntos. Debí haberme ido con él».

»Como vi que las cosas iban mejorando, comencé a ya no estar tanto en la casa. En el fondo, ahora que lo pienso, no quería estar cerca de ella. Incluso verla a los ojos me costaba trabajo. No sé, era extraño. Me daba coraje que me hablara como si nada. Sé que debía sentirme contento porque ella estaba recuperándose, pero…

Siento una oleada de furia arropar mi calma.

»Sus innovaciones en la cocina cada vez eran más notorias. Lo advertí en los refrigerios que me seguía mandando a pesar de que yo le decía que en la universidad había cafetería. Insistía en que me llevara la comida porque, según ella, era su forma de demostrarme que me acompañaba; quería asegurarse de estar cerca de mí. Como no quería enfrascarme en una discusión inútil, accedí.

»Una noche, cuando estábamos cenando, vi que tenía una curita en el dedo anular de su mano izquierda. Le pregunté qué le había pasado y un tanto nerviosa me respondió que se había descuidado al cortar la fruta. Me imagino que, por instinto, jaló la manga de su vestido hacia la mano en un intento de taparse. La tela se atoró con el anillo de la otra mano y se le descubrió el brazo. Tenía la piel lastimada, con quemaduras o raspones, no logré ver bien, porque con éxito volvió a jalar la tela e insistió en que no era nada de importancia. No quise alarmarme y decidí creerle.

—¿En serio no hiciste nada? ¿No la llevaste al médico? —me frena mi novia, impaciente.

—Te estoy diciendo, no quería preocuparme de más y, en general, ella se veía bien. Pensé que le daba pena que me diera cuenta de lo distraída que estaba —objeto molesto por su acusación y nos quedamos un momento en silencio; respiro profundo—. Ya sé… ya sé. Solo acuérdate del tiempo que pasó para por fin estar en ese punto. Lo que menos quería era siquiera pensar en alguna recaída o peor.

Mi novia sacude la cabeza y guarda silencio. Logra ponerme nervioso, por lo que tomo la taza y bebo el resto del té. Para este momento ya está frío. No sé cómo postergar más el relato, así es que prosigo:

—Algunos días después, casi lograba escabullirme a la escuela cuando apareció por la puerta de la cocina para darme la bolsa de papel con mi almuerzo. Vi que rengueaba y apretaba los labios en un ademán como de dolor. Le pregunté si estaba bien. Me respondió que le molestaba un poco el talón. «Aflicciones de vieja, ya sabes». Me sonrió y terminó de regresarse a la cocina. Fue en ese momento cuando empecé a pensar que algo me ocultaba.

—¿¡Apenas?! —reprueba mi novia con voz chillona y, de manera simultánea, se tapa la boca con ambas manos—. Perdón, ya, perdón… sigue.

Pongo los ojos en blanco. ¡No tiene idea de nada y de todos modos me critica! Me resigno a concluir la historia, aunque noto que mi estómago me comienza a atormentar y unas náuseas ligeras se asoman desafiantes. Dicen que el cuerpo tiene memoria y hoy compruebo que es cierto.

—Mi apuesta, después de ver las heridas, era que se estaba haciendo daño ella misma. Leí que esa es una forma que tienen algunas personas para expresar una situación emocional que los está destrozando por dentro. Algo así como que necesitan sentir otro tipo de dolor porque no son capaces de enfrentar sus sentimientos y entonces recurren a autoinfligirse lesiones que les generan una paz momentánea.

»Antes de enfrentarla o pedir otra vez ayuda, precisaba de pruebas. Con apoyo de un amigo, amante de la tecnología, instalé unas pequeñas cámaras en la cocina a fin de monitorear cuándo recurría a lastimarse. Ya que tuviera una o dos tomas podría ir con la psiquiatra para que me ayudara a determinar el mejor plan de acción. Mi error fue estar revisando el celular en la universidad, con amigos y conocidos alrededor. Ya sabes, en la carrera de Comunicación los curiosos sobran.

—¿Tu error? —me preguntó desconcertada.

—Sí, porque en cuanto vi lo que hizo, en cuanto entendí —y ese «entendí» lo remarqué fuerte y claro—, lo que hizo esa mañana antes de darme la bolsa de papel con mi almuerzo, perdí la razón. Mi mente se nubló a tal grado que todo me daba vueltas, volví el estómago y creo que hasta lloré. Necesitaba respuestas y, al mismo tiempo, no quería volver a saber nada de ella. ¿¡No le bastaba con haberme arrebatado a mi papá?! Jamás, escúchame, jamás había experimentado algo similar en toda mi vida. De ahí, tengo borrados algunos episodios. No supe cómo llegué a mi casa, solo recuerdo estar frente a ella, gritándole mientras le mostraba los videos en el celular, viendo su cara estupefacta y tan pálida que creí que se desmayaría.

—No entiendo…, ¿qué viste? ¿Qué había en los videos? —me cuestiona intentando comprender.

Me levanto del sillón y voy hacia el mueble de la televisión.

—Todavía la escucho berrear suplicante: «¡No quería que estuvieras solo! ¡Te juro que lo hice con amor, para acompañarte siempre, porque ya habías perdido a tu papá! ¡Tienes que creerme, hijo!» —le sigo contando mientras camino arrastrando los pies sobre la alfombra.

Abro el cajón de hasta abajo y saco un periódico amarillento y maltratado. Despacio, como si pesara una tonelada, lo llevo hacia ella. Unas lágrimas me acompañan en el camino. Era el diario que la facultad publicaba en esa época. 

—En todos estos años no he logrado reconstruir bien lo que pasó después de eso. Supongo que los compañeros, aprovechando que me conocían y que el morbo siempre vende, publicaron la nota.

Mi novia agarra el periódico sin quitarme los ojos de encima. Luego, baja la mirada hacia el titular con las letras más grandes de la página y ahoga un grito.

«“Unidos” por la comida: Cada mañana, una madre preparaba el almuerzo con pequeños trozos de su propia carne para, afirmó ella, estar más cerca de su hijo».