Rocío Ávila
La
biblioteca es la habitación más grande de la casa y siendo, como era, propiedad
de la familia Domínguez es mucho decir. Tenía una altura de poco más de cuatro
metros donde los libreros cubrían los muros de piso a techo. El único claro que
existía era el vano de la puerta. El acceso con forma de arco enmarcaba, con
aplicaciones de cantera rosa, una puerta de madera maciza, entablerada, que
emitía un suave crujido cuando se abría o se cerraba. El techo, con sus vigas
de madera, delataba la edad de la construcción, un dato que el piso cubierto
con losetas de cerámica, de diseño contemporáneo, intentaba ocultar.
Junto a
la mesa central se encuentra el señor Héctor, como le llamaban en el pueblo. Es
un escritor que ha conocido el éxito desde temprana edad. Hoy, a sus cincuenta
y cinco años, está en un sitio privilegiado dentro de la literatura. Cuando le
preguntan sobre sus triunfos asegura que son golpes de suerte que ha sabido aprovechar.
Observa con mucho cuidado el entorno. Todavía recuerda cuando compró, junto con
su esposa, los sillones que acompañan la mesa de centro con la lámpara de
estilo clásico. Ahí pasaron horas juntos, riendo, leyendo, conversando. Eran la
pareja perfecta o al menos eso parecía. No tuvieron hijos y aunque se rumoraba
que la señora anhelaba tener críos en realidad nadie lo sabía con certeza. Nada
parecía empañar la felicidad de esta pareja hasta este momento.
Doña
Chelo había vivido con la familia Domínguez por cuarenta y cinco años. Ahora, a
sus más de setenta años veía a su patrón como a un hijo. Se encontraba afuera
de la biblioteca ante la disyuntiva de entrar y confesar lo que sabía o guardar
silencio. Con mucho cuidado pegó la oreja a la puerta para ver si alcanzaba a
escuchar algo. Inútilmente porque el grosor de la puerta y su incipiente sordera
le impedían percibir algún sonido.
Héctor
miraba el anaquel que quedaba justo a la altura de sus ojos. Ahí estaba una
copia de cada uno de sus libros. Las historias le recordaban de qué manera había
muerto su anciana madre mientras dormía y cómo nadie sospechó nunca qué alguien
le hubiera inyectado alguna sustancia letal. Estaba también la narración
inspirada en el accidente automovilístico de su coetáneo; con el camino tan
accidentado y el estado alcohólico de David al salir de la fiesta navideña de
la familia Domínguez y subir a su auto, a nadie le sorprendió que se hubiera
ido directo al barranco. Nadie se extrañó ni revisó el vehículo como para
descubrir que los frenos estaban alterados por la mano del hombre. Así cada una
de las aventuras que ahí se relataban, inspiradas en los sucesos que la vida
“ponía” a disposición del aclamado narrador.
Hacía
varios años que la inspiración para escribir lo había abandonado. Su pareja, su
musa según creían los que los conocían, con el tiempo se fastidió de soportarlo
y cumplirle sus caprichos. El más difícil era fingir que se amaban más que el
primer día. Tras sufrir tres abortos y varios tratamientos fallidos el doctor
le explicó que cada día se alejaba más de poder tener un hijo. Nada la retenía
junto a Héctor, pero no quería irse con las manos vacías y él se negaba a darle
un peso si lo abandonaba. Los problemas se fueron sumando para el literato.
Perdió toda creatividad y su señora siempre dispuesta a aportar ideas durante los
primeros años de matrimonio le había retirado el apoyo incondicional que
usualmente le daba. La expectativa de la gente por la siguiente obra y su amor
a la gloria lo hacían sentirse cada vez más impotente y presionado.
La
solución a sus problemas inició un día cualquiera, cuando su padrino fue a visitar
a la madre de Héctor. La reunión parecía marchar bien hasta que se enteró que
este hombre debía a su progenitora grandes cantidades de dinero, mismas que no
pensaba pagar. Frente a la anciana guardó silencio, pero cuando lo acompañó al
auto, en la entrada del amplio terreno donde se encontraba la casa, empezó a
exigirle el pago al visitante. Era un hombre mayor que no estaba preparado para
una pelea física. Sabiendo de esta desventaja, Héctor comenzó a darle ligeros
golpes en el pecho. Primero con la punta de los dedos y después con la palma de
la mano. El final llegó cuando el deudor perdió el equilibrio, cayó al piso y
se golpeó con una piedra en la cabeza. Héctor se quedó mirando sin hacer nada;
dejó desangrar poco a poco a su víctima. Cuando giro el cuerpo para volver a la
casa se sobresaltó al descubrir a Chelo mirándolo con los ojos desorbitados. Con
todo el cariño que le tenía caminó hacia ella para abrazarla, la hizo girar
sobre sus talones y la llevó a la cocina. La sentó con cuidado y le preparó una
taza de té. En silencio observó como la sirvienta tomaba su bebida en pequeños
sorbos y poco a poco fue recuperando la serenidad. Acabó la infusión, dejó el
recipiente sobre el plato y sin más solo dijo «no te preocupes, mi muchacho,
nadie sabrá esto».
Fue casi
mágico. Apenas se fueron los policías que participaron en levantar el cuerpo y
se recuperó la tranquilidad, una lluvia de ideas brotó en la cabeza del
conocido autor. La historia de un anciano tramposo que estafó a cuantos conoció
y que recibe su merecido en el último capítulo se volvió un éxito inmediato; “esa
maestría con que escribía corroboraba su prestigio” decía la crítica menos
amable.
Héctor
quedó enganchado para siempre con su nueva fuente de inspiración. Doña Chelo le
ayudó, sin el menor reproche, a cubrir las apariencias y él la cuidaba como si
fuera su mamá. Ahora, en medio de la perfecta biblioteca el novelista estaba a
punto de ser descubierto. Carolina, ajena a las actividades de su marido, había
sido asesinada, tan brutalmente que ni el más tonto lo hubiera dado por
incidente casual.
Conoció
a Carolina cuando estaban acabando los estudios universitarios; él, Filosofía y
Letras y ella, Relaciones Internacionales. Caro, como la llamaban sus amigos
cercanos, tenía un futuro brillante. Naturalmente sociable e interesada en los
conflictos del mundo se sentía como pez en el agua en su entorno estudiantil y
en las actividades propias de su formación profesional. Era una muchacha
delgada, con cara ovalada y ojos grandes. Tenía unos labios que, dispuestos a
formar una sonrisa a la primera oportunidad, eran su mayor atractivo. Llena de
vida e ilusiones estaba dispuesta a labrarse un gran futuro, pero manteniendo
en mente que su prioridad personal era tener hijos.
Héctor
y ella salieron por seis meses antes de que él se le declarara formalmente.
Esta relación traía consigo no solo a una compañera apreciada por la comunidad
sino el contacto con gente ubicada en un círculo social mejor al que él
frecuentaba. Los primeros años de matrimonio fueron como los soñó. Gracias al
trabajo y a los contactos de su cónyuge conoció gente importante que celebraba
su naciente éxito literario como propio. En esos días Carolina estaba feliz;
sus sueños se veían realizados con su primer embarazo. Fue una situación
complicada ya que la dulce espera tuvo todo menos dulzura. Tras varios problemas
de salud durante el embarazo, perdió al bebé a los cinco meses de gestación.
Parte de la receta médica fue reposo para el cuerpo y tranquilidad para el
alma. Las indicaciones se siguieron al pie de la letra, al grado que Carolina
renunció a su empleo para irse a vivir con su suegra. Ella habitaba la casa de
campo que la familia Domínguez no muy lejos de la ciudad. Héctor la acompañó
sin quejarse pensando que en poco tiempo estarían de vuelta en la ciudad.
Conforme
avanzaban los meses y el retorno se veía cada vez más lejano, la distancia
entre los esposos también empezó a crecer. Ahora, tras años de frustraciones personales
Héctor se sentía exaltado de nuevo. En él luchaban sentimientos muy diferentes:
el amor que alguna vez sintió por esa mujer, la dicha de haber acabado con un
matrimonio que no toleraba más y el entusiasmo de sentarse a escribir todas las
ideas que bullían en su mente. Este libro sería su obra cumbre. Lo sentía, estaba
seguro.
El jefe
de policía sabía que el asesino era el esposo. Las puñaladas en el cuerpo
demostraban que se trataba de un crimen pasional. No se compraba la historia
del matrimonio perfecto, después de todo, la gente habla y él era bueno
escuchando. Sospechaba del hijo predilecto del pueblo pero nadie parecía darse
cuenta de la gravedad de los hechos, preferían vivir felices y orgullosos de
tener a una celebridad entre ellos. Por fin tenía armado el caso, pero necesitaba
el arma homicida para asegurarse de que Domínguez acabara en la cárcel. Pidió
una orden de cateo para revisar la casa del sospechoso y no había encontrado
nada.
Chelo
se atrevió a entrar sin tocar. Cuando abrió la puerta el crujido no molestó a
Héctor. Prendió las luces y el candelabro que colgaba del techo iluminó el
cuarto de manera majestuosa. ¡Qué hermoso espacio era ese! Héctor miró a su
cómplice y torció la boca a modo de sonrisa.
—¿Sabes?
Ya me tenía harto. De haber sabido lo fácil que me resultó matarla lo hubiera
hecho desde antes.
—No
diga eso, señor Héctor —dijo la testigo con voz suave, como si hablara con un
pequeño.
—Es la
verdad. Solo una cosa me incomoda. Tengo el estómago revuelto y siento un
nerviosismo inusual. No puedo salir de aquí porque perderé el control de mí mismo.
Los dos
guardaron silencio por un momento. Se observaron mutuamente por lo que pareció
poco tiempo. El ruido de un coche los trajo a la realidad. Doña Chelo salió a
ver quién era, él se quedó parado donde estaba.
Doña
Chelo poseía la figura propia de la gente del sur del país: de estatura baja,
cara redonda, tez morena curtida por el sol y el cabello largo trenzado
alrededor de su cabeza. Contaba con la sabiduría de la gente que ha recorrido
una vida difícil y la lealtad de quien ha recibido cariño y atención, por
décadas, de gente que no es su familia de sangre, pero ha estado ahí para ella.
Nunca tuvo hijos y siempre se sintió feliz con el amor que le prodigaba el
único vástago del matrimonio Domínguez, cuando este llevó a su joven esposa a
vivir con su madre y en consecuencia con ella, las cosas mejoraron. Vivía en un
sueño que lentamente se transformó en pesadilla.
Con embarazos
fallidos y frecuentemente aparentando ser feliz, Carolina se fue amargando y
tratando con desprecio a la gente que convivía con ella en el día a día. Las
sonrisas falsas eran para las visitas, para los demás había gestos de desprecio
y malos humores. Para todos menos para la anciana empleada. Chelo consoló y acunó
a la madre frustrada más veces de lo que hubiera querido. Se convirtió en la
consejera y la amiga que su patrona necesitaba. Lo más singular fue que nadie
parecía notar esta cercanía entre ellas o al menos nada se dijo al respecto.
Perder a Carolina fue más doloroso de lo que alguna vez creyó y se encontraba
atrapada entre el cariño hacia ella y el afecto odio que sentía hacia Héctor.
Un gran
bullicio se escuchó en la puerta. Era el jefe de policía que venía a
arrestarlo. Cuando entró de manera brusca a la biblioteca, Héctor se mantuvo
firme en su sitio.
—Héctor
Domínguez, queda usted detenido por el asesinato de su mujer.
—No
tiene usted pruebas.
—Las
tengo. Esta vez no tiene escapatoria.
Héctor
buscó a su fiel sirvienta con la mirada, pero no la encontró.
—¿Puedo
saber de qué pruebas habla? —dijo en tono sorprendido el acusado.
—Me
refiero al cuchillo con que la apuñaló.
—Usted
no tiene nada —dijo en medio de una risa burlona.
—Lo
tengo, Domínguez, lo tengo.
Mientras
hablaba se dirigió al estante donde se encontraban las obras que tanto mérito
habían ganado a su creador. Sin la menor delicadeza sacó los libros de su lugar
para dejar al descubierto una pequeña caja fuerte. La abrió como si lo hubiera
hecho toda su vida y con sumo cuidado sacó una pañoleta manchada de sangre que
envolvía un cuchillo de cocina. «¿Lo ve? Yo no miento», fue lo último que
Héctor alcanzó a escuchar antes de que dos policías lo esposaran.
Mientras
lo llevaban a la patrulla Héctor se sorprendió de sí mismo al notar que el
malestar físico y la angustia habían desaparecido. No abrió la boca mientras
encendieron el auto y se encaminaron al acceso para salir de la propiedad.
Cuando se acercaron a él, el conductor bajó aún más la velocidad. Ahí, junto al
camino estaba la mujer que lo había acompañado por más de cuatro décadas.
Encorvada, con las manos juntas estrujadas entre sí solo atinó a murmurar «lo
siento, lo siento» al hombre que había cometido tantas atrocidades en busca de
iluminación.
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