Rosario Sánchez Infantas
El pequeño cofre de madera tenía incrustadas diminutas piedras
semipreciosas: verdes, azules, y moradas. Algunas veces por las mañanas, otras
por las tardes y casi siempre por las noches, se escuchaba un profundo y
sentido suspiro saliendo de él.
Al comienzo llamaron la atención de sus vecinos en el escritorio del
poeta: un colorido portalápices, aquel pequeño globo terráqueo de cristal, el
reloj que un día marcara horas felices, un gastado borrador, hojas de distintos
colores y algún libro fuera de lugar.
Como que la rutina hace invisible, incluso a un elefante en el
jardín, llegó el momento en el que nadie prestaba atención a los suspiros que
salían del pequeño cofre.
El poeta sentía agobio si no podía escribir. Convencido de su falta
de memoria para recordar las espontáneas ideas que lo conmovían sin piedad
llevaba consigo pequeñas tarjetas. En cada una de ellas escribía una palabra que
atrapaba una imagen o una sensación.
Los suspiros provenían de veintidós palabritas que el poeta había
ido extrayendo de sus lecturas, mientras esperaba noticias, en aquella unidad
de cuidados intensivos que le afligía recordar. Luego, absorbido por aciagas
ocupaciones, las había dejado olvidadas. Así, desordenadas como quedaron en el
fondo de la diminuta caja, se sabían vanas, inoficiosas, ¡dolorosamente
desarraigadas! Añoraban la belleza que tenían en el contexto del cual fueron
sacadas. Además, recordaban que el poeta había sentenciado: «El suspiro
ahuyenta el sollozo», y entonces, musitaba cada una para sí misma: «Si suspiro,
debo de estar a punto de llorar… ¡Qué triste estoy!»... y se ponía más triste
aún.
Una mañana el poeta movió el pequeño cofre para sacudir el polvo del
escritorio. Las palabritas cambiaron de lugar, ingresó un alegre rayito de luz
por una juntura y, ¡oh ventura!, entre el caos resultante podía leerse «Hoy
estreno». Más allá, en dos vocablos juntos se leía «Dichosamente nuevo». Las
palabritas, después de tanto tiempo, sintieron la emoción sublime de la
curiosidad y la inspiración. Se ordenaron de prisa, poniéndose una al lado de
la otra, y descubriendo conmovidas, el poder y la magia que siempre estuvo en
ellas.
Como de felicidad también se llora, algunas lágrimas rodaron cuando
estuvo listo el poema «Volver». Luego de leerlo muchas veces, decidieron
reordenarse de otra manera, y así contaron del anciano que despertaba
voluntades; de los sueños de la niña ciega; del sabor amargo y el dulce aroma
de la justicia. Celebraron el llanto que devuelve la entereza; la valentía de
vivir enamorado… y recrearon, recrearon; y aún hoy están reinventándose.
«El pasado, aún más dichoso, no es más que pasado y solo nos puede
traer recuerdos… ¡la vida es ahora!... Cada una de nosotras es un mundo;
juntas, ¡una constelación!... y podemos recrearnos hasta el infinito… aunque,
esta vez, el azar nos dio un empujón… ¡porque estuvimos atentas!», decía,
reflexiva, una esdrújula.
«¿Qué?, ¿no fue el rayito de luz?» –dijo sorprendida una palabrita,
que no recuerdo cuál fue.
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