miércoles, 9 de noviembre de 2016

Un camino al retorno

Eliana Argote Saavedra


Invierno.

Es tan agradable estar cerca del volcán, aún los adolescentes abandonan su apatía habitual y se escapan a los alrededores para tener citas románticas al final de la tarde, allí se quedan hasta que la luz de la luna se mezcla con el tono azulado de la fumarola, y las partículas ascienden danzando en ese cielo hecho de humo.

Un ambiente romántico para ellos sin duda, pero no para mí que no podía estar más alejada de tales cursilerías. Fui contratada por una televisora que producía reportajes en zonas poco frecuentadas con la finalidad de descubrir nuevas rutas turísticas. Desde que el avión comenzó a descender noté la masa homogénea de un tenue color azul aflorando del volcán. Era hermoso ciertamente, pero mi pensamiento estaba fijo en el rostro de Ricardo, en aquellos brazos fuertes levantándome como si fuera de viento, la cercanía de su  aliento tibio en mi cuello, su voz grave. Estaba decidida por fin a establecerme, esta vez se lo diría. Cierto es que durante años me negué la posibilidad de unirme a un hombre y formar una familia, o lo que la sociedad describe como tal, sé que soy difícil pero he sabido adaptarme a todo; además, qué tan complicado puede ser compartir la vida con alguien, especialmente si esa persona sabe hacerte sentir bien. Y como reza aquel dicho popular, si la vida te da limones debes hacer limonada, y la vida me había dado no limones sino una dulce copa de vino, solo debía tomarla, llevármela a la boca y disfrutar su sabor. Sí, él era esa copa de vino dándole a mi rutina el delicioso sabor del disfrute. Lo tomaría, este era el momento. Me lo dije a mí misma el día que recibí aquella llamada. La verdad es que hubiese preferido mantener mi ritmo de vida como hasta ahora pero, ¡qué se le hace!, cometí un error mínimo, responder la llamada de un celular desconocido, y ahora parece que estoy condenada a echar raíces.

Una voz anuncia desde el alto parlante que el avión está a punto de aterrizar, «deben mantener los cinturones abrochados». Alicia mira por la ventana, el extenso valle aparece como un lienzo de ensueño: los sembríos con ese aspecto de tapiz a cuadros, una cumbre nevada asomando por entre los montes pelados que circundan la ciudad, las casas distanciadas unas de otras, los animales pastando. El rostro de Alicia de pronto se torna serio, siempre le ocurre lo mismo cuando está llegando, ese panorama hace aflorar los recuerdos infantiles, tal vez por eso se siente en casa y tal vez también por eso, cada vez siente la necesidad de huir, huir tan pronto como pueda, tal como lo hizo a los dieciocho, dejando a los padres tan elegantes y orgullosos con la pequeña beba en brazos, apenas concluida su ceremonia de graduación de la universidad, listos para la foto; ni siquiera la sonrisa de la rolliza niña de seis años que despertaba en Alicia una ternura infinita la hizo desistir, huyó con la convicción de que la imagen que intentaban mostrar sus padres era una farsa, de saber que al llegar a casa volvería a instalarse el silencio en la mesa, ese silencio ensordecedor lleno de reproches en la mirada de la madre, de indiferencia en el gesto adusto del padre, de discusiones en voz baja, huir de ese ambiente que la había asfixiado desde niña. Nunca pudo borrar de la memoria el rostro materno intentando cubrirse los golpes, la imperdonable sumisión al atender al padre por las mañanas, los vasos de licor ocultos, su sonrisa, y los ojos brillosos que la transformaban en una triste mueca, el aliento alcoholizado mal disimulado con enjuague bucal, las lágrimas maquilladas, la forma en que miraba a ese hombre, como si fuese un trofeo difícil de alcanzar.

Una asistente de vuelo se le acerca, «señorita, ¿se encuentra usted bien?». «Sí, claro», responde Alicia extrañada por la pregunta, pero luego se da cuenta de que todos han descendido excepto ella. Le sonríe avergonzada. «Lo siento, me distraje», dice, y baja del avión.

Pasar por el túnel hacia la sala de embarque, gente apurada, ansiosa, personas que van de un lado a otro por negocios, muchachos uniformados levantando carteles con los nombres de los pasajeros. Alicia busca algo con insistencia, ¿acaso no vendrá? Mira la hora en el celular, el avión ha llegado a tiempo, está segura de haber enviado un correo electrónico a Ricardo avisándole de su llegada. La maleta aparece, la coge y comienza a caminar. Se acerca a un asiento para quitarse la casaca y al girar levemente para retirarse la manga, siente el calor de un cuerpo junto al suyo. Unos brazos la sujetan por la cintura, y todos los músculos tensos entran en estado de relajación. No opone resistencia. Un aroma a madera inunda las fosas nasales y esa voz que conoce tan bien: «Me hiciste falta», dice, y su cercanía le produce un estremecimiento al que todo el cuerpo responde. Él le besa la mejilla muy cerca de la boca y se aleja antes de que la muchacha pueda responder, siempre lo hace, siempre la provoca, toca con los labios la punta de su oreja, y de pronto, así sin más, sin darle tiempo a que piense, la voltea para apretarla entre sus brazos y Alicia no puede evitar que el mundo desaparezca mientras hunde la mirada en el brillo azul de sus ojos.

Ir a un cuarto de hotel, amarse intensamente, acampar de noche junto a un arroyo, conversar de los cambios en la ciudad, retarse mirada con mirada como si fuera la primera vez, hablar de los proyectos turísticos, saborear unas copas de vino y por fin caer rendidos uno al lado del otro buscándose, amándose otra vez hasta quedar dormidos, hasta que el primer rayo del día los despierte para huir luego, antes que se instale entre ellos la situación incómoda de compartir el desayuno y afrontar la cotidianeidad, pero esta vez es diferente, Alicia quiere decirle lo que ha decidido, se quedará por fin a su lado, buscará a la hermana, echará raíces, le contará de aquellos episodios que tanto le duelen, se abrirá por fin y le permitirá a él también que le cuente quién es. 

Se conocieron, por casualidad en el segundo viaje que hizo a aquel pueblo, cuando el guía que la acompañaría había caído enfermo y no encontraron a nadie que lo supla, Ricardo, quien trabajaba de mensajero para la compañía local, se ofreció a llevarla. 

Alicia subió al bus que la llevaría al pueblo y lo vio en el último asiento, llevaba una casaca naranja que acentuaba su piel blanca, tomaba un mate mientras contemplaba el paisaje a través de la ventana, algo en ella lo impactó porque se llevó mecánicamente el vaso a la boca y se quemó, la joven estaba cerca y rio divertida exhibiendo un par de hoyuelos en las mejillas y acentuando las líneas rasgadas de sus ojos, al notar que había sido culpa suya, se ofreció a ayudarlo mientras lo observaba fijo. Él volvió a sentarse y tuvo que voltear el rostro para escapar de esa mirada penetrante que parecía retarlo. «No, gra… gracias», dijo mientras se preguntaba cómo podía esa figura pequeña y frágil derrochar tanta seguridad.

Bastó ese encuentro, a partir de entonces y mientras duró el viaje de Alicia, no volvieron a separarse, se retaban constantemente en todo, quién conoció más lugares, quién corrió más peligros, quién llegó más lejos, incluso en cosas tan triviales como quién tomaba el café más negro o quien podía contener más tiempo la respiración, y ese constante enfrentamiento era aún más evidente cuando estaban a solas, lo que les servía de aliciente para coquetear y hacer de cada encuentro una nueva aventura, no ocultaban la relación que mantenían pero había un acuerdo tácito entre ellos, jamás hablaban de sus vidas, ella solo sabía de él, que trabajaba temporalmente en la agencia, en un puesto para el que se encontraba sobre calificado y que viajaba mucho, que cambiaba constantemente de trabajo y de domicilio, era como una hoja al viento; Ricardo en cambio, jamás se preocupó por saber nada de Alicia, era la mujer perfecta, quien sabía disfrutar sin ataduras ni preguntas, la primera vez cuando se despidieron se dijeron adiós, sabiendo en el fondo que volverían a encontrarse pero sin hacerse ningún tipo de promesa. 

La llamada que recibió Alicia semanas atrás la había obligado a pensar en la vida solitaria que llevaba, alejada de sus raíces y sin familia. Fue en el centro de Lima, un lunes por la mañana, un día más de investigación para iniciar un periodo de reportajes que la trasladaría prácticamente por todo el mundo, estaba en el banco y debía llenar un formulario. La funcionaria que la atendía recibió el formato y le regaló una amplia sonrisa. «Está usted de cumpleaños», dijo. Ella cogió el papel y confirmó que ese era el día en que cumplía treinta y ocho años. «Sí, así es», respondió, intentando ocultar su sorpresa por no haberlo notado, y es que hacía mucho tiempo esa fecha no tenía ningún significado, no porque no le importara, cuanto por haber resuelto vivir cada día como un día especial. Iba de salida cuando el celular comenzó a vibrar, esperaba una llamada del agente de viajes así que apuró el paso, cuando estuvo fuera del recinto verificó el número, era desconocido, iba a guardarlo cuando nuevamente entró una llamada, esta vez respondió.

—Alo, señorita Sifuentes, necesito ubicar a la señorita Sifuentes

—Sí, soy yo, ¿quién habla?

Se produjo un largo silencio pero mientras esperaba respuesta una inexplicable ansiedad comenzó a invadirla. La voz sonaba apagada y solemne, lo que le indicó que se trataba de una mujer mayor, una mueca de fastidio se dibujó en su rostro, conocía esa voz, la remitía a un lugar de la memoria que a la vez despertaba sentimientos de temor y rechazo.

—Soy tu tía Jesús —dijo una mujer quebrando el silencio—. Necesito hablarte.

Esta vez fue Alicia quien quedó en silencio por un intervalo.

—¿Tía? —Intentaba ponerle imagen a la voz al otro lado de la línea pero algo en ella se rebelaba. «¿Por qué respondí?», se preguntó e intentó recomponerse.

—Dime, tía —contestó secamente pero luego respiró hondo —cuánto tiempo ha pasado, ¿está bien mi madre?, ¿cómo estás tú? —esta vez intentó adornar la voz con un toque de dulzura.

—Sé que no te importa cómo está tu madre y mucho menos cómo estoy yo, te juro que hubiera preferido no llamarte pero no me quedó otro remedio así que vamos al grano.

Alicia movió la cabeza. «Ahora sí te reconozco», pensó mientras el recuerdo de la última vez que se vieron volvía, la tía Jesús, la hermana de su progenitora, quien le dio una bofetada el día que se marchaba de casa mientras le gritaba que era una desagradecida, una mala hija por dejarla, que nunca le importó nadie excepto ella. Aquella vez Alicia no se atrevió a decir nada, recibió la bofetada en silencio aunque por dentro sentía que la odiaba, esa mujer no sabía nada, no sabía de las veces que le pidió a la madre que se divorciara y que un día ese hombre la escuchó y la agarró a golpes, que su progenitora prefirió llevárselo a la habitación de ambos y no fue capaz de defenderla, que le echaba la culpa por ponerlo de mal humor, no, las cosas no cambiarían, sabía que era un estorbo para ambos y aquel estilo tan peculiar de vida que llevaban, por eso se iba, la beba sí era hija suya, por eso no se atrevería a lastimarla; la tía Jesús no tenía ningún derecho entonces y no tenía ningún derecho ahora, esa familia estaba enferma, tenía que huir de allí.

—Bueno, vamos entonces, dime por qué estas llamándome.

—Tu madre ha muerto y tu hermana, necesita que la apoyes, he estado rastreándote desde hace tiempo, recién ahora…

—¿Mi madre?, ¿muerta? —Interrumpió Alicia —pero, ¿cómo?, ¿qué pasó?

—Tu hermana ha comprado un pasaje para darte el encuentro, ya te contará todo, debe estar llegando el quince de este mes a Lima, tiene tu dirección, espero que no sigas siendo tan indiferente.

—Pero yo no…

No pudo concluir la repuesta porque la llamada se cortó pero eso era lo menos importante, su madre muerta, un peso imaginario se posó repentinamente en brazos y piernas, ¿no le dolía la noticia?, ¿acaso tenía una piedra en el pecho?, no, no le dolía, eso fue lo que se repitió varias veces en silencio, ahora realmente estaba huérfana, el solo pensar en aquella palabra le produjo una sensación de carencia aunque la imagen de la mujer que le dio la vida apareciera difusa en su mente, intentó borrarla y con ella la culpa por haberla dejado, tal vez lo consiguió, pero, entonces por quién escapaba esa lágrima tan dolorosa que parecía haber bloqueado la respiración, salió a la calle, afuera, un golpe de viento le refrescó la cara y recordó a Jimena, la beba, ahora solo se tenían una a la otra y ella tal vez había encontrado su norte. El día estaba claro, los autos pasaban y Alicia sonrió serena. 

Lima

Calle 48, el jirón por el que era una delicia caminar a las seis de la mañana, cuando el cielo acababa de aclarar, el mismo trayecto de las últimas semanas, el azul intenso que iba tornándose ligero al recibir la luz del día, la ciudad despertando, rostros aún adormilados, eran sus últimos días antes de ir al encuentro de Alicia. Se bajó varias cuadras antes para disfrutar de ese breve instante como cada mañana, un poco de garua, calles limpias de smoke y de esa vida urbana que a veces la aturdía tanto, era la mejor hora mientras iba lento, atesorando cada respiro, esa mañana nada era diferente excepto la intensa calma, una calma que sin embargo parecía aprisionarla, «tonterías de mi cabeza», pensó, disfruta Jimena, respira, escucha esos tonos de notas extendidas, saxofón, trompeta, a veces un poco de piano y las menos de las veces incluso una voz algo grave, algo reflexiva, cantando en un idioma extranjero que combina tan bien con el aroma de café recién pasado y tus ganas de dejarlo todo atrás .

Los últimos meses Jimena había decidido tomarse la vida con más calma, la enfermedad de su madre la sumió en una gran tristeza, desde que el padre se marchara las dos se volvieron confidentes, la muchacha escuchó a aquella mujer arrepentirse de haber sido tan distante con Alicia, de haber puesto siempre al marido por encima de la hija por temor a perderlo, que no supo protegerla de la indiferencia de aquel hombre, la escuchó en silencio y se conmovió con las lágrimas que derramó. Aprendió en medio de esas confesiones a aceptar que hay hechos que no se pueden cambiar, esto la ayudó a reconocer el inevitable final de su matrimonio, el esposo, veinte años mayor representaba al padre que no tuvo porque la indiferencia con que trataba a la hermana se extendió a ella ante el temor de que tampoco fuese su hija, aceptó que el hombre que desposó estaba cansado de su dependencia y falta de ambición, de su carácter quejoso, entendió que tampoco lo amaba, que la relación se había enfriado y que ya no quedaba nada entre ellos. Se separó y la única meta luego que la madre murió era reunirse con Alicia. 

Una paloma que se rehusaba a levantar vuelo la hizo detener el paso. Los escaparates anunciaban liquidación de temporada, la luz violácea y parpadeante de una de las tiendas le daba un tinte de misterio a aquella mañana gris, todo estaba bien, todo, excepto porque jamás encontró tanta gente a esa hora, un hombre de unos cincuenta años en ropa deportiva que parecía esconderse tras una columna mientras observaba la entrada de un hotel, más allá, fumando y con la mirada perdida, otro hombre más joven, treinta y cinco años tal vez, caucásico, de aspecto desaliñado, retrocedió al tiempo que ella pasaba, hubiera jurado que se ocultaba, unos pasos delante una mujer de unos veinte años con jeans, zapatillas y audífonos, también observaba la entrada del hotel. «Oh», pensó Jimena. «Un triángulo amoroso tal vez, alguien acechando a dos amantes». Continuó distraída mientras su figura delgada se reflejaba en las vitrinas, de pronto vio una hermosa cartera que exhibía el precio rebajado y se quedó observándola. En ese instante, una sombra cruzó por detrás, era la misma mujer que había visto en la avenida.

Horas más tarde.

¿Dónde estoy?, me duele todo el cuerpo, ¿está usted bien? Me pregunta una muchacha de blanco, ¿puede hablar? Quiero moverme, un dolor muy fuerte me lo impide, a lo lejos diviso un cartel que dice “urgencias”, ¿qué ha pasado?, pregunto a la enfermera, quien me empuja suavemente obligándome a recostar la espalda, no se levante, me dice, puede tener alguna herida interna, ¿qué pasó? Insisto. Un asalto, dice, una bala la alcanzó, la encontraron debajo de un monton de vidrios, parece que con el impacto usted cayó contra la vitrina y la alarma se activó, la policía acudió enseguida, pero le repito, tuvo suerte, el vidrio era de ese que no se astilla.

Pueblo

Alicia acaba de despertar, Ricardo no ha vuelto, han pasado cuatro días desde la última noche que estuvieron juntos, se ha marchado como siempre, tal vez no vuelva a verlo por un tiempo, pues bien, la confesión tendrá que esperar hasta el próximo viaje, tal vez cuando nos encontremos ya haya encontrado a Jimena, por fin conocerá a esa muchacha alegre e infantil de cabellera rojiza y ojazos redondos que parecen de caricatura, sé que la querrá tanto como yo, era tan cariñosa, ¿seguirá siendo como antes?, espero que la vida no la haya cambiado. Enciende el televisor, noticias policiales, cambia de canal, las mismas noticias de siempre, siguiente canal, un cuerpo que es evacuado, sangre por doquier, estoy cansada de lo mismo, piensa, otro canal, igual, guau, este país no cambia, reflexiona con rabia, violencia y más violencia, por qué tienen que llenar los noticieros con sangre, va a apagar el aparato pero se equivoca de botón en el control remoto y enciende la bocina que estaba bloqueada, es Lima, el jirón 48, dice la locutora a través de la pantalla, presta atención, es la hermosa alameda por donde suele ir de vez en cuando a tomar café en uno de los negocios con mesas al aire libre, pero si es cerca del trabajo de Jimena, reflexiona, lo sabe porque se han comunicado, conoce su situación actual, está a punto de renunciar para reunirse con ella, de pronto se encuentra dando vueltas de aquí para allá, debe averiguar, las noticias se actualizan, están dando el reporte de las víctimas, Alicia presta atención hasta que de pronto escucha un nombre conocido, Jimena Sifuentes, ¡no!, dice cogiéndose la cabeza, no puede ser, cambia de canal, necesita confirmar la noticia pero nada, llama a Lima, se contacta con unos amigos, espera, se come las uñas, recibe una llamada y al responder, la taza de té que lleva en la mano se le cae, coger una maleta, una mochila, lo que sea, de pronto está en el aeropuerto, ha comprado un pasaje, llegará apenas en cuarenta minutos. 

Lima

Alicia está en el hospital, acaba de ver a Jimena, las noticias no son alentadoras, una herida interna ha agravado su condición que parecía ser buena, sale del hospital, enciende un cigarrillo y se acuerda de que no dejó ni siquiera una nota para Ricardo, pero eso tendrá que esperar, piensa, la hermana ha ingresado al quirófano, lleva esperando media hora, le han dicho que no podrá ver a Jimena hasta dentro de otra media hora, qué hacer, camina de un lado a otro, sale, enciende otro cigarrillo y ve a cierta distancia un puesto de periódico, el titular de un diario, se acerca, “han atrapado al autor del asalto en el jirón 48, una de las tantas cámaras de la galería lo ha grabado, es un hombre de tez blanca, 1.80 centímetros de estatura, contextura atlética, ojos azules, no llevaba documento de identidad, ha sido ingresado a la carceleta junto a otras cuatro personas que merodeaban la zona esa misma mañana, se teme que la víctima que recibió el impacto de bala fallezca, los médicos dicen que su estado es delicado”

Carceleta del poder judicial.

Alicia espera poder ver a Ricardo, tiene que comprobar que se trata de él, entender, escucharlo, debe ser un error, pero, ¿qué hacía allí?, ha pasado casi una hora desde que llegó cuando sale el abogado, luce confundido, señorita Sifuentes, el reo ha sido herido con arma blanca, no me dan más información, ha sido ingresado al hospital, dicen que ha perdido mucha sangre. Alicia se traslada al hospital en compañía del abogado, es el mismo nosocomio donde está Jimena, las horas pasan lentamente, ha preguntado por la salud de Ricardo, él y su hermana están en cuidados intensivos al igual que sus planes. Se deja caer en un sillón, maldito tiempo, piensa, maldita vida. 

Tres meses después.

Cielo grisáceo de nubes ralas, respirar, dar un paso a la vez, dejar atrás la imagen que colma mis sentidos, aquellos ojos azules, más azules que el manto que cubre esta parte del mundo, su última mirada clavada en la mía, el último aliento exhalado en silencio, su mano aferrándose a mi mano, mi mano soltándola con desdén, mi destino alejándose de  él.

Así comienza mi viaje, atrás quedan los planes como la casa vieja de pintura gastada de mi infancia y el árbol deshojado, la calle empinada, los años vividos apenas, la foto de Jimena en el bolso y la de él en el alma, no sé qué me espera, tal vez el silencio y la soledad, tal vez una  nueva oportunidad.

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