miércoles, 25 de febrero de 2015

Encuentros

Eliana Argote Saavedra


Lima, 1978. Cuando Camila y Mario se conocieron, ella tenía catorce años y su vida transcurría apacible sin más preocupaciones que esforzarse por conseguir el primer lugar en la escuela. Mario por su lado tenía veinte, era hijo único y cursaba el segundo año de Administración en una universidad local; su carácter desenfadado y buen porte encajaban a la perfección con la vida acelerada que llevaba: siempre en fiestas y rodeado de las muchachas más extrovertidas. La política, los ideales y en especial el trabajo, no tenían lugar en su vida. 

Era un domingo de carnavales, el sol arrojaba sus rayos verticales sobre aquel barrio limeño de casas pequeñas; un amplio retiro municipal se extendía al frente, donde la mayoría de familias inflaban sus piscinas para que los niños disfruten mientras los adultos los vigilaban desde las sillas colocadas a la entrada.

—Urge una chela –había dicho uno de los amigos del colegio que llegó de improviso a buscar a Mario, así fue que decidieron ir a un bar; tomaron el camino acostumbrado de calles ovaladas mientras el aroma a cebada de la Cervecería que quedaba a pocas cuadras y el sol abrasador, encendían aún más las ganas. Los recuerdos de los días de escuela brotaron de inmediato, casi llegaban a la avenida cuando una curvilínea muchacha cruzó a unos metros. 

—Oye Marito, ¿no es la chibola esa que te gustaba? Aunque de chibola ya no tiene nada…—dijo riendo uno de sus amigos.

Mario observó la figura esbelta de la muchacha, el cabello lacio y largo, la blusa escotada,  shorts bastante cortos, las piernas largas y bien torneadas, los pies adornados por unas sandalias de color encendido, y aquella piel cobriza que resaltaba con los colores de su atuendo. Caminaba segura, confiada de la belleza de sus casi quince años.

Definitivamente era ella, estaba más hermosa que nunca.

Esa noche al regresar a casa encontró una reunión muy amena, con inusual entusiasmo familiar se unió a  ellos y terminó por acoplarse al grupo de los más jóvenes. Allí, luego de una divertida charla se acercó a una de sus primas; hoy vi a esa chica que te pedí que me presentes hace tiempo, está buenaza, le dijo al oído, ¿Cuál chica? Respondió ella muy curiosa; esa que estudiaba contigo; ah, ya, ya recuerdo, por lo visto te sigue gustando; ¿Y cómo no? vestida así toda provocativa… ¿provocativa? Respondió la prima mientras recordaba a la muchacha en cuestión; y ¿por qué esa cara? Preguntó Mario al ver un gesto de extrañeza en ella; es que…; preséntamela pues prima, interrumpió él  con gran interés. Ya, está bien, te la voy a presentar, anda el lunes… no, mejor el martes a la salida del colegio, pero me debes una ¿eh?, voy a decidir a quién quiero que me presentes tú, respondió haciendo un guiño.

El martes a la salida del colegio, las chicas aparecieron en grupos, riendo mientras se hacían confidencias. Mario observó su reloj, tenía una clase a las cuatro, “hay tiempo”, pensó, basta con mostrar un poco de interés, comportarse como un caballero, “eso siempre funciona” y luego, cuando ya estemos en confianza la invito a pasear por algún parque, allí todo será más fácil.

Concentrado como estaba, planeando el encuentro, no vio a su prima acercarse. 

—¡Mario! –dijo una voz muy cerca.

Volteó ensayando una sonrisa seductora pero quedó pasmado cuando vio a la chica que venía con ella, era linda por cierto pero no era quien esperaba y ciertamente, no tenía el tipo de las chicas que le gustaban.

—Ella es Camila –dijo sonriendo su prima.

Forzando de nuevo una sonrisa le dio un beso en la mejilla mientras la miraba fijamente. La muchacha lucía azorada, aquel hombre, quien según su amiga estaba loco por conocerla, ¿por qué? Se preguntaba, por qué alguien como él querría conocerme.

Oregón, 2024. Después de más de diez horas de viaje por fin ha llegado, el trayecto ha sido penoso y agotador. Hemos llegado señora, dice una asistente de vuelo acercándose a Camila que aún está sumida en sus recuerdos, le sonríe con una expresión dulcísima mientras indica que debe retirase el cinturón.

La lluvia cae intensa sobre la pista de aterrizaje, se acerca un empleado de la aerolínea con un paraguas pero ella lo rechaza amablemente mientras estira las piernas, mira su reloj y recién cae en cuenta del tiempo que ha pasado. El empleado la sigue de cerca, Camila le pregunta a dónde debe dirigirse; no se preocupe señora, responde el hombre, sus hijos han coordinado todo con nosotros, hay un transporte esperándola para trasladarla al hotel, agrega señalando un auto de lunas polarizadas estacionado bajo techo, desde donde un chofer perfectamente uniformado aguarda con la puerta abierta.

Los pequeños buses de transporte pasan casi por su lado llevando a los pasajeros que observan ansiosos tras las lunas empañadas. Camila se detiene, una cara se le hace familiar, una sonrisa llena de nostalgia se dibuja en su rostro mientras el cielo parece aclararse ante sus ojos y su mente se pierde en el pasado.

Era un veinte de mayo, lo recordaba perfectamente, el tráfico era intenso y el chofer del bus en el que viajaba parecía no escatimar razones para quedarse detenido y completar la capacidad del vehículo que para él, claro, significaba mucho más que llenar los asientos, recordaba haberlo visto sonreír con satisfacción cuando hubo que empujar al último pasajero para poder cerrar la puerta.

Camila estaba de pie, rogando que un milagro ocurriese allí mismo y la avenida se despejara, se lo pedían a gritos sus pies cansados. Los audífonos la ayudaban a sumergirse en un sonido más propicio para la ocasión mientras su mirada se perdía en alguna caprichosa forma de la corteza de uno de los árboles que poblaban la avenida Ayacucho; de pronto, algo llamo su atención: frente a ella, tan solo a unos metros, en otro bus estaba Mario.

La miraba insistentemente, las micas sucias de las ventanas no permitían ver con claridad  aquellos ojos acaramelados que la remontaban al pasado, pero sabía que era él; se turbó al pensar que el muchacho podría darse cuenta que no le quitaba los ojos de encima; la gente pasaba empujándola, pero nada pudo alterar ese estado de estupefacción en que se encontraba, el calor comenzó a invadir su rostro como un volcán que va expulsando lava para por fin explotar, ¿qué estás haciendo?, se dijo; ¡quítale los ojos de encima! se va a dar cuenta que lo estás mirando….sí, pero él también está mirándome a mí, se dijo sin darse cuenta que estaba sonriendo.

En el acto recibió una sonrisa por respuesta y ocurrió algo que a sus veinte años era mágico: él avanzó hasta la puerta a empellones sin dejar de mirarla por entre la gente.

En un acto instintivo avanzó abriéndose paso hasta llegar a la puerta pero en ese preciso instante el bus comenzó su marcha. Allí en la acera de enfrente quedó aquel muchacho de mirada ingenua y juguetona con una sonrisa franca de esas que son como una caricia, el cabello alborotado era lo único que no había cambiado en él, y sus prisas.


Camila ha llegado al hotel, es de noche, en recepción le indican que tiene dos mensajes, recibe las notas y va directo a su habitación. Una vez allí despide cortésmente al encargado del equipaje indicándole que no quiere recibir llamadas, está cansada pero no tiene sueño, se quita los zapatos, se coloca la bata de seda color champán que tanto le gusta y que resalta el color café de sus ojos, se cepilla el cabello frente al espejo mientras la espaciosa habitación se muestra en todo su esplendor, “no han escatimado en gastos” piensa con una mueca de decepción en el rostro y va a hundirse a un cómodo sillón mientras contempla la cascada de esferas de luz que iluminan suavemente el ambiente, como en aquella fiesta de pre—promoción, hacía tantos años ya…

Había terminado sus estudios sintiéndose adulta por tener un enamorado mucho mayor y moría por presentarlo a sus amigas, así fue que eligió aquella fiesta para hacerlo, debes lucir formal, le pidió a Mario; yo no uso terno, “va contra mi religión” respondió él con una sonrisa; bueno, no terno, pero por favor ve formal, ¿por mí?, insistió mientras se acurrucaba en sus brazos, confiaba en que esa petición adornada de un sutil coqueteo sería suficiente; y es que el modo casual como vestía siempre ya no era apropiado, todo lo que la deslumbró al conocerlo y que lo hacía ver tan “diferente”, de pronto era motivo de censura; Mario disfrutó del coqueteo pensando que no estaba dispuesto a ceder, que ella lo conoció así y era absurdo que intentara cambiarlo, que seguramente lo entendería porque nadie iba a decirle como vestir, ir a una fiesta de terno, por muy importante que fuera la ocasión, no era uno de sus planes.

La noche tan esperada, Camila lucía su primer vestido de fiesta, tenía la piel perfumada y las uñas rojas, las sandalias a tono con el vestido y su piel tostada luego de una intensa sesión de sol en la playa, ya no se sentía una niña sino la joven que esperaba al enamorado perfecto apoyada en la baranda  de una glorieta adornada con cintas amarillas, la tenue iluminación y el delicado aroma a jazmín inundando el ambiente.

Más allá, sus amigas en espera del momento en que llegaría él, con un terno azul noche seguramente, con su porte de hombre de mundo y su mirada de miel, la tomaría en sus brazos al verla vestida así; se acercaría con la seguridad de sus veintiún años y la besaría en los labios, esos labios con sabor a cereza, el sabor elegido por ellas.

Desde la entrada, el encargado de anotar la llegada de los invitados hizo una seña a una de las muchachas y esta a su vez hizo la misma seña a otra que estaba cerca de los encargados de la música, algo extrañada al ver en la cara del anfitrión un gesto de desagrado. El plan sin embargo, siguió su marcha. De pronto, desde los parlantes comenzaron a sonar los acordes de una balada que originaron un suspiro en cadena.

El corazón de Camila se aceleró, sabía que él aparecería en ese instante y dio la espalda al grupo esperando ser sorprendida. A unos metros, abriéndose paso entre las parejas que bailaban lentamente, emergió Mario; llevaba puesto un Jean gastado, una camisa blanca suelta, el rostro sin afeitar y zapatillas; caminaba erguido, orgulloso de su atuendo pero sobre todo de no haber cedido a los pedidos de Camila por mucho que la quisiera; avanzó firme, deslumbrado por la apariencia de la muchacha, orgulloso de que fuera suya.

Las chicas que observaban la escena no podían contener la risa. Fue eso lo que alertó a Camila que volteó de una vez. Todo sucedió muy rápido, al verlo sus mejillas enrojecieron, su mirada se desplazó velozmente hacia los puntos estratégicos donde se habían colocado sus amigas, vio las risas burlonas de estas y se sintió derrumbada, hubiera querido que se la trague la tierra. Él estaba bastante cerca, Camila bajó con prisa las pocas gradas que la separaban del suelo, tropezó y su vestido se enganchó en una rama pero comenzó a correr mientras la tela del traje se desgarraba.

Mario no entendía lo que pasaba, miró su reloj, había llegado puntual, ¿por qué huye? Se preguntó. Camila por otro lado no comprendía por qué ese muchacho la hacía vivir la vergüenza más grande de su vida. 


Ha amanecido y Camila casi no ha dormido, no puede dejar de pensar en Mario, en como la vida los puso tantas veces frente a frente para volver a separarlos; el teléfono suena, desde la contestadora una voz grave le informa que todo está listo, se levanta aunque un peso enorme detiene sus ganas, tarda más de una hora en meterse a la ducha y otro tanto mientras deja caer el agua tibia sobre su cuerpo, saca una muda de la maleta y coge mecánicamente una a una las prendas colocándoselas. Al mirar el espejo una imagen desconocida emerge ante sus ojos. Se acerca pero el reflejo va transformándose a medida que el espacio se acorta, un jardín amplio aparece tras la ventana y el gris de la habitación se enciende; allí, frente al espejo, se sume en el recuerdo de otro de sus encuentros fallidos con Mario… 


Acababa de divorciarse de su esposo luego de cuatro años de separación, ya había asimilado su situación de mujer sola, sus días giraban en torno a su hijo, trabajaba medio tiempo y el resto del día se lo dedicaba a él. Atrás quedó la decepción cuando descubrió que su esposo la engañaba, las interminables discusiones, la incertidumbre y el miedo por encontrarse sola a cargo del pequeño Mauro.

Fue una tarde en que había llevado a su hijo a clase de idiomas cuando la vida en una de sus jugarretas volvió a reunirla con Mario, esperaba como solía hacerlo, sentada en una banca con la compañía de un libro, apartada del bullicio del corredor central. Estaba sumida en la lectura cuando unos pasos apurados la sacaron de su concentración, al levantar la cabeza vio a un hombre acercarse con un niño de la mano. El hombre se detuvo bruscamente a unos metros de ella y el pequeño se soltó para ingresar a una de las aulas.

Camila se acomodó los anteojos que reposaban sobre la nariz, allí estaba Mario, dibujando líneas en el rostro que endurecían sus facciones, enmarcando esa sonrisa que ella conocía tan bien.

—¿Camila? –fue todo lo que dijo él con un gesto de sorpresa, antes de que una llamada del celular captara por completo su atención.

Mario era docente del Instituto y el niño que llevaba de la mano era Rubén, su hijo de cinco años y era su reflejo. El reclamo de Clara, la madre de Rubén, por la pensión incompleta que le enviara, lo llenó de ira y tuvo que alejarse para que Camila, ese ángel que apareció de pronto ante sus ojos no presenciara los gritos desaforados con los que solía callar a la que fuera su pareja. Pero Camila estaba absorta reconociendo las facciones de Mario, sorprendiéndose por lo mucho que había cambiado; “no recordaba que fuera tan atractivo” pensó, pero tras él, la luna que revestía todas las aulas le devolvió su propia imagen, lucía cansada y con ojeras, con el cabello sujeto, en buzo y sin gota de maquillaje. Intentó sonreír pero al regresar la mirada hacia el hombre sólo alcanzó a verlo perdiéndose entre los corredores.

Esa tarde al llegar a casa cayó en cuenta que ella misma había cambiado, era cierto que ya no le interesaba enredarse sentimentalmente con nadie pero al ver a Mario se dio cuenta de esa verdad que abruma a la mayoría de mujeres: la injusticia en el paso de los años sobre ambos géneros. Su mismo esposo se separó de ella al conocer a una mujer más joven.

Al final de la tarde, luego del encuentro con Camila; Mario, con una copa de whisky en la mano, sentado en la terraza del bar de siempre, observaba el espectáculo que ofrecía el sol mientras se ocultaba, y pensaba en ella, la danza pausada de las olas y ella caminando de su mano con su uniforme de colegio, los tonos rojizos del cielo, sus tímidos besos, la belleza que se transforma en medio del silencio y lo inunda todo, como ella…

Mario había tenido una vida disipada y creyéndose el dueño del mundo, yendo de relación en relación, de fracaso en fracaso, perdiendo empleos y afectos, se encontraba solo, esforzándose por recuperar el tiempo perdido y sobre todo por merecer la admiración que le profesaba su hijo. Aún contaba con el negocio familiar del que afortunadamente su padre se hizo cargo, estaba decidido a tomar las riendas y aprovechar la oportunidad que le daba la vida, no tenía tiempo para ninguna relación, ¿Por qué ahora? Se preguntaba, por qué precisamente ahora que quería cambiar, la vida lo colocaba frente a la única mujer que amó realmente.  

Al día siguiente del encuentro en el instituto, Camila se esmeró en su arreglo personal y se sorprendió buscando a Mario. “Por favor”, se decía a sí misma, que me importa lo que piense, pero era imposible no sentirse inquieta y ceder a los recuerdos de esa historia vivida de adolescente. Llegó el fin de curso sin embargo y el encuentro que buscaba inconscientemente no se dio. 

Por su parte, durante el tiempo que duraron las clases, Mario la había estado observando desde lejos  sin animarse a abordarla, la veía cada día sentada en la misma banca con el libro abierto pero con la mirada perdida buscando algo entre los corredores, lucía inquieta, ansiosa, algo le decía que era por él.


Los años pasaron y el día que Camila cumplió treinta y seis, recibió dos emails que consiguieron turbar la tranquilidad en la que se había sumido. El texto del primero era escueto: “Feliz cumpleaños princesa, apelo a la frase de la película La vida es bella, por la belleza de la receptora de esta misiva… Mario.”

El segundo era un poco más largo: “… ¡Buenos días princesa!, he soñado toda la noche contigo, íbamos al cine y tú llevabas aquel vestido… solo pienso en ti princesa, pienso siempre en ti…”

La reacción de Camila fue una mezcla de turbación y enojo, pero, ¿cómo se atreve?, se preguntó, a estas alturas de mi vida, ¿y si tuviera un esposo?, ¿y su esposa?

Llena de enojo se dispuso a responder, ”tal vez sería mejor que lo ignorase” pero es que no puedo permanecer impávida ante tal intromisión, tengo que ponerlo en su sitio, pensó, pero la verdad era que estaba sola y el asunto sentimental era tan ajeno a su realidad como el tema espacial. Pasaron las horas y la mañana la sorprendió aun dudando si responder o no, se sentía inquieta y sonreía sin motivo, se miraba al espejo y trataba de recrear en su mente cómo se veía el día que se encontraron en el instituto; lo único que consiguió fue recordar que él la impactó, que nunca le gustó tanto como entonces y descubrió que vivía escondida entre miles de tareas, el trabajo, su hijo que casi no permanecía en casa porque el padre solía llevárselo los fines de semana, y lo que la preocupó más: que aún era capaz de sentir. 

Al cabo de dos días recibió otro mensaje:

“Estaba esperando una respuesta pero ha sido en vano, debo suponer que no quieres saber nada de mi pero voy a ser completamente honesto contigo,  he estado pensando en ti desde que te vi en el instituto hace seis años. He indagado sobre ti, sé que estás sola. Yo también estoy solo y quiero verte. Te espero en el Café Café de Larcomar, te invito a contemplar en primera fila el atardecer y recordar nuestros primeros años juntos”


En el hotel, unos golpes en la puerta sacan a Camila de sus pensamientos, al abrir encuentra al mismo encargado que la había acompañado la noche anterior hasta su habitación; es hora, dice este, el auto la espera.

Coge su cartera y sale. Ya en el vehículo ve la hora, la cita está programada para las tres de la tarde, una lágrima rueda por su mejilla, hubiese querido que los muchachos estuvieran con ella en ese instante pero está acostumbrada a  estar sola. Vamos a detenernos para que almuerce, dice el chofer, ¿Qué prefiere almorzar la señora? Camila lo mira con sorpresa, ¿almorzar? ¿Crees que puedo pensar en almorzar? reflexiona. Por favor lléveme de frente, no me apetece nada, responde.

Al llegar al edificio sube de prisa por el ascensor, una joven mujer vestida de blanco la aborda al verla, le pregunta su nombre y al escuchar la respuesta; ha llegado temprano, pero no se preocupe, dice, la entiendo, y se dirige hasta una de las habitaciones indicándole que la siga. 

Mario está sobre una cama con los ojos cerrados, ella siente un nudo en la garganta al verlo, se acerca temblorosa y coge una de sus manos, pega la silla hasta quedar muy cerca y comienza a hablarle al oído:

—Aquí estoy amor, viniendo a tu encuentro como aquel día en el café, ¿te acuerdas? Estabas ansioso esperándome, tiraste la taza al levantarte para recibirme; me sentía tan avergonzada por mi aspecto que casi ni te miraba, solo hablaba y hablaba sin parar intentando que no te fijes en lo que habían hecho los años conmigo. Lo notaste cuando me dijiste que lucía más hermosa que nunca y casi me pongo a llorar; eres tú Camila, dijiste, eres aún la muchachita que conocí por error y rompió todos mis esquemas, son tus manos tibias, tu mirada que se pierde cada cierto tiempo en algún sueño, eres tú la mujer de la que me enamoré cada vez que la vida nos volvió a reunir, aunque tuviera mil mujeres al frente, solo querría verte a ti, tocarte a ti…

De pronto la puerta se abre y aparecen Rubén y Mauro. Es la hora viejita, dice Mauro, tienes que dejarlo ir; Rubén, tomando la otra mano de su padre, mira cariñosamente a Camila, así es, tienes que dejarlo ir, confirma. Ella los mira distante, pensando en cuánto los necesitó cerca durante los últimos años cuando Mario cayó enfermo, cuando luego de ingresarlo al hospital su salud se fue deteriorando, cuando le dijeron que había quedado cuadripléjico y que ese estado era irreversible, que ya no quedaba nada por hacer; cuanto hubieran servido sus abrazos cuando luego de seis meses de prácticamente vivir en el hospital le dijeron que él deseaba morir, que estaba plenamente consciente cuando manifestó su deseo; cuanto necesitaron ambos de ellos, sus hijos, cuando Mario, ahogado en lágrimas se lo pidió a ella.

Los muchachos iban muy de vez en cuando, sus múltiples ocupaciones no les permitían estar a su lado tanto como hubiesen querido, le dijeron. Cuando les comunicó lo que le había dicho el médico ellos accedieron de inmediato, a partir de ese instante se encargaron de todo pero no hubo palabras de consuelo, se limitaron a comunicarle que lo trasladarían a Portland, que allí era legal la eutanasia.

El médico ingresa, ya no queda tiempo. Los muchachos se despiden conmovidos y cierran la puerta tras ellos; el procedimiento se lleva a cabo, esta vez es ella quien sostiene la mano de Mario mientras intenta dar gracias a la vida por los momentos que vivieron; en su cabeza queda la imagen de su esposo el día del encuentro en el café y el mar extendiéndose eterno como el amor que los uniría para siempre.

viernes, 20 de febrero de 2015

Revelación

Cristina Navarrete


Habían sido amigos desde siempre, se conocieron en el jardín de niños donde ella lo defendió más de una vez de algunos compañeros que aprovechándose de su tamaño le quitaban el almuerzo.

En su primer día de escuela Lía quiso irse con su madre y lloró desconsoladamente cuando ella se marchó; él al verla tan triste, sentada en la pequeña silla de madera anaranjada en una esquina de la colorida aula infantil, se acercó para consolarla, regalándole una galleta llena de chispas de chocolate y le invito a sentarse con él.

—No llores, tu mami va a venir pronto; mientras tanto yo te acompaño. —dijo Benjamín, un frágil y delgado pequeño a quién no le había costado ningún trabajo separarse de sus padres por primera vez. Él fue la causa de que tuvieran que casarse, siempre lo culparon. Su relación era distante y las agresiones eran algo cotidiano.

Lía, mientras comía el delicioso obsequio, sonrió alegremente, secó sus lágrimas y sintió que había encontrado un amigo.

Benjamín y Lía se hicieron inseparables, su amistad se volvío profunda e incondicional, creciendo cada vez más durante los años escolares. Él encontró un refugio de paz y calidez en esa relación, pues su vida siempre estuvo llena de violencia y desamor por parte de sus padres, que ocupados siempre en su trabajo no le prestaban atención excepto para reprenderlo y golpearlo. Cuando ellos lo golpeaban que era bastante a menudo él se ocultaba en casa de Lía, su madre curaba sus heridas y le preparaba una comida caliente, así se volvió no solo un gran amigo, sino parte de la familia.

En la época de colegio se distanciaron un poco, pues él, siempre inseguro de sí mismo buscaba la manera de ser aceptado por los más populares, cosa que lograba permitiéndoles abusos, maltratos y bromas pesadas; no faltó la ocasión en que ella lo defendía y lo sacaba de problemas, como en los viejos tiempos.

—¡Suéltenlo imbéciles! ¿No se cansan de portarse como salvajes? —les grito Lía, mientras sacaba la cabeza de Benjamín del inodoro.— ¿No te agota ser la burla de estos idiotas? ¡Eso no es amistad Benja, solo te tienen de su payaso, te utilizan! —dijo mientras se alejaban.

Benjamín en silencio, la miraba defenderlo con tanta pasión, y no comprendía como alguién tan segura y fantástica como ella podía disfrutar de la compañía de un perdedor.

Aunque ya no compartían tanto tiempo como antes, la amistad se mantuvo, se escribían mensajes de texto diarios y hablaban de todo lo que les ocurría durante el día, salían a comer una vez por semana y estudiaban juntos para los exámenes.

Todo transcurría invariable hasta que llegó el momento de la graduación, de tomar nuevas decisiones. Lía siempre fue muy determinada, ya tenía bien planeado su futuro. Cuando cumplió dieciséis años empezó la búsqueda de la universidad perfecta, envió un sinnúmero de aplicaciones con sus certificados de aptitud académica y deportiva; cuando terminó esa etapa, ella había conseguido la beca para asistir a una de las más prestigiosas universidades del mundo; se iría a Salamanca a fin de mes.

—¡Benja lo logré! Estoy tan emocionada, pero me aterra alejarme de mi mami, siempre hemos estado juntas, me duele mucho dejarla sola —dijo Lía con los ojos llenos de lágrimas— ni siquiera estoy segura de poder dormir lejos de ella.

—No te preocupes, todo va a salir bien, y pronto volverás a verla —le dijo Benjamín mientras le abrazaba. —Siempre has sido muy valiente… lo lograrás.

Benjamín sentía un gran vacío dentro del pecho, él que le había prometido una y mil veces que nunca se separarían, que la seguiría a donde fuera, ahora veía próxima la hora de su partida y sentía que sin ella no podría sobrevivir, ni al mundo ni a su familia. Lía tan segura y determinada como siempre notaba su dolor, y lo tranquilizaba asegurándole que siempre estarían en contacto, que hablarían cada noche por video – llamada, que el tiempo pasaría muy rápido y que sin darse cuenta volverían a encontrarse.

Esa mañana el angustiado amigo se vistió y arregló rápidamente, había preparado un video con todas las aventuras vividas y una graciosa tarjeta de buen viaje. Camino al aeropuerto fue rememorando sus andanzas con Lía.

No podía olvidar que, aquel año en que sus padres no le celebraron su cumpleaños, ella usando los ahorros que guardaba celosamente para comprarse aquel libro soñadole invitó a comer y organizó un juego de paintball con todos sus amigos y amigas.

Cómo dejar pasar el recuerdo de aquel día en que su mamá se enteró que había sacado un siete, lo golpeó tanto que no podía abrir el ojo izquierdo y ella, Lía, lo atendió hasta la madrugada, no se separó de su lado ni un momento. Pero, sin duda alguna era aún más inolvidable el armonioso sonido de esa risa que inundaba de alegría el ambiente, las bromas inteligentes, las reflexiones existenciales y una indescriptible belleza escondida detrás de una actitud dura y despreocupada.

De pronto, se encontró pensando en Lía, ya no en sus aventuras, ni en los juegos de la infancia, simplemente en ella, y como se había ido introduciendo en su corazón; del porque nunca se habia sentido atraido por otra chica y de como le molestaba profundamente, aquel vecino de su amiga que siempre buscaba pretextos para visitarla. Se bajó silenciosamente del autobús, y aún no salía de su asombro, sencillamente caminaba hacia la puerta de ingreso del aeropuerto más desconcertado e inseguro que nunca.

—¡Hoy! ¡Justamente hoy! Tenías que darte cuenta de todo, de que la amas desde hace años, de que no puedes vivir sin ella. Ahora es demasiado tarde —se dijo mientras ingresaba al andén de salidas internacionales.

A la distancia la vio: su cabello largo y ondulado brillando con la luz del día, esa sonrisa cálida, sus voluptuosos labios rojos y esos maravillosos ojos azules lo hipnotizaban; a pesar de la ropa holgada, de los jeans gastados y la camiseta larga, podía distinguir la hermosa y atlética figura de mujer que hasta ayer no había notado; la chica – chico, la Lía, ella que había sido su mejor amiga, defensora y hermana de aventuras, hoy se le presentaba allí como una musa inspiradora.

—¡Hola Benja! Al fin llegaste —dijo Lía mientras lo abrazaba fuertemente— estaba preocupada, no podía entrar en la sala de pre – embarque sin despedirme de ti.

—Te traje un recuerdo —dijo Benjamín sin soltar su mano— espero que te guste, no olvides lo que prometiste.

—No seas tonto, jamás voy a olvidar nuestras promesas, eres el mejor amigo del mundo, mi hermano.

Esas palabras calaron profundamente en su corazón, no pudo responderle, sonrió en silencio, la abrazó nuevamente y se sentó junto a ella para esperar su ingreso a los filtros de seguridad. Cuando la temida llamada para ingresar llegó, ella abrazó a su madre, a la familia y amigos que fueron a despedirla, se acercó finalmente a Benjamín, lo abrazó tan fuerte que él podía sentir el nudo en su garganta y cada latido de su corazón.

—Te voy a extrañar como a nadie, no te olvides de esta panita… siempre juntos ya dijimos, cerca o lejos es lo de menos —dijo Lía con sus ojos llenos de lágrimas; soltó a Benjamín bruscamente, dio la vuelta e ingresó a la sala sin mirar atrás.

Él la miró alejarse, pero su cuerpo aún podía sentir el suave olor a sándalo y canela, sus labios imaginaban aquel beso tibio y apasionado que no pudo darle y su boca saboreaba el dulce sabor a Lía.  

martes, 17 de febrero de 2015

Pecas

Juana Ortiz Mondragón


Era un día como cualquiera, de esos en los que Pecas se levantaba como de costumbre, se bañaba aprisa y peinaba sus rojos y ensortijados cabellos. Tarde de nuevo para la escuela, su madre no comprendía qué pasaba con Pecas en las mañanas, ¿por qué el tiempo no le alcanzaba, si tenía más de una hora para tomar un baño, ponerse el uniforme, desayunar y empacar un par de cuadernos?  

-¡Mamaaa,  no quiero ir al colegio!, allí nadie me quiere  -decía Pecas mientras se retorcía en la cama.

-Debes ir, aunque te sea difícil, pronto estarás en casa   -le respondía su madre con dulzura.

-Está bien, espero que el tiempo pase rápido.

Y  se levantaba arrastrando  los pies hasta el cuarto de baño. Era cosa de todos los días, tenían que perseguir el bus escolar por cuadras, para que no dejara a Pecas, quien  subía en él con el desayuno en las manos.

Innumerables problemas tenía en el colegio, parecía no mostrar interés  en lo que le enseñaban sus maestros. Sus cuadernos estaban llenos de ilustraciones, intentaba tomar notas, pero para esta dulce niña, estudiar era un tormento.

Cuando Pecas cumplió seis años, los abuelos paternos que eran un poco conservadores, se encargaron de buscar y pagarle la educación. Llegaron a la institución Margarita María por recomendación de varias personas, ya que ese lugar era reconocido y brindaba buenas bases en literatura y matemáticas. Fer  y  Matilda no estaban del todo de acuerdo, pero no querían despreciar el gesto de los abuelos, a pesar de que ellos siempre habían soñado una educación diferente para Pecas, incluyente, con énfasis en el arte.

Pecas tenía siete años, ojos verdes, piel blanca, y un montón de sueños para compartir. Aunque era pequeña, mostraba amor por el teatro y los buenos libros, en cambio poco gusto y dificultades por los números. El colegio no le agradaba: un espacio oscuro, triste, sin árboles y repleto de niños gritones. Los salones eran pequeños, atiborrados con libros, paredes decoradas con mapas descoloridos. En verano el calor se hacía insoportable, la edificación era tan antigua que los sistemas de ventilación funcionaban poco. El patio estaba rodeado por salones, así los docentes y directivas siempre tenían control de sus alumnos. 

Pecas no veía la hora de llegar  a casa, allí sus padres la comprendían y la rodeaban de amor. Esta era de dos plantas, con amplios jardines. Las habitaciones estaban decoradas con exquisitez, blancas paredes reflejaban la luz del sol. La guarida de la pequeña Pecas, era un  lugar multicolor, adornado con juguetes que ella había hecho con sus padres. Tenía un rincón de lectura, ocupado por libros infantiles y novelas cortas… Princesas, castillos encantados y bosques repletos de animales. Fuera de casa contaban con un amplio lugar para acampar y montar en bicicleta, también tenía árboles, en los que Pecas solía trepar. En los días de descanso, compartir en familia era la meta. Empacaban un libro, algo rico para comer, un frisby, juegos de mesa y se dirigían a un lugar en las afueras de la ciudad para pasar el día. También disfrutaban las buenas películas, el teatro y conciertos una vez al mes. En las tardes, se sentaban juntos a la mesa a compartir una cena deliciosa y saludable: verduras, pastas con queso y cerezas en almíbar. Todo cocinado con amor por Fer, el padre de Pecas que era un reconocido chef. Un hombre musculoso, trigueño, de cabello rizado y ojos miel. Medía un metro ochenta  y siete centímetros. Dulce como ninguno. En  su tiempo libre, además de cocinar en casa, le leía cuentos a la amada Pecas.  Mientras Pecas estudiaba con su madre, Fer trabajaba en un restaurante a las afueras de la ciudad. Matilda, que así se llamaba la madre de Pecas, llevaba a la espalda un hermoso cabello rizado y rojo, sus ojos verdes destacaban en la blanca piel, unas cuantas pecas jugueteaban en su rostro. Tuvo dificultades en el colegio, porque no se concentraba. Ella recuerda con dolor que sus maestros la reprendían  fuertemente: se tenía que sentar mirando para un rincón durante horas, o quedarse de pie. En casa sus padres no le creían, le decían mentirosa. Por eso, estudió pedagogía infantil, para ayudar a los niños, empezando por su hija. Tenía un taller creativo, en el que por medio del juego y las artes, los niños aprendían y desarrollaban otras habilidades.

Y así pasaba las tardes Pecas leyendo y, en compañía de su madre, se desatrasaba a regañadientes de lo visto en el colegio. Al otro día, la misma historia: crespos enredados, cuadernos perdidos, una media blanca y la otra… dos, tres cuadras tras el bus escolar, llamados de atención en la escuela, cinco minutos del descanso en el salón, mientras los demás jugaban en el patio. Ceros en los cuadernos, hojas arrancadas por sus maestros,  notas para sus padres.

-¡Pecas! de nuevo estás atrasada, mira qué desorden, vas a tener que quedarte en  descanso -le decía su maestra.

La maestra se llamaba doña Pepa, una señora robusta, alta, de lentes gruesos. Se distinguía por su carácter fuerte.

-Deme una oportunidad,  por favor señorita, es que no sé cómo evitarlo  -le pedía Pecas con lágrimas en los ojos.

Y  la maestra tomaba el cuaderno de ilustraciones de Pecas y hoja por hoja las arrancaba. Las directivas del colegio no sabían qué hacer con chicos como Pecas, depositaban toda la confianza en un maestro “regañón”, “castrador”, olvidando cuál era el fin de las instituciones, dejando de lado la felicidad de los alumnos.

Pecas, la niña incomprendida, la desatenta, la mala estudiante. Así se referían a ella sus maestros y algunos compañeros porque no comprendían los maravillosos universos que se gestaban en esa cabecita. Al finalizar el año escolar, a pesar de los esfuerzos de sus padres para que Pecas saliera adelante, los maestros sugirieron que era mejor que repitiera el grado, según ellos,  Pecas aún estaba muy inmadura para pasar a segundo,  había perdido matemáticas y ciencias. Ninguno de sus maestros se tomaba el tiempo para hablar con ella, revisar sus cuadernos o indagar los motivos de su desinterés. Desconocían las actividades de esta  pequeña en las tardes: en su cuaderno de ilustraciones escaseaban las hojas blancas y los libros de la biblioteca  de casa deambulaban ahora por su cabeza.

Cansados de esta situación, de ser llamados al colegio varias veces al mes, de la incomprensión de los maestros,  sus padres decidieron que Pecas merecía otro espacio para estudiar, que era muy pequeña para ser tan infeliz. Pensaban que en otro lugar podría ser valorada y amada.

Y empezó el año siguiente, una nueva experiencia, en un colegio lleno de praderas, árboles donde Pecas podía treparse, animales que llenaban de vida los días  de los niños,  profesores que valoraban a sus alumnos. Pecas empezó  a recibir clases de teatro, de pintura y literatura, a exponer en el colegio sus libretas de dibujo. Aunque continuó teniendo dificultades con los números, siempre había quién la ayudara. Allí conoció el significado de la amistad, ya que por primera vez tuvo amigos con los que compartía juegos, sueños y los postres del almuerzo. Siempre estaba  rodeada  por bellas personas de las que aprendía día a día. Por fin fue feliz. Poco a poco descubrió que su camino era el teatro y la literatura. 

Al finalizar el año, escribió su primer cuento, llamado “El conejito al que no le gustaban las matemáticas” y participó en la obra escolar: “Romeo y Julieta”. Ella la Julieta pecosa jamás vista.

-Romeo ¿Dónde estás que no te veo?...

jueves, 5 de febrero de 2015

Mi hermano

Margarita Moreno


Cuando por fin nos mudamos a una casa propia, la familia y los amigos preguntaron:

— ¿Por qué eligieron una casa tan lejos de la ciudad?  Y luego a quinientos metros de las vías donde pasa el ferrocarril ¿Logran dormir con el ruido?  Mi marido sonriente alardeaba:

— ¡Bueno amigos míos! Nosotros como hacen los europeos, gustamos de trabajar en la ciudad y vivir en el campo; además el rítmico sonido del paso del tren,  nos aporta un arrullo delicioso.

La verdad era que el crédito bancario apenas alcanzó para una modesta casa de interés social en los suburbios. Para llegar al trabajo cada mañana invierto cincuenta minutos cruzando por caminos rurales, aunque sinceramente esto de ir "puebleando"  resulta  muy grato.

Atravesar esos senderos apenas amaneciendo es una caricia visual; parece que me interno en otra época, ahí la vida transcurre con paciencia, la gente me mira pasar como buscando un rostro conocido, si sonrío o saludo me devuelven la cortesía, como reflejo del mejor espejo; almas reflejando almas.

Me hacen recordar algunos sitios que visité de niña con mi padre, él me llevó a conocer pequeños pueblitos de Jalisco, viajábamos en algún tren de segunda clase, que obligadamente se detenía en cada uno de estos maravillosos rincones del país; igual que entonces la mirada se me pierde con los verdes del paisaje campirano, árboles, arbustos, pastizales de trajes diversos muy a la moda,  colecciones primavera-verano, otoño-invierno, cerros y montes que año con año se inventan tonos verdes y ocres irrepetibles resaltando el rubor de las casitas perfectas y curiosas que no pierden detalle de la vida en el lugar y lo comentan entre ellas y lo consideran con las dos iglesias de modestos claustros que son como de cuento; sus cúpulas pajizas se alzan orgullosas por entre el paisaje para refrendar la fe que guarda de todo mal a estos lugares. Un silencioso panteón se observa en un declive de la cañada vistiendo a diario de uniforme gris, pero en noviembre el día de muertos  animado se engalana con flores, ofrendas, voces, música y se colma de color. Las noches se impregnan con fragancias de nardos, jazmines, violetas, rosas y cempasúchil;  las veladoras, candelas y cirios se encienden y pareciera que la Virgen tendió a secar sobre las tumbas su manto recién lavado, que bordado de luceros cintila al murmullo del rezo de los grillos y las almas que llegan al convite en su día; es un espectáculo magnífico, cautivador, una deliciosa acuarela para los ojos y un recreo para el espíritu.

También están los perros que son los que más asoman a las veredas, de rostros y actuares tan originales y hasta extravagantes; no falta el bravucón que ataca sin piedad el aire a tarascadas  feroces cuando se juega la vida por alcanzar el auto que pasa por su vera, y que triunfante al ver huir aterrados a los autos, se vuelve en leves trotes moviendo orgulloso el rabo. Son tan fantásticos que alguien debería de darse a la tarea de escribir o inventar una historia que inmortalizara a estos leales compañeros de planeta.

Hace pocos días transitando hacia mi casa he visto aparecer en los “topes” hombres y jóvenes con apariencia de “fuereños”;  pocos nos detenemos a darles una moneda que ellos piden de limosna y mucho escucho que son vagos, drogadictos, alcohólicos o tantos otros calificativos que,  siendo en la actualidad  nuestros compatriotas tan poco ocupados  de aprender y decir más allá de dos o tres palabras que utilizan de "comodín", tengan tanta sabiduría para juzgar la condición de estos congéneres con solo una mirada.

Confieso que yo no siempre los ayudo, sé bien que ciertamente es la temporada en que estos amigos viajan con todas las penas y peligros inimaginables para llegar al sueño de trabajar para los gringuitos y ganar en dólares; escuché en algún noticiero que descarriló “La Bestia”, el tren que cruza todo el país hasta la frontera con nuestros vecinitos gringos, y lleva literalmente sobre su lomo a todos estos soñadores ingenuos y optimistas,  desde la otra frontera con Belice y también,  que para su desgracia cerraron uno de los albergues que asistía a estos  migrantes, cerrando con ello un oasis de esperanza y consuelo; pero ellos siguen luchando, creyendo, esperando, siguiendo una ilusión, cayendo y extendiendo de vez en cuando sus manos a pedir ayuda.

Recordé todo esto de golpe cuando un hombre se acercó a mi auto pidiendo una moneda para comer, su voz sonó melodiosa con el mismo acento que muchos años antes,  en una fiesta de la preparatoria escuché de un chico que se acercó a pedirme que bailara con él.

¡No gracias!  —le dije.

— ¿Por qué no bonita? ¿Porque soy catracho?  —preguntó.

— ¿Eres qué?

¡Hondureño, bonita!  Y,  bailamos ¡Claro!

Pues este hombre sonaba igual, entonces busqué monedas en el cenicero del auto y las puse en su mano.

— ¡Gracias, gracias! Te bendice este catracho. — agradeció.

— De Honduras, ¿verdad? —pregunté.

— ¡Bendita tierra!  —dijo sonriendo.

Me fui con su acento en la mente y recordando mil cosas de mi tiempo en Guadalajara, la preparatoria y la vida de entonces; revisando recuerdos volví a casa con la noche y el cansancio no quiso detenerse, me anegó los ojos de sueño hasta que el nuevo día apareció sonriente.

El sábado por la mañana subí a mi auto y retomé el caminito a la ciudad que estaba muy transitado. Al llegar a un tope al fondo de una calle, vi un hombre que caminaba sacudiendo con rabia una cobija vieja y rasgada, barboteando un remedo de grito ronco y apagado, vestía de todo, no faltaba en su atuendo ni una sola pieza diferente, similar o combinada, ataviado con delirio, de colores que un día fueron, pringado con el barro de todos los caminos andados portaba su existencia en aquella cobija y un morral con sus exiguas posesiones; lucía menesteroso, agotado y contaba con tan pocos años. Con rostro adusto él miraba a una joven de semblante tristísimo que lo seguía a poca distancia, caminaron un poco y ella tomó la acera a mi derecha; él enrolló con rapidez la cobija en su brazo y se colocó sobre el tope a mi izquierda.  Mi auto seguía en la fila; él unió sus dedos y los llevó a su boca haciendo señas de ayuda para comer; busqué rápidamente en el monedero, solo encontré un peso y no quise darle nada más una monedita así que no me detuve y solamente los miré al pasar; la chica era bellísima pero lucía tan cansada y tan abatida que su longo vestido y su larga cabellera parecían lloverla de polvo y desconsuelo; seguramente que en alguna otra vida fue una bella rama de un sauce llorón; el rostro del hombre lucía un bronceado perfecto,  amplia frente en forma de diamante, rizos castaños cubriendo sus sienes y grandes ojos color miel  anegados de fracasos; ese aire extraño en su mirada me hizo percibir que se arropaba en grados respetables de locura. Sentí un gran deseo de ayudarlos con algo más que una moneda, así que decidí  acelerar un poco para dar espacio y volver enseguida; pasé el lugar me estacioné adelante y busqué con calma en mi cartera; presto asomó un billete de cien pesos, emocionado por irse a la verdadera aventura. Estar conmigo para ser gastado en verduritas ¡Qué desperdicio! creo que hasta pude oírlo musitar: ¡Al fin voy a ser útil, compraré tabaco, un poco de “yerba” o algo de “coca” o  compraré…  siguió susurrando el  “chapeado” billetito.

Emocionada retomé el camino y me acerqué a la pareja, deseaba poner el billete aventurero en la mano de la chica, pero ella de súbito despegó su espigado cuerpo del suelo y “voló” con gracia y bajito para posarse en la acera a mi derecha, él se quedó parado sobre el tope, tenía el rostro vuelto al otro lado sin verme llegar, mi paso sería breve y no atiné a otra idea que accionar el claxon para que atendiera la mísera ayuda. La bocina sonó, él encogió los hombros y estrujando la cobija contra su pecho giró despacio la cara y arqueando las cejas me miró sin verme, creí que lo había asustado y apenada extendí el billete hasta su mano, lo estreché contra su palma y me escuché decirle: ¡Perdóname hermano!

Seguí mi camino, no entendí lo que él me dijo, la expresión en sus ojos de infinito desamparo caló mi corazón y me llenó de llanto; este hombre realmente esperaba ser golpeado por mi auto; deseaba que lo atropellara, ansiaba morir, añoraba descansar.

No logro explicar con fidelidad lo que vi en ese hombre, sentí que me estremeció la conciencia y la razón; esa expresión, la mirada de quien ya no espera más alivio que la muerte, me hizo palpar la derrota escondida en su locura, la desesperanza que torció la sonrisa en su rostro me dolió tanto, su dolor me hirió... y  hoy aún escucho mi voz cobarde diciendo: ¡Perdóname hermano!

Creo no va a perdonarme, a perdonarte a perdonarnos…  ¡Nunca!