martes, 7 de enero de 2020

Gabrielle


Rosita Herrera

Las agudas notas del violín acompañaban la juguetona danza con tonalidades celtas e irlandesas que graciosamente bailaba Gabrielle, su cuerpo y la música que afloraba alegre y enérgica de aquel eran una sola alma. Desde muy pequeña había aprendido a tocar este melindroso instrumento, solía ver cómo los artistas callejeros de su pueblo deleitaban en las plazas a todo tipo de público y, ella, a la corta edad de cinco años, movía su cuerpecito con tanto donaire que era inevitable alentarla con palmas y alegres voces. Su madre, quien la llevaba consigo para hacer las compras, la perdía siempre de vista, pero al escuchar a un violinista sabía dónde buscarla.
Aquellas plazas donde los artistas callejeros hacían gala de sus habilidades se convertían en un mundo vertiginoso y maravilloso a la vez. La imponente arquitectura barroca que rodeaba estos lugares avivaban la curiosidad de la niña y la hacían girar por completo tratando de abarcar con su vista en un mínimo de tiempo toda la colosal construcción. Le causaba gran admiración una enorme estatua del rey Luis XVI montado en un espléndido caballo, observaba cada detalle de la imagen y no entendía el porqué aquel personaje era tan importante como para situarlo al medio de un lugar tan recurrente para los parisinos. La música de un grupo de violinistas y percusionistas del lugar aportaba en gran medida al clima de algarabía y de incipientes aires revolucionarios que eran fruto del descontento de artesanos, campesinos y burgueses de Francia de ese entonces. Un gran número de personas miserables y anhelantes de justicia se mezclaban con comerciantes y gente trabajadora de la gran ciudad para llevar a cabo la incesante rutina de la sobrevivencia.
Los pequeños pies de la madre lidiaban con pozas de agua, con el desnivel de los adoquines y con el largo ruedo de su vestido que insistía en hacerla trastabillar al correr asustada por los oscuros callejones de París y vías que rodeaban a uno de los mayores centros de comercio: L’Apport de París, su intuición le susurraba que por ahí debía de haber dirigido sus pasos siguiendo la bulla alegre de los artistas que concurrían a menudo a aquel lugar. Imaginaba a su pequeña atorada por la multitud en una de las calles que desembocan en esa zona o entre las patas de los caballos de algún carruaje o, lo que es peor, enredada en una de sus ruedas. Todas aquellas imágenes la hacían correr con un nudo en la garganta esquivando a gente, gallinas, carretas… hasta que por fin…
⸺¡Gabrielle!, no es posible que cada vez que me doy vuelta te escapes y te encuentre bailando en lugares atestados de gente. ⸺La saca del lugar tomándola fuertemente entre sus brazos.
Intentaba disimular sus lágrimas, el miedo a perderla la había dejado exánime y atolondrada, solo Dios sabía el gran amor que sentía por aquella criatura y que debido a la enormidad de tareas domésticas diarias no podía darle todo el cuidado que requería.
⸺Música… música… ⸺Y al tiempo que lloraba no sabía qué otra palabra decir para explicar el embriagador efecto que le producía escuchar aquellas enérgicas melodías mezcladas con el ajetreo del comercio.
⸺Debemos apurarnos, hijita, estoy retrasada con las compras y hoy el señor Clermont tiene invitados a comer. ⸺Aceleró el paso y agradeciéndole al Superior se dirigieron a la gran casa donde se desempeñaba como ayudante de cocina hace algunos años ya.
Las calles estrechas y oscuras de la ciudad hacían más difícil la incorporación a su lugar de trabajo, a esto se le sumaba el tener que tirar a la niña quien caminaba en la dirección que ella le apuntaba, pero sus ojitos brillantes no se despegaban de la mágica sensación de pertenencia que le causaba aquel lugar. En su vertiginosa travesía no cesaba de observar gran cantidad de edictos pegados en las murallas, se preguntaba qué dirían, quizá anunciaban tiempos difíciles, leyes insostenibles, alzas en los impuestos, nada bueno aparecía entre las posibilidades, de igual forma, el no saber leer la hacía sentirse miserable y triste, un sentir que todavía no se transformaba en odio hacia los poderosos.
Gabrielle tenía guardados todos aquellos momentos de su niñez, ahora que ya era una hermosa joven recordaba con dulzura a su madre quien hizo lo posible por hacerla feliz, pero que nunca comprendió que aquella niña era un prodigio y que lo que más ansiaba en la vida era tocar un violín y danzar al son de su melodía.
Transcurrieron los años en la gran casa del señor Clermont, la pequeña jugaba por los rincones y la madre de aquí para allá y de allá para acá sin respiro. Un día de aquellos salió al alba a realizar las compras al mercado sin percatarse que una gran tormenta se avecinaba y llegó empapada a la mansión, su contextura era delgada y su energía frágil, como si la vida se hubiera equivocado privándola de la opulencia que su naturaleza reclamaba. Comenzó a las horas a toser sin darle mayor importancia, al pasar de los días se debilitaba paulatinamente, la tos y la fiebre no la dejaban en paz hasta que un día ya no pudo levantarse más. El señor de la casa mandó a buscar un doctor quien, después de auscultarla, señaló que no había nada más que hacer. Gabrielle se encontraba en un rincón de la habitación sentada en el suelo abrazando sus rodillas y observando asustada la triste escena de la pérdida del único ser humano a quien ella amaba. El doctor al retirarse no pudo soslayar su presencia y posó su mano sobre la cabeza de la niña en señal de compasión, luego, dio media vuelta y se marchó. Ella, arrastrándose hacia la cama de su madre, se posó sobre sus piernas y sollozó en silencio, al mismo tiempo, sintió el esfuerzo inútil de aquella por estrecharla y acariciar esa rebelde cabellera roja que había alegrado sus días.
Al poco tiempo desempeñó las labores de la fallecida hasta cumplir los quince años, en sus ratos de ocio danzaba siguiendo el estilo de los artistas que había conocido es sus paseos al mercado, la música le brotaba de la piel como si estuviera incorporada en ella. Entre los sirvientes, de la gran casa del señor Clermont, había un anciano que se preocupaba del mantenimiento de los caballos y de tener a punto el carruaje del amo: Samuel se llamaba y llevaba años al servicio de aquel, mientras tanto, Gabrielle bailaba en todos lados alegrando el lúgubre caserón y recibiendo de parte de la cocinera quejas y reclamos que propagaba entre los demás sirvientes. Para el día de su décimo cumpleaños se encontraba apoyada en un frondoso árbol ubicado en el gran patio trasero de la morada, sollozaba sin consuelo alguno, Samuel, a quien los años le habían ablandado el corazón y otorgado compasión por aquellas almas que buscan desesperadamente el camino a sus sueños, la escuchó, Gabrielle no se había percatado de su presencia ya que se encontraba en la parte oscura de aquel maravilloso espacio atiborrado de árboles y flores que la animaban cuando se entristecía. El anciano dejó sus deberes por un momento y se acercó sigilosamente a ella:
⸺Hace mucho tiempo, un joven y apuesto violinista soñaba con conquistar el mundo a través de su arte. Se veía tocando en los más grandes e importantes escenarios deleitando a los oídos más refinados y exigentes. En ese entonces amaba al universo, al arte y sobre todo a la música. Desde niño su madre lo había llevado por ese camino dada la posibilidad que le brindaban sus patrones de educarlo junto a los hijos de quienes ella servía. Cuando ya era un portento y tuvo que enfrentarse a la sociedad sintió el miedo y la discriminación. El joven tenía la piel oscura tanto como una noche en el campo sin luna y la gente al no conocerlo lo humillaba, no obstante, para él tocar su violín era como estar en el paraíso atendiendo a Orfeo seducir a la misma Eurídice a través de su canto, pero esto no le era suficiente y se sintió disminuido ante la crueldad de la gente que, de una u otra forma le hacían sentir inferior en el trato cotidiano. Una vez fallecida su madre guardó el violín y se dedicó a servir a los acomodados. La vida así era más fácil y segura, sin embargo, su corazón siempre se lo cobró recordándole en sus momentos de soledad el acto de cobardía que tuvo al renunciar a su felicidad.
Gabrielle lo escuchaba con mucha atención, pues a su corta edad podía entender muy bien a los adultos, ya que se había criado entre ellos y lo que no entendía, lo sentía. Lo que no lograba comprender era el porqué de aquella narración y el tiempo que le dedicaba aquel señor a quien en ningún momento se le veía descansar. Samuel tomó un bulto que estaba apoyado en uno de los árboles y se lo entregó:
⸺Sabía que hoy era tu cumpleaños y que estarías triste recordando a tu madre… este es mi regalo, creo que no podría dejarlo en mejores manos… fue un presente de uno de los hombres más acaudalados de París para el que trabajó mi madre hasta su muerte.
⸺¿Era usted? ¿Sabe tocar el violín? ⸺la sonrisa afloraba en su rostro de una manera desmedida.
Gabrielle quedó maravillada ante tal obra de arte, su acabado, su color y brillo impresionante emanaban un exquisito olor a arce, abeto y ébano en sus partes y terminaciones, todo era perfecto.
Desde aquel día el mundo de la niña tomó tintes de armonía y fraternidad. Samuel dedicaba el tiempo necesario para enseñarle a equilibrar el arco y a tocar algunas melodías que él con dificultad recordaba. El gran caserón se llenaba de alegría, música y baile sobre todo cuando el señor Clermont se ausentaba por viajes de negocios. Lamentablemente la dicha de otros causa la envidia de aquellos que no pueden poseerla, así, la cocinera inventó historias que deshonraban a Gabrielle señalándole al señor Clermont que entre ella y Samuel había una relación «pecadora» y que, por supuesto, la incitadora era ella, trayendo al anciano de las barbas a cambio de un violín y de sus respectivas lecciones. El señor Clermont no lo creyó, pero ante el ultimátum de renuncia de la mujer, habló con la joven, quien ya contaba con quince años, y le ofreció ir a trabajar a la casa de una familia conocida.
Hacía tanto tiempo de aquello, cómo lloró al separarse de aquel viejo que le había entregado su mayor tesoro, el que aún conservaba y que se había convertido en su compañero de vida: su violín. Recurrió al trabajo recomendado y se encontró con personas acaudaladas y sombrías. El jefe de familia era un banquero ambicioso e inescrupuloso que había llevado las cuentas de Clermont por muchos años, la verdad, aquel no lo conocía mayormente, solo en el ámbito financiero al que se dedicaba con esmero. La esposa del señor Bourgeois era una mujer fría y controladora que odiaba todo lo que representara luz y belleza, cualidades de las que carecía y que al verlas en otra persona le provocaban envidia y dolor al recordar la poca fortuna que significó el crecer a la sombra de quienes la rodeaban, sin más alternativa que un matrimonio concertado con un hombre que nunca la vio como mujer y para quien ella significaba solo una diligencia para llegar a constituir la fortuna con la que él siempre soñó, pues Lorraine era la única hija y heredera de uno de los hombres más ricos de Francia.
En este escenario se situó nuestra querida Gabrielle, quien muy asustada y tímida tocó la gran puerta de la mansión, la que fue abierta por un espigado mayordomo que la miró de pies a cabeza sin torcer ni un milímetro su cervical. La niña solo llevaba un bolso de mano de cuero envejecido que había heredado de su madre y otra bolsa de rafia en la que con mucha delicadeza guardaba su violín.
No demoró Lorraine en llegar a la sala donde aguardaba Gabrielle a quien, muy displicente, le anunció:
⸺Desde este momento pasas a ser parte de la servidumbre de esta familia. Se te otorgará un uniforme con el que te presentarás ante nosotros con tu cabello perfectamente amarrado y tu cara lavada. ⸺Al tiempo que lo decía miraba el cabello de la niña como si quisiera tocarlo y olerlo.
Gabrielle se fue a su habitación con una extraña sensación. Ya había conocido antes la maldad humana encarnada en una mujer, pero no al punto de sentir miedo. ¿Es que no era posible que sintiera la calidez de una madre nuevamente?, no dio curso a sus pensamientos, arregló sus cosas, instaló su violín sobre una silla y se fue a dormir. Despertó a media noche sobresaltada, vio el rostro de una mujer sobre el suyo, no pudiendo distinguir bien sus rasgos ya que estaba cubierta por un capuchón y la oscuridad era intensa a esa hora, luego, la figura se escabulló por la puerta que había quedado entreabierta. Como sucede cuando estamos reincorporándonos de un profundo sueño, no podemos distar entre la realidad y nuestro inconsciente con facilidad, pero el recelo que sintió fue similar al que surgió al hablar con Lorraine a su llegada.
Los días sucedían con lentitud y nostalgia, Samuel ya no estaba para acompañar con sabios consejos sus serenatas. El caserón era tan grande y misterioso que no tardó en encontrar un ático en el ala contraria a los lugares donde su ama se desenvolvía diariamente y los demás sirvientes desconocían por la difícil accesibilidad al lugar. Gabrielle debía trepar por unos muebles viejos que lograban hacer una suerte de trampolín y luego posar su pie en unas tablas sobresalientes para darse el último impulso y lograr entrar por un pequeño rectángulo tapado con una madera. En este lugar alumbrado por una diminuta ventana y lleno de trastos viejos guardados por la familia, la niña podía desplegar su pasión por la música y dar rienda suelta a su grácil y sensual cuerpo que todo el día se encontraba atrapado por un parco y firme delantal que oprimía su belleza. Su pelo desafiantemente rojo y acaracolado se rebelaba en estos momentos de libertad alborotando su angelical apariencia con un brillo de perversa pasión que transmitía a través de su baile y de la dulce agudeza de su violín.
La envidia de Lorraine hacia la niña iba creciendo con el tiempo, no podía soportar la avasallante juventud en todo su esplendor que se iba afianzando en la joven, ni las vestiduras más represivas podían ocultar su gracia y donaire al caminar. Aunque ella no tenía consciencia de aquello, era inevitable que en sus cotidianas salidas al mercado no hubiera algún caballero bien parecido que se volteara a mirarla y le regalara una flor unido a un cumplido. Esto a ella, lejos de hacerla sentir orgullosa, la avergonzaba, no sabiendo cómo responder, sin darse cuenta de que aquella forma de reaccionar fomentaba su valor.
Un día llegó de las compras matutinas más temprano de lo que era su costumbre debido a que ocurría una revuelta contra los abusos de la monarquía, asustada volvió corriendo a la casona y encontró a su ama husmeando entre sus cosas, pero eso no era todo, se encontraba vestida con el ropaje más bello de Gabrielle, uno que había pertenecido a su madre. La joven no lo podía entender y al verla se retiró sin que ella se percatara de su presencia y se escondió en un rincón del pasillo que daba a su habitación. Desde ese lugar podía observar como la mujer, llena de una ciega maldad y odio, comenzó a romper todo cuanto era de Gabrielle. Esta muy asustada de que lograra tomar su violín, en un rápido movimiento entró para cogerlo y salir de aquel lugar dejando todo atrás, con lágrimas en sus ojos y el corazón en la boca buscó un lugar donde llorar sus congojas. Estaba sola en este mundo y sola tendría que luchar por salir adelante y ser feliz. Observó sus estropeadas manos, sus ropas envejecidas y sintió frío y hambre. Mirando un fuerte y frondoso árbol, le juró a Dios y a su madre que ni toda la maldad del mundo podrían con sus ganas de vivir en libertad y justicia social.
Recordó el motín que la había hecho regresar más temprano y caminó hacia allá para ver qué estaba ocurriendo a su alrededor debido a que, hasta ese momento, había vivido protegida en casa de los más adinerados quienes eran los dueños de miserables vidas puestas a su disposición a través de extensas jornadas de trabajo retribuidas con la compensación de suplir sus necesidades básicas, nada más.
Gabrielle caminó por entre la desolación y la esperanza que emanaba de aquella revolución, vio a gente joven igual que ella luchando con gran convicción, en su mayoría estudiantes que proferían sus reclamos antes de ser acallados por los guardas nacionales. Escuchaba clamar al pueblo por «libertad, igualdad y fraternidad». Todo esto le hacía mucho sentido al darse cuenta con el despotismo que había sido tratada su madre y ahora ella, sacrificando sus vidas por migajas. Se unió al clamor de los manifestantes y participó de sus demandas. Al caer la noche, cansada y devastada, se sentó en un rincón de la plaza, quedaba un grupo de estudiantes que la acogieron e invitaron a sus guaridas. Estaban cansados de la opresión de los monarcas, tenían muy claros sus derechos y deberes, por lo tanto, Gabrielle, no podía haber caído en mejores manos. Los escuchaba planificar la toma de la Bastilla en el costado oriental izquierdo en las afueras de París, alrededor de un brasero y tomando jarras de café discutían la próxima jornada. El más joven y dispuesto a llevar el cambio hasta las últimas consecuencias era Jean Paul. Su pasión al dirigirse a las masas y su compromiso con el pueblo le habían otorgado, sin mayor trámite, la calidad de líder. A su lado se encontraban Jerome y Nathan, ambos provenientes de buenas familias, pero con ideas políticas contrarias a la revolución. 
―¡Qué se han imaginado! ¡Creo que nos toman por imbéciles! Destituyeron a Jacques Necker, el único ministro de finanzas que tenía claridad sobre cómo salvar a Francia de la bancarrota…
―El que le había puesto el punto sobre las íes a los parásitos del clero y la nobleza. ―Señala ipso facto Jerome, un joven alto y muy delgado con aire de intelectual―. ¿Qué opinas de esto, Nathan? ―Dirigiendo su mirada al compañero que se encontraba absorto mirando a Gabrielle, la que se había quedado dormida sobre una poltrona, abrigada con la chaqueta de uno de ellos.
―Que es muy hermosa… Y…, con respecto a lo que señalas, Necker estaba en lo cierto, la reforma fiscal era la solución, el problema es que se metió con los «peces gordos» y, por lo tanto, era una heroica misión que no le aseguraba el triunfo.
―¡Miren! ―Señaló Jean Paul sacando un panfleto sucio y arrugado―. «El rey prepara una brutal represión, arrasará con la capital, movilizando sus tropas al interior. Existen treinta mil fusiles y doce cañones en el hospital militar, contamos con ustedes para apropiarnos de aquellos».
―También se ha propuesto ir en busca de pólvora al otro extremo de la ciudad, a la Bastilla, ―agregó Jerome.
―¿Qué ocurrirá con Gabrielle? ―preguntó preocupado Jean Paul.
―Pues… que me uniré a ustedes, ―contestó entusiasta y valiente― solo necesitaré algo de ropa y cambiaré por un rato mi violín por un fusil.
Todos se admiraron, pero comprendieron que la lucha era de todo un pueblo y que las mujeres eran grandes gestoras de esta revolución.
Los días transcurrieron en forma agitada, con extensas caminatas atravesando la ciudad en busca de armamentos y pólvora, avasallantes bataholas de gente se movilizaban de un extremo a otro burlando la seguridad de guardas nacionales e instituciones militares hasta llegar a la Bastilla donde, después de una exhaustiva batalla, finalizaron exitosamente con la rendición de la guarnición.
La vida de Gabrielle había tomado un rumbo diferente, ya no era la niña vulnerable y cándida, se había convertido en una mujer revolucionaria que luchaba por los derechos de su pueblo.
Al reunirse con sus camaradas alegró sus corazones con lo que más le gustaba hacer: bailar y cantar al son de su compañero más fiel. La gente se aglomeraba a su alrededor asistiéndola con palmas y gritos para avivar su baile. La revolución y la música se manifestaban en honor a la libertad quedando escrito en la historia que una bella mujer de endiablada cabellera roja lideraba las tropas revolucionarias llevando en sus manos un fusil y en su espalda un valioso violín.
Gabrielle recorría su pasado sentada sobre la tumba de su madre, ya comenzaba a oscurecer. Había terminado el último capítulo de su historia y abordaba una ardua lucha para darle curso a su edición y publicación, esto no le preocupaba más de la cuenta, si había luchado por una gran revolución, podría también con esta empresa. Jean Paul la esperaba y ella… siempre ansiaba sus brazos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario