martes, 29 de noviembre de 2016

¿Quién eras Martín?

Maira Delgado


¡Nooo! Tres años no fueron suficientes para conocerlo.

Martha salió sola del consultorio, con manos temblorosas, el rostro pálido; aquel sobre contenía la terrible respuesta que el corazón temía. Rompió en llanto por esas calles repletas de gente, cada uno llevando su propia cruz, sin importarle quién la observase. Se sentó en una desgastada silla de hierro oxidado por la lluvia y el sol, dejando que su cuerpo se desvaneciera hasta perder el aliento para sumirse en la más terrible pesadilla.

Nunca creí que todo diera un giro tan impresionante en una noche. Conocerte, Martín, en mi adolescencia, con escasos catorce años cambió mi historia para siempre. Eras el chico más dulce que había en el colegio, y te fijaste en mí, la más delgadita y apocada de la clase, mi peso no alcanzaba los cuarenta y cinco kilogramos haciéndome parecer menor que mis compañeras ya en edad de desarrollo, con cuerpos más voluminosos y estatura que aumentaba rápidamente; mas a pesar de ser tan guapo y asediado por todas, solo tenías ojos para mí.

Esta relación a escondidas de mis padres tan conservadores quienes pensaron siempre en que terminara la secundaria antes de ilusionarme con cualquier persona que pudiera alterar mis planes para el futuro, llenó de alegría mis tres últimos años en el colegio, tantas aventuras compartidas, detalles tiernos y la celebración de cada aniversario con el pretexto de salidas en grupo y acompañados por mi celestina Aurora quien vivió conmigo cada momento, ocultando a veces en su casa tus regalos hasta que se me ocurriera la excusa perfecta para traerlos a la mía sin despertar sospechas.

Ese día tan especial, la celebración de mis quince años, estuviste ahí, logré que fueses mi edecán, y asististe a la serenata de la noche anterior como un compañero más cuando en realidad fuiste quien organizó todo, cada canción tenía un significado especial para ti y para mí; cuando aprendiste a tocar guitarra hacías que soñara con ese momento; mis padres te conocían y aceptaban como mi amigo... De pronto un admirador en silencio (dirían ellos), mas no se imaginaban a su pequeña traicionando su confianza o desobedeciendo la estricta orden de papá de no involucrarme sentimentalmente hasta que él diera su permiso. Quería hacerles caso, pero tus dulces ojos me cautivaron, esas cartas de amor escritas durante la clase de francés, firmadas al final con un Je t’aime me ponían a soñar noches enteras contigo y cada osito de peluche sobre mi cama, recordando las caminatas en el colegio durante el descanso, en el patio de las flores donde el aroma se mezclaba entre tanta variedad de plantas,  me tomabas la mano por segundos de manera inesperada para no levantar comentarios entre los profesores y evitar que el rumor corriera y causara problemas en nuestro idilio.

Recuerdo ese paseo al río, el tan anhelado día del alumno, pudimos pasar la jornada entera juntos, nadando contigo por primera vez, con muchos alrededor pero nos sentíamos solos entre esa multitud, tú y yo hacíamos un mundo aparte en medio de decenas de personas; corriendo entre árboles y trepando para alcanzar aquellos mangos tan provocativos, comimos hasta saciarnos, nos recostamos luego sobre el pasto verde bajo esa sombra que nos ocultó un buen rato del ardiente sol de la mañana y de los curiosos que pasaban mirando a quienes veían haciendo de las suyas. La maestra Helena parecía comprendernos, pues a pesar de sus cuidados, pasaba por alto algunos detalles que nos delataban frente a ella, alguna vez oí decir que le recordábamos su época de infancia, cuando amar tan temprano era un pecado mortal y el más inocente sentimiento era digno de castigo por romper cualquier mandamiento, el que quisieran aplicarle para terminar en una paliza o un posterior y largo encierro; al parecer a ella también le tocó fingir muchos años cuando se enamoró del maestro Luis, ahora su esposo, quien esperó pacientemente para pedir su mano, pues las costumbres eran más severas en los tiempos de su juventud.

Lo sé. Mis padres planearon mi futuro sin contar conmigo, mis excelentes notas en el colegio, los hicieron soñar con verme convertida en una gran abogada que prolongara el prestigio del abuelo, mi padre se había esforzado para dirigir ese bufete pero deseaba que yo me hiciera cargo algún día, así que debía saber que mis próximos años los pasaría enclaustrada entre libros en la reconocida escuela de leyes de la Universidad de los Andes a muchos kilómetros de casa y por el tiempo que ellos establecieran mientras terminaba los estudios, postgrados, diplomados y demás títulos que habían elegido para mí.

Tal vez esa noticia fue la que más te impresionó, desde que oíste a papá esa noche, durante la cena de caridad para los niños del hospital, tus ojitos no ocultaron la tristeza, parecías decepcionado del tiempo juntos, como que todo quedaría en un recuerdo de la edad primaveral, también tú harías tu carrera en otro lado y poco a poco nuestros caminos se alejarían hasta hacernos olvidar el color de los amores prometidos y sucumbir en la costumbre de echar al baúl de los recuerdos cualquier historia hermosa pero sin trascendencia alguna en el porvenir asignado para cada uno de nosotros.

Ya llevábamos tres años juntos, yo a punto de cumplir los diecisiete y tú un año mayor que yo, ambos en undécimo grado, ya tendrías que pensar en el servicio militar si tus padres no lograban comprar tu libreta o no aplicabas a la universidad, te observaba en silencio, parecías obsesionado con la idea de escaparnos juntos o que algún suceso cambiara nuestro destino; al principio no creí que fuera importante pero día a día la preocupación invadía tu rostro y con tus besos y caricias ya más intensas me pedías a gritos que nuestros cuerpos se dejaran llevar por las hormonas y diese rienda suelta a mis deseos reprimidos de amarnos como locos antes de que el tiempo siguiera pasando y nos separaran para siempre.

Esa noche en casa de Isabel luego de la fiesta, de bailar muy cerca el uno del otro, por primera vez me dijiste que hiciéramos el amor; pensé que era efecto del cóctel de frutas con algo de licor pues tú siempre fuiste tan respetuoso, jamás en tus cabales insinuarías algo como eso. Era un contraste entre la inocente relación casi infantil que sostuvimos todo este tiempo y el despertar de un deseo loco de pasar aún más los límites y explorar un mundo nuevo para ambos, creo que tus amigos te aconsejaron mal o tus hormonas se enloquecieron al cumplir los dieciocho; igual lograste confundirme, aunque te amaba, mis principios se anteponían a cualquier deseo, debía guardarme virgen hasta el matrimonio y eso sí lo tenía claro, no sabía a dónde ibamos a parar, por lo tanto no era sensato pensar en sexo contigo, pero me gustaba el juego de la seducción al que me inducías en cada uno de tus besos, ya no era ese inocente roce de labios que luego se escapaba hacia la mejilla o la frente, ahora tus manos estrujaban mi espalda, acercando más tu cuerpo al mío, de vez en cuando mis pechos te rozaban con sutileza excitándome por segundos hasta que la cordura me hacía volver y con una dulce sonrisa separarte haciendo cualquier chiste para enfriar el momento. Nunca supe si de verdad resistiría a tus encantos o hasta cuándo pararían tus insinuaciones; empecé a tener pesadillas en las madrugadas viéndote entrar en mi cuarto y meterte en mi cama, al principio solo para abrazarme pero luego besabas mi cuello hasta que me volteaba y los besos se hacían más intensos, poco a poco me quitabas la pijama hasta desnudarme, en ese preciso momento entraba mi madre y nos sorprendía, todo se volvía gritos y me despertaba sudando, por meses la pesadilla se repetió; jamás te lo dije para no empeorar la situación ni hacerte saber que también yo luchaba con mis deseos carnales como los llamaba papá.
Este último año juntos ha sido un tiempo de pasiones encontradas, por un lado tú ardiendo de deseo y acosándome con tus besos desbordantes, mis padres exigiéndome excelentes calificaciones y las pruebas de estado debían ser las mejores de la clase, mis sueños persiguiéndome por las noches, los maestros esperando sentirse orgullosos en unos años de su exalumna y mis amigas hablando de su primera vez, todas ya lo habían hecho, algunas tomaban píldoras anticonceptivas o practicaban el método del ritmo arriesgando su futuro por vivir intensamente el momento como decían ellas.

La noche de la graduación llegó, todo era perfecto, después de entregarles el deseado diploma de honor a mis padres y participar los allí reunidos del brindis oyendo el discurso del rector y los más destacados graduandos, sabía que mis padres me dejarían ir a la casa de Aurora a celebrar hasta el amanecer, podría dormir allá, sus padres cuidarían la fiesta y todos bailaríamos  disfrutando, entre lágrimas y risas recordamos los mejores y peores momentos juntos, prometimos reencontrarnos cada año nuevo en ese mismo parque frente a la casa de nuestra amiga para compartir experiencias vividas; en el fondo sabíamos que pasarían muchos años antes de cumplir esa promesa y que tal vez a algunos no los volveríamos a ver.

Cerca de las tres de la mañana, me tomaste de la mano y me llevaste afuera, fue tan natural que no opuse resistencia, ese auto rojo nos esperaba y tú ibas a conducir, me emocioné al verte tan seguro; me dijiste que daríamos una vuelta inolvidable, ya habías tomado algunas copas de vino y aunque yo no lo probaba me fascinaba sentir su sabor en tus labios, me subí encantada y encendiste el motor rápidamente, nos alejamos tanto, no recuerdo cuánto tiempo pasó desde que salimos, las cervezas bebidas en el recorrido me marearon un poco hasta que entraste en aquel motel, mis ojos se abrieron como farolas y empecé a temblar de frío, realmente estaba asustada, mas tus palabras fueron convincentes: <<No haremos nada que tú no quieras, solo deseo besarte un rato con calidez y que recuerdes esta noche para siempre>>.

Todo fue tan rápido, era el miedo a lo desconocido o la emoción de hacer algo indebido, ni siquiera tuve tiempo de reaccionar y negarme, confiaba tanto en ti, jamás creí que mi dulce Martín convirtiera su amor por mí en una obsesión desenfrenada por tenerme a su lado a toda costa. Entramos en aquel cuarto, para mi sorpresa, no sé cómo lo hiciste, habías decorado con velas y rosas, todo muy bien planeado, al principio sonreí y te besé, estaba emocionada pero debía mantener el control, mi inocencia o inexperiencia en el tema me hicieron creer que podía jugar con fuego sin quemarme, pero nunca pensé que era tu fuego el que ardía y no saldría ilesa esa noche. 

Me besaste con ternura y me recostaste con cuidado en la cama, todo era perfecto, un momento romántico con tu primer amor sería inolvidable; hasta que los besos ardían más que las velas, ahí te detuve: <<Esto es hermoso, pero no quiero ir más allá, por favor debemos irnos, ya es tarde y empezarán a buscarnos>>. <<¿Irnos? Pero si apenas llegamos, no te preocupes, nada malo pasará; ven tomemos una copa, compré este vino para este día, solo una y luego te canto un par de canciones>>; me convenciste y no sé qué tenía esa bebida, el final de la noche se volvió confuso, no recuerdo más detalles aunque me esfuerce en hacerlo, me desperté a las seis y estaba con ese vestido negro por encima de mi cintura, mi brassier se había soltado y mis panties no estaban en su sitio, me levanté asustada y ahí yacías tú desnudo, me sentí aterrorizada, al despertarte con violencia una terrible jaqueca te invadió, no sé si fingías o en realidad la sentías. Al escuchar tus palabras mi alma se estremeció, <<no sucedió nada que no quisieses, no te preocupes>>; no hice otra cosa que llorar hasta que me dejaste en el parque frente a la casa de Aurora, la vergüenza no me dejaba entrar y mirarla a la cara, luego tu llamada a su celular hizo que ella saliera a buscarme, mientras me abrazaba susurró: <<tranquila, todo estará bien>>.

Me bañé casi por una hora, trataba de recordar lo sucedido, pero mi mente estaba bloqueada, ¿cómo denunciarte? Si ni siquiera sé qué sucedió, si yo fui contigo a ese lugar, si mis padres no sabían de nuestra relación.

Un mes pasó y no he querido verte ni atender tus llamadas o mensajes insistentes, ya solo espero irme de esta ciudad, empezar una nueva vida, convertirme en la abogada que todos quieren y borrar este incidente que marcó mi vida para siempre; pero debo ir al médico, algo no anda bien, mi ciclo menstrual es irregular, así que un retraso no me preocupa, pero ese dolor pélvico bien bajito sí me desconcierta, alguna infección debe de haber y será necesario tratarla pronto. Esta tarde Aurora no pudo acompañarme, pero el chequeo médico fue estremecedor; una enfermedad venérea había invadido mi cuerpo, era necesario el tratamiento, además el ginecólogo pudo detectar un embarazo de cuatro semanas, un pequeño saco gestacional crecía dentro de mí y al salir de allí todo se oscureció, el cielo se tornó gris.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

El aborto

Yadira Sandoval Rodríguez


Un oficial acompaña a Martha con su abogada, los dos caminan por un pasillo largo, al final de este hay un cuarto pequeño, el cual se ve descuidado con las paredes manchadas de salitre. A lo lejos se escuchan las voces de las reclusas jugando a la pelota; los gritos hacen que la abogada se levante de su asiento para cerrar la ventana que tiene la habitación, donde hay una mesa con dos sillas. Están sentadas las dos de cara a cara. Es febrero y la abogada le pide al guardia que le traiga un saco a la reclusa, ya que el lugar está muy helado. El hombre se le queda mirando dado que no le gustó el tono utilizado para pedirle el favor. Entre dientes la mujer le dice a Martha: «Ellos están para cuidarlas». Martha sonríe por los nervios. 

Martha es una joven que está encarcelada por abortar en Puebla, unas de las ciudades más conservadoras de México. Su condena es de veintinueve años de prisión. Ella estudiaba ingeniería en una escuela privada con una beca, un día llegó al hospital sangrando, le realizaron un legrado; después, al despertar de la operación, en su cuarto estaban dos oficiales y la trabajadora social esperándola para darle la noticia de su arresto.

Martha narra los hechos de la provocación de su aborto, justifica su acción ante la situación económica en la que vive. Ella se ve desesperada, no sabe qué hacer, por los nervios no deja de mover sus manos. Al saludar a la abogada le dice: «No tengo dinero, mi familia ha perdido la esperanza de que pueda salir pronto de la cárcel, soy consciente que el proceso será largo y doloroso». La abogada abre su bolso de mano y saca un pañuelo para ofrecérselo a ella, al mismo tiempo le contesta: «tranquila, estoy aquí para ayudarte». En eso tocan a la puerta, la abogada se levanta, abre la puerta, es el guardia que trae el saco para la reclusa.  

—Este marzo estaré cumpliendo siete meses. Conmigo están otras veinte mujeres por lo mismo, todas pensamos que hicimos lo correcto, no hay arrepentimiento, abogada. No queríamos traer vida por las condiciones en las que nos encontramos. ¿Por qué las autoridades no entienden eso? —le dice Martha a la abogada. 

—Comprendo cómo te sientes Martha, pero necesito que me narres los hechos —dice la abogada. 

—Fui a una clínica porque me estaba desangrando debido al aborto. Investigué de médicos que lo realizan clandestinamente, se me hizo carísimo, abogada, unas amigas me comentaron que se corría riesgo de morir, por las condiciones de insalubridad en las que trabajan ellos, es por eso que no la pensé dos veces en provocármelo yo misma, ante la desesperación por mi violación  —dice Martha—. No quería que nadie se enterara de lo que me pasó, por miedo al qué dirán, usted sabe el peso negativo que tiene en nuestra ciudad. Es por eso que busqué por internet cómo hacerlo de forma natural, encontré que el té de jengibre lo causaba, al igual baños de agua caliente, debido a que debilita el útero. Es así como llegué al hospital, cuando me entrevistó Trabajo Social tuve que decir que estaba embarazada, los médicos lo corroboraron. Al instante, la encargada del área, me dijo que tenía que llamar a la policía, ya que el aborto es un delito penal y que no se querían meter en problemas; comentó del caso de un doctor que por haber atendido a un paciente en urgencias sin antes haber pasado a Trabajo Social lo encerraron por siete meses, hasta que los abogados pudieron sacarlo libre —llorando le dice Martha a la abogada—. Esa doña tuvo la culpa.  

La abogada escribe en su cuaderno de nota la narración de Martha al mismo tiempo la está grabando, se queda seria por un momento, mientras mira unos documentos que trae con ella.  

—Mira Martha, en este momento, los centros de salud pública están amenazados por el gobierno. Estos nada más se enteran de que hay un aborto y sin investigar denuncian a las personas. Tú eres unos de esos casos. Aquí en la cárcel hay una chica internada desde hace un año, posiblemente la conozcas. Es una reclusa con otro tipo de caso. Ella sí quería tener a su hijo, se le complicó el segundo mes de embarazo; cuando llega a la clínica, la enfermera de guardia sin hacer averiguaciones marca a la policía. El novio y sus papás traen a un abogado que es amigo mío, han tratado de comprobar que no fue provocado por ella, sino espontáneo. También nos hemos enterado de que el índice de mujeres encarceladas subió el último mes. Debido a que en los centros de salud tienen tiempo entregando condones caducados a varias personas, no se sabe si es intencional o un descuido. La noticia aún no se ha revelado, necesitamos más pruebas —le dice la abogada—. Es por eso que debemos estar tranquilos, Martha, todo saldrá bien, solo necesitamos la veracidad de los hechos para no tener problemas con las autoridades y con los grupos conservadores del país que están en contra de la despenalización. Si en el juicio afirmamos algo que luego resulta falso perderemos la oportunidad de lograr el objetivo. Necesitamos la verdad, Martha  —le dice la abogada.  
   
—¿Piensa que estoy mintiendo sobre mi violación? ¿Solo porque no presenté cargos después del abuso sexual, sino hasta que llegué al hospital? —Levantando la voz le dice Martha—. No tengo ánimos de seguir viviendo, abogada  —continúa diciendo— es injusto, la vida no tiene sentido para personas como yo. Se levanta de su asiento, se acerca a la ventana y le dice a la abogada que va a abrirla. 

—Martha relájate un poco, aquí en tu expediente primero comentas que fue un sicario quien abusó de ti, después narraste que un ladrón, esa incongruencia nos puede afectar. Te necesito sincera, muchacha. Todos tenemos miedo, lo peligroso ya lo hiciste, lo otro es secundario. No comprendo por qué dices que te violaron.

Martha se queda callada. 

—La despenalización del aborto está difícil en el país, ya que le han dado personalidad jurídica a un óvulo fecundado, anulando los derechos de la mujer plasmados en la constitución. El aborto es un derecho internacional, pero, países como el nuestro no lo aceptan. En el caso de un embarazo producto de una violación, la ley permite el aborto hasta la doceava semana de gestación. Tú podrías entrar en este segmento. Lo complicado es que no podemos demostrar el abuso en ti, la ley es dura, pero estamos haciendo lo posible. Ahorita se está investigando sobre los condones caducados. Por allí entraremos con las demandas. Tenemos contabilizadas en este momento quinientas mujeres. De este número, cuatrocientas veinte están pidiendo el aborto. El gobierno tiene que responder por las afectadas —dice la abogada—. Tu caso lo quiero enfocar por allí, si tú cambias la versión. 

—Usted debe creer en mí, por mi santito Dios le estoy diciendo la verdad. Necesito su ayuda. Se dice que desean hacerles daño a las chicas como forma de amenaza para que se callen, eso me da miedo, abogada. Con decirle que la semana pasada golpearon a una compañera, se la llevaron al centro de salud de la prisión, nadie nos dejó verla, los guardias nos dijeron que fue un pleito con otra reclusa por rivalidad, pero las demás dicen que fue un escarmiento. Todas están asustadas y corren peligro, es por eso que deseo salir. Escuché que algunas desean callarse, que no quieren seguir luchando. A mí me han ofrecido varias veces droga desde marihuana, pastillas y muchas cosas más, pensaron que era del grupo de las chicas quienes están pasando información a los medios de comunicación, yo acepté ante la depresión en la que estoy, pero unas compañeras me dijeron que tirara eso, que me mantuviera fuerte —dice Martha. 

Tocan a la puerta, la chica se limpia las lágrimas con el pañuelo que le dio la defensora, es el guardia que viene por la reclusa, la jurista se despide de ella y le dice que hará todo lo posible por ayudarla. Martha le da las gracias.  

La abogada se despide de Martha, al salir toma su celular y marca a otro colega, le comenta la entrevista con ella y le dice: —la chica está muy asustada, está inventando su abuso, le hicieron estudios y su cuerpo no presenta ninguna agresión física. También, la psicóloga de la prisión dice que no entra en el perfil de mujeres abusadas. Esto nos puede traer problemas, las autoridades están esperando que cometamos algún error para sacarlo a luz pública y retroceder el procedimiento de la despenalización del aborto. También investigué por otras fuentes parece que tuvo que ver con un maestro.

martes, 22 de noviembre de 2016

La cajita

Rosario Sánchez Infantas


El pequeño cofre de madera tenía incrustadas diminutas piedras semipreciosas: verdes, azules, y moradas. Algunas veces por las mañanas, otras por las tardes y casi siempre por las noches, se escuchaba un profundo y sentido suspiro saliendo de él.
Al comienzo llamaron la atención de sus vecinos en el escritorio del poeta: un colorido portalápices, aquel pequeño globo terráqueo de cristal, el reloj que un día marcara horas felices, un gastado borrador, hojas de distintos colores y algún libro fuera de lugar.
Como que la rutina hace invisible, incluso a un elefante en el jardín, llegó el momento en el que nadie prestaba atención a los suspiros que salían del pequeño cofre.
El poeta sentía agobio si no podía escribir. Convencido de su falta de memoria para recordar las espontáneas ideas que lo conmovían sin piedad llevaba consigo pequeñas tarjetas. En cada una de ellas escribía una palabra que atrapaba una imagen o una sensación.
Los suspiros provenían de veintidós palabritas que el poeta había ido extrayendo de sus lecturas, mientras esperaba noticias, en aquella unidad de cuidados intensivos que le afligía recordar. Luego, absorbido por aciagas ocupaciones, las había dejado olvidadas. Así, desordenadas como quedaron en el fondo de la diminuta caja, se sabían vanas, inoficiosas, ¡dolorosamente desarraigadas! Añoraban la belleza que tenían en el contexto del cual fueron sacadas. Además, recordaban que el poeta había sentenciado: «El suspiro ahuyenta el sollozo», y entonces, musitaba cada una para sí misma: «Si suspiro, debo de estar a punto de llorar… ¡Qué triste estoy!»... y se ponía más triste aún.
Una mañana el poeta movió el pequeño cofre para sacudir el polvo del escritorio. Las palabritas cambiaron de lugar, ingresó un alegre rayito de luz por una juntura y, ¡oh ventura!, entre el caos resultante podía leerse «Hoy estreno». Más allá, en dos vocablos juntos se leía «Dichosamente nuevo». Las palabritas, después de tanto tiempo, sintieron la emoción sublime de la curiosidad y la inspiración. Se ordenaron de prisa, poniéndose una al lado de la otra, y descubriendo conmovidas, el poder y la magia que siempre estuvo en ellas.
Como de felicidad también se llora, algunas lágrimas rodaron cuando estuvo listo el poema «Volver». Luego de leerlo muchas veces, decidieron reordenarse de otra manera, y así contaron del anciano que despertaba voluntades; de los sueños de la niña ciega; del sabor amargo y el dulce aroma de la justicia. Celebraron el llanto que devuelve la entereza; la valentía de vivir enamorado… y recrearon, recrearon; y aún hoy están reinventándose.
«El pasado, aún más dichoso, no es más que pasado y solo nos puede traer recuerdos… ¡la vida es ahora!... Cada una de nosotras es un mundo; juntas, ¡una constelación!... y podemos recrearnos hasta el infinito… aunque, esta vez, el azar nos dio un empujón… ¡porque estuvimos atentas!», decía, reflexiva, una esdrújula.
«¿Qué?, ¿no fue el rayito de luz?» –dijo sorprendida una palabrita, que no recuerdo cuál fue. 

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Un camino al retorno

Eliana Argote Saavedra


Invierno.

Es tan agradable estar cerca del volcán, aún los adolescentes abandonan su apatía habitual y se escapan a los alrededores para tener citas románticas al final de la tarde, allí se quedan hasta que la luz de la luna se mezcla con el tono azulado de la fumarola, y las partículas ascienden danzando en ese cielo hecho de humo.

Un ambiente romántico para ellos sin duda, pero no para mí que no podía estar más alejada de tales cursilerías. Fui contratada por una televisora que producía reportajes en zonas poco frecuentadas con la finalidad de descubrir nuevas rutas turísticas. Desde que el avión comenzó a descender noté la masa homogénea de un tenue color azul aflorando del volcán. Era hermoso ciertamente, pero mi pensamiento estaba fijo en el rostro de Ricardo, en aquellos brazos fuertes levantándome como si fuera de viento, la cercanía de su  aliento tibio en mi cuello, su voz grave. Estaba decidida por fin a establecerme, esta vez se lo diría. Cierto es que durante años me negué la posibilidad de unirme a un hombre y formar una familia, o lo que la sociedad describe como tal, sé que soy difícil pero he sabido adaptarme a todo; además, qué tan complicado puede ser compartir la vida con alguien, especialmente si esa persona sabe hacerte sentir bien. Y como reza aquel dicho popular, si la vida te da limones debes hacer limonada, y la vida me había dado no limones sino una dulce copa de vino, solo debía tomarla, llevármela a la boca y disfrutar su sabor. Sí, él era esa copa de vino dándole a mi rutina el delicioso sabor del disfrute. Lo tomaría, este era el momento. Me lo dije a mí misma el día que recibí aquella llamada. La verdad es que hubiese preferido mantener mi ritmo de vida como hasta ahora pero, ¡qué se le hace!, cometí un error mínimo, responder la llamada de un celular desconocido, y ahora parece que estoy condenada a echar raíces.

Una voz anuncia desde el alto parlante que el avión está a punto de aterrizar, «deben mantener los cinturones abrochados». Alicia mira por la ventana, el extenso valle aparece como un lienzo de ensueño: los sembríos con ese aspecto de tapiz a cuadros, una cumbre nevada asomando por entre los montes pelados que circundan la ciudad, las casas distanciadas unas de otras, los animales pastando. El rostro de Alicia de pronto se torna serio, siempre le ocurre lo mismo cuando está llegando, ese panorama hace aflorar los recuerdos infantiles, tal vez por eso se siente en casa y tal vez también por eso, cada vez siente la necesidad de huir, huir tan pronto como pueda, tal como lo hizo a los dieciocho, dejando a los padres tan elegantes y orgullosos con la pequeña beba en brazos, apenas concluida su ceremonia de graduación de la universidad, listos para la foto; ni siquiera la sonrisa de la rolliza niña de seis años que despertaba en Alicia una ternura infinita la hizo desistir, huyó con la convicción de que la imagen que intentaban mostrar sus padres era una farsa, de saber que al llegar a casa volvería a instalarse el silencio en la mesa, ese silencio ensordecedor lleno de reproches en la mirada de la madre, de indiferencia en el gesto adusto del padre, de discusiones en voz baja, huir de ese ambiente que la había asfixiado desde niña. Nunca pudo borrar de la memoria el rostro materno intentando cubrirse los golpes, la imperdonable sumisión al atender al padre por las mañanas, los vasos de licor ocultos, su sonrisa, y los ojos brillosos que la transformaban en una triste mueca, el aliento alcoholizado mal disimulado con enjuague bucal, las lágrimas maquilladas, la forma en que miraba a ese hombre, como si fuese un trofeo difícil de alcanzar.

Una asistente de vuelo se le acerca, «señorita, ¿se encuentra usted bien?». «Sí, claro», responde Alicia extrañada por la pregunta, pero luego se da cuenta de que todos han descendido excepto ella. Le sonríe avergonzada. «Lo siento, me distraje», dice, y baja del avión.

Pasar por el túnel hacia la sala de embarque, gente apurada, ansiosa, personas que van de un lado a otro por negocios, muchachos uniformados levantando carteles con los nombres de los pasajeros. Alicia busca algo con insistencia, ¿acaso no vendrá? Mira la hora en el celular, el avión ha llegado a tiempo, está segura de haber enviado un correo electrónico a Ricardo avisándole de su llegada. La maleta aparece, la coge y comienza a caminar. Se acerca a un asiento para quitarse la casaca y al girar levemente para retirarse la manga, siente el calor de un cuerpo junto al suyo. Unos brazos la sujetan por la cintura, y todos los músculos tensos entran en estado de relajación. No opone resistencia. Un aroma a madera inunda las fosas nasales y esa voz que conoce tan bien: «Me hiciste falta», dice, y su cercanía le produce un estremecimiento al que todo el cuerpo responde. Él le besa la mejilla muy cerca de la boca y se aleja antes de que la muchacha pueda responder, siempre lo hace, siempre la provoca, toca con los labios la punta de su oreja, y de pronto, así sin más, sin darle tiempo a que piense, la voltea para apretarla entre sus brazos y Alicia no puede evitar que el mundo desaparezca mientras hunde la mirada en el brillo azul de sus ojos.

Ir a un cuarto de hotel, amarse intensamente, acampar de noche junto a un arroyo, conversar de los cambios en la ciudad, retarse mirada con mirada como si fuera la primera vez, hablar de los proyectos turísticos, saborear unas copas de vino y por fin caer rendidos uno al lado del otro buscándose, amándose otra vez hasta quedar dormidos, hasta que el primer rayo del día los despierte para huir luego, antes que se instale entre ellos la situación incómoda de compartir el desayuno y afrontar la cotidianeidad, pero esta vez es diferente, Alicia quiere decirle lo que ha decidido, se quedará por fin a su lado, buscará a la hermana, echará raíces, le contará de aquellos episodios que tanto le duelen, se abrirá por fin y le permitirá a él también que le cuente quién es. 

Se conocieron, por casualidad en el segundo viaje que hizo a aquel pueblo, cuando el guía que la acompañaría había caído enfermo y no encontraron a nadie que lo supla, Ricardo, quien trabajaba de mensajero para la compañía local, se ofreció a llevarla. 

Alicia subió al bus que la llevaría al pueblo y lo vio en el último asiento, llevaba una casaca naranja que acentuaba su piel blanca, tomaba un mate mientras contemplaba el paisaje a través de la ventana, algo en ella lo impactó porque se llevó mecánicamente el vaso a la boca y se quemó, la joven estaba cerca y rio divertida exhibiendo un par de hoyuelos en las mejillas y acentuando las líneas rasgadas de sus ojos, al notar que había sido culpa suya, se ofreció a ayudarlo mientras lo observaba fijo. Él volvió a sentarse y tuvo que voltear el rostro para escapar de esa mirada penetrante que parecía retarlo. «No, gra… gracias», dijo mientras se preguntaba cómo podía esa figura pequeña y frágil derrochar tanta seguridad.

Bastó ese encuentro, a partir de entonces y mientras duró el viaje de Alicia, no volvieron a separarse, se retaban constantemente en todo, quién conoció más lugares, quién corrió más peligros, quién llegó más lejos, incluso en cosas tan triviales como quién tomaba el café más negro o quien podía contener más tiempo la respiración, y ese constante enfrentamiento era aún más evidente cuando estaban a solas, lo que les servía de aliciente para coquetear y hacer de cada encuentro una nueva aventura, no ocultaban la relación que mantenían pero había un acuerdo tácito entre ellos, jamás hablaban de sus vidas, ella solo sabía de él, que trabajaba temporalmente en la agencia, en un puesto para el que se encontraba sobre calificado y que viajaba mucho, que cambiaba constantemente de trabajo y de domicilio, era como una hoja al viento; Ricardo en cambio, jamás se preocupó por saber nada de Alicia, era la mujer perfecta, quien sabía disfrutar sin ataduras ni preguntas, la primera vez cuando se despidieron se dijeron adiós, sabiendo en el fondo que volverían a encontrarse pero sin hacerse ningún tipo de promesa. 

La llamada que recibió Alicia semanas atrás la había obligado a pensar en la vida solitaria que llevaba, alejada de sus raíces y sin familia. Fue en el centro de Lima, un lunes por la mañana, un día más de investigación para iniciar un periodo de reportajes que la trasladaría prácticamente por todo el mundo, estaba en el banco y debía llenar un formulario. La funcionaria que la atendía recibió el formato y le regaló una amplia sonrisa. «Está usted de cumpleaños», dijo. Ella cogió el papel y confirmó que ese era el día en que cumplía treinta y ocho años. «Sí, así es», respondió, intentando ocultar su sorpresa por no haberlo notado, y es que hacía mucho tiempo esa fecha no tenía ningún significado, no porque no le importara, cuanto por haber resuelto vivir cada día como un día especial. Iba de salida cuando el celular comenzó a vibrar, esperaba una llamada del agente de viajes así que apuró el paso, cuando estuvo fuera del recinto verificó el número, era desconocido, iba a guardarlo cuando nuevamente entró una llamada, esta vez respondió.

—Alo, señorita Sifuentes, necesito ubicar a la señorita Sifuentes

—Sí, soy yo, ¿quién habla?

Se produjo un largo silencio pero mientras esperaba respuesta una inexplicable ansiedad comenzó a invadirla. La voz sonaba apagada y solemne, lo que le indicó que se trataba de una mujer mayor, una mueca de fastidio se dibujó en su rostro, conocía esa voz, la remitía a un lugar de la memoria que a la vez despertaba sentimientos de temor y rechazo.

—Soy tu tía Jesús —dijo una mujer quebrando el silencio—. Necesito hablarte.

Esta vez fue Alicia quien quedó en silencio por un intervalo.

—¿Tía? —Intentaba ponerle imagen a la voz al otro lado de la línea pero algo en ella se rebelaba. «¿Por qué respondí?», se preguntó e intentó recomponerse.

—Dime, tía —contestó secamente pero luego respiró hondo —cuánto tiempo ha pasado, ¿está bien mi madre?, ¿cómo estás tú? —esta vez intentó adornar la voz con un toque de dulzura.

—Sé que no te importa cómo está tu madre y mucho menos cómo estoy yo, te juro que hubiera preferido no llamarte pero no me quedó otro remedio así que vamos al grano.

Alicia movió la cabeza. «Ahora sí te reconozco», pensó mientras el recuerdo de la última vez que se vieron volvía, la tía Jesús, la hermana de su progenitora, quien le dio una bofetada el día que se marchaba de casa mientras le gritaba que era una desagradecida, una mala hija por dejarla, que nunca le importó nadie excepto ella. Aquella vez Alicia no se atrevió a decir nada, recibió la bofetada en silencio aunque por dentro sentía que la odiaba, esa mujer no sabía nada, no sabía de las veces que le pidió a la madre que se divorciara y que un día ese hombre la escuchó y la agarró a golpes, que su progenitora prefirió llevárselo a la habitación de ambos y no fue capaz de defenderla, que le echaba la culpa por ponerlo de mal humor, no, las cosas no cambiarían, sabía que era un estorbo para ambos y aquel estilo tan peculiar de vida que llevaban, por eso se iba, la beba sí era hija suya, por eso no se atrevería a lastimarla; la tía Jesús no tenía ningún derecho entonces y no tenía ningún derecho ahora, esa familia estaba enferma, tenía que huir de allí.

—Bueno, vamos entonces, dime por qué estas llamándome.

—Tu madre ha muerto y tu hermana, necesita que la apoyes, he estado rastreándote desde hace tiempo, recién ahora…

—¿Mi madre?, ¿muerta? —Interrumpió Alicia —pero, ¿cómo?, ¿qué pasó?

—Tu hermana ha comprado un pasaje para darte el encuentro, ya te contará todo, debe estar llegando el quince de este mes a Lima, tiene tu dirección, espero que no sigas siendo tan indiferente.

—Pero yo no…

No pudo concluir la repuesta porque la llamada se cortó pero eso era lo menos importante, su madre muerta, un peso imaginario se posó repentinamente en brazos y piernas, ¿no le dolía la noticia?, ¿acaso tenía una piedra en el pecho?, no, no le dolía, eso fue lo que se repitió varias veces en silencio, ahora realmente estaba huérfana, el solo pensar en aquella palabra le produjo una sensación de carencia aunque la imagen de la mujer que le dio la vida apareciera difusa en su mente, intentó borrarla y con ella la culpa por haberla dejado, tal vez lo consiguió, pero, entonces por quién escapaba esa lágrima tan dolorosa que parecía haber bloqueado la respiración, salió a la calle, afuera, un golpe de viento le refrescó la cara y recordó a Jimena, la beba, ahora solo se tenían una a la otra y ella tal vez había encontrado su norte. El día estaba claro, los autos pasaban y Alicia sonrió serena. 

Lima

Calle 48, el jirón por el que era una delicia caminar a las seis de la mañana, cuando el cielo acababa de aclarar, el mismo trayecto de las últimas semanas, el azul intenso que iba tornándose ligero al recibir la luz del día, la ciudad despertando, rostros aún adormilados, eran sus últimos días antes de ir al encuentro de Alicia. Se bajó varias cuadras antes para disfrutar de ese breve instante como cada mañana, un poco de garua, calles limpias de smoke y de esa vida urbana que a veces la aturdía tanto, era la mejor hora mientras iba lento, atesorando cada respiro, esa mañana nada era diferente excepto la intensa calma, una calma que sin embargo parecía aprisionarla, «tonterías de mi cabeza», pensó, disfruta Jimena, respira, escucha esos tonos de notas extendidas, saxofón, trompeta, a veces un poco de piano y las menos de las veces incluso una voz algo grave, algo reflexiva, cantando en un idioma extranjero que combina tan bien con el aroma de café recién pasado y tus ganas de dejarlo todo atrás .

Los últimos meses Jimena había decidido tomarse la vida con más calma, la enfermedad de su madre la sumió en una gran tristeza, desde que el padre se marchara las dos se volvieron confidentes, la muchacha escuchó a aquella mujer arrepentirse de haber sido tan distante con Alicia, de haber puesto siempre al marido por encima de la hija por temor a perderlo, que no supo protegerla de la indiferencia de aquel hombre, la escuchó en silencio y se conmovió con las lágrimas que derramó. Aprendió en medio de esas confesiones a aceptar que hay hechos que no se pueden cambiar, esto la ayudó a reconocer el inevitable final de su matrimonio, el esposo, veinte años mayor representaba al padre que no tuvo porque la indiferencia con que trataba a la hermana se extendió a ella ante el temor de que tampoco fuese su hija, aceptó que el hombre que desposó estaba cansado de su dependencia y falta de ambición, de su carácter quejoso, entendió que tampoco lo amaba, que la relación se había enfriado y que ya no quedaba nada entre ellos. Se separó y la única meta luego que la madre murió era reunirse con Alicia. 

Una paloma que se rehusaba a levantar vuelo la hizo detener el paso. Los escaparates anunciaban liquidación de temporada, la luz violácea y parpadeante de una de las tiendas le daba un tinte de misterio a aquella mañana gris, todo estaba bien, todo, excepto porque jamás encontró tanta gente a esa hora, un hombre de unos cincuenta años en ropa deportiva que parecía esconderse tras una columna mientras observaba la entrada de un hotel, más allá, fumando y con la mirada perdida, otro hombre más joven, treinta y cinco años tal vez, caucásico, de aspecto desaliñado, retrocedió al tiempo que ella pasaba, hubiera jurado que se ocultaba, unos pasos delante una mujer de unos veinte años con jeans, zapatillas y audífonos, también observaba la entrada del hotel. «Oh», pensó Jimena. «Un triángulo amoroso tal vez, alguien acechando a dos amantes». Continuó distraída mientras su figura delgada se reflejaba en las vitrinas, de pronto vio una hermosa cartera que exhibía el precio rebajado y se quedó observándola. En ese instante, una sombra cruzó por detrás, era la misma mujer que había visto en la avenida.

Horas más tarde.

¿Dónde estoy?, me duele todo el cuerpo, ¿está usted bien? Me pregunta una muchacha de blanco, ¿puede hablar? Quiero moverme, un dolor muy fuerte me lo impide, a lo lejos diviso un cartel que dice “urgencias”, ¿qué ha pasado?, pregunto a la enfermera, quien me empuja suavemente obligándome a recostar la espalda, no se levante, me dice, puede tener alguna herida interna, ¿qué pasó? Insisto. Un asalto, dice, una bala la alcanzó, la encontraron debajo de un monton de vidrios, parece que con el impacto usted cayó contra la vitrina y la alarma se activó, la policía acudió enseguida, pero le repito, tuvo suerte, el vidrio era de ese que no se astilla.

Pueblo

Alicia acaba de despertar, Ricardo no ha vuelto, han pasado cuatro días desde la última noche que estuvieron juntos, se ha marchado como siempre, tal vez no vuelva a verlo por un tiempo, pues bien, la confesión tendrá que esperar hasta el próximo viaje, tal vez cuando nos encontremos ya haya encontrado a Jimena, por fin conocerá a esa muchacha alegre e infantil de cabellera rojiza y ojazos redondos que parecen de caricatura, sé que la querrá tanto como yo, era tan cariñosa, ¿seguirá siendo como antes?, espero que la vida no la haya cambiado. Enciende el televisor, noticias policiales, cambia de canal, las mismas noticias de siempre, siguiente canal, un cuerpo que es evacuado, sangre por doquier, estoy cansada de lo mismo, piensa, otro canal, igual, guau, este país no cambia, reflexiona con rabia, violencia y más violencia, por qué tienen que llenar los noticieros con sangre, va a apagar el aparato pero se equivoca de botón en el control remoto y enciende la bocina que estaba bloqueada, es Lima, el jirón 48, dice la locutora a través de la pantalla, presta atención, es la hermosa alameda por donde suele ir de vez en cuando a tomar café en uno de los negocios con mesas al aire libre, pero si es cerca del trabajo de Jimena, reflexiona, lo sabe porque se han comunicado, conoce su situación actual, está a punto de renunciar para reunirse con ella, de pronto se encuentra dando vueltas de aquí para allá, debe averiguar, las noticias se actualizan, están dando el reporte de las víctimas, Alicia presta atención hasta que de pronto escucha un nombre conocido, Jimena Sifuentes, ¡no!, dice cogiéndose la cabeza, no puede ser, cambia de canal, necesita confirmar la noticia pero nada, llama a Lima, se contacta con unos amigos, espera, se come las uñas, recibe una llamada y al responder, la taza de té que lleva en la mano se le cae, coger una maleta, una mochila, lo que sea, de pronto está en el aeropuerto, ha comprado un pasaje, llegará apenas en cuarenta minutos. 

Lima

Alicia está en el hospital, acaba de ver a Jimena, las noticias no son alentadoras, una herida interna ha agravado su condición que parecía ser buena, sale del hospital, enciende un cigarrillo y se acuerda de que no dejó ni siquiera una nota para Ricardo, pero eso tendrá que esperar, piensa, la hermana ha ingresado al quirófano, lleva esperando media hora, le han dicho que no podrá ver a Jimena hasta dentro de otra media hora, qué hacer, camina de un lado a otro, sale, enciende otro cigarrillo y ve a cierta distancia un puesto de periódico, el titular de un diario, se acerca, “han atrapado al autor del asalto en el jirón 48, una de las tantas cámaras de la galería lo ha grabado, es un hombre de tez blanca, 1.80 centímetros de estatura, contextura atlética, ojos azules, no llevaba documento de identidad, ha sido ingresado a la carceleta junto a otras cuatro personas que merodeaban la zona esa misma mañana, se teme que la víctima que recibió el impacto de bala fallezca, los médicos dicen que su estado es delicado”

Carceleta del poder judicial.

Alicia espera poder ver a Ricardo, tiene que comprobar que se trata de él, entender, escucharlo, debe ser un error, pero, ¿qué hacía allí?, ha pasado casi una hora desde que llegó cuando sale el abogado, luce confundido, señorita Sifuentes, el reo ha sido herido con arma blanca, no me dan más información, ha sido ingresado al hospital, dicen que ha perdido mucha sangre. Alicia se traslada al hospital en compañía del abogado, es el mismo nosocomio donde está Jimena, las horas pasan lentamente, ha preguntado por la salud de Ricardo, él y su hermana están en cuidados intensivos al igual que sus planes. Se deja caer en un sillón, maldito tiempo, piensa, maldita vida. 

Tres meses después.

Cielo grisáceo de nubes ralas, respirar, dar un paso a la vez, dejar atrás la imagen que colma mis sentidos, aquellos ojos azules, más azules que el manto que cubre esta parte del mundo, su última mirada clavada en la mía, el último aliento exhalado en silencio, su mano aferrándose a mi mano, mi mano soltándola con desdén, mi destino alejándose de  él.

Así comienza mi viaje, atrás quedan los planes como la casa vieja de pintura gastada de mi infancia y el árbol deshojado, la calle empinada, los años vividos apenas, la foto de Jimena en el bolso y la de él en el alma, no sé qué me espera, tal vez el silencio y la soledad, tal vez una  nueva oportunidad.

jueves, 3 de noviembre de 2016

Inspiración peligrosa

Rocío Ávila


La biblioteca es la habitación más grande de la casa y siendo, como era, propiedad de la familia Domínguez es mucho decir. Tenía una altura de poco más de cuatro metros donde los libreros cubrían los muros de piso a techo. El único claro que existía era el vano de la puerta. El acceso con forma de arco enmarcaba, con aplicaciones de cantera rosa, una puerta de madera maciza, entablerada, que emitía un suave crujido cuando se abría o se cerraba. El techo, con sus vigas de madera, delataba la edad de la construcción, un dato que el piso cubierto con losetas de cerámica, de diseño contemporáneo, intentaba ocultar.

Junto a la mesa central se encuentra el señor Héctor, como le llamaban en el pueblo. Es un escritor que ha conocido el éxito desde temprana edad. Hoy, a sus cincuenta y cinco años, está en un sitio privilegiado dentro de la literatura. Cuando le preguntan sobre sus triunfos asegura que son golpes de suerte que ha sabido aprovechar. Observa con mucho cuidado el entorno. Todavía recuerda cuando compró, junto con su esposa, los sillones que acompañan la mesa de centro con la lámpara de estilo clásico. Ahí pasaron horas juntos, riendo, leyendo, conversando. Eran la pareja perfecta o al menos eso parecía. No tuvieron hijos y aunque se rumoraba que la señora anhelaba tener críos en realidad nadie lo sabía con certeza. Nada parecía empañar la felicidad de esta pareja hasta este momento.

Doña Chelo había vivido con la familia Domínguez por cuarenta y cinco años. Ahora, a sus más de setenta años veía a su patrón como a un hijo. Se encontraba afuera de la biblioteca ante la disyuntiva de entrar y confesar lo que sabía o guardar silencio. Con mucho cuidado pegó la oreja a la puerta para ver si alcanzaba a escuchar algo. Inútilmente porque el grosor de la puerta y su incipiente sordera le impedían percibir algún sonido.

Héctor miraba el anaquel que quedaba justo a la altura de sus ojos. Ahí estaba una copia de cada uno de sus libros. Las historias le recordaban de qué manera había muerto su anciana madre mientras dormía y cómo nadie sospechó nunca qué alguien le hubiera inyectado alguna sustancia letal. Estaba también la narración inspirada en el accidente automovilístico de su coetáneo; con el camino tan accidentado y el estado alcohólico de David al salir de la fiesta navideña de la familia Domínguez y subir a su auto, a nadie le sorprendió que se hubiera ido directo al barranco. Nadie se extrañó ni revisó el vehículo como para descubrir que los frenos estaban alterados por la mano del hombre. Así cada una de las aventuras que ahí se relataban, inspiradas en los sucesos que la vida “ponía” a disposición del aclamado narrador.

Hacía varios años que la inspiración para escribir lo había abandonado. Su pareja, su musa según creían los que los conocían, con el tiempo se fastidió de soportarlo y cumplirle sus caprichos. El más difícil era fingir que se amaban más que el primer día. Tras sufrir tres abortos y varios tratamientos fallidos el doctor le explicó que cada día se alejaba más de poder tener un hijo. Nada la retenía junto a Héctor, pero no quería irse con las manos vacías y él se negaba a darle un peso si lo abandonaba. Los problemas se fueron sumando para el literato. Perdió toda creatividad y su señora siempre dispuesta a aportar ideas durante los primeros años de matrimonio le había retirado el apoyo incondicional que usualmente le daba. La expectativa de la gente por la siguiente obra y su amor a la gloria lo hacían sentirse cada vez más impotente y presionado.

La solución a sus problemas inició un día cualquiera, cuando su padrino fue a visitar a la madre de Héctor. La reunión parecía marchar bien hasta que se enteró que este hombre debía a su progenitora grandes cantidades de dinero, mismas que no pensaba pagar. Frente a la anciana guardó silencio, pero cuando lo acompañó al auto, en la entrada del amplio terreno donde se encontraba la casa, empezó a exigirle el pago al visitante. Era un hombre mayor que no estaba preparado para una pelea física. Sabiendo de esta desventaja, Héctor comenzó a darle ligeros golpes en el pecho. Primero con la punta de los dedos y después con la palma de la mano. El final llegó cuando el deudor perdió el equilibrio, cayó al piso y se golpeó con una piedra en la cabeza. Héctor se quedó mirando sin hacer nada; dejó desangrar poco a poco a su víctima. Cuando giro el cuerpo para volver a la casa se sobresaltó al descubrir a Chelo mirándolo con los ojos desorbitados. Con todo el cariño que le tenía caminó hacia ella para abrazarla, la hizo girar sobre sus talones y la llevó a la cocina. La sentó con cuidado y le preparó una taza de té. En silencio observó como la sirvienta tomaba su bebida en pequeños sorbos y poco a poco fue recuperando la serenidad. Acabó la infusión, dejó el recipiente sobre el plato y sin más solo dijo «no te preocupes, mi muchacho, nadie sabrá esto».

Fue casi mágico. Apenas se fueron los policías que participaron en levantar el cuerpo y se recuperó la tranquilidad, una lluvia de ideas brotó en la cabeza del conocido autor. La historia de un anciano tramposo que estafó a cuantos conoció y que recibe su merecido en el último capítulo se volvió un éxito inmediato; “esa maestría con que escribía corroboraba su prestigio” decía la crítica menos amable.

Héctor quedó enganchado para siempre con su nueva fuente de inspiración. Doña Chelo le ayudó, sin el menor reproche, a cubrir las apariencias y él la cuidaba como si fuera su mamá. Ahora, en medio de la perfecta biblioteca el novelista estaba a punto de ser descubierto. Carolina, ajena a las actividades de su marido, había sido asesinada, tan brutalmente que ni el más tonto lo hubiera dado por incidente casual.

Conoció a Carolina cuando estaban acabando los estudios universitarios; él, Filosofía y Letras y ella, Relaciones Internacionales. Caro, como la llamaban sus amigos cercanos, tenía un futuro brillante. Naturalmente sociable e interesada en los conflictos del mundo se sentía como pez en el agua en su entorno estudiantil y en las actividades propias de su formación profesional. Era una muchacha delgada, con cara ovalada y ojos grandes. Tenía unos labios que, dispuestos a formar una sonrisa a la primera oportunidad, eran su mayor atractivo. Llena de vida e ilusiones estaba dispuesta a labrarse un gran futuro, pero manteniendo en mente que su prioridad personal era tener hijos.

Héctor y ella salieron por seis meses antes de que él se le declarara formalmente. Esta relación traía consigo no solo a una compañera apreciada por la comunidad sino el contacto con gente ubicada en un círculo social mejor al que él frecuentaba. Los primeros años de matrimonio fueron como los soñó. Gracias al trabajo y a los contactos de su cónyuge conoció gente importante que celebraba su naciente éxito literario como propio. En esos días Carolina estaba feliz; sus sueños se veían realizados con su primer embarazo. Fue una situación complicada ya que la dulce espera tuvo todo menos dulzura. Tras varios problemas de salud durante el embarazo, perdió al bebé a los cinco meses de gestación. Parte de la receta médica fue reposo para el cuerpo y tranquilidad para el alma. Las indicaciones se siguieron al pie de la letra, al grado que Carolina renunció a su empleo para irse a vivir con su suegra. Ella habitaba la casa de campo que la familia Domínguez no muy lejos de la ciudad. Héctor la acompañó sin quejarse pensando que en poco tiempo estarían de vuelta en la ciudad.

Conforme avanzaban los meses y el retorno se veía cada vez más lejano, la distancia entre los esposos también empezó a crecer. Ahora, tras años de frustraciones personales Héctor se sentía exaltado de nuevo. En él luchaban sentimientos muy diferentes: el amor que alguna vez sintió por esa mujer, la dicha de haber acabado con un matrimonio que no toleraba más y el entusiasmo de sentarse a escribir todas las ideas que bullían en su mente. Este libro sería su obra cumbre. Lo sentía, estaba seguro.

El jefe de policía sabía que el asesino era el esposo. Las puñaladas en el cuerpo demostraban que se trataba de un crimen pasional. No se compraba la historia del matrimonio perfecto, después de todo, la gente habla y él era bueno escuchando. Sospechaba del hijo predilecto del pueblo pero nadie parecía darse cuenta de la gravedad de los hechos, preferían vivir felices y orgullosos de tener a una celebridad entre ellos. Por fin tenía armado el caso, pero necesitaba el arma homicida para asegurarse de que Domínguez acabara en la cárcel. Pidió una orden de cateo para revisar la casa del sospechoso y no había encontrado nada.

Chelo se atrevió a entrar sin tocar. Cuando abrió la puerta el crujido no molestó a Héctor. Prendió las luces y el candelabro que colgaba del techo iluminó el cuarto de manera majestuosa. ¡Qué hermoso espacio era ese! Héctor miró a su cómplice y torció la boca a modo de sonrisa.

—¿Sabes? Ya me tenía harto. De haber sabido lo fácil que me resultó matarla lo hubiera hecho desde antes.

—No diga eso, señor Héctor —dijo la testigo con voz suave, como si hablara con un pequeño.

—Es la verdad. Solo una cosa me incomoda. Tengo el estómago revuelto y siento un nerviosismo inusual. No puedo salir de aquí porque perderé el control de mí mismo.

Los dos guardaron silencio por un momento. Se observaron mutuamente por lo que pareció poco tiempo. El ruido de un coche los trajo a la realidad. Doña Chelo salió a ver quién era, él se quedó parado donde estaba.

Doña Chelo poseía la figura propia de la gente del sur del país: de estatura baja, cara redonda, tez morena curtida por el sol y el cabello largo trenzado alrededor de su cabeza. Contaba con la sabiduría de la gente que ha recorrido una vida difícil y la lealtad de quien ha recibido cariño y atención, por décadas, de gente que no es su familia de sangre, pero ha estado ahí para ella. Nunca tuvo hijos y siempre se sintió feliz con el amor que le prodigaba el único vástago del matrimonio Domínguez, cuando este llevó a su joven esposa a vivir con su madre y en consecuencia con ella, las cosas mejoraron. Vivía en un sueño que lentamente se transformó en pesadilla.

Con embarazos fallidos y frecuentemente aparentando ser feliz, Carolina se fue amargando y tratando con desprecio a la gente que convivía con ella en el día a día. Las sonrisas falsas eran para las visitas, para los demás había gestos de desprecio y malos humores. Para todos menos para la anciana empleada. Chelo consoló y acunó a la madre frustrada más veces de lo que hubiera querido. Se convirtió en la consejera y la amiga que su patrona necesitaba. Lo más singular fue que nadie parecía notar esta cercanía entre ellas o al menos nada se dijo al respecto. Perder a Carolina fue más doloroso de lo que alguna vez creyó y se encontraba atrapada entre el cariño hacia ella y el afecto odio que sentía hacia Héctor.

Un gran bullicio se escuchó en la puerta. Era el jefe de policía que venía a arrestarlo. Cuando entró de manera brusca a la biblioteca, Héctor se mantuvo firme en su sitio.

—Héctor Domínguez, queda usted detenido por el asesinato de su mujer.

—No tiene usted pruebas.

—Las tengo. Esta vez no tiene escapatoria.

Héctor buscó a su fiel sirvienta con la mirada, pero no la encontró.

—¿Puedo saber de qué pruebas habla? —dijo en tono sorprendido el acusado.

—Me refiero al cuchillo con que la apuñaló.

—Usted no tiene nada —dijo en medio de una risa burlona.

—Lo tengo, Domínguez, lo tengo.

Mientras hablaba se dirigió al estante donde se encontraban las obras que tanto mérito habían ganado a su creador. Sin la menor delicadeza sacó los libros de su lugar para dejar al descubierto una pequeña caja fuerte. La abrió como si lo hubiera hecho toda su vida y con sumo cuidado sacó una pañoleta manchada de sangre que envolvía un cuchillo de cocina. «¿Lo ve? Yo no miento», fue lo último que Héctor alcanzó a escuchar antes de que dos policías lo esposaran.


Mientras lo llevaban a la patrulla Héctor se sorprendió de sí mismo al notar que el malestar físico y la angustia habían desaparecido. No abrió la boca mientras encendieron el auto y se encaminaron al acceso para salir de la propiedad. Cuando se acercaron a él, el conductor bajó aún más la velocidad. Ahí, junto al camino estaba la mujer que lo había acompañado por más de cuatro décadas. Encorvada, con las manos juntas estrujadas entre sí solo atinó a murmurar «lo siento, lo siento» al hombre que había cometido tantas atrocidades en busca de iluminación.

La pared

Rita Mabel Figueredo


Eladio Gutiérrez abre con aire cansino la puerta de su departamento de un ambiente pasadas las nueve treinta. El tren se retrasó otra vez, y el trayecto de más de una hora -después de un largo día en su cubículo de vidrio, sellando formularios y contestando las mismas preguntas de siempre-le dejó apenas la energía para llegar arrastrando los pies.

El vaho a humedad y encierro lo recibe. Corre las cortinas que heredó de su madre, abre una ventana, riega la única planta que aún sobrevive y, mientras calienta en el microondas la porción de tarta de cebolla que sobró del día anterior, enciende el televisor, se afloja la corbata y se quita los gastados mocasines marrones para calzarse las pantuflas.

Oye en  el pasillo a la encargada que recorre los pisos increpando a los morosos. Grita muy cerca:

«¡Úrsula! ¡Sé que estás ahí! ¡Si no tenés la plata para el lunes entro y me llevo lo que haga falta para cubrir la deuda!»

Baja el volumen del noticiero, no le interesa enterarse de todo lo malo que pasa en el mundo relatado por la voz de barítono del locutor, cuando puede verlo claramente desde su ventana. Solo quiere esperar el inicio del programa de preguntas y respuestas que mira cada viernes.

A través de la delgada pared medianera, le llegan con claridad los acordes de la canción de cuna que, con voz desafinada canta Úrsula, su vecina del departamento efe. La melodía se detiene cada tanto, para intercalar ruegos, halagos y amenazas. La mujer suplica al bebé que duerma, pero no parece dar resultado. La criatura chilla con energía, tapando los acordes de la nana.

El programa comienza y Eladio eleva el audio para entender las presentaciones mientras se instala a comer su cena.

Apunta con prolijidad en un cuaderno de hojas cuadriculadas los nombres de cada participante. Como parte del ritual, elige un favorito. Se inclina por Alberto, dentista, cincuenta años, que ha pasado invicto las tres rondas anteriores.

El ruido del aparato no logra tapar los sonidos del departamento contiguo. Parece que el niño finalmente se ha dormido. Úrsula camina por la casa. Sus zapatos de tacón retumban sobre el piso. Eladio cierra los ojos, y reconstruye en su imaginación el recorrido: cierra la puerta de la habitación que comparte con su hijo, va a la cocina, lava los biberones y el pote de la ensalada que comió para la cena, abre el refrigerador, toma una cerveza helada y se sienta frente a la ventana a fumar. El humo entra por las fosas nasales de Eladio a través del tragaluz. Inspira satisfecho. Cuando termina el cigarrillo Úrsula se saca la ropa. Se cubre con un bata de seda, sostenida al frente solo con un lazo. Eladio siente casi el roce leve de la tela sobre la piel, vislumbra los pechos blancos y llenos de Úrsula queriendo escapar hacia la libertad del escote. Los pasos se hacen suaves, como si llevara ahora los pies descalzos.

En este punto, Eladio tiene varias versiones de la misma fantasía.

Está seguro del contenido de la cena, de la cerveza, del biberón, de la bata. Las veces que revisó la basura del departamento efe, siempre encontró los mismos restos y la bata la vio varias veces secándose al sol los días de colada.

Pero no sabe qué hace la mujer después. Algunas veces, construye la imagen de su vecina acostándose desnuda, su cama de sábanas blancas humedeciéndose lentamente, porque, intranquila, sueña con él. Otras, la imagina en la ducha. Es él quien acaricia su espalda con una esponja empapada en jabón perfumado.

Cuando nota que se está excitando, respira profundo, varias veces, para calmarse. No quiere perderse la ronda de preguntas de cultura general. Se concentra en la pantalla. Su favorito responde sin dificultad el nombre del filósofo griego que introdujo la idea de que la materia está constituida por átomos.

El departamento de al lado está silencioso. Eladio puede disfrutar de la contienda de conocimientos inútiles sin distracciones.

De pronto, el traqueteo del viejo ascensor deteniéndose en su piso lo pone alerta.

¿Quién puede ser a esta hora?

Retumban golpes en la puerta colindante.

«Úrsula, abrime, soy yo», escucha Eladio pegando la oreja a la pared. Un hombre joven a juzgar por el timbre de la voz.

No hay respuesta inmediata. Eladio se olvida de la gran final del concurso de preguntas y respuestas y recorre nervioso el reducido espacio de su departamento abarrotado.

«¿Y este quién es?».

En los seis meses que transcurrieron desde que Úrsula se mudó al edificio, no había recibido nunca visitas. Menos de un hombre.

Trata de divisar por la mirilla de la puerta la cara del individuo, pero con dificultad puede ver el lado izquierdo de su cuerpo alto y musculoso. Úrsula murmura algo que no entiende y abre la puerta.

Por algunos minutos, no capta más que chasquidos, susurros y un golpeteo rítmico.

Luego, de nuevo silencio.

Eladio permanece pegado a la pared durante mucho tiempo, esperando. Está a punto de desistir, e irse a la cama, cuando distingue las voces del hombre y de Úrsula.

Parece que discuten.

No llega a comprender el sentido de la charla, pero sí el tono. Fastidio primero, enojo después. Y algunas frases sueltas. El hombre comienza sumiso, pidiendo perdón, luego reclama, exige, protesta.

—Es tan hijo mío como tuyo.

—Debiste pensarlo antes de…

En la habitación, el niño llora.

¡Lo despertaste!

Se mezclan los berridos de la criatura, los gritos y el estruendo de muebles que se corren.

De repente un golpe seco, un alarido ahogado y cesan los sonidos, salvo el lloriqueo del bebé.

Eladio, nervioso, recorre la habitación de un lado al otro. ¿Debe intervenir? ¿Llamar a la policía? ¿Pedir ayuda? ¿Salir al pasillo? ¿Qué habrá sucedido? No se decide. Se come las uñas y espera, pegado a la medianera.

Pasos fuertes y rápidos atraviesan el departamento adyacente, como si buscaran algo. La puerta de calle se abre.

Eladio corre hacia su propia puerta, para espiar al agresor. Alcanza a verlo bajar corriendo por las escaleras con el hijo de Úrsula en brazos.

Desolado, se sienta en el suelo. No puede evitar que rueden por sus mejillas lágrimas de impotencia, de rabia, de dolor. Permanece así, hasta que el frío y la humedad le suben por la espalda. Agarrotado y triste repta hacia su cama.

Pasa el fin de semana angustiado, tendido en la habitación, sin bañarse, comiendo escasos bocados, con las cortinas corridas sufriendo por Úrsula.

Consigue dormir a base de tranquilizantes. El lunes, el sonido del despertador lo saca a la fuerza de la inconsciencia.

Se baña, se afeita, toma un café aguado y sale, todavía embotado.

Otra vez la rutina, su cubículo, sus formularios, sus pies calzados con mocasines marrones.

La piel suave de la vecina se borra de sus fantasías y su vida anodina y gris vuelve a estar compuesta de cenas recalentadas y programas de televisión.

Cuando al final de la jornada regresa al edificio, nota enseguida la agitación. Los pasillos están llenos de gente, dos vecinas lloran abrazadas, mientras la encargada es interrogada por un policía uniformado.

—Sí, sí. Con la llave maestra. Para cobrar el alquiler. El niño no está... Nunca me imaginé... —Oye que responde la mujer.

El departamento efe tiene cruzada en la entrada una franja amarilla que impide el paso de los curiosos, que se agolpan fuera tratando de obtener detalles.

Eladio apura el paso y entra a su unidad, agitado.

Solo pasan unos minutos cuando lo sobresaltan golpes fuertes en la puerta.

—Buenos días, oficial, ¿qué se le ofrece? —pregunta entreabriendo. Del otro lado lo observa serio un policía gordo, con lentes oscuros.

—Buenos días. Estamos tomando declaración a los vecinos de la occisa, queremos saber si puede darnos alguna información, si escuchó algo que pueda ser de utilidad para determinar el paradero del menor.

—¿Occisa?

—La señorita Úrsula Linares, su vecina, ha fallecido de un golpe con objeto contundente por causas que se desconocen. Se ha abierto una investigación y necesitamos contar con la mayor cantidad de datos posibles. ¿Algo que declarar?

—Este… yo… ¿Úrsula está muerta?

El policía sigue hablando, le pregunta dónde estuvo, si la conocía, si entró alguna vez al departamento de ella, si oyó algo, pero Eladio está muy lejos. Articula las respuestas en forma automática, no vio nada, no oyó nada, apenas la conocía. ¡Muerta! Eso sí que no consigue imaginarlo.

Cuando el oficial finalmente se marcha, Eladio se siente enfermo.

Su aversión natural a las complicaciones hizo que callara lo que sabe, pero ahora, se arrepiente de no haber declarado la verdad.

Se debate internamente entre llamar o no al investigador y explicarle que la noticia le impresionó tanto que en el momento no recordó la visita del sujeto.

Decide que es mejor permanecer al margen. La realidad es que no vio nada claramente.

¿Y si hubiera sido todo producto de su imaginación?

Más tarde, ya en pijamas, las imágenes del noticiero silenciado, llaman su atención. 

En la pantalla, el depósito de basura de la calle que cruza detrás del edificio, está en el centro de la escena. Reflectores, varios policías, una ambulancia, curiosos a montones. La periodista dice que encontraron el cadáver de un bebé de aproximadamente nueve meses. Eladio retrocede desesperado. La cabeza le duele como si fuera a explotarle. Cae de rodillas presionándose las sienes. Y de repente es otra vez viernes.


Eladio permanece pegado a la pared durante mucho tiempo, esperando. Está a punto de desistir, e irse a la cama, cuando capta las voces del hombre y de Úrsula. Se despiden en la puerta. Alcanza a ver por la mirilla, que su vecina tiene puesta la bata de seda. «¡Cómo se atreve! ¡Perdida!».

Espera que el hombre desaparezca por el hueco de la escalera y sale al pasillo.

Golpea la puerta del departamento de Úrsula. Esta abre casi de inmediato, sonriendo. Todavía lleva puesta la bata.

—Ah, sos vos...

Le duele el timbre de decepción, de desprecio. Ya no puede aguantarlo. Ha esperado demasiado.

—¿Quién era ese?

—¿Y a vos qué te importa?

—Basta, Úrsula, no me gusta cuando te portás así. Dejame pasar y hablemos tranquilos.

—¿Pero qué estás diciendo? Andate a tu casa por favor, mi hijo está durmiendo.

—Yo puedo hacerte otros hijos, dejalo.

La empuja hacia el departamento, tapándole la boca y cierra la puerta detrás. Úrsula intenta gritar, pero no puede. Manotea lo que encuentra a su paso, tratando de golpearlo. Eladio avanza, la besa, desliza por fin sus manos de dedos finos por el cuerpo tan imaginado.

En la habitación, el niño llora. Se mezclan los chillidos de la criatura, los gritos sofocados de Úrsula y el estruendo de muebles que se corren.

Durante el forcejeo, Eladio tropieza con un juguete tirado y en el esfuerzo por no perder el equilibrio suelta a Úrsula, que cae hacia atrás y golpea la cabeza contra la mesa de centro.

Un golpe seco, un alarido ahogado y se detienen todos los sonidos, salvo los berridos del bebé.

Eladio se desespera, camina por el departamento sin saber qué hacer. Úrsula no respira. Los sollozos del bebé le resultan ensordecedores. Ya no puede aguantarlo. Toma una almohada y la apoya sobre su cara. Presiona algunos segundos. Espera. El llanto cesa. Ahora sí puede pensar. Deja a Úrsula donde está y sale. Lleva al bebé envuelto en una manta al basurero de la cuadra. Lo deposita entre los restos de bolsas abiertas por los gatos. Lo tapa un poco, no sea que lo lastimen. En el departamento de Úrsula, acomoda el desorden. Limpia la mesa. Cierra la puerta y regresa a su casa.


Desolado, se sienta en el suelo y no puede evitar que rueden por sus mejillas, lágrimas de impotencia, de rabia, de dolor. Permanece así, hasta que el frío y la humedad le suben por la espalda. Agarrotado y triste repta hacia la cama, repitiendo una y otra vez que nada pasó, «Nada, nada, todo va a estar bien». Llega un punto en el que él mismo es capaz de creerlo.