miércoles, 8 de enero de 2020

El buen samaritano


Luis Rivera

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete y ocho. Puerta. Abro y cierro. Uno, dos, tres, cuatro. Taza. Bajo mi pijama y me siento. Repaso las tareas del día mientras enciendo la radio con el noticiero de la mañana: sacar la basura (¿hoy es martes o miércoles? Miércoles.), regar las flores de mamá, dejarle comida al gato, preparar el sobre con la quincena de Mirna. Uno, dos, tres, cuatro. Ducha. Abro la llave. Muevo la manivela noventa grados hasta que siento el vapor. Luego la retraigo cuarenta y cinco grados para enfriar lo necesario. Busco en las orillas el jabón y la esponja, y procedo a ducharme. Me simplifiqué la vida, por recomendación de mamá, al afeitarme toda la cabeza a causa de mi prematura calvicie, entonces no gasto en champú ni cepillos. Me ayudo a salir con los tubos de apoyo y encuentro la toalla. Comienzo a secarme y con el pie busco la toalla de piso. Uno, dos, tres. Lavamanos. Izquierda el cepillo de dientes, derecha la máquina de afeitar. Más a la derecha la loción y el desodorante. Al centro los lentes oscuros. Me toma catorce minutos afeitarme, lavar los dientes y perfumarme. Ya listo, me pongo las gafas oscuras y me dirijo al cuarto de nuevo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. Toco la cama y apoyado en su orilla, me muevo hasta la pared donde está colgada mi mudada. Mirna la deja lista todas las tardes antes de irse. Me visto y acomodo la corbata, revisando bien que el cuello esté correcto para no pasar penas. Debo seguir perdiendo peso porque la faja ya me queda grande. El doctor dice que debo alimentarme mejor. He bajado mucho desde que murió mamá. No ha sido fácil. Aunque he logrado poder sentirla cerca.

Salgo con mi almuerzo empacado, también una amable cortesía de Mirna. Cuento veinticinco pasos. Ahora izquierda. Mi bastón se atora con algo, pero no pierdo el equilibrio. Deben de ser esos niños de la esquina dejando piedras. Irresponsables padres que no les ponen orden. Otros cuarenta pasos, y a la derecha. Sesenta pasos y llego al portón.
—Buenos días, licenciado —me saluda Toño, celador de toda la vida en nuestro residencial.
—Muy buen día, Toñito. Espero que se esté mejorando de esa tos de perro que le escuché ayer. Pero si no deja de fumar, estamos en nada.
—Ya casi lo dejo, lic., solo pasa esta Navidad. Usted sabe que las fiestas y el frío le dan ganas a uno de un cigarrillo. Déjeme le acompaño hasta la estación de bus.
Me lleva del brazo para poder cruzar la calle, una de las pocas cosas en que admito ayuda siempre, más con esos animales que manejan esos buses como alma que se lleva el diablo. ¡Hasta yo lo podría hacer mejor!

Mi día transcurre sin mayores novedades. Soy operador de la central telefónica en el Ministerio de Cultura y Deportes. Me cuesta aceptarlo, pero soy parte de esa minoría discapacitada que el Gobierno tiene que emplear por ley, entonces tengo un buen empleo que he aprendido a realizar con diligencia. Contesto llamadas y las dirijo donde corresponden con uno o dos botonazos en la consola. Asumo que la cultura tiene baja demanda en este país, ya que me permito horas enteras sin recibir comunicaciones entrantes. Mi escritorio es pequeño, no necesito mucho espacio. El olor a café y comida recalentada es permanente, ya que me encuentro a quince pasos de la cocineta. Mis compañeros son amables y considerados, así que no puedo tener quejas. A algunos —al parecer— se les olvida que soy ciego y no sordo, porque hablan frente a mí cualquier disparate y exponen muchos chismes calientes. Los almuerzos se vuelven entretenidos con todos los enredos que la gente se permite y que ventila con poca prudencia.
—¿Octavio, y usted tiene novia? —Es la típica pregunta de los viernes, asumo que el ambiente del fin de semana les revuelve las hormonas y buscan chismes rojos en cada rincón.
—Sí, pero no la he visto desde hace mucho tiempo —se ha vuelto mi respuesta de rigor, intentando que sea jocosa, y todos reímos un momento. Luego rápidamente se olvidan de mí y prosiguen con sus tertulias. Yo vuelvo a enfocarme en mi almuerzo y a pensar en mamá, deseando llegar a casa para contarle todas estas locuras y hacerla reír.

El regreso por la tarde es más lento por el tráfico para salir del centro histórico de la ciudad. El chofer del taxi me platica de su familia y lo enojada que es su esposa. Pueden ser los lentes oscuros que inspiren a las personas a abrirse como si yo brindara terapias psicológicas improvisadas. No me queda otra que escuchar y escuchar. Me deja frente al portón, y Toñito está pendiente de recibirme. Luego me dirijo a casa, no sin antes pasar por la tienda de don Salvador para aprovisionar la cocina con los pendientes que Mirna me indica. Le llevo flores a mamá.

Al día siguiente, amanece lloviznando. Me gusta ese tipo de días, pero para quedarme durmiendo. Logro vestirme sin novedades y me encamino hacia el trabajo con mi paraguas en una mano y el bastón en la otra. Al acercarme al portón, me sorprenden unos gritos desgarradores cerca. Me detengo para identificar el origen, y giro lentamente hasta distinguirlos. Camino en esa dirección, y escucho a Toño pidiendo ayuda. Me alarmo aún más.
—Toño, ¿qué le pasó? ¿Se encuentra bien?
—¡Sí, don Octavio! ¡Pero hirieron a este muchacho! ¡Está desangrándose!
—¡Llame a una ambulancia, Toño!
—¡Él no quiere, licenciado! ¡Me ha rogado que no llame ni a la ambulancia ni a la policía! ¿Qué hago? Me dice que lo están persiguiendo y que si lo llevamos al hospital, lo terminan de rematar ahí.
—¡Pues qué vamos a hacer, Toño, ayudarlo, hombre! ¡Se va a morir aquí mismo si lo dejamos así! ¡Llevémoslo a mi casa para sacarlo de la lluvia y tratar de controlar el sangrado!
«Todos tenemos nuestros secretos», pensé. Con apoyo de otro transeúnte que pasaba y se había detenido a curiosear, Toño llevaba en peso al herido. Yo los seguía de cerca, con pasos firmes sobre los charcos.
—Mirna sabe de enfermería por haber cuidado tantos años a mamá. Ella nos podrá auxiliar.

Lo introdujimos a la casa hasta el cuarto de huéspedes. Había una cama grande donde lo acostaron bruscamente. Le grité a Mirna y apareció al momento.
—¿Qué es esto, Octavio? —cuestionó secamente Mirna al ver el herido.
—Es un hombre herido, Mirna. ¿Qué más parece? ¡Debe ayudarle a que no muera! —clamé desesperado en respuesta.
—¿Está claro sobre lo que pasaría si muere adentro de la casa? ¿Por qué no lo llevaron al hospital? —indagó mientras daba pasos hacia atrás, queriendo alejarse de la escena.
—¡Deje ya la sermoneada y ayude al hombre, por la gran diabla!
Mirna al fin se puso manos a la obra. Escuchaba cómo sus manos hábilmente encontraban la fuente de la hemorragia, cortaba la tela del pantalón y procedía a fabricar un torniquete. Luego, salió de la habitación y pronto regresó con botes, agua y toallas. Procedió a limpiarlo. Al momento, picaba la nariz por el penetrante olor del alcohol que usó para desinfectar. El muchacho gemía por ratos, ya sus gritos estaban ahogados por la fatiga y el dolor.

Pasaron varios días de su convalecencia. Entendiendo el contexto no pregunté nada sobre él, ni siquiera su nombre. Entre menos supiera, mejor sería. Pedí vacaciones en el trabajo. Cuando me indicó que ya se podía levantar sin apoyo, decidí volver al trabajo y dejarlo en casa a seguir recuperándose. Nunca imaginé que eso sería un gran error.

§

Pasaron varios días desde que escapé y que me hirieron. Logré salvarme gracias a ese señor que me acogió en su casa, el ciego. Por suerte la bala no se incrustó, solo me hirió la pierna. Malditos, pero esto no se quedará así. Es medio raro este señor. No habla mucho, pero eso me gusta. No pregunta, no fisgonea, creo que sabe lo que le conviene. Ya me siento mejor. Camino solo y estoy más fuerte. Así que ya hoy me iré. Corro mucho riesgo acá. Tengo cuentas que cobrar. A la señora que me atendió no la he vuelto a ver. La casa ahora pasa sola. Mejor para mí.

Recorro la casa para buscar dinero. Puedo parecer un malagradecido, pero algún día volveré a pagarle al ciego. En su cuarto encontré dos sobres con algo de efectivo. Al menos me podrá ayudar para salir del país. Hay un cuarto con llave, trataré de forzar la puerta. Debe de haber algo de valor ahí. Me cuesta mucho hacer esfuerzo y la herida me martiriza. Encontré un desatornillador grande y con eso pude desarmar el llavín. Abrí y me quedé atónito. Este viejo enfermo tiene un gran congelador, como los de los supermercados. Y adentro, ¡tiene un cadáver! ¡Una anciana envuelta en mantas finas! Tiene flores frescas en un jarrón. Tremendo loco me salió este señor. Haré algo por esta pobre señora antes de irme, deben de estarla buscando sus familiares.
—Aló, ¿policía? Quiero reportar un fallecido, parece asesinato.
Cuelgo de inmediato, limpio mis huellas del teléfono y huyo.

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