Rita Mabel Figueredo
Eladio Gutiérrez
abre con aire cansino la puerta de su departamento de un ambiente pasadas las
nueve treinta. El tren se retrasó otra vez, y el trayecto de más de una hora -después
de un largo día en su cubículo de vidrio, sellando formularios y contestando
las mismas preguntas de siempre-le dejó apenas la energía para llegar
arrastrando los pies.
El vaho
a humedad y encierro lo recibe. Corre las cortinas que heredó de su madre, abre
una ventana, riega la única planta que aún sobrevive y, mientras calienta en el
microondas la porción de tarta de cebolla que sobró del día anterior, enciende
el televisor, se afloja la corbata y se quita los gastados mocasines marrones
para calzarse las pantuflas.
Oye en el pasillo a la encargada que recorre los pisos
increpando a los morosos. Grita muy cerca:
«¡Úrsula!
¡Sé que estás ahí! ¡Si no tenés la plata para el lunes entro y me llevo lo que
haga falta para cubrir la deuda!»
Baja el
volumen del noticiero, no le interesa enterarse de todo lo malo que pasa en el
mundo relatado por la voz de barítono del locutor, cuando puede verlo
claramente desde su ventana. Solo quiere esperar el inicio del programa de
preguntas y respuestas que mira cada viernes.
A
través de la delgada pared medianera, le llegan con claridad los acordes de la
canción de cuna que, con voz desafinada canta Úrsula, su vecina del
departamento efe. La melodía se detiene cada tanto, para intercalar ruegos,
halagos y amenazas. La mujer suplica al bebé que duerma, pero no parece dar resultado.
La criatura chilla con energía, tapando los acordes de la nana.
El
programa comienza y Eladio eleva el audio para entender las presentaciones
mientras se instala a comer su cena.
Apunta con
prolijidad en un cuaderno de hojas cuadriculadas los nombres de cada
participante. Como parte del ritual, elige un favorito. Se inclina por Alberto,
dentista, cincuenta años, que ha pasado invicto las tres rondas anteriores.
El ruido
del aparato no logra tapar los sonidos del departamento contiguo. Parece que el
niño finalmente se ha dormido. Úrsula camina por la casa. Sus zapatos de tacón retumban
sobre el piso. Eladio cierra los ojos, y reconstruye en su imaginación el
recorrido: cierra la puerta de la habitación que comparte con su hijo, va a la cocina,
lava los biberones y el pote de la ensalada que comió para la cena, abre el
refrigerador, toma una cerveza helada y se sienta frente a la ventana a fumar.
El humo entra por las fosas nasales de Eladio a través del tragaluz. Inspira satisfecho.
Cuando termina el cigarrillo Úrsula se saca la ropa. Se cubre con un bata de
seda, sostenida al frente solo con un lazo. Eladio siente casi el roce leve de la
tela sobre la piel, vislumbra los pechos blancos y llenos de Úrsula queriendo
escapar hacia la libertad del escote. Los pasos se hacen suaves, como si
llevara ahora los pies descalzos.
En este
punto, Eladio tiene varias versiones de la misma fantasía.
Está
seguro del contenido de la cena, de la cerveza, del biberón, de la bata. Las
veces que revisó la basura del departamento efe, siempre encontró los mismos
restos y la bata la vio varias veces secándose al sol los días de colada.
Pero no
sabe qué hace la mujer después. Algunas veces, construye la imagen de su vecina
acostándose desnuda, su cama de sábanas blancas humedeciéndose lentamente, porque,
intranquila, sueña con él. Otras, la imagina en la ducha. Es él quien acaricia su
espalda con una esponja empapada en jabón perfumado.
Cuando
nota que se está excitando, respira profundo, varias veces, para calmarse. No
quiere perderse la ronda de preguntas de cultura general. Se concentra en la
pantalla. Su favorito responde sin dificultad el nombre del filósofo griego que
introdujo la idea de que la materia está constituida por átomos.
El
departamento de al lado está silencioso. Eladio puede disfrutar de la contienda
de conocimientos inútiles sin distracciones.
De
pronto, el traqueteo del viejo ascensor deteniéndose en su piso lo pone alerta.
¿Quién
puede ser a esta hora?
Retumban
golpes en la puerta colindante.
«Úrsula,
abrime, soy yo», escucha Eladio pegando la oreja a la pared. Un hombre joven a
juzgar por el timbre de la voz.
No hay
respuesta inmediata. Eladio se olvida de la gran final del concurso de
preguntas y respuestas y recorre nervioso el reducido espacio de su
departamento abarrotado.
«¿Y
este quién es?».
En los
seis meses que transcurrieron desde que Úrsula se mudó al edificio, no había
recibido nunca visitas. Menos de un hombre.
Trata
de divisar por la mirilla de la puerta la cara del individuo, pero con dificultad
puede ver el lado izquierdo de su cuerpo alto y musculoso. Úrsula murmura algo
que no entiende y abre la puerta.
Por
algunos minutos, no capta más que chasquidos, susurros y un golpeteo rítmico.
Luego,
de nuevo silencio.
Eladio
permanece pegado a la pared durante mucho tiempo, esperando. Está a punto de
desistir, e irse a la cama, cuando distingue las voces del hombre y de Úrsula.
Parece
que discuten.
No
llega a comprender el sentido de la charla, pero sí el tono. Fastidio primero, enojo
después. Y algunas frases sueltas. El hombre comienza sumiso, pidiendo perdón,
luego reclama, exige, protesta.
—Es tan hijo mío
como tuyo.
—Debiste pensarlo
antes de…
En la habitación,
el niño llora.
—¡Lo despertaste!
Se
mezclan los berridos de la criatura, los gritos y el estruendo de muebles que
se corren.
De
repente un golpe seco, un alarido ahogado y cesan los sonidos, salvo el
lloriqueo del bebé.
Eladio,
nervioso, recorre la habitación de un lado al otro. ¿Debe intervenir? ¿Llamar a
la policía? ¿Pedir ayuda? ¿Salir al pasillo? ¿Qué habrá sucedido? No se decide.
Se come las uñas y espera, pegado a la medianera.
Pasos
fuertes y rápidos atraviesan el departamento adyacente, como si buscaran algo. La
puerta de calle se abre.
Eladio
corre hacia su propia puerta, para espiar al agresor. Alcanza a verlo bajar
corriendo por las escaleras con el hijo de Úrsula en brazos.
Desolado,
se sienta en el suelo. No puede evitar que rueden por sus mejillas lágrimas de
impotencia, de rabia, de dolor. Permanece así, hasta que el frío y la humedad
le suben por la espalda. Agarrotado y triste repta hacia su cama.
Pasa el
fin de semana angustiado, tendido en la habitación, sin bañarse, comiendo escasos
bocados, con las cortinas corridas sufriendo por Úrsula.
Consigue
dormir a base de tranquilizantes. El lunes, el sonido del despertador lo saca a
la fuerza de la inconsciencia.
Se
baña, se afeita, toma un café aguado y sale, todavía embotado.
Otra
vez la rutina, su cubículo, sus formularios, sus pies calzados con mocasines
marrones.
La piel
suave de la vecina se borra de sus fantasías y su vida anodina y gris vuelve a
estar compuesta de cenas recalentadas y programas de televisión.
Cuando al
final de la jornada regresa al edificio, nota enseguida la agitación. Los
pasillos están llenos de gente, dos vecinas lloran abrazadas, mientras la
encargada es interrogada por un policía uniformado.
—Sí, sí. Con la
llave maestra. Para cobrar el alquiler. El niño no está... Nunca me imaginé... —Oye
que responde la mujer.
El
departamento efe tiene cruzada en la entrada una franja amarilla que impide el
paso de los curiosos, que se agolpan fuera tratando de obtener detalles.
Eladio
apura el paso y entra a su unidad, agitado.
Solo
pasan unos minutos cuando lo sobresaltan golpes fuertes en la puerta.
—Buenos días,
oficial, ¿qué se le ofrece? —pregunta entreabriendo. Del otro lado lo observa
serio un policía gordo, con lentes oscuros.
—Buenos días.
Estamos tomando declaración a los vecinos de la occisa, queremos saber si puede
darnos alguna información, si escuchó algo que pueda ser de utilidad para
determinar el paradero del menor.
—¿Occisa?
—La
señorita Úrsula Linares, su vecina, ha fallecido de un golpe con objeto
contundente por causas que se desconocen. Se ha abierto una investigación y
necesitamos contar con la mayor cantidad de datos posibles. ¿Algo que declarar?
—Este…
yo… ¿Úrsula está muerta?
El
policía sigue hablando, le pregunta dónde estuvo, si la conocía, si entró
alguna vez al departamento de ella, si oyó algo, pero Eladio está muy lejos.
Articula las respuestas en forma automática, no vio nada, no oyó nada, apenas
la conocía. ¡Muerta! Eso sí que no consigue imaginarlo.
Cuando
el oficial finalmente se marcha, Eladio se siente enfermo.
Su
aversión natural a las complicaciones hizo que callara lo que sabe, pero ahora,
se arrepiente de no haber declarado la verdad.
Se
debate internamente entre llamar o no al investigador y explicarle que la
noticia le impresionó tanto que en el momento no recordó la visita del sujeto.
Decide
que es mejor permanecer al margen. La realidad es que no vio nada claramente.
¿Y si
hubiera sido todo producto de su imaginación?
Más
tarde, ya en pijamas, las imágenes del noticiero silenciado, llaman su
atención.
En la
pantalla, el depósito de basura de la calle que cruza detrás del edificio, está
en el centro de la escena. Reflectores, varios policías, una ambulancia,
curiosos a montones. La periodista dice que encontraron el cadáver de un bebé
de aproximadamente nueve meses. Eladio retrocede desesperado. La cabeza le
duele como si fuera a explotarle. Cae de rodillas presionándose las sienes. Y
de repente es otra vez viernes.
Eladio
permanece pegado a la pared durante mucho tiempo, esperando. Está a punto de
desistir, e irse a la cama, cuando capta las voces del hombre y de Úrsula. Se
despiden en la puerta. Alcanza a ver por la mirilla, que su vecina tiene puesta
la bata de seda. «¡Cómo se atreve! ¡Perdida!».
Espera
que el hombre desaparezca por el hueco de la escalera y sale al pasillo.
Golpea
la puerta del departamento de Úrsula. Esta abre casi de inmediato, sonriendo.
Todavía lleva puesta la bata.
—Ah, sos vos...
Le
duele el timbre de decepción, de desprecio. Ya no puede aguantarlo. Ha esperado
demasiado.
—¿Quién era ese?
—¿Y a vos qué te
importa?
—Basta, Úrsula, no
me gusta cuando te portás así. Dejame pasar y hablemos tranquilos.
—¿Pero qué estás
diciendo? Andate a tu casa por favor, mi hijo está durmiendo.
—Yo puedo hacerte
otros hijos, dejalo.
La
empuja hacia el departamento, tapándole la boca y cierra la puerta detrás.
Úrsula intenta gritar, pero no puede. Manotea lo que encuentra a su paso,
tratando de golpearlo. Eladio avanza, la besa, desliza por fin sus manos de
dedos finos por el cuerpo tan imaginado.
En la
habitación, el niño llora. Se mezclan los chillidos de la criatura, los gritos
sofocados de Úrsula y el estruendo de muebles que se corren.
Durante
el forcejeo, Eladio tropieza con un juguete tirado y en el esfuerzo por no
perder el equilibrio suelta a Úrsula, que cae hacia atrás y golpea la cabeza
contra la mesa de centro.
Un
golpe seco, un alarido ahogado y se detienen todos los sonidos, salvo los
berridos del bebé.
Eladio se
desespera, camina por el departamento sin saber qué hacer. Úrsula no respira. Los
sollozos del bebé le resultan ensordecedores. Ya no puede aguantarlo. Toma una
almohada y la apoya sobre su cara. Presiona algunos segundos. Espera. El llanto
cesa. Ahora sí puede pensar. Deja a Úrsula donde está y sale. Lleva al bebé
envuelto en una manta al basurero de la cuadra. Lo deposita entre los restos de
bolsas abiertas por los gatos. Lo tapa un poco, no sea que lo lastimen. En el
departamento de Úrsula, acomoda el desorden. Limpia la mesa. Cierra la puerta y
regresa a su casa.
Desolado,
se sienta en el suelo y no puede evitar que rueden por sus mejillas, lágrimas
de impotencia, de rabia, de dolor. Permanece así, hasta que el frío y la
humedad le suben por la espalda. Agarrotado y triste repta hacia la cama,
repitiendo una y otra vez que nada pasó, «Nada, nada, todo va a estar bien».
Llega un punto en el que él mismo es capaz de creerlo.
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