martes, 22 de noviembre de 2016

La cajita

Rosario Sánchez Infantas


El pequeño cofre de madera tenía incrustadas diminutas piedras semipreciosas: verdes, azules, y moradas. Algunas veces por las mañanas, otras por las tardes y casi siempre por las noches, se escuchaba un profundo y sentido suspiro saliendo de él.
Al comienzo llamaron la atención de sus vecinos en el escritorio del poeta: un colorido portalápices, aquel pequeño globo terráqueo de cristal, el reloj que un día marcara horas felices, un gastado borrador, hojas de distintos colores y algún libro fuera de lugar.
Como que la rutina hace invisible, incluso a un elefante en el jardín, llegó el momento en el que nadie prestaba atención a los suspiros que salían del pequeño cofre.
El poeta sentía agobio si no podía escribir. Convencido de su falta de memoria para recordar las espontáneas ideas que lo conmovían sin piedad llevaba consigo pequeñas tarjetas. En cada una de ellas escribía una palabra que atrapaba una imagen o una sensación.
Los suspiros provenían de veintidós palabritas que el poeta había ido extrayendo de sus lecturas, mientras esperaba noticias, en aquella unidad de cuidados intensivos que le afligía recordar. Luego, absorbido por aciagas ocupaciones, las había dejado olvidadas. Así, desordenadas como quedaron en el fondo de la diminuta caja, se sabían vanas, inoficiosas, ¡dolorosamente desarraigadas! Añoraban la belleza que tenían en el contexto del cual fueron sacadas. Además, recordaban que el poeta había sentenciado: «El suspiro ahuyenta el sollozo», y entonces, musitaba cada una para sí misma: «Si suspiro, debo de estar a punto de llorar… ¡Qué triste estoy!»... y se ponía más triste aún.
Una mañana el poeta movió el pequeño cofre para sacudir el polvo del escritorio. Las palabritas cambiaron de lugar, ingresó un alegre rayito de luz por una juntura y, ¡oh ventura!, entre el caos resultante podía leerse «Hoy estreno». Más allá, en dos vocablos juntos se leía «Dichosamente nuevo». Las palabritas, después de tanto tiempo, sintieron la emoción sublime de la curiosidad y la inspiración. Se ordenaron de prisa, poniéndose una al lado de la otra, y descubriendo conmovidas, el poder y la magia que siempre estuvo en ellas.
Como de felicidad también se llora, algunas lágrimas rodaron cuando estuvo listo el poema «Volver». Luego de leerlo muchas veces, decidieron reordenarse de otra manera, y así contaron del anciano que despertaba voluntades; de los sueños de la niña ciega; del sabor amargo y el dulce aroma de la justicia. Celebraron el llanto que devuelve la entereza; la valentía de vivir enamorado… y recrearon, recrearon; y aún hoy están reinventándose.
«El pasado, aún más dichoso, no es más que pasado y solo nos puede traer recuerdos… ¡la vida es ahora!... Cada una de nosotras es un mundo; juntas, ¡una constelación!... y podemos recrearnos hasta el infinito… aunque, esta vez, el azar nos dio un empujón… ¡porque estuvimos atentas!», decía, reflexiva, una esdrújula.
«¿Qué?, ¿no fue el rayito de luz?» –dijo sorprendida una palabrita, que no recuerdo cuál fue. 

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