jueves, 3 de noviembre de 2016

Inspiración peligrosa

Rocío Ávila


La biblioteca es la habitación más grande de la casa y siendo, como era, propiedad de la familia Domínguez es mucho decir. Tenía una altura de poco más de cuatro metros donde los libreros cubrían los muros de piso a techo. El único claro que existía era el vano de la puerta. El acceso con forma de arco enmarcaba, con aplicaciones de cantera rosa, una puerta de madera maciza, entablerada, que emitía un suave crujido cuando se abría o se cerraba. El techo, con sus vigas de madera, delataba la edad de la construcción, un dato que el piso cubierto con losetas de cerámica, de diseño contemporáneo, intentaba ocultar.

Junto a la mesa central se encuentra el señor Héctor, como le llamaban en el pueblo. Es un escritor que ha conocido el éxito desde temprana edad. Hoy, a sus cincuenta y cinco años, está en un sitio privilegiado dentro de la literatura. Cuando le preguntan sobre sus triunfos asegura que son golpes de suerte que ha sabido aprovechar. Observa con mucho cuidado el entorno. Todavía recuerda cuando compró, junto con su esposa, los sillones que acompañan la mesa de centro con la lámpara de estilo clásico. Ahí pasaron horas juntos, riendo, leyendo, conversando. Eran la pareja perfecta o al menos eso parecía. No tuvieron hijos y aunque se rumoraba que la señora anhelaba tener críos en realidad nadie lo sabía con certeza. Nada parecía empañar la felicidad de esta pareja hasta este momento.

Doña Chelo había vivido con la familia Domínguez por cuarenta y cinco años. Ahora, a sus más de setenta años veía a su patrón como a un hijo. Se encontraba afuera de la biblioteca ante la disyuntiva de entrar y confesar lo que sabía o guardar silencio. Con mucho cuidado pegó la oreja a la puerta para ver si alcanzaba a escuchar algo. Inútilmente porque el grosor de la puerta y su incipiente sordera le impedían percibir algún sonido.

Héctor miraba el anaquel que quedaba justo a la altura de sus ojos. Ahí estaba una copia de cada uno de sus libros. Las historias le recordaban de qué manera había muerto su anciana madre mientras dormía y cómo nadie sospechó nunca qué alguien le hubiera inyectado alguna sustancia letal. Estaba también la narración inspirada en el accidente automovilístico de su coetáneo; con el camino tan accidentado y el estado alcohólico de David al salir de la fiesta navideña de la familia Domínguez y subir a su auto, a nadie le sorprendió que se hubiera ido directo al barranco. Nadie se extrañó ni revisó el vehículo como para descubrir que los frenos estaban alterados por la mano del hombre. Así cada una de las aventuras que ahí se relataban, inspiradas en los sucesos que la vida “ponía” a disposición del aclamado narrador.

Hacía varios años que la inspiración para escribir lo había abandonado. Su pareja, su musa según creían los que los conocían, con el tiempo se fastidió de soportarlo y cumplirle sus caprichos. El más difícil era fingir que se amaban más que el primer día. Tras sufrir tres abortos y varios tratamientos fallidos el doctor le explicó que cada día se alejaba más de poder tener un hijo. Nada la retenía junto a Héctor, pero no quería irse con las manos vacías y él se negaba a darle un peso si lo abandonaba. Los problemas se fueron sumando para el literato. Perdió toda creatividad y su señora siempre dispuesta a aportar ideas durante los primeros años de matrimonio le había retirado el apoyo incondicional que usualmente le daba. La expectativa de la gente por la siguiente obra y su amor a la gloria lo hacían sentirse cada vez más impotente y presionado.

La solución a sus problemas inició un día cualquiera, cuando su padrino fue a visitar a la madre de Héctor. La reunión parecía marchar bien hasta que se enteró que este hombre debía a su progenitora grandes cantidades de dinero, mismas que no pensaba pagar. Frente a la anciana guardó silencio, pero cuando lo acompañó al auto, en la entrada del amplio terreno donde se encontraba la casa, empezó a exigirle el pago al visitante. Era un hombre mayor que no estaba preparado para una pelea física. Sabiendo de esta desventaja, Héctor comenzó a darle ligeros golpes en el pecho. Primero con la punta de los dedos y después con la palma de la mano. El final llegó cuando el deudor perdió el equilibrio, cayó al piso y se golpeó con una piedra en la cabeza. Héctor se quedó mirando sin hacer nada; dejó desangrar poco a poco a su víctima. Cuando giro el cuerpo para volver a la casa se sobresaltó al descubrir a Chelo mirándolo con los ojos desorbitados. Con todo el cariño que le tenía caminó hacia ella para abrazarla, la hizo girar sobre sus talones y la llevó a la cocina. La sentó con cuidado y le preparó una taza de té. En silencio observó como la sirvienta tomaba su bebida en pequeños sorbos y poco a poco fue recuperando la serenidad. Acabó la infusión, dejó el recipiente sobre el plato y sin más solo dijo «no te preocupes, mi muchacho, nadie sabrá esto».

Fue casi mágico. Apenas se fueron los policías que participaron en levantar el cuerpo y se recuperó la tranquilidad, una lluvia de ideas brotó en la cabeza del conocido autor. La historia de un anciano tramposo que estafó a cuantos conoció y que recibe su merecido en el último capítulo se volvió un éxito inmediato; “esa maestría con que escribía corroboraba su prestigio” decía la crítica menos amable.

Héctor quedó enganchado para siempre con su nueva fuente de inspiración. Doña Chelo le ayudó, sin el menor reproche, a cubrir las apariencias y él la cuidaba como si fuera su mamá. Ahora, en medio de la perfecta biblioteca el novelista estaba a punto de ser descubierto. Carolina, ajena a las actividades de su marido, había sido asesinada, tan brutalmente que ni el más tonto lo hubiera dado por incidente casual.

Conoció a Carolina cuando estaban acabando los estudios universitarios; él, Filosofía y Letras y ella, Relaciones Internacionales. Caro, como la llamaban sus amigos cercanos, tenía un futuro brillante. Naturalmente sociable e interesada en los conflictos del mundo se sentía como pez en el agua en su entorno estudiantil y en las actividades propias de su formación profesional. Era una muchacha delgada, con cara ovalada y ojos grandes. Tenía unos labios que, dispuestos a formar una sonrisa a la primera oportunidad, eran su mayor atractivo. Llena de vida e ilusiones estaba dispuesta a labrarse un gran futuro, pero manteniendo en mente que su prioridad personal era tener hijos.

Héctor y ella salieron por seis meses antes de que él se le declarara formalmente. Esta relación traía consigo no solo a una compañera apreciada por la comunidad sino el contacto con gente ubicada en un círculo social mejor al que él frecuentaba. Los primeros años de matrimonio fueron como los soñó. Gracias al trabajo y a los contactos de su cónyuge conoció gente importante que celebraba su naciente éxito literario como propio. En esos días Carolina estaba feliz; sus sueños se veían realizados con su primer embarazo. Fue una situación complicada ya que la dulce espera tuvo todo menos dulzura. Tras varios problemas de salud durante el embarazo, perdió al bebé a los cinco meses de gestación. Parte de la receta médica fue reposo para el cuerpo y tranquilidad para el alma. Las indicaciones se siguieron al pie de la letra, al grado que Carolina renunció a su empleo para irse a vivir con su suegra. Ella habitaba la casa de campo que la familia Domínguez no muy lejos de la ciudad. Héctor la acompañó sin quejarse pensando que en poco tiempo estarían de vuelta en la ciudad.

Conforme avanzaban los meses y el retorno se veía cada vez más lejano, la distancia entre los esposos también empezó a crecer. Ahora, tras años de frustraciones personales Héctor se sentía exaltado de nuevo. En él luchaban sentimientos muy diferentes: el amor que alguna vez sintió por esa mujer, la dicha de haber acabado con un matrimonio que no toleraba más y el entusiasmo de sentarse a escribir todas las ideas que bullían en su mente. Este libro sería su obra cumbre. Lo sentía, estaba seguro.

El jefe de policía sabía que el asesino era el esposo. Las puñaladas en el cuerpo demostraban que se trataba de un crimen pasional. No se compraba la historia del matrimonio perfecto, después de todo, la gente habla y él era bueno escuchando. Sospechaba del hijo predilecto del pueblo pero nadie parecía darse cuenta de la gravedad de los hechos, preferían vivir felices y orgullosos de tener a una celebridad entre ellos. Por fin tenía armado el caso, pero necesitaba el arma homicida para asegurarse de que Domínguez acabara en la cárcel. Pidió una orden de cateo para revisar la casa del sospechoso y no había encontrado nada.

Chelo se atrevió a entrar sin tocar. Cuando abrió la puerta el crujido no molestó a Héctor. Prendió las luces y el candelabro que colgaba del techo iluminó el cuarto de manera majestuosa. ¡Qué hermoso espacio era ese! Héctor miró a su cómplice y torció la boca a modo de sonrisa.

—¿Sabes? Ya me tenía harto. De haber sabido lo fácil que me resultó matarla lo hubiera hecho desde antes.

—No diga eso, señor Héctor —dijo la testigo con voz suave, como si hablara con un pequeño.

—Es la verdad. Solo una cosa me incomoda. Tengo el estómago revuelto y siento un nerviosismo inusual. No puedo salir de aquí porque perderé el control de mí mismo.

Los dos guardaron silencio por un momento. Se observaron mutuamente por lo que pareció poco tiempo. El ruido de un coche los trajo a la realidad. Doña Chelo salió a ver quién era, él se quedó parado donde estaba.

Doña Chelo poseía la figura propia de la gente del sur del país: de estatura baja, cara redonda, tez morena curtida por el sol y el cabello largo trenzado alrededor de su cabeza. Contaba con la sabiduría de la gente que ha recorrido una vida difícil y la lealtad de quien ha recibido cariño y atención, por décadas, de gente que no es su familia de sangre, pero ha estado ahí para ella. Nunca tuvo hijos y siempre se sintió feliz con el amor que le prodigaba el único vástago del matrimonio Domínguez, cuando este llevó a su joven esposa a vivir con su madre y en consecuencia con ella, las cosas mejoraron. Vivía en un sueño que lentamente se transformó en pesadilla.

Con embarazos fallidos y frecuentemente aparentando ser feliz, Carolina se fue amargando y tratando con desprecio a la gente que convivía con ella en el día a día. Las sonrisas falsas eran para las visitas, para los demás había gestos de desprecio y malos humores. Para todos menos para la anciana empleada. Chelo consoló y acunó a la madre frustrada más veces de lo que hubiera querido. Se convirtió en la consejera y la amiga que su patrona necesitaba. Lo más singular fue que nadie parecía notar esta cercanía entre ellas o al menos nada se dijo al respecto. Perder a Carolina fue más doloroso de lo que alguna vez creyó y se encontraba atrapada entre el cariño hacia ella y el afecto odio que sentía hacia Héctor.

Un gran bullicio se escuchó en la puerta. Era el jefe de policía que venía a arrestarlo. Cuando entró de manera brusca a la biblioteca, Héctor se mantuvo firme en su sitio.

—Héctor Domínguez, queda usted detenido por el asesinato de su mujer.

—No tiene usted pruebas.

—Las tengo. Esta vez no tiene escapatoria.

Héctor buscó a su fiel sirvienta con la mirada, pero no la encontró.

—¿Puedo saber de qué pruebas habla? —dijo en tono sorprendido el acusado.

—Me refiero al cuchillo con que la apuñaló.

—Usted no tiene nada —dijo en medio de una risa burlona.

—Lo tengo, Domínguez, lo tengo.

Mientras hablaba se dirigió al estante donde se encontraban las obras que tanto mérito habían ganado a su creador. Sin la menor delicadeza sacó los libros de su lugar para dejar al descubierto una pequeña caja fuerte. La abrió como si lo hubiera hecho toda su vida y con sumo cuidado sacó una pañoleta manchada de sangre que envolvía un cuchillo de cocina. «¿Lo ve? Yo no miento», fue lo último que Héctor alcanzó a escuchar antes de que dos policías lo esposaran.


Mientras lo llevaban a la patrulla Héctor se sorprendió de sí mismo al notar que el malestar físico y la angustia habían desaparecido. No abrió la boca mientras encendieron el auto y se encaminaron al acceso para salir de la propiedad. Cuando se acercaron a él, el conductor bajó aún más la velocidad. Ahí, junto al camino estaba la mujer que lo había acompañado por más de cuatro décadas. Encorvada, con las manos juntas estrujadas entre sí solo atinó a murmurar «lo siento, lo siento» al hombre que había cometido tantas atrocidades en busca de iluminación.

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