viernes, 24 de enero de 2020

De vuelta a la vida

Frank Oviedo Carmona


Luis, se encontraba sentado en el restaurante Haití de Miraflores, estaba inquieto mirando de lado a lado a ver si llegaba su amigo que no veía desde hace años, cuando en ese instante, le tocan el hombro y él da un salto, era Alberto a quien esperaba.

—Disculpa el retraso, el tráfico en Lima es horrible.

—Déjate de tonterías y dame un abrazo; qué gusto me da verte después de tiempo.

Ambos se abrazaron, rieron e hicieron algunas bromas, luego tomaron asiento para conversar.

—¡Cuánto tiempo ha pasado! —exclamó Alberto.

—Mucho y rápidamente, son aproximadamente cuatro años —respondió Luis.

—Sí, es verdad, lo bueno es que siempre hemos mantenido contacto gracias a las redes sociales, salvo cuando me accidenté que es de lo que te quiero hablar.

Ellos estudiaron juntos la primaria, secundaria y se encontraron en la universidad. Luis cursó periodismo y se especializó en todo lo relacionado a lo sobrenatural. Era de mediana estatura, trigueño, algo grueso y barrigón porque le encantaba la comida «chatarra»; mientras que Alberto estudió publicidad y mercadotecnia. De cuerpo atlético, alto, bronceado y con algunas arrugas de tanto sol que tomaba; sus deportes favoritos eran la natación, jugar fútbol y escalar montañas; un poco alocado ya que no medía el peligro cuando nadaba o escalaba montañas. Los amigos con los que salía en ese entonces le advertían que sea cuidadoso. Mientras que a Luis, solo le gustaba nadar un rato y tomar sol.

Al terminar de estudiar, Luis participó y ganó una beca para España, en la que se quedó unos años más contratado por una revista que trataba sobre temas que tenían que ver con lo sobrenatural; eso era lo que a él le apasionaba.

—Me alegra tanto verte y lo bien que te ves después de ese accidente que tuviste, ¡sabes! pensé que no volvería a verte, que morirías.

—Yo también creí lo mismo, fue un milagro que sobreviviera y después que salí del coma, me enteré cómo sufrió mi familia, todo por mi negligencia.

Alberto deseaba contarle a Luis todo lo que le había ocurrido en ese accidente que tuvo para que haga una historia que sirva de ejemplo a otros y sepan lo peligroso que es el mar y que si practicamos deportes extremos debemos ser cuidadosos y no dejarnos llevar por la emoción.

Era un día caluroso, el sol resplandecía en las playas del sur; a veces corrían vientos fuertes y el mar se embravecía, pero en aquella ocasión todo estaba aparentemente tranquilo.

Pocas personas habían concurrido. Algunas debajo de su sombrilla enclavadas en la arena, otras tomando sol y bebiendo cerveza y mirando hacia el mar. Yo había ido con mi amigo Jorge.

—Nadaré un rato que ya me estoy achicharrando  —dijo Alberto.

—Pero por favor, hermano, te ruego no nades tan adentro, no sé por qué no lo haces de manera horizontal, paralelo a la orilla; si sabes que este mar es peligroso —dijo Jorge alzando la voz.

—Ya, Jorge, trataré de no ir muy adentro, cálmate —Sonrió Luis.

Corrió hacia el mar, ya que la arena parecía fuego y le quemaban los pies.

Se puso a nadar por ratos de manera horizontal y otras veces hacia dentro, buscando las olas, daba volantines, luego lo hacía de espaldas y pecho. Sin darse cuenta ya había avanzado lo suficiente como para no ver por dónde estaba Jorge. Miró el cielo y ya no estaba tan claro como cuando entró. El mar se había puesto movido y venían olas gigantes, una tras otra; para cuando decidió regresar, todo marchaba bien, como era muy buen nadador comenzó a regresar sin ningún problema cuando sintió que su pierna se le acalambraba y no lograba avanzar, continuó tratando de hacerlo pero no pudo, sintió que se hundía y gritó pidiendo ayuda, trató de avanzar pero no lo logró.

—¡Auxilio, auxilio! Qué alguien me ayude por favor, me estoy ahogando —gritó repetidas veces.   

A lo lejos, unos salvavidas me divisaron, pero después me perdieron de vista por las olas movidas y porque quizá ya me había hundido, hasta que vieron mi brazo, que salía por momentos y lograron rescatarme.

—Pero Alberto —interrumpió Luis—, cómo no te vas a dar cuenta que estabas alejándote de la orilla, si ya te habían advertido que ese mar era traicionero.

 —Tú me conoces, me emociono y pierdo la noción de todo.

—Sí, es verdad, por un momento olvidé cómo eres, ojalá te haya servido de lección.

—Te aseguro que sí he cambiado, es como si hubiera vuelto a nacer.

Luego los dos chocaron los vasos de cerveza para hacer un brindis por el reencuentro y Alberto prosiguió.

Los salvavidas me sacaron del mar inconsciente, haciendo resucitación una y otra vez, pero no lograban hacerme reaccionar; ya que había permanecido mucho tiempo en el mar.

Uno de los salvavidas no se daba por vencido, continuaba haciéndome resucitación con presión en el pecho.

—Vamos, muchacho, tú puedes, eres deportista y fuerte, vamos, respira por el amor de Dios —Y no respiraba.

El colega del salvavidas le dio una palmada en la espalda:

—Has hecho todo lo posible, no puedes resucitarlo.

Pero el salvavidas no hacía caso sino que repetía continuamente:

—Tienes que vivir, no puedes morir tan joven, anda muchacho.

Hasta que logré respirar, comencé a toser y a botar agua por la boca.

—Vamos muchacho, tranquilo, respira tranquilo, te repondrás —decía el salvavidas.

Me subieron a la camilla y me llevaron a la ambulancia, camino al hospital. Jorge, llamó a mis padres para darles la noticia, quienes inmediatamente salieron para ir a verme.

Cuando entré al hospital algo raro comencé a percibir ya que no estaba del todo inconsciente. 

—Así, cuéntame que no entiendo, qué es lo raro —interrumpió Luis.

Mientras entraba al hospital por un corredor angosto de paredes pintadas de color verde esmeralda y techo blanco; comencé a sentir un aire frío, las enfermeras corrían de un lado a otro, chocándose con mi camilla, los médicos caminaban con sus historias en las manos, traje blanco y corbata negra, algunos con el ceño fruncido.

Me llevaron a una habitación tan fría como el corredor, pintada del mismo color. Me bajaron de la camilla a una cama reclinable con sábanas blancas, yo, no soportaba el dolor del pecho y sentía que me desvanecía.

De pronto, no sé qué pasó, ya no sentía dolor, estaba calmado y parado en una habitación, se me había bajado el ritmo cardiaco, no sentía frío ni calor. El lugar donde me encontraba ahora era grande, alumbrado por una luz blanca, parecía como si fuera de día, en la habitación flotaba una especie de vapor celeste como el cielo que al rozar mi cuerpo me abrigaba; hasta podía percibir un aroma a flores. 

A lo lejos había una ventana de marco blanco, me acerqué, vi a mis abuelos y a otros parientes que ya habían fallecido. Todos vestían túnica blanca, parecían ángeles; sus rostros calmados y mirada dulce, hacían que se respirara paz.

—¿Qué había pasado? —preguntó Luis.

—Déjame terminar de decirte.

Mientras tanto, afuera de la habitación se encontraba mi madre, hablando con el médico de turno.

—Doctor, dígame que mi hijo vivirá, por favor, es muy joven para que muera —preguntaba la madre desconsolada.

Cuando comencé a acercarme a mí abuelo, este me dijo que no era mi tiempo de morir, que mis padres me necesitaban. Sin darme cuenta sentí un temblor que me sacudía una y otra vez, sentía que me asfixiaba, comencé a ver la habitación fría con un balón de oxígeno y una voz que me llamaba y me decía: hijo, no te vayas, vuelve por favor, te lo ruego, te necesito, te amo, vuelve, Dios mío no te lleves a mi hijo; sentía que una mano temblorosa me acariciaba.

Estaba volviendo del coma y mi madre estaba a mi lado llorando.

Había estado muerto por casi una hora, los médicos dijeron: lo tenemos, lo tenemos, ¡regreso!

 —Tantas historias he escuchado, muchas las he creído y otras no, pero lo que tú me cuentas me ha dejado sin habla —comentó Luis.

—Sí Luis, desde entonces llevo una vida tranquila, valoro todo lo que tengo, soy precavido, ya no me arriesgo y no hago deportes extremos, porque creo que ya no habrá otra oportunidad para vivir.

Terminaron la cerveza y pidieron otra más para celebrar la amistad y la vida.

miércoles, 8 de enero de 2020

La vaca, Eloísa

Yadira Sandoval Rodríguez


Un día Pablo, un joven de veintiocho años de estatura mediana y ojos verdes, conoció a Socorro, una joven de treinta cinco años, en una reunión en la cual ella dio una plática sobre proyectos de inversión para pequeños productores. Al terminar la charla Pablo se presentó y la invitó a participar en un proyecto en las afueras de la ciudad, conocido como el cinturón, donde se localizan las colonias de personas con escasos recursos, específicamente en el oriente de la ciudad. Allí, se encuentra un rancho y los dueños desean crear un parque ecológico dirigido a las familias para que realicen actividades: paseos a caballo, clases de ecología, campamentos para las escuelas; con el objetivo de fomentar el cuidado del medio ambiente en la comunidad. Idea que convenció a Socorro ya que está encargada de desarrollar proyectos comunitarios en zonas rurales aunado a su trabajo de maestra de finanzas en una escuela técnica. Pablo le dio la dirección del lugar y quedaron en verse el fin de semana.
Socorro llegó al rancho acompañada de un amigo y quedó impactada por el lugar: un terreno enorme de doscientas cincuenta y dos hectáreas, donde se veía un valle plano con pasto y árboles a su alrededor. Socorro conoció al fundador del rancho, es una persona muy amable y carismática de avanzada edad, este tiene dos hijos, encargados del terreno y el menor es quien la contactó. Mientras se presentaban, llegó un grupo de niños, los cuales dieron sus nombres, Socorro les preguntó de dónde venían, de la colonia: Metalera, El Ranchito y Los Naranjos, ella se dijo a si misma: «Puro, barrio bravo». Los niños la invitaron a andar en caballo para que conociera mejor el lugar, tomó precauciones, ya que nunca se había subido a uno, el hermano mayor le entrega el más apacible de los animales: «No se preocupe, señorita, no le va a pasar nada, es mansito».
Los niños la llevaron a pasear por algunos lugares del rancho, le compartieron varias de sus aventuras, experiencias que las visualizó en actividades recreativas para las familias. Ellos le narraban sus travesuras y Socorro observaba el terreno, formulando nuevas preguntas en su mente para hacérselas a los dueños. De regreso al establo Socorro agradeció a los niños por el paseo y se despidió de ellos; tras reunirse con los dueños les entregó una lista de preguntas para comenzar a formular por escrito el proyecto del Rancho Ecológico. Socorro se obligó estar con ellos todos los sábados para entrenar a las personas quienes se encargarán de las áreas de: servicio al cliente, hospitalidad, primeros auxilios, seguridad, promotores ecológicos, culturales y de ciencias como: noches de astronomía; eso la emocionó mucho. Ideas que concretó en el momento de hacer la evaluación del lugar.
Pasaron tres semanas, Socorro observó que el número de chicos aumentaba constantemente y supo por los dueños que algunos infantes no iban a la escuela, razón por la cual decidió organizar clases breves para reintegrarlos a la educación escolar, pero primero tenía que ganarse su confianza.
En el rancho había una vaca, los niños la nombraron, Eloísa. Socorro empezó a utilizarla como método pedagógico para contar historias sobre la naturaleza. Los enanos, como ella los llamaba, se encariñaron con Eloísa, Socorro se emocionaba al ver cómo la acariciaban con tanta ternura, ella sabía que esos niños estaban necesitados de amor, y la vaca era una alternativa de acompañamiento, algunos niños no tenían papás. Sus conjeturas las confirmó en el momento en el que le cantaban todos a la vaca mientras la ordeñaban en el establo. El canto se convirtió para ellos un himno de esperanza. 

Tengo una vaca lechera,
No es una vaca cualquiera,
Me da leche merengada,
¡ay qué vaca tan salada!
Tolón, tolón… tolón, tolón.
Un cencerro le he comprado,
Y a mi vaca le ha gustado,
Se pasea por el prado,
Mata moscas con el rabo,
Tolón, tolón… tolón, tolón.

Llegó la semana de la inauguración del proyecto, como era tradición, los rancheros decidieron matar a la vaca, para celebrar el acontecimiento. Socorro y los niños no pudieron hacer nada. Ellos vieron cómo degollaron a Eloísa con un cuchillo, al instante cayó al suelo, la sangre salió de su cuerpo; uno de los rancheros le sacó los intestinos, el corazón, el estómago; entre cinco hombres la agarraron de las cuatro patas, la extendieron boca arriba, cada pata fue amarrada a un poste y debajo de su cuerpo había un hoyo en donde la cocinarían; le desprendieron la piel con otro cuchillo, mucho más grande, hasta dejarla sin ella; los rancheros realizaban su faena entre pláticas y risas, era una clase de ritual para ellos, habían crecido desgarrando vacas toda su vida. Socorro estaba seria, tenía conciencia de que estaban despedazando una identidad, un alma, no un animal, era Eloísa, se había encariñado tanto con ese animal, que no podía creer lo que estaba mirando. A lo lejos, vio a uno de los niños que estaba llorando por la vaca, inmediatamente se lo llevó de ahí, los dueños del rancho no le pusieron atención, estaban muy entretenidos en su actividad escuchando música ranchera y empinándose a la boca cerveza Tecate.  
Al día siguiente, las personas empezaron a llegar al rancho, se esperaban unas treinta familias, todas en carros. Las mujeres bajaron con grandes bandejas de comida: frijoles, ensalada, pan, tortillas con diferentes salsas; desechables. Y los hombres con grandes barriles de cerveza. La música empezó a tocar a todo volumen. Los enanos llegaron con sus papás, todos querían conocer a la maestra Socorro. Los papás aprovecharon para darle las gracias por lo que estaba haciendo por sus hijos. Mientras terminaba de saludar a los papás de los enanos, ella observa que uno de los hombres viene cargando con una bandeja en donde se encontraba la carne de Eloísa, las mujeres empiezan a servirla en tacos, Socorro veía cómo las personas se llevaban a sus bocas el cuerpo de Eloísa, por unos minutos sintió asco, en eso, fue interrumpida por una señora:
—Socorro, ¿va a comer? No la he visto probar ningún bocado.
—Muchas gracias, señora Ramona. Acabo de probar los frijoles y la ensalada —dijo Socorro.
—Niña, eso es muy poquito, debería comer más —insistió Ramona.
—Muchas gracias, Ramona, pero deseo probar los postres, traigo ganas de dulce —contestó Socorro.
—Excelente, niña, están riquísimos. Yo hice el pastel de las tres leches —finalizó Luisa.
Socorro le da las gracias, se acerca con los dueños, está por iniciar la ceremonia de inauguración. Se corta el listón, los dueños dicen unas palabras, le pasan el micrófono al fundador del rancho. Todos aplauden y la fiesta continúa. Socorro se despide, desea ir a casa a descansar porque muy temprano tiene que levantarse al día siguiente para ir a la escuela. Se despiden de ella, los niños la abrazan, en eso pregunta por Luisito, los niños le dijeron: «Se enojó por lo que le hicieron a Eloísa e hizo un comentario que nos sacó de onda: que no creía en nada y en nadie». Socorro les pidió a los niños el teléfono de él y la dirección. El mayor de los niños quien es un adolescente le pasó los datos.
A los días Socorro fue a la casa de Luisito, una señora de sesenta años la hace pasar, le ofrece un café y le comenta: «Los papás abandonaron a Luisito, yo me hago cargo de él, mi nieto dura días en la calle y luego regresa, cuando estaba más pequeño lo tuve que internar en una casa hogar, pero se escapó, hasta que encontró el rancho y se refugió ahí. Andaba muy emocionado, pensé que ya había encontrado un lugar para asentar cabeza. Antier llegó llorando, le pregunté qué tenía y no me contestó, desde entonces no lo he visto, señorita». Socorro se termina el café, da las gracias y se retira de la casa, le entrega su número de teléfono para que le marque en cuanto regrese su nieto.
Socorro toma cartas en el asunto y decide presentar el proyecto en una institución para que le autoricen financiamiento para el proyecto, la secretaria de la oficina la hace esperar unos quince minutos el jefe tenía una llamada. Mientras espera, ella revisa los periódicos los cuales están sobre una mesa, abre uno y lee: «Niño de doce años fue encontrado en la colonia la Metalera con droga y dos armas en una mochila», inmediatamente pensó en Luisito. La secretaria le dice que su jefe la está esperando en la oficina. Ella pasa y se presenta:
—Buenos días, mi nombre es Socorro Rivera.
—Mucho gusto, ¿qué se le ofrece?
—Tengo dos meses trabajando con un grupo de rancheros, ellos tienen una finca en las afueras de la ciudad, desean proyectarlo para paseos familiares. Yo estoy encargada de la logística y el desarrollo de él. Aparte tenemos un grupo de niños quienes se beneficiarán con el proyecto son de escasos recursos, deseamos alejarlos de las drogas y el vandalismo a través de actividades lúdicas. Sus familiares están encantados con la idea.  
—¿Me puede señalar con precisión en dónde se encuentra el rancho?
Socorro saca un mapa de la ciudad y le señala el lugar. El señor se queda serio por unos segundos, se lleva las manos a su boca y observa pensativo a Socorro.
—Es mejor que salga de ahí, señorita, ese rancho colinda con unos terrenos en donde tienen proyectado un megaproyecto inmobiliario, en cualquier momento van a sacar a sus amigos de ahí.
Socorro no lo podía creer, cierra su carpeta y sale de la oficina; se dirige al rancho para platicar con los propietarios, al mismo tiempo recibe una llamada: «Socorro, estamos en la comandancia anoche trataron de sacar nuestras cosas, después llegó la policía y ahora nos dicen que nuestros terrenos son propiedad de un señor que no conocemos». Socorro se queda seria, suena su teléfono, le dice a Pablo que la espere un momento, es la abuela de Luisito que le comenta: «Señorita, mi nieto está en la cárcel, no sé qué hacer». Socorro solo dice: «Tranquilícese».

El buen samaritano


Luis Rivera

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete y ocho. Puerta. Abro y cierro. Uno, dos, tres, cuatro. Taza. Bajo mi pijama y me siento. Repaso las tareas del día mientras enciendo la radio con el noticiero de la mañana: sacar la basura (¿hoy es martes o miércoles? Miércoles.), regar las flores de mamá, dejarle comida al gato, preparar el sobre con la quincena de Mirna. Uno, dos, tres, cuatro. Ducha. Abro la llave. Muevo la manivela noventa grados hasta que siento el vapor. Luego la retraigo cuarenta y cinco grados para enfriar lo necesario. Busco en las orillas el jabón y la esponja, y procedo a ducharme. Me simplifiqué la vida, por recomendación de mamá, al afeitarme toda la cabeza a causa de mi prematura calvicie, entonces no gasto en champú ni cepillos. Me ayudo a salir con los tubos de apoyo y encuentro la toalla. Comienzo a secarme y con el pie busco la toalla de piso. Uno, dos, tres. Lavamanos. Izquierda el cepillo de dientes, derecha la máquina de afeitar. Más a la derecha la loción y el desodorante. Al centro los lentes oscuros. Me toma catorce minutos afeitarme, lavar los dientes y perfumarme. Ya listo, me pongo las gafas oscuras y me dirijo al cuarto de nuevo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. Toco la cama y apoyado en su orilla, me muevo hasta la pared donde está colgada mi mudada. Mirna la deja lista todas las tardes antes de irse. Me visto y acomodo la corbata, revisando bien que el cuello esté correcto para no pasar penas. Debo seguir perdiendo peso porque la faja ya me queda grande. El doctor dice que debo alimentarme mejor. He bajado mucho desde que murió mamá. No ha sido fácil. Aunque he logrado poder sentirla cerca.

Salgo con mi almuerzo empacado, también una amable cortesía de Mirna. Cuento veinticinco pasos. Ahora izquierda. Mi bastón se atora con algo, pero no pierdo el equilibrio. Deben de ser esos niños de la esquina dejando piedras. Irresponsables padres que no les ponen orden. Otros cuarenta pasos, y a la derecha. Sesenta pasos y llego al portón.
—Buenos días, licenciado —me saluda Toño, celador de toda la vida en nuestro residencial.
—Muy buen día, Toñito. Espero que se esté mejorando de esa tos de perro que le escuché ayer. Pero si no deja de fumar, estamos en nada.
—Ya casi lo dejo, lic., solo pasa esta Navidad. Usted sabe que las fiestas y el frío le dan ganas a uno de un cigarrillo. Déjeme le acompaño hasta la estación de bus.
Me lleva del brazo para poder cruzar la calle, una de las pocas cosas en que admito ayuda siempre, más con esos animales que manejan esos buses como alma que se lleva el diablo. ¡Hasta yo lo podría hacer mejor!

Mi día transcurre sin mayores novedades. Soy operador de la central telefónica en el Ministerio de Cultura y Deportes. Me cuesta aceptarlo, pero soy parte de esa minoría discapacitada que el Gobierno tiene que emplear por ley, entonces tengo un buen empleo que he aprendido a realizar con diligencia. Contesto llamadas y las dirijo donde corresponden con uno o dos botonazos en la consola. Asumo que la cultura tiene baja demanda en este país, ya que me permito horas enteras sin recibir comunicaciones entrantes. Mi escritorio es pequeño, no necesito mucho espacio. El olor a café y comida recalentada es permanente, ya que me encuentro a quince pasos de la cocineta. Mis compañeros son amables y considerados, así que no puedo tener quejas. A algunos —al parecer— se les olvida que soy ciego y no sordo, porque hablan frente a mí cualquier disparate y exponen muchos chismes calientes. Los almuerzos se vuelven entretenidos con todos los enredos que la gente se permite y que ventila con poca prudencia.
—¿Octavio, y usted tiene novia? —Es la típica pregunta de los viernes, asumo que el ambiente del fin de semana les revuelve las hormonas y buscan chismes rojos en cada rincón.
—Sí, pero no la he visto desde hace mucho tiempo —se ha vuelto mi respuesta de rigor, intentando que sea jocosa, y todos reímos un momento. Luego rápidamente se olvidan de mí y prosiguen con sus tertulias. Yo vuelvo a enfocarme en mi almuerzo y a pensar en mamá, deseando llegar a casa para contarle todas estas locuras y hacerla reír.

El regreso por la tarde es más lento por el tráfico para salir del centro histórico de la ciudad. El chofer del taxi me platica de su familia y lo enojada que es su esposa. Pueden ser los lentes oscuros que inspiren a las personas a abrirse como si yo brindara terapias psicológicas improvisadas. No me queda otra que escuchar y escuchar. Me deja frente al portón, y Toñito está pendiente de recibirme. Luego me dirijo a casa, no sin antes pasar por la tienda de don Salvador para aprovisionar la cocina con los pendientes que Mirna me indica. Le llevo flores a mamá.

Al día siguiente, amanece lloviznando. Me gusta ese tipo de días, pero para quedarme durmiendo. Logro vestirme sin novedades y me encamino hacia el trabajo con mi paraguas en una mano y el bastón en la otra. Al acercarme al portón, me sorprenden unos gritos desgarradores cerca. Me detengo para identificar el origen, y giro lentamente hasta distinguirlos. Camino en esa dirección, y escucho a Toño pidiendo ayuda. Me alarmo aún más.
—Toño, ¿qué le pasó? ¿Se encuentra bien?
—¡Sí, don Octavio! ¡Pero hirieron a este muchacho! ¡Está desangrándose!
—¡Llame a una ambulancia, Toño!
—¡Él no quiere, licenciado! ¡Me ha rogado que no llame ni a la ambulancia ni a la policía! ¿Qué hago? Me dice que lo están persiguiendo y que si lo llevamos al hospital, lo terminan de rematar ahí.
—¡Pues qué vamos a hacer, Toño, ayudarlo, hombre! ¡Se va a morir aquí mismo si lo dejamos así! ¡Llevémoslo a mi casa para sacarlo de la lluvia y tratar de controlar el sangrado!
«Todos tenemos nuestros secretos», pensé. Con apoyo de otro transeúnte que pasaba y se había detenido a curiosear, Toño llevaba en peso al herido. Yo los seguía de cerca, con pasos firmes sobre los charcos.
—Mirna sabe de enfermería por haber cuidado tantos años a mamá. Ella nos podrá auxiliar.

Lo introdujimos a la casa hasta el cuarto de huéspedes. Había una cama grande donde lo acostaron bruscamente. Le grité a Mirna y apareció al momento.
—¿Qué es esto, Octavio? —cuestionó secamente Mirna al ver el herido.
—Es un hombre herido, Mirna. ¿Qué más parece? ¡Debe ayudarle a que no muera! —clamé desesperado en respuesta.
—¿Está claro sobre lo que pasaría si muere adentro de la casa? ¿Por qué no lo llevaron al hospital? —indagó mientras daba pasos hacia atrás, queriendo alejarse de la escena.
—¡Deje ya la sermoneada y ayude al hombre, por la gran diabla!
Mirna al fin se puso manos a la obra. Escuchaba cómo sus manos hábilmente encontraban la fuente de la hemorragia, cortaba la tela del pantalón y procedía a fabricar un torniquete. Luego, salió de la habitación y pronto regresó con botes, agua y toallas. Procedió a limpiarlo. Al momento, picaba la nariz por el penetrante olor del alcohol que usó para desinfectar. El muchacho gemía por ratos, ya sus gritos estaban ahogados por la fatiga y el dolor.

Pasaron varios días de su convalecencia. Entendiendo el contexto no pregunté nada sobre él, ni siquiera su nombre. Entre menos supiera, mejor sería. Pedí vacaciones en el trabajo. Cuando me indicó que ya se podía levantar sin apoyo, decidí volver al trabajo y dejarlo en casa a seguir recuperándose. Nunca imaginé que eso sería un gran error.

§

Pasaron varios días desde que escapé y que me hirieron. Logré salvarme gracias a ese señor que me acogió en su casa, el ciego. Por suerte la bala no se incrustó, solo me hirió la pierna. Malditos, pero esto no se quedará así. Es medio raro este señor. No habla mucho, pero eso me gusta. No pregunta, no fisgonea, creo que sabe lo que le conviene. Ya me siento mejor. Camino solo y estoy más fuerte. Así que ya hoy me iré. Corro mucho riesgo acá. Tengo cuentas que cobrar. A la señora que me atendió no la he vuelto a ver. La casa ahora pasa sola. Mejor para mí.

Recorro la casa para buscar dinero. Puedo parecer un malagradecido, pero algún día volveré a pagarle al ciego. En su cuarto encontré dos sobres con algo de efectivo. Al menos me podrá ayudar para salir del país. Hay un cuarto con llave, trataré de forzar la puerta. Debe de haber algo de valor ahí. Me cuesta mucho hacer esfuerzo y la herida me martiriza. Encontré un desatornillador grande y con eso pude desarmar el llavín. Abrí y me quedé atónito. Este viejo enfermo tiene un gran congelador, como los de los supermercados. Y adentro, ¡tiene un cadáver! ¡Una anciana envuelta en mantas finas! Tiene flores frescas en un jarrón. Tremendo loco me salió este señor. Haré algo por esta pobre señora antes de irme, deben de estarla buscando sus familiares.
—Aló, ¿policía? Quiero reportar un fallecido, parece asesinato.
Cuelgo de inmediato, limpio mis huellas del teléfono y huyo.

martes, 7 de enero de 2020

Gabrielle


Rosita Herrera

Las agudas notas del violín acompañaban la juguetona danza con tonalidades celtas e irlandesas que graciosamente bailaba Gabrielle, su cuerpo y la música que afloraba alegre y enérgica de aquel eran una sola alma. Desde muy pequeña había aprendido a tocar este melindroso instrumento, solía ver cómo los artistas callejeros de su pueblo deleitaban en las plazas a todo tipo de público y, ella, a la corta edad de cinco años, movía su cuerpecito con tanto donaire que era inevitable alentarla con palmas y alegres voces. Su madre, quien la llevaba consigo para hacer las compras, la perdía siempre de vista, pero al escuchar a un violinista sabía dónde buscarla.
Aquellas plazas donde los artistas callejeros hacían gala de sus habilidades se convertían en un mundo vertiginoso y maravilloso a la vez. La imponente arquitectura barroca que rodeaba estos lugares avivaban la curiosidad de la niña y la hacían girar por completo tratando de abarcar con su vista en un mínimo de tiempo toda la colosal construcción. Le causaba gran admiración una enorme estatua del rey Luis XVI montado en un espléndido caballo, observaba cada detalle de la imagen y no entendía el porqué aquel personaje era tan importante como para situarlo al medio de un lugar tan recurrente para los parisinos. La música de un grupo de violinistas y percusionistas del lugar aportaba en gran medida al clima de algarabía y de incipientes aires revolucionarios que eran fruto del descontento de artesanos, campesinos y burgueses de Francia de ese entonces. Un gran número de personas miserables y anhelantes de justicia se mezclaban con comerciantes y gente trabajadora de la gran ciudad para llevar a cabo la incesante rutina de la sobrevivencia.
Los pequeños pies de la madre lidiaban con pozas de agua, con el desnivel de los adoquines y con el largo ruedo de su vestido que insistía en hacerla trastabillar al correr asustada por los oscuros callejones de París y vías que rodeaban a uno de los mayores centros de comercio: L’Apport de París, su intuición le susurraba que por ahí debía de haber dirigido sus pasos siguiendo la bulla alegre de los artistas que concurrían a menudo a aquel lugar. Imaginaba a su pequeña atorada por la multitud en una de las calles que desembocan en esa zona o entre las patas de los caballos de algún carruaje o, lo que es peor, enredada en una de sus ruedas. Todas aquellas imágenes la hacían correr con un nudo en la garganta esquivando a gente, gallinas, carretas… hasta que por fin…
⸺¡Gabrielle!, no es posible que cada vez que me doy vuelta te escapes y te encuentre bailando en lugares atestados de gente. ⸺La saca del lugar tomándola fuertemente entre sus brazos.
Intentaba disimular sus lágrimas, el miedo a perderla la había dejado exánime y atolondrada, solo Dios sabía el gran amor que sentía por aquella criatura y que debido a la enormidad de tareas domésticas diarias no podía darle todo el cuidado que requería.
⸺Música… música… ⸺Y al tiempo que lloraba no sabía qué otra palabra decir para explicar el embriagador efecto que le producía escuchar aquellas enérgicas melodías mezcladas con el ajetreo del comercio.
⸺Debemos apurarnos, hijita, estoy retrasada con las compras y hoy el señor Clermont tiene invitados a comer. ⸺Aceleró el paso y agradeciéndole al Superior se dirigieron a la gran casa donde se desempeñaba como ayudante de cocina hace algunos años ya.
Las calles estrechas y oscuras de la ciudad hacían más difícil la incorporación a su lugar de trabajo, a esto se le sumaba el tener que tirar a la niña quien caminaba en la dirección que ella le apuntaba, pero sus ojitos brillantes no se despegaban de la mágica sensación de pertenencia que le causaba aquel lugar. En su vertiginosa travesía no cesaba de observar gran cantidad de edictos pegados en las murallas, se preguntaba qué dirían, quizá anunciaban tiempos difíciles, leyes insostenibles, alzas en los impuestos, nada bueno aparecía entre las posibilidades, de igual forma, el no saber leer la hacía sentirse miserable y triste, un sentir que todavía no se transformaba en odio hacia los poderosos.
Gabrielle tenía guardados todos aquellos momentos de su niñez, ahora que ya era una hermosa joven recordaba con dulzura a su madre quien hizo lo posible por hacerla feliz, pero que nunca comprendió que aquella niña era un prodigio y que lo que más ansiaba en la vida era tocar un violín y danzar al son de su melodía.
Transcurrieron los años en la gran casa del señor Clermont, la pequeña jugaba por los rincones y la madre de aquí para allá y de allá para acá sin respiro. Un día de aquellos salió al alba a realizar las compras al mercado sin percatarse que una gran tormenta se avecinaba y llegó empapada a la mansión, su contextura era delgada y su energía frágil, como si la vida se hubiera equivocado privándola de la opulencia que su naturaleza reclamaba. Comenzó a las horas a toser sin darle mayor importancia, al pasar de los días se debilitaba paulatinamente, la tos y la fiebre no la dejaban en paz hasta que un día ya no pudo levantarse más. El señor de la casa mandó a buscar un doctor quien, después de auscultarla, señaló que no había nada más que hacer. Gabrielle se encontraba en un rincón de la habitación sentada en el suelo abrazando sus rodillas y observando asustada la triste escena de la pérdida del único ser humano a quien ella amaba. El doctor al retirarse no pudo soslayar su presencia y posó su mano sobre la cabeza de la niña en señal de compasión, luego, dio media vuelta y se marchó. Ella, arrastrándose hacia la cama de su madre, se posó sobre sus piernas y sollozó en silencio, al mismo tiempo, sintió el esfuerzo inútil de aquella por estrecharla y acariciar esa rebelde cabellera roja que había alegrado sus días.
Al poco tiempo desempeñó las labores de la fallecida hasta cumplir los quince años, en sus ratos de ocio danzaba siguiendo el estilo de los artistas que había conocido es sus paseos al mercado, la música le brotaba de la piel como si estuviera incorporada en ella. Entre los sirvientes, de la gran casa del señor Clermont, había un anciano que se preocupaba del mantenimiento de los caballos y de tener a punto el carruaje del amo: Samuel se llamaba y llevaba años al servicio de aquel, mientras tanto, Gabrielle bailaba en todos lados alegrando el lúgubre caserón y recibiendo de parte de la cocinera quejas y reclamos que propagaba entre los demás sirvientes. Para el día de su décimo cumpleaños se encontraba apoyada en un frondoso árbol ubicado en el gran patio trasero de la morada, sollozaba sin consuelo alguno, Samuel, a quien los años le habían ablandado el corazón y otorgado compasión por aquellas almas que buscan desesperadamente el camino a sus sueños, la escuchó, Gabrielle no se había percatado de su presencia ya que se encontraba en la parte oscura de aquel maravilloso espacio atiborrado de árboles y flores que la animaban cuando se entristecía. El anciano dejó sus deberes por un momento y se acercó sigilosamente a ella:
⸺Hace mucho tiempo, un joven y apuesto violinista soñaba con conquistar el mundo a través de su arte. Se veía tocando en los más grandes e importantes escenarios deleitando a los oídos más refinados y exigentes. En ese entonces amaba al universo, al arte y sobre todo a la música. Desde niño su madre lo había llevado por ese camino dada la posibilidad que le brindaban sus patrones de educarlo junto a los hijos de quienes ella servía. Cuando ya era un portento y tuvo que enfrentarse a la sociedad sintió el miedo y la discriminación. El joven tenía la piel oscura tanto como una noche en el campo sin luna y la gente al no conocerlo lo humillaba, no obstante, para él tocar su violín era como estar en el paraíso atendiendo a Orfeo seducir a la misma Eurídice a través de su canto, pero esto no le era suficiente y se sintió disminuido ante la crueldad de la gente que, de una u otra forma le hacían sentir inferior en el trato cotidiano. Una vez fallecida su madre guardó el violín y se dedicó a servir a los acomodados. La vida así era más fácil y segura, sin embargo, su corazón siempre se lo cobró recordándole en sus momentos de soledad el acto de cobardía que tuvo al renunciar a su felicidad.
Gabrielle lo escuchaba con mucha atención, pues a su corta edad podía entender muy bien a los adultos, ya que se había criado entre ellos y lo que no entendía, lo sentía. Lo que no lograba comprender era el porqué de aquella narración y el tiempo que le dedicaba aquel señor a quien en ningún momento se le veía descansar. Samuel tomó un bulto que estaba apoyado en uno de los árboles y se lo entregó:
⸺Sabía que hoy era tu cumpleaños y que estarías triste recordando a tu madre… este es mi regalo, creo que no podría dejarlo en mejores manos… fue un presente de uno de los hombres más acaudalados de París para el que trabajó mi madre hasta su muerte.
⸺¿Era usted? ¿Sabe tocar el violín? ⸺la sonrisa afloraba en su rostro de una manera desmedida.
Gabrielle quedó maravillada ante tal obra de arte, su acabado, su color y brillo impresionante emanaban un exquisito olor a arce, abeto y ébano en sus partes y terminaciones, todo era perfecto.
Desde aquel día el mundo de la niña tomó tintes de armonía y fraternidad. Samuel dedicaba el tiempo necesario para enseñarle a equilibrar el arco y a tocar algunas melodías que él con dificultad recordaba. El gran caserón se llenaba de alegría, música y baile sobre todo cuando el señor Clermont se ausentaba por viajes de negocios. Lamentablemente la dicha de otros causa la envidia de aquellos que no pueden poseerla, así, la cocinera inventó historias que deshonraban a Gabrielle señalándole al señor Clermont que entre ella y Samuel había una relación «pecadora» y que, por supuesto, la incitadora era ella, trayendo al anciano de las barbas a cambio de un violín y de sus respectivas lecciones. El señor Clermont no lo creyó, pero ante el ultimátum de renuncia de la mujer, habló con la joven, quien ya contaba con quince años, y le ofreció ir a trabajar a la casa de una familia conocida.
Hacía tanto tiempo de aquello, cómo lloró al separarse de aquel viejo que le había entregado su mayor tesoro, el que aún conservaba y que se había convertido en su compañero de vida: su violín. Recurrió al trabajo recomendado y se encontró con personas acaudaladas y sombrías. El jefe de familia era un banquero ambicioso e inescrupuloso que había llevado las cuentas de Clermont por muchos años, la verdad, aquel no lo conocía mayormente, solo en el ámbito financiero al que se dedicaba con esmero. La esposa del señor Bourgeois era una mujer fría y controladora que odiaba todo lo que representara luz y belleza, cualidades de las que carecía y que al verlas en otra persona le provocaban envidia y dolor al recordar la poca fortuna que significó el crecer a la sombra de quienes la rodeaban, sin más alternativa que un matrimonio concertado con un hombre que nunca la vio como mujer y para quien ella significaba solo una diligencia para llegar a constituir la fortuna con la que él siempre soñó, pues Lorraine era la única hija y heredera de uno de los hombres más ricos de Francia.
En este escenario se situó nuestra querida Gabrielle, quien muy asustada y tímida tocó la gran puerta de la mansión, la que fue abierta por un espigado mayordomo que la miró de pies a cabeza sin torcer ni un milímetro su cervical. La niña solo llevaba un bolso de mano de cuero envejecido que había heredado de su madre y otra bolsa de rafia en la que con mucha delicadeza guardaba su violín.
No demoró Lorraine en llegar a la sala donde aguardaba Gabrielle a quien, muy displicente, le anunció:
⸺Desde este momento pasas a ser parte de la servidumbre de esta familia. Se te otorgará un uniforme con el que te presentarás ante nosotros con tu cabello perfectamente amarrado y tu cara lavada. ⸺Al tiempo que lo decía miraba el cabello de la niña como si quisiera tocarlo y olerlo.
Gabrielle se fue a su habitación con una extraña sensación. Ya había conocido antes la maldad humana encarnada en una mujer, pero no al punto de sentir miedo. ¿Es que no era posible que sintiera la calidez de una madre nuevamente?, no dio curso a sus pensamientos, arregló sus cosas, instaló su violín sobre una silla y se fue a dormir. Despertó a media noche sobresaltada, vio el rostro de una mujer sobre el suyo, no pudiendo distinguir bien sus rasgos ya que estaba cubierta por un capuchón y la oscuridad era intensa a esa hora, luego, la figura se escabulló por la puerta que había quedado entreabierta. Como sucede cuando estamos reincorporándonos de un profundo sueño, no podemos distar entre la realidad y nuestro inconsciente con facilidad, pero el recelo que sintió fue similar al que surgió al hablar con Lorraine a su llegada.
Los días sucedían con lentitud y nostalgia, Samuel ya no estaba para acompañar con sabios consejos sus serenatas. El caserón era tan grande y misterioso que no tardó en encontrar un ático en el ala contraria a los lugares donde su ama se desenvolvía diariamente y los demás sirvientes desconocían por la difícil accesibilidad al lugar. Gabrielle debía trepar por unos muebles viejos que lograban hacer una suerte de trampolín y luego posar su pie en unas tablas sobresalientes para darse el último impulso y lograr entrar por un pequeño rectángulo tapado con una madera. En este lugar alumbrado por una diminuta ventana y lleno de trastos viejos guardados por la familia, la niña podía desplegar su pasión por la música y dar rienda suelta a su grácil y sensual cuerpo que todo el día se encontraba atrapado por un parco y firme delantal que oprimía su belleza. Su pelo desafiantemente rojo y acaracolado se rebelaba en estos momentos de libertad alborotando su angelical apariencia con un brillo de perversa pasión que transmitía a través de su baile y de la dulce agudeza de su violín.
La envidia de Lorraine hacia la niña iba creciendo con el tiempo, no podía soportar la avasallante juventud en todo su esplendor que se iba afianzando en la joven, ni las vestiduras más represivas podían ocultar su gracia y donaire al caminar. Aunque ella no tenía consciencia de aquello, era inevitable que en sus cotidianas salidas al mercado no hubiera algún caballero bien parecido que se volteara a mirarla y le regalara una flor unido a un cumplido. Esto a ella, lejos de hacerla sentir orgullosa, la avergonzaba, no sabiendo cómo responder, sin darse cuenta de que aquella forma de reaccionar fomentaba su valor.
Un día llegó de las compras matutinas más temprano de lo que era su costumbre debido a que ocurría una revuelta contra los abusos de la monarquía, asustada volvió corriendo a la casona y encontró a su ama husmeando entre sus cosas, pero eso no era todo, se encontraba vestida con el ropaje más bello de Gabrielle, uno que había pertenecido a su madre. La joven no lo podía entender y al verla se retiró sin que ella se percatara de su presencia y se escondió en un rincón del pasillo que daba a su habitación. Desde ese lugar podía observar como la mujer, llena de una ciega maldad y odio, comenzó a romper todo cuanto era de Gabrielle. Esta muy asustada de que lograra tomar su violín, en un rápido movimiento entró para cogerlo y salir de aquel lugar dejando todo atrás, con lágrimas en sus ojos y el corazón en la boca buscó un lugar donde llorar sus congojas. Estaba sola en este mundo y sola tendría que luchar por salir adelante y ser feliz. Observó sus estropeadas manos, sus ropas envejecidas y sintió frío y hambre. Mirando un fuerte y frondoso árbol, le juró a Dios y a su madre que ni toda la maldad del mundo podrían con sus ganas de vivir en libertad y justicia social.
Recordó el motín que la había hecho regresar más temprano y caminó hacia allá para ver qué estaba ocurriendo a su alrededor debido a que, hasta ese momento, había vivido protegida en casa de los más adinerados quienes eran los dueños de miserables vidas puestas a su disposición a través de extensas jornadas de trabajo retribuidas con la compensación de suplir sus necesidades básicas, nada más.
Gabrielle caminó por entre la desolación y la esperanza que emanaba de aquella revolución, vio a gente joven igual que ella luchando con gran convicción, en su mayoría estudiantes que proferían sus reclamos antes de ser acallados por los guardas nacionales. Escuchaba clamar al pueblo por «libertad, igualdad y fraternidad». Todo esto le hacía mucho sentido al darse cuenta con el despotismo que había sido tratada su madre y ahora ella, sacrificando sus vidas por migajas. Se unió al clamor de los manifestantes y participó de sus demandas. Al caer la noche, cansada y devastada, se sentó en un rincón de la plaza, quedaba un grupo de estudiantes que la acogieron e invitaron a sus guaridas. Estaban cansados de la opresión de los monarcas, tenían muy claros sus derechos y deberes, por lo tanto, Gabrielle, no podía haber caído en mejores manos. Los escuchaba planificar la toma de la Bastilla en el costado oriental izquierdo en las afueras de París, alrededor de un brasero y tomando jarras de café discutían la próxima jornada. El más joven y dispuesto a llevar el cambio hasta las últimas consecuencias era Jean Paul. Su pasión al dirigirse a las masas y su compromiso con el pueblo le habían otorgado, sin mayor trámite, la calidad de líder. A su lado se encontraban Jerome y Nathan, ambos provenientes de buenas familias, pero con ideas políticas contrarias a la revolución. 
―¡Qué se han imaginado! ¡Creo que nos toman por imbéciles! Destituyeron a Jacques Necker, el único ministro de finanzas que tenía claridad sobre cómo salvar a Francia de la bancarrota…
―El que le había puesto el punto sobre las íes a los parásitos del clero y la nobleza. ―Señala ipso facto Jerome, un joven alto y muy delgado con aire de intelectual―. ¿Qué opinas de esto, Nathan? ―Dirigiendo su mirada al compañero que se encontraba absorto mirando a Gabrielle, la que se había quedado dormida sobre una poltrona, abrigada con la chaqueta de uno de ellos.
―Que es muy hermosa… Y…, con respecto a lo que señalas, Necker estaba en lo cierto, la reforma fiscal era la solución, el problema es que se metió con los «peces gordos» y, por lo tanto, era una heroica misión que no le aseguraba el triunfo.
―¡Miren! ―Señaló Jean Paul sacando un panfleto sucio y arrugado―. «El rey prepara una brutal represión, arrasará con la capital, movilizando sus tropas al interior. Existen treinta mil fusiles y doce cañones en el hospital militar, contamos con ustedes para apropiarnos de aquellos».
―También se ha propuesto ir en busca de pólvora al otro extremo de la ciudad, a la Bastilla, ―agregó Jerome.
―¿Qué ocurrirá con Gabrielle? ―preguntó preocupado Jean Paul.
―Pues… que me uniré a ustedes, ―contestó entusiasta y valiente― solo necesitaré algo de ropa y cambiaré por un rato mi violín por un fusil.
Todos se admiraron, pero comprendieron que la lucha era de todo un pueblo y que las mujeres eran grandes gestoras de esta revolución.
Los días transcurrieron en forma agitada, con extensas caminatas atravesando la ciudad en busca de armamentos y pólvora, avasallantes bataholas de gente se movilizaban de un extremo a otro burlando la seguridad de guardas nacionales e instituciones militares hasta llegar a la Bastilla donde, después de una exhaustiva batalla, finalizaron exitosamente con la rendición de la guarnición.
La vida de Gabrielle había tomado un rumbo diferente, ya no era la niña vulnerable y cándida, se había convertido en una mujer revolucionaria que luchaba por los derechos de su pueblo.
Al reunirse con sus camaradas alegró sus corazones con lo que más le gustaba hacer: bailar y cantar al son de su compañero más fiel. La gente se aglomeraba a su alrededor asistiéndola con palmas y gritos para avivar su baile. La revolución y la música se manifestaban en honor a la libertad quedando escrito en la historia que una bella mujer de endiablada cabellera roja lideraba las tropas revolucionarias llevando en sus manos un fusil y en su espalda un valioso violín.
Gabrielle recorría su pasado sentada sobre la tumba de su madre, ya comenzaba a oscurecer. Había terminado el último capítulo de su historia y abordaba una ardua lucha para darle curso a su edición y publicación, esto no le preocupaba más de la cuenta, si había luchado por una gran revolución, podría también con esta empresa. Jean Paul la esperaba y ella… siempre ansiaba sus brazos.

lunes, 6 de enero de 2020

Anatolli


Marielena Delgado

Afuera nevaba, el viento frío de otoño levantaba las hojas de los árboles. Anatolli podía sentir la fuerza del aire al chocar con las ventanas en tanto un agradable olor a eucalipto proveniente del sistema automático de ambientación le ayudaba a controlar la tensión que las circunstancias le producían. Las paredes de su elegante oficina reflejaban tenuemente la calidez de la luz artificial. Respiró profundo mientras escuchaba.
—Anatolli, debes ejecutar este plan con todo cuidado, ¡no puede fallar!
—No te preocupes, Fédor, lo tengo todo cronometrado.
Fédor, el jefe de Anatolli y alto funcionario del Gobierno, responsable de los departamentos científicos; conocía bien la capacidad de Anatolli, quien ostentaba el cargo de director general del departamento científico y tecnológico de Ucrania, Anatolli es ingeniero en informática y pertenecía al grupo de los homo-optimus ¹, además personalmente le tenía mucho aprecio, sin embargo, la situación en ese momento era bastante delicada. Los robots Androides J-3050 habían sido diseñados con mucho esmero, poseían inclusive el sentido de la justicia y algo de intuición. Constituían el orgullo de sus creadores. Particularmente Anatolli, quien dirigió y elaboró el boceto de la «psiquis» robótica, se sentía muy comprometido y a la vez frustrado por el rumbo que las cosas iban tomando.
Los científicos desarrollaron el proyecto Kapersky hace siete años atrás en forma exitosa. Los robots fueron diseñados por categorías para las diferentes actividades a realizar, pero a todos se les dotó de ciertas facultades humanoides para facilitar su trato en convivencia con la sociedad, dicha característica, que un principio fue buena, con el pasar del tiempo, también se convirtió en un factor negativo, ya que hubo una marcada inconformidad entre ellos, empezaron a reunirse en forma clandestina y había claros indicios de que se tramaba un golpe a los humanos. Justamente se previó ese fenómeno, aunque no se lo esperaba tan pronto, para ello se planificó al mismo tiempo: Kapersky-2 que consideraba abortar el proyecto, es decir, desconectar a los robots. Este, constaba de dos alternativas: la primera sería un virus que terminaría inutilizándolos lentamente, pero, se desechó la misma porque causaría un caos social, ya que el público se acostumbró a verlos como parte de la comunidad, y la segunda más drástica, pero menos dramática, desconectarlos e inmediatamente retirarlos para siempre. Previamente hubo algunas reuniones entre los científicos creadores del programa y  las altas esferas gubernamentales que se hicieron presentes a través de los organismos de: bienestar social, de finanzas y otros; se dieron muchas fricciones por las consecuencias que estas medidas acarrearían,  los robots habían cumplido con su función de tareas múltiples como: guardianía, jardinería, limpieza, lavandería, mantenimiento; y  otros de mayor precisión como actividades de control en fábricas, oficinas, plantas hidráulicas, plantas eléctricas, en escuelas y albergues de menores. Se discutió sobre cómo se llenarían dichas vacantes de trabajo, el costo financiero, el impacto social entre otras consideraciones que ocasionaba el retirar la mano de obra robótica, se inflaría el presupuesto del Estado, se encarecería la vida, sin embargo, el peligro era eminente y todos coincidieron que lo más recomendable para el futuro de la humanidad, sería poner en ejecución el proyecto Kapersky-2 en su segunda alternativa y eliminarlos en forma definitiva.
Transcurrió más de un año en este proceso. Había un frío invierno en Ucrania y corrían los años dos mil cincuenta. En una hermosa y confortable casa vivían los científicos: Anatolli y su esposa Katia, de cuarenta y treinta y ocho años, ambos trabajaban en el proyecto del gobierno. Tenían dos hijos, Natalia de siete y León de cinco años. Por las múltiples ocupaciones de estos científicos, los niños pasaban mucho tiempo solos y se entretenían con la tecnología, sobre todo, Natalia, estaba absorta en su «mundo virtual» aislándose del entorno real. Su mejor amiga: Tina, su computadora personal.
A decir verdad, ellos no eran los únicos niños que estaban pasando por ese fenómeno, el exceso de conocimientos técnicos estaba preocupando a los progenitores de esta generación que les costaba lidiar con esa realidad abrumadora.
Eran los últimos días de febrero y empezaba a mejorar el rudo invierno. Una llamada de los padres de Katia anunciando su visita alegró el hogar de los Pávlov.
«Esto aliviará las tensiones de mi esposa y mis hijos estarán a gusto». Pensó Anatolli.
Al día siguiente Anatolli con su ordenador envió un vehículo autónomo a recoger a sus suegros al aeropuerto y Katia pidió licencia por quince días para quedarse en casa y atender a sus padres que venían de París, donde vivían.
Los niños estaban felices con su madre en casa y más aún con la llegada de sus abuelos, hubo un ambiente de mayor armonía en el hogar de los Pávlov. Ya no pasaban tanto tiempo con sus amigos «virtuales», estaban encantados con las historias y leyendas del siglo pasado que les relataban.
—Abuela, cuéntenos, ¿cómo es eso de los combustibles de origen fósil?
—Así, hijos míos, se extraía petróleo de donde se sacaba principalmente la gasolina, nafta, diésel, que era el combustible que hacía mover los vehículos. La contaminación ambiental alcanzó niveles peligrosos, por ello la humanidad se vio obligada a mejorar el medio ambiente, y se empezaron a utilizar los automóviles eléctricos, descongestionando la grave polución.
—Abuela, dinos, ¿cómo era tu escuela?, ¿qué juegos tenían?...
Mientras tanto, Anatolli centraba toda su atención en el más grande reto de su vida profesional. El proyecto había sido nominado para el premio «Mundo Robótico», se lo consideraba como plan piloto para otros países y su nombre aparecía en todas las revistas científicas. Ahora su rostro juvenil reflejaba consternación: el proyecto donde había plasmado toda su creatividad y sus conocimientos, se le venía abajo, lo peor de todo, es que estaba consciente de que aniquilar a los robots era la única alternativa.  Casi no había podido dormir y su espejo-ordenador le había dicho: «Te ves muy mal hoy y estás muy nervioso, tomate un té relajante».
Salió temprano de casa repasando mentalmente lo que debía hacer. Se puso las gafas-escudo para evitar que sus pensamientos sean leídos y se disponía a desconectar el cerebro principal de los robots androides J-3050. Si no lo hacía, pronto ellos tomarían el mando y someterían a la raza humana. Eran cinco científicos los encargados de coordinar el proyecto con mucho sigilo. Para no correr riesgos y evitar que se filtre la información, se mantuvo la ejecución bajo códigos secretos para no levantar sospechas.
Los edificios gubernamentales por fuera eran muy sobrios y hasta lúgubres, pero, por dentro su decoración era cálida y las oficinas despedían un aroma a lirios recién cortados y a chocolate caliente que despabilaban a los funcionarios cuando ingresaban al lugar.
Después de una serie de pasos y protocolos que logró ejecutar el equipo de científicos, ubicados en sitios estratégicos, se reportaron entre ellos como apoyo al trabajo a ejecutar, sin notar nada anormal. El jefe del proyecto, Anatolli, fue el delegado para apretar el botón que desconectaría la gran central de los androides J-3050, con mucho sigilo y casi sin respirar estiró el brazo para accionar el botón, cuando, ¡Paf!, sintió un golpe mortal en su cabeza, luego todo se le oscureció y no supo más.
Afuera las primeras lluvias de abril hacían brotar lirios y manzanillas, el paisaje se trasformaba del blanco resplandeciente al vívido verdor primaveral ucraniano.

¹ Un ser humano mejorado gracias a implantes cerebrales y una conexión orgánica a internet.