viernes, 24 de enero de 2020

De vuelta a la vida

Frank Oviedo Carmona


Luis, se encontraba sentado en el restaurante Haití de Miraflores, estaba inquieto mirando de lado a lado a ver si llegaba su amigo que no veía desde hace años, cuando en ese instante, le tocan el hombro y él da un salto, era Alberto a quien esperaba.

—Disculpa el retraso, el tráfico en Lima es horrible.

—Déjate de tonterías y dame un abrazo; qué gusto me da verte después de tiempo.

Ambos se abrazaron, rieron e hicieron algunas bromas, luego tomaron asiento para conversar.

—¡Cuánto tiempo ha pasado! —exclamó Alberto.

—Mucho y rápidamente, son aproximadamente cuatro años —respondió Luis.

—Sí, es verdad, lo bueno es que siempre hemos mantenido contacto gracias a las redes sociales, salvo cuando me accidenté que es de lo que te quiero hablar.

Ellos estudiaron juntos la primaria, secundaria y se encontraron en la universidad. Luis cursó periodismo y se especializó en todo lo relacionado a lo sobrenatural. Era de mediana estatura, trigueño, algo grueso y barrigón porque le encantaba la comida «chatarra»; mientras que Alberto estudió publicidad y mercadotecnia. De cuerpo atlético, alto, bronceado y con algunas arrugas de tanto sol que tomaba; sus deportes favoritos eran la natación, jugar fútbol y escalar montañas; un poco alocado ya que no medía el peligro cuando nadaba o escalaba montañas. Los amigos con los que salía en ese entonces le advertían que sea cuidadoso. Mientras que a Luis, solo le gustaba nadar un rato y tomar sol.

Al terminar de estudiar, Luis participó y ganó una beca para España, en la que se quedó unos años más contratado por una revista que trataba sobre temas que tenían que ver con lo sobrenatural; eso era lo que a él le apasionaba.

—Me alegra tanto verte y lo bien que te ves después de ese accidente que tuviste, ¡sabes! pensé que no volvería a verte, que morirías.

—Yo también creí lo mismo, fue un milagro que sobreviviera y después que salí del coma, me enteré cómo sufrió mi familia, todo por mi negligencia.

Alberto deseaba contarle a Luis todo lo que le había ocurrido en ese accidente que tuvo para que haga una historia que sirva de ejemplo a otros y sepan lo peligroso que es el mar y que si practicamos deportes extremos debemos ser cuidadosos y no dejarnos llevar por la emoción.

Era un día caluroso, el sol resplandecía en las playas del sur; a veces corrían vientos fuertes y el mar se embravecía, pero en aquella ocasión todo estaba aparentemente tranquilo.

Pocas personas habían concurrido. Algunas debajo de su sombrilla enclavadas en la arena, otras tomando sol y bebiendo cerveza y mirando hacia el mar. Yo había ido con mi amigo Jorge.

—Nadaré un rato que ya me estoy achicharrando  —dijo Alberto.

—Pero por favor, hermano, te ruego no nades tan adentro, no sé por qué no lo haces de manera horizontal, paralelo a la orilla; si sabes que este mar es peligroso —dijo Jorge alzando la voz.

—Ya, Jorge, trataré de no ir muy adentro, cálmate —Sonrió Luis.

Corrió hacia el mar, ya que la arena parecía fuego y le quemaban los pies.

Se puso a nadar por ratos de manera horizontal y otras veces hacia dentro, buscando las olas, daba volantines, luego lo hacía de espaldas y pecho. Sin darse cuenta ya había avanzado lo suficiente como para no ver por dónde estaba Jorge. Miró el cielo y ya no estaba tan claro como cuando entró. El mar se había puesto movido y venían olas gigantes, una tras otra; para cuando decidió regresar, todo marchaba bien, como era muy buen nadador comenzó a regresar sin ningún problema cuando sintió que su pierna se le acalambraba y no lograba avanzar, continuó tratando de hacerlo pero no pudo, sintió que se hundía y gritó pidiendo ayuda, trató de avanzar pero no lo logró.

—¡Auxilio, auxilio! Qué alguien me ayude por favor, me estoy ahogando —gritó repetidas veces.   

A lo lejos, unos salvavidas me divisaron, pero después me perdieron de vista por las olas movidas y porque quizá ya me había hundido, hasta que vieron mi brazo, que salía por momentos y lograron rescatarme.

—Pero Alberto —interrumpió Luis—, cómo no te vas a dar cuenta que estabas alejándote de la orilla, si ya te habían advertido que ese mar era traicionero.

 —Tú me conoces, me emociono y pierdo la noción de todo.

—Sí, es verdad, por un momento olvidé cómo eres, ojalá te haya servido de lección.

—Te aseguro que sí he cambiado, es como si hubiera vuelto a nacer.

Luego los dos chocaron los vasos de cerveza para hacer un brindis por el reencuentro y Alberto prosiguió.

Los salvavidas me sacaron del mar inconsciente, haciendo resucitación una y otra vez, pero no lograban hacerme reaccionar; ya que había permanecido mucho tiempo en el mar.

Uno de los salvavidas no se daba por vencido, continuaba haciéndome resucitación con presión en el pecho.

—Vamos, muchacho, tú puedes, eres deportista y fuerte, vamos, respira por el amor de Dios —Y no respiraba.

El colega del salvavidas le dio una palmada en la espalda:

—Has hecho todo lo posible, no puedes resucitarlo.

Pero el salvavidas no hacía caso sino que repetía continuamente:

—Tienes que vivir, no puedes morir tan joven, anda muchacho.

Hasta que logré respirar, comencé a toser y a botar agua por la boca.

—Vamos muchacho, tranquilo, respira tranquilo, te repondrás —decía el salvavidas.

Me subieron a la camilla y me llevaron a la ambulancia, camino al hospital. Jorge, llamó a mis padres para darles la noticia, quienes inmediatamente salieron para ir a verme.

Cuando entré al hospital algo raro comencé a percibir ya que no estaba del todo inconsciente. 

—Así, cuéntame que no entiendo, qué es lo raro —interrumpió Luis.

Mientras entraba al hospital por un corredor angosto de paredes pintadas de color verde esmeralda y techo blanco; comencé a sentir un aire frío, las enfermeras corrían de un lado a otro, chocándose con mi camilla, los médicos caminaban con sus historias en las manos, traje blanco y corbata negra, algunos con el ceño fruncido.

Me llevaron a una habitación tan fría como el corredor, pintada del mismo color. Me bajaron de la camilla a una cama reclinable con sábanas blancas, yo, no soportaba el dolor del pecho y sentía que me desvanecía.

De pronto, no sé qué pasó, ya no sentía dolor, estaba calmado y parado en una habitación, se me había bajado el ritmo cardiaco, no sentía frío ni calor. El lugar donde me encontraba ahora era grande, alumbrado por una luz blanca, parecía como si fuera de día, en la habitación flotaba una especie de vapor celeste como el cielo que al rozar mi cuerpo me abrigaba; hasta podía percibir un aroma a flores. 

A lo lejos había una ventana de marco blanco, me acerqué, vi a mis abuelos y a otros parientes que ya habían fallecido. Todos vestían túnica blanca, parecían ángeles; sus rostros calmados y mirada dulce, hacían que se respirara paz.

—¿Qué había pasado? —preguntó Luis.

—Déjame terminar de decirte.

Mientras tanto, afuera de la habitación se encontraba mi madre, hablando con el médico de turno.

—Doctor, dígame que mi hijo vivirá, por favor, es muy joven para que muera —preguntaba la madre desconsolada.

Cuando comencé a acercarme a mí abuelo, este me dijo que no era mi tiempo de morir, que mis padres me necesitaban. Sin darme cuenta sentí un temblor que me sacudía una y otra vez, sentía que me asfixiaba, comencé a ver la habitación fría con un balón de oxígeno y una voz que me llamaba y me decía: hijo, no te vayas, vuelve por favor, te lo ruego, te necesito, te amo, vuelve, Dios mío no te lleves a mi hijo; sentía que una mano temblorosa me acariciaba.

Estaba volviendo del coma y mi madre estaba a mi lado llorando.

Había estado muerto por casi una hora, los médicos dijeron: lo tenemos, lo tenemos, ¡regreso!

 —Tantas historias he escuchado, muchas las he creído y otras no, pero lo que tú me cuentas me ha dejado sin habla —comentó Luis.

—Sí Luis, desde entonces llevo una vida tranquila, valoro todo lo que tengo, soy precavido, ya no me arriesgo y no hago deportes extremos, porque creo que ya no habrá otra oportunidad para vivir.

Terminaron la cerveza y pidieron otra más para celebrar la amistad y la vida.

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